Hoy he ido a visitarla. Hacía meses que no lo hacía...
También necesitaba salir de casa. Mañana vuelvo a la normalidad y siempre me cuesta salir del caparazón. Podría seguir viendo películas, leyendo libros, escribiendo en este blog, viendo a amigos de vez en cuando, descansando, pero todo tiene un final.
Así que he subido al metro. Acostumbrado al silencio, has de aceptar otra vez los gritos de los niños, las conversaciones telefónicas de desconocidos, las peticiones de dinero de parados, los músicos ambulantes... Escucho ecos de voces. En un cuento de Murasaki, traducido al catalán, aparecen el béisbol, su padre, su madre; hay que aprender a perder...
Compro dos libros: los ensayos de Montaigne y Palabras de Grecia de Olalla. Me pierdo entre los cuellos y las nucas de mujeres que buscan un libro. Recuerdo borroso de R...
Mientras camino hacia la tumba, noto una pizca de calor. Es la una de la tarde. En dos meses necesitaría una botella de agua, pero hoy aún se puede sobrellevar.
Retiro las flores secas. Pongo en su lugar las que acabo de comprar. Las hormigas corren por el suelo, frenéticas, frente a la tumba. Los cardos buscan un hueco y se enroscan, crecen, mantienen el equilibrio. Limpio la tumba, aparto las hojas caídas. Los árboles tienen las ramas secas; en esta época del año desde aquí se puede ver el Pirulí.
Al alejarme, por el camino aparece un coche fúnebre y, a poca distancia, otros ocho que le siguen. El cortejo no tarda en pasar más de diez segundos. Ha dejado una estela negra.
Hoy ha muerto Catherine Spaack. Antes de salir me lo ha dicho Raúl. Nació en abril del 1945, unos meses antes que mi madre.
En 1960 rodó una de sus primeras películas, I dolci inganni. Para recordarme quién fue, Raúl me pone este trozo, el comienzo. Ambas, mi madre y Spaack, por entonces tenían 15 años.
Han muerto. Muertas. Es una palabra extraña. No me encaja, no pienso en esa palabra cuando veo estos fotogramas en movimiento, unos escasos tres minutos. Me vienen otras a la cabeza: juventud, ansia de conocer y conocerse, sensualidad, cuerpo, despertar, deseo...
¿Qué es el romanticismo? ¿A qué se puede llamar ser un "romántico"?
Hay muchas conclusiones al respecto. Que si tiene una duración limitada -un año, más o menos-, que es sustituido por otro tipo de amor, su carácter volátil, el papel ideológico y social del amor romántico; se insiste en la sublimación de esos sentimientos. Hollywood o el cine o la literatura ha construido y transformado también ese concepto, lo ha embellecido y deformado. A veces hace mucho daño, porque la realidad aplasta. El contraste puede ser brutal y doloroso.
Uno debe asumir sus conflictos personales. A los cincuenta años, ¿qué puedo decir? Estoy solo. A pesar de todos los intentos románticos de buscar a una persona a la que amar y que me amara. Y es inevitable. No puedo cambiar. Es un esfuerzo inútil. Deberé aceptar esa soledad. Vivir bien; saber morir bien. El tiempo se me acaba. Me quedan el estoicismo, el epicureísmo y un cierto toque de escepticismo...
Will Penny o Un valiente entre mil en su versión española es una película romántica, aunque no lo parezca en un principio. La vi hace veinte años con Garci. No recordaba casi nada; es más, cuando ayer volví a ella, sólo a mitad de metraje supe que me había dejado un poso muy profundo. Porque la historia de amor entre estos dos personajes es inolvidable.
A finales de los años sesenta la imagen idílica que Hollywood había reflejado hasta entonces se había evaporado. Las películas del oeste ofrecían en esos tiempos una mirada más realista y sucia. Este es un buen ejemplo, pero lo hace con una gran elegancia y ternura.
Es una mujer con un hijo, sola, desconfiada en un principio, realista; no se engaña con el mundo que tiene a su alrededor. Él se siente viejo, ha asumido hace años que su vida es y será solitaria; solo espera que el tiempo pase. Su encuentro podría haber sido un nuevo comienzo para los dos.
Ella es valiente; está dispuesta a dar ese paso. Él, en cambio, no puede.
Tengo cincuenta años... Es demasiado tarde, dice el personaje que interpreta Charlton Heston.
El personaje masculino es sensible, frágil y sincero; Sí, tengo miedo, estoy aterrado.
Es tal vez una de las conversaciones de pareja más sinceras y conmovedoras que haya escuchado en el cine. Y una despedida muy triste...
Antiguamente si alguien tenía un secreto que no quería compartir, ¿sabes lo que hacía? Subía a una montaña, buscaba un árbol, le hacía un agujero y susurraba el secreto. Luego lo cubría de barro. Y dejaba el secreto ahí para siempre...
Un día M... me enseñó unas obras que acababa de hacer. Creo que eran máscaras o dibujos preparatorios; tal vez, alguna pintura. Me pareció que por primera vez me mostraba, sin velos, una parte muy oscura de sí misma. Si hubiera caminado por esa senda, hubiera llegado a lugares extraños e inquietantes. Decidió no hacerlo; prefirió sublimar, embellecer, ocultar... Como siempre había hecho. Cada uno toma las decisiones y el camino que cree mejor. Y ha de asumir su responsabilidad. Aunque se equivoque. O tal vez, no.
En una ocasión me contó un secreto. Era oscuro y doloroso; no quería que nadie lo supiera. Buscó un árbol en Internet y allí lo guardó. Pensé, soberbio, que ese secreto merecía algo más; quise utilizarlo en una de mis historias. No le pedí permiso. Mi vanidad pudo más que el respeto que debía a una amiga.
Traicioné su confianza. La amistad se rompió.
A M... le gustaba Tarkovski. No recuerdo si vimos juntos alguna de sus películas en la Filmoteca. Veinte años de amistad dan para miles de historias y conversaciones. En muchas de ellas no compartíamos el mismo punto de vista, pero en lo esencial nos entendíamos.
Recuerdo una escena que le atraía de La infancia de Iván...
Nuestros miedos y deseos más profundos. Hay violencia y poesía. Podemos elegir una u otra, pero nunca tendremos Eumenides sin Erinias. Ambas están dentro de nosotros...
Vimos juntos alguna película de Wong Kar Wei. No recuerdo exactamente cuál fue. Tal vez Deseando amar.
Mis recuerdos con ella, pasados los años, son borrosos y vagos. ¿Qué películas fuimos a ver a una sala de cine?
Un baile de dos cuerpos, de miradas y roces sutiles. Deseo sublimado por el recuerdo. La realidad siempre nos decepcionará. Imperfectos, estamos hechos de barro, aunque aspiremos a ser polvo de estrellas.
Él recuerda aquellos años como si mirara a través de un cristal cubierto de polvo.
El pasado es algo que podemos recordar, pero no tocar.
El musical es un género al que tengo mucho cariño. Hay muchas razones.
La primera y tal vez la más importante, es que me apartó del suicidio en mi juventud. Un musical te puede atrapar y, si lo hace, como me ocurría cuando vivía esos años turbulentos y contradictorios, siempre estando al borde del precipicio, te salva. Doy testimonio de ello. No sé si serviría para otros; a mí, sí me ayudó.
Hay quien no puede soportar estas películas; no admite que los personajes se puedan poner a cantar y bailar en cualquier momento. Imagino que ignoran que en el teatro griego existía todo eso antes de que llegara de Hollywood. La tradición occidental ha eliminado la música y la convirtió en un elemento secundario o accesorio. Homero no hubiera existido sin la música, aunque no sepamos cuál fuera, ni Safo o Píndaro. Aunque esto daría para otra reflexión más amplia.
Reconozco que, si tengo que elegir, prefiero las aportaciones más modernas. Tenemos rock -desde los Beatles, divertidos y ligeros, a The wall, tal vez demasiado serio y sobrevalorado-
y parodias u homenajes de canciones melódicas o pop como On connait la chanson,
o cine francés que se deja llevar por lo perdido y la nostalgia -al estilo Demy-.
Los nuevos musicales -como Los Miserables- me interesan menos. Técnicamente perfectos, no lo dudo, pero no logran ir más allá, para mí, de esa perfección formal.
Mi preferida es Cantando bajo la lluvia. Cada vez que la veo dejo de estar triste.
Es un chute de vitalidad y optimismo.
Y no envejece, pase el tiempo que pase.
Tengo que incluir Sonrisas y lágrimas. La vi muchas veces.
La mayor parte, obligado. Cada vez que la pasaban por televisión, mi madre la ponía y nos la teníamos que tragar. Lo más sorprendente es que mi madre la veía como si fuera la primera vez. ¡Y sabía muy bien lo que pasaba! De memoria, casi plano a plano. No exagero si afirmo que era su película favorita. Pero era su manera de vivir la película con intensidad, imagino. En sus últimos años yo levantaba las cejas. Mi escepticismo contrastaba con la ingenuidad de mi madre, aunque yo reconociera, a regañadientes, la calidad de las canciones...
Mi madre murió muy lejos de esa Austria idealizada, en un Buenos Aires vacío, en plenas vacaciones de Navidad. Había pasado una semana desde entonces. Sería un dos o un tres de enero. Yo ya había vuelto a España. Su cadáver en descomposición, si mal no recuerdo, viajaba en ese momento por el Atlántico en la bodega de un avión de pasajeros. Decidieron esa noche poner en Telemadrid Sonrisas y lagrimas.
Es evidente que ese día no la contemplé de la misma manera.
Me costaría volver a verla. Sé que no dejaría de llorar.
Mis recuerdos de las películas que vi en mi infancia son borrosos. Había dos cines en Móstoles en los años ochenta; en los noventa fueron transformados en multicines que tampoco duraron más allá del siglo XX. Así que no son imágenes en movimiento las que me vienen a la memoria, sino fotografías fijas: esperando en la cola, sentado en una butaca, comiendo palomitas...
¿Vi E.T. por aquel entonces? ¿La guerra de las galaxias?
¿Tal vez Superman? No podría asegurarlo; es posible. Fueron grandes éxitos de taquilla y que nos llevaran nuestros padres hubiera sido de lo más normal. Es extraño que no tenga más que estas imágenes, más o menos desvaídas. Las películas de Parchís se pusieron de moda y todos los niños las veíamos. En la iglesia nos las metían con calzador en sesiones más o menos proselitistas.
Pasado el tiempo, ya no tienen para mí ningún interés, a no ser el sociológico. Eran muy conservadoras y reaccionarias. Pero, para ser sinceros, en la televisión hacían lo mismo. ¿Qué decir de Candy, esa chiquilla que sufría una barbaridad para estar con su amado? Me quedé con ganas de saber qué pasaría al final. Me debí perder la última temporada o decidieron no pasarla por TVE. Recuerdo el plano final y fue muy frustrante para mí. La pobre, llorando, mientras el barco donde el amado había subido se alejaba y se perdía en el horizonte. ¿Y después? ¡Joder, no te pueden dejar con la miel en los labios toda la vida! ¡Todavía espero que Candy se de la vuelta con el rostro cubierto de lágrimas y encuentre al chico sonriéndole! Lo demás lo dejo a vuestra imaginación. Aunque también pudiera ser que muriera de pena, mientras él se iba con otra...
¡Qué lejos esas heroínas pasivas y sufridas de las actuales! A mis amigos no les decía que veía Candy y alguna serie similar. Se hubieran reído de mí. Aunque ahora entiendo porqué me gustaba. ¡Era un dramón en toda regla!
A decir verdad, la única excepción que rompe el discurso convencional y tradicional de nuestra infancia sería La bola de Cristal, pero reconozco que de niño ni me enteraba del anarquismo que sutilmente destilaban sus canciones.
En fin, a las mentes infantiles se las manipula con gran facilidad. Imagino que los éxitos del siglo XXI, Pokemon y otros, buscan los mismos objetivos. Aunque no logro descubrir en la actualidad un programa a la altura de La bola de cristal...
En Gandía pasé los veranos de mi infancia. Julio y agosto era la época del año que los niños esperábamos como agua de mayo; ese momento en que, junto a la playa, descansábamos, tomábamos el sol, jugábamos, nadábamos, disfrutábamos de helado y de paseos hasta la madrugada, y también, a veces, veíamos cine.
Los cines de verano tenían otras reglas. Las sillas eran de madera, incómodas, pero no importaba. ¿Nos molestaba el ruido que hacían los espectadores? Formaba parte del espectáculo. En el descanso, creo recordar, que mi madre sacaba un tupper y, cenábamos. No éramos los únicos. Otros iban al bar a comprar un bocadillo, la cerveza o el refresco.
A veces miraba al cielo. Era un cielo estrellado, a pesar de la contaminación lumínica. O así me lo imaginaba.
La película, seguramente, era lo de menos, aunque no dudo que, aparte de la televisión, esas fueron mis primeras experiencias con la imagen en movimiento.
Después nos dirían que Spielberg plagió a Ray; estoy seguro de que el director hindú la hubiera hecho mucho mejor. ¡Quien podía imaginar que la guerra de las Galaxias abriría la veda del cine de adolescentes y una nueva etapa en la que el dinero más que la calidad coparía las carteleras de todo el mundo! Los efectos especiales y el espectáculo se impondrían a la psicología y las historias adultas y complejas, al menos, en el cine de masas.
Aún sigue proporcionando grandes dividendos a Hollywood. Después, un servidor buscaría otro tipo de cine; aunque, de vez en cuando, vuelva a estas películas alguna tarde lluviosa de invierno.
Sí, las miradas cambian. Ya no soy el niño que fui. Y, aún así, todavía sigo buscando ese cielo estrellado.
Mi padre, a su manera, fue un gran cinéfilo. Sus gustos no fueron los míos; es evidente que nunca vio a Bergmann o Tarkovski -ni creo que le hubieran interesado-, pero en su juventud sé, porque nos los contó, que se pasaba tardes enteras en los cines. Aprovechaba las sesiones dobles y las apuraba hasta la saciedad. Que tuviera un cine, justo enfrente de su casa, sin duda ayudó; además, huía de un ambiente enrarecido: las borracheras del padre, las discusiones, los golpes a su madre, a sus hermanas, los que también recibiría él... Por las mañanas trabajaba, ya fuera en el Matadero o en empresas del sector; por las tardes, se refugiaba y huía de su triste realidad en una sala oscura.
Esto fue antes de que conociera a mi madre. Como ya se sabe, si alguien sigue estas entradas con algún interés o ha visto el documental que hicimos, en su primera cita vieron Dr. Zhivago. No está mal para empezar una relación.
Su historia de amor terminó mal; ni siquiera les quedó como a los protagonistas de la película de David Lean un hermoso recuerdo, ni poemas que lo inmortalizaran. La imagen luminosa de las fotografías que describen sus primeros años de noviazgo y matrimonio no duraron demasiado...
Reconozco que en este aspecto sí fui como mi padre. En mi juventud, aunque mi refugio fueran otros cines -los de VO o la Filmoteca-, también busqué esas salas para escapar de mi locura o angustia. También, para ser sinceros, huía de él. Le detestaba; le despreciaba. Y hasta su muerte ese sentimiento no desapareció. No quería ser como él.
Le gustaba el cine italiano. Unos años antes de morir se acordaba de las películas de Sofía Loren y Marcelo Mastronianni como Matrimonio a la italiana. Me le imagino riéndose, sentado en la butaca, con esas comedias italianas de los sesenta. O siguiendo con interés esa parte de drama burgués que hay en todas ellas. Cuando me hablaba de esas historias, de repente sonreía. Sí, debió ser feliz, mientras las veía: para él era un recuerdo agradable.
No creo que viera Una giornata particolare. Para entonces ya tenía a dos niños que cuidar y un matrimonio que hacía aguas.
Que le gustaran esas películas, eso recuerdo que me lo confesó en una de las visitas que le hicimos, ya fuera para celebrar su cumpleaños, el nuestro o en fechas señaladas, como Navidades o Reyes. Para entonces iba de alquiler a alquiler, malgastando el dinero que conseguía. Había pedido un préstamo a Irene, una mujer generosa e inestable psicológicamente, para comprar una ganga del IVIMA; después, la malvendió para devolverle el dinero.
Se había convertido en un mentiroso; era un superviviente. Me hubiera gustado imaginarle como los pillos de esas películas de los sesenta, españolas o italianas, que para sacarse las castañas del fuego, se inventaban historias rocambolescas y conseguían dinero hasta de las piedras. No, mi padre no tenía tanto talento, ni siquiera la gracia ni el encanto, aunque, mientras tuvo fuerzas, sí consiguió mantenerse a flote, entre comedores de caridad y prestamistas de baja estofa. Hasta que su salud le dijo basta; justo cuando ya había llegado a un callejón sin salida.
Mientras crecimos, dejó de ir al cine. En casa, mientras nosotros veíamos películas en la televisión, él se dormía y roncaba. Había engordado y era, para entonces, un hombre obsesivo. No le recuerdo como un padre ideal; nunca lo fue, a no ser en mi más tierna infancia. Hizo lo que pudo, como todos. No supo hacerlo mejor.
Mi padre, imagino, cuando se separó de mi madre, seguiría yendo al cine, pero tenía otras preocupaciones. Y no recuerdo que me hablara de ninguna película; tal vez de algún gran éxito de Hollywood.
Un día del 2002, a la sesión de las cuatro de la tarde, fue a ver con Irene, Mortadelo y Filemón al cine donde yo trabajaba.
Mortadelo y Filemón, como La Rue del Percebe o Zipi y Zape habían sido los cómics de su juventud; en mi caso, más bien, de la infancia. Imagino que aprendí a leer con ellos; después llegarían Sherlock Holmes, Agatha Christie y Julio Verne. Más tarde, Virginia Woolf, Dostoievski y Nietzsche. Mi padre nos acompañaba a comprar los tebeos al quiosco. Era emocionante cuando teníamos entre las manos el número que acababa de salir. Las primeras lecturas nunca se olvidan.
Ese día de hace veinte años no me agradó verle; fui seco, casi desagradable. Le vendí las entradas y punto. A mi encargado, al saber que era mi padre, le sorprendió que no le hubiera invitado. El gesto tenso que puse le bastó para no insistir. Sí, me había sentido incómodo. Cuando le volví a ver le dije que no volviera. Y así lo hizo.
Se entiende mi reacción. Nos perseguía; no nos dejaba en paz. Dependía de nosotros. Despreciaba su debilidad, su incapacidad para ahorrar, sus mentiras...
Diez años después ya estaba muerto.
¿Y ahora? ¿Le sigo odiando? ¿Si estuviera vivo, qué haría? ¿Le apartaría, como hacía entonces? No lo sé. No idealizo a mi padre ni oculto mis sentimientos; cuando estuvo vivo, no quería verle. Era un estorbo.
No, no me engaño. Seguramente hoy haría lo mismo.
Cuando sueño con él, mi padre no pronuncia palabra. Se mantiene en silencio. Sé que está enfadado; así me demuestra que no me perdona lo mal que le traté.
Sin embargo, ahora me gustaría que me contara sus mentiras. Seguiría sin creerlas, pero, al menos, tendría la sensación de que está vivo.
No recuerdo cuándo fue la primera vez que fui a la Filmoteca de Madrid. ¡He devorado tantas películas allí! En la de Barcelona he estado pocas veces. Sí sé que Cuentos de la luna pálida de agosto es la única que he visto en los dos sitios. Y esto por sí solo merece una entrada.
¿Cuándo fue la proyección de Madrid? Tendría que ir muy atrás para saber en qué momento de mi vida descubrí esta película. Tal vez también la viera por televisión; Garci y su programa ¡Qué grande es el cine! nos descubrió muchas obras maestras.
En Barcelona está unida al recuerdo de C... Estuvimos juntos unos meses. Aprendí mucho con ella. Me enseñó más de lo que ella cree.
Compartimos muchas películas. Incluso una, estando ella en Barcelona y yo, en Madrid, en un experimento que nos hizo bastante gracia. ¿Y de las otras, qué recuerdo? En algunas, tal vez nos cogimos de la mano; en las últimas, ya nos habíamos alejado.
El sentido japonés y oriental de la vida y la muerte se resume en estos Cuentos. Los fantasmas, es decir, el pasado, viven con nosotros. A veces, espíritus benévolos, nos protegen; otras, encarnación de las pesadillas, nos persiguen.
¿No somos, incluso, nosotros mismos, fantasmas? ¿No aspiramos a dejar una huella en otros?
El final no deja de ser otra cosa que ese sentimiento taoísta de encuentro con la naturaleza y del fluir del tiempo. Somos y no somos. Dejaremos de ser y seguiremos siendo.
Lo demás, creamos lo que creamos ahora, no importa.
En el invierno de 2004 viví unos meses en Granada. Aún no entiendo muy bien porqué me fui a vivir allí. Sí, es una hermosa ciudad en la que estuve a gusto, pero las causas reales y profundas me obligarían a contar una larga historia que incluye, por un lado, un fin de semana tras la matanza del 11M y, por otro, a M... α y a M... β.
Estaba bastante confuso en esos tiempos.
M... α tampoco estaba en su mejor momento en plena crisis afectiva; en los meses anteriores me había visitado en Bilbao -y le ofrecí una habitación de mi casa para dormir y ahorrar gastos-. Se había inscrito en un curso de Musicología. Me hubiera gustado conocerla mejor -me enamoré de ella, como era de esperar-, porque me pareció una excelente persona, tal vez, una de las mejores que he conocido. No fue posible...
M... β se enamoró y se fue con lo puesto a Granada. Aún sigue allí, creo.
A M... α la volví a ver hace un año, más o menos. Me reconoció en el metro. Hablamos un rato entre estación y estación. Me alegró saber que está bien.
A M... β la vi por última vez en un cine de Granada. Recuerdo una mirada que me heló la sangre; era comprensible. Ni me atreví a acercarme; ni intenté explicarme. He echado de menos su sentido del humor y su espontaneidad.
En fin, como ya dije, estaba bastante confuso por entonces.
Había pocos cines de versión original. En uno de ellos estrenaron Olvídate de mí o en su título original Eterno resplandor de una mente sin recuerdos o algo parecido...
El título reducido me pareció adecuado a la situación que vivía; encajaba como anillo al dedo. Al fin y al cabo, era la historia de una pareja que volvía a cometer los mismos errores una y otra vez, aunque les hubieran borrado los recuerdos. Como si estuvieran ante un eterno retorno de lo idéntico. No podían evitarlo. Detrás del guion estaba la mente desquiciada y genial de Charlie Kaufman.
Este final me gusta. Es un sí a la vida, como el que Nietzsche nos grita desde las montañas de Sils Maria.
Es arriesgarse y mirar hacia adelante.
Los recuerdos no importan tanto, si dejas de pensar; sólo el futuro, si quieres despertar.
Repito tu nombre para no olvidarlo, para no olvidarte...
Hace cinco años me enamoré de Japón. Es uno de esos países a los que me gustaría volver.
Sería difícil explicar porqué...
En Kyoto pasé una semana entera; alquilé una habitación, en una primera planta, cerca de un río.
Recuerdo allí un jardín zen, al otro lado del cristal.
Por las noches en esa habitación tuve sueños donde mis padres volvieron a estar vivos.
Durante el día, tras largas caminatas, cuando me sentaba y contemplaba los templos y sus jardines, me sentía relajado, tranquilo, feliz.
Hay lugares en los que parece que ya hayas estado, que siempre hayan formado parte de tu vida.
Un día, en Tokio, supe que habían estrenado Your name de Makoto Shinkai, heredero de una larga tradición que tiene en Miyazaki a su padre fundador.Su viaje de Chihiro es una maravilla...
Era una noche de otoño. Así que ahí estaba yo, en un cine de Tokio, dispuesto a ver Your name.
No iba a entender nada de los diálogos. ¡Ningún problema! Me tocó una primera fila. ¡Qué más da!
Me dejé arrastrar por las imágenes y me emocioné, aunque las palabras me fueran desconocidas. No importaba. El tiempo y el espacio, gracias a la teoría de las cuerdas, dejaban de existir; las barreras que nos separan ya no tienen sentido.
Años después conocí a R... Tras varios intentos fallidos finalmente conseguí que tuviéramos una cita. Vimos El tiempo contigo, la siguiente película de Shinkai.
¿Cómo fue el tiempo con ella? ¿Cómo ha sido el tiempo sin ella?
Tu nombre existe. Otros nombres, no.
No sé si llegarás a leer estas palabras. U otras que compartimos, que forman parte de nosotros: λóγος, ἐποχή, τὸ ἄπειρον, φιλíα, στοργή,Καλημέρα...
Me gustaría regalarte otras palabras para que algún día también sean tuyas.
Estoy convencido que, con dignas y honrosas excepciones, el cine más interesante y renovador viene en estos momentos del documental. No tengo ninguna duda...
Os contaré una historia. Nuestra protagonista femenina ha tenido dos hijos; se los han quitado nada más nacer, porque se considera que no debe ni puede cuidarlos. Nunca más volverá a verlos, pero siempre los echará de menos. Mientras tanto, es explotada por una empresa que trabaja bajo un sistema de producción en cadena. Cuando envejece y enferma, no se la considera útil y es apartada del trabajo. Finalmente... es ejecutada.
Si no fuera por el final -que nos haría pensar, más bien, en una distopía- pensaríamos, sin duda, que nos encontramos ante una película de ficción con personajes humanos. Pues no, la protagonista es una vaca, el último año de vida de una vaca.
Andrea Arnold ha aprovechado el formato de documental para hablarnos de otras cosas: de la libertad, de la explotación de un sistema económico -que afecta a los animales, pero no sólo a ellos-, del sentimiento de pérdida, de la maternidad...
Sí, también de cómo los seres humanos, aunque sea con mano de seda, apartamos los sentimientos u olvidamos lo que hacemos o se hace con los animales. Lo consigue con el montaje y un guion preciso y cuidado que pocas veces he visto en películas de ficción.
Si queremos ver cómo se puede aprovechar la vida de un animal para hacer una reflexión más profunda tenemos Al azar de Balthasar de Robert Bresson. Aquí tenemos la inocencia del animal, un burro, que es testigo de la crueldad y la estupidez de la naturaleza humana; no sólo la sufre él mismo, sino también, como en un reflejo, su primera compañera de juegos. La maldad se impone, porque es activa y egoísta; la bondad es pasiva e indecisa. Ninguna película es más terrible y tierna; ningún final me he afectado tanto como éste.
Una visión más experimental la encontramos en Gunda de Kossakovski.
El profesor Bachmann y su clase es un documental de tres horas. Se nos cuentan las experiencias de un profesor peculiar en el trato con unos quince alumnos, recién llegados de países del Este, y que deben incorporarse, tarde o temprano, al sistema educativo alemán. No pretende ser un documental deslumbrado por la personalidad de su protagonista; tampoco lo hace desde una perspectiva negativa o destructiva. Reconoces al profesor que con métodos diferentes intenta atraer al estudio a ese alumnado con dificultades de todo tipo. Y al profesor agotado, que, a veces, se pregunta si vale la pena lo que está haciendo. Invita a la reflexión sobre los modelos educativos y si estos serán capaces de transformarnos o, al faltar medios, tiempo, apoyo desde las instituciones estarán condenados a fracasar.
¿Cuando estos alumnos se integren en el sistema no se sentirán decepcionados al comprobar que estos métodos son la excepción? ¿No acabarán siendo parte de ese alumnado, carne de cañón, ejemplo de fracaso escolar? ¿Es posible una buena educación mientras no cambien aspectos esenciales y fundamentales de la enseñanza reglada que no tienen en cuenta las circunstancias de gran parte de un alumnado, olvidado, despreciado, ninguneado frente a otros que con más medios económicos a su disposición siempre tendrán más posibilidades?
Y sobre un cine arriesgado y valiente. Es un documental con ideas muy interesantes. Partiendo de la trilogía de Esquilo, Pasolini busca un paralelismo de este mito griego, trasplantándolo a la África de los años setenta. Formalmente utiliza una amplia variedad de posibilidades; desde imágenes de archivo, combinadas con otras, rodados por él en varias visitas a países africanos; asistimos a una entrevista hecha en una sala de cine a algunos representantes, escogidos de entre los jóvenes universitarios que formarán parte de la élite de sus países; llega a atreverse a preparar una escena, donde se mezclan la música operística con el jazz, esbozando un encuentro entre dos culturas opuestas: la occidental y la africana.
Son los años 70. Todavía es posible la democracia y la revolución en el continente negro. O aún se sueña con ella, con una nueva forma de concebir el mundo que no olvide la tradición y una cultura milenaria.
En unos años se impondrá la pesadilla. Se intuye en algunas imágenes -con cadáveres abandonados en los caminos polvorientos de un país en guerra- o en las reflexiones que aparecen de cuando en cuando; uno de los jóvenes entrevistados contradice el final optimista de Esquilo y que Pasolini desearía: "las Euménides y las Erinias conviven al mismo tiempo; no pueden existir unas sin las otras".
Si un buen documental es el que hace muchas preguntas al espectador y además le obliga a plantearse otras nuevas, este, sin duda, es uno de ellos.
Mi generación vio desaparecer los cines de barrio. En una décadas, que coincidieron con mi infancia y adolescencia, serían sustituidos o por los multicines de los centros comerciales o por las salas que recibían, al principio, el pretencioso nombre de arte y ensayo, y que ahora están perfectamente integradas en el mecanismo y maquinaria de producción y distribución comercial.
La generación de nuestros padres sí vivieron esa experiencia en su plenitud. Nosotros sólo asistimos a sus estertores.
Los cines de mi infancia... tal vez me anime a recordarlos en otra entrada, aunque ya no tuvieran que ver con los de nuestros padres. La Filmoteca, los Alphaville, los Renoir tendrán su espacio. Los descubrí, cuando entré en la Universidad. En esa época estuve más tiempo en las salas de cine que en las aulas; solo, la mayor parte de las veces, o acompañado; y es una de las pocas cosas de ese periodo de las que no me arrepiento.
Antes de descubrirlas, Madrid, para un chico del sur, de las ciudades obreras del extrarradio, era un mundo nuevo, lleno de posibilidades. Visitábamos a mi abuela, a mis tíos, a Regina y José, mis tíos-abuelos, casi todos los domingos; es decir, a la familia materna, a los mismos que alimentarían mis leyendas infantiles, aquellas que se recuerdan pasados los años. Alguna visita turística al centro. Poco más...
Y llegó la adolescencia. Un tormento sin pausa. La literatura y el cine me protegieron.
En Móstoles solo había dos cines y proyectaban películas de estreno para el gran público. Si buscabas otra cosa, y mis gustos a esas alturas ya habían cambiado, no tenías más remedio que subirte al tren o al bus e irte a Madrid.
Había un cine, cerca de Moncloa, que empecé a frecuentar por esa época. Y es ahí donde vi por primera vez Robin y Marian. Pero antes de hablar de esa película de Lester y recordar a Audrey Hepburn, mi mito "erótico" personal junto a Rommy Schneider, no puedo dejar de mencionar mi experiencia con Pretty Woman.
La película llevaba casi un año en cartel. A esas alturas sólo sobrevivía en dos cines. No sé porqué quise verla. Era verano y me aburría, o eso creo. O a lo mejor fue el último día del año y quería despedirme, con una película sin chicha ni limoná, después de dar un paseo por Madrid. Fuera invierno o un tórrido y seco verano, ahí estaba, buscando en las páginas de un periódico los sitios donde podría "disfrutarla". Solo la proyectaban o en Villalba -es un misterio, al que no encuentro explicación, que aún estuviera por allí- y en una sala pequeña de Puente de Vallecas. Esta coincidencia, pasado el tiempo, resulta paradójica. Los ricos y los pobres, unidos por gustos similares. O tal vez no lo sea tanto.
Podía pasarme por el de Vallecas, así que miré dónde estaba: Avenida de la Albufera. Años después nos trasladaríamos a vivir al barrio, pero para mí, en esa época, Puente de Vallecas era un barrio desconocido, con mala fama, que debías evitar a ciertas horas. No debería haberme preocupado; a esas alturas, como en Móstoles, los tipos desesperados que te pedían dinero para drogas o estaban muertos o en la cárcel o habían sido apartados a otras zonas. El Puente, como luego pasaría con Vallecas, empezaba a transformarse en un barrio de clase media empobrecida y a olvidar no sólo la marginalidad, sino también el fuerte potencial colectivo, las agrupaciones de todos los ámbitos, muy implicadas en el tejido social del día a día, o -y no es un detalle menor-, se arrumbaban esos bares alternativos, rockeros en su mayor parte, de los que quedan escasísimos restos en la actualidad.
Pues sí, ahí estaba yo, bajándome del metro, en la última parada. En unos años la línea 1 iría ampliándose hasta más allá de la M-40. No recuerdo gran cosa del cine; en unos meses lo cerraron. No me sorprendió. Fuimos cuatro o cinco espectadores en una sesión a las cuatro de la tarde. Al salir, mientras sonaba a nuestras espaldas la melodía de Pretty Woman de Roy Orbison,
ya se había hecho de noche. ¿O era de día y sufríamos un calor asfixiante? La única imagen que me viene a la cabeza es que había mucha gente, comprando, paseando, volviendo a casa...
Volvamos al cine de Moncloa. Resistió más que el de Puente de Vallecas. Seguí yendo allí hasta bien entrado el siglo XX, ya que ponían versiones originales subtituladas. Era el Rosales, de la calle Quintana; lo chaparon en el 2003. Me gustaba, porque mantenía una particularidad que otros cines, si alguna vez lo tuvieron, ya lo habían perdido.
Cuando llegaba la mitad del metraje, de repente, al final de una escena, ponían un anuncio en el que nos decían en un tono que se movía entre el humor y la cutrez: "¡Visite nuestro baaaaaaaaar!". Me encantaba. Es más, creo que muchos esperábamos ese momento, aunque luego no visitáramos el bar. Como mucho, yo aprovechaba para bajar al baño, que, si la memoria no me engaña, era tan cutre en los noventa como el anuncio, con un inodoro turco y moscas revoloteando, incluso en invierno. Ahora que tenemos esa otra publicidad, tan perfecta estéticamente, echo de menos la gracia y la espontaneidad que tenía ese anuncio de tiempos tan lejanos.
Como ya he dicho, vi muchas películas allí. Una de ellas fue Robin y Marian. Audrey Hepburn, en esos años de adolescencia, fue mi mito cinéfilo por excelencia. Murió entrados los noventa, y desde ese instante, la tengo en esa categoría en la que sólo caben unas cuantas actrices, contadas con los dedos de una mano. Por supuesto estaban sus clásicos, conocidos por todos, pero fue en esos años cuando tomé conciencia de que era una gran actriz. En Dos en la carretera y con Robin y Marian. Si en la primera, que tal vez también viera en los Rosales, el guion era un engranaje perfecto que desentrañaba la crisis de una pareja dirigido con tacto y elegancia por Donen, donde no faltaban las pizcas de humor,
en la segunda, Lester, con un realismo sucio, mostrándonos las ladillas, el barro y la decepción, nos invitaba, por contraste, a transformarlo en un canto lírico y épico: el amor más allá de la muerte.
Recuerdo mis lágrimas, cuando escuché por primera vez la declaración de amor de Marian. Sabiendo que los van a capturar, ha envenenado a Robin; también a ella misma. Asesina y suicida. ¿Por qué? Se acabaron los sueños; no está dispuesta a vivir sin él. Te quiero más que a Dios...
Nadie me ha querido así...
Él la entiende. Le pide a su amigo que le dé el arco. "Donde caiga la flecha, entiérranos allí... "
Y la flecha no cae nunca. Va directa al cielo, al infinito, a la inmortalidad...
Hubo un tiempo en el que el dolor era insoportable.
Hubo un tiempo en que deseé no estar vivo.
Busqué refugios. Escribir a veces me ha servido para calmar el insomnio, para liberar y apartar las lágrimas que me impedían ver lo que tenía a mi alrededor. También podía leer: filosofía, ensayo, poesía, novela, pero leer exige mucha concentración. Mi mente giraba sobre sí misma: bucles, círculos; se repetían las mismas imágenes, las mismas palabras. Una y otra vez. Una y otra vez. No podía volar; me hundía.
Así que salía de casa. Caminaba. Mis pies no dejaban de moverse, me llevaban al centro de Madrid. Horas, horas y horas hasta que se agotaran mis fuerzas. No he dejado de andar desde entonces.
A veces llegaba a las puertas de un cine. Y entraba. Me daba igual que fuera un drama, una comedia, un musical o un documental. La oscuridad me calmaba, me consolaba, me abrazaba...
En La rosa púrpura del Cairo Mia Farrow entra en una sala de cine. Es el final de la película. Lo ha perdido todo. No tiene nada. Está completamente sola. En la pantalla bailan Fred Astaire y Ginger Rogers. La expresión de su rostro va cambiando poco a poco. Ha dejado de llorar; está sonriendo.
Al salir del cine, tarareaba una melodía escuchada durante la película o recordaba una imagen, un diálogo o una escena. Así, intentaba mantenerlas vivas, que duraran un poco más esas pompas de jabón; me esforzaba por atraparlas en el aire, que no se perdieran, que no se desvanecieran...
Ya no existía ni el dolor, ni la angustia, ni la rabia. El temblor, el miedo volverían, sí, muy pronto, pero en esos pocos minutos, durante unos breves instantes, antes de que la luz me aplastara, todavía aspiraba a la inmortalidad.
En mi primera cita con P... vimos Cosas que nunca te dije. Nunca un título podía haber resumido mejor la relación que tuve con ella. Recuerdo que nos gustó a los dos. Cine indie, alternativo, dirigido por una directora española. Ese día no le dije que me gustaba. Nunca lo hice.
La conocí en la Universidad. ¿Estudiaba Latín y Griego como yo? No estoy muy seguro. Creo que no, que eligió Filología Inglesa. Nos debimos ver en las clases de primer y segundo año; luego, en la cafetería. Sé que me interesé por su humor peculiar y un carácter algo extraño, casi diría excéntrico; no es que tuviera un atractivo especial, pero tampoco pretendía ser otra cosa ni aparentaba nada y eso se agradecía. Había muchos hipócritas entre mis compañeros. Criticaban al que no fuera como ellos. Mediocres y mezquinos. Unos pocos se quedarían en la Universidad. Medrarían o no; a alguno sí le he seguido la pista. P..., en ese aspecto, era diferente. Inteligente, mantenía una sabia distancia.
Pasaron unos cuantos años. Ella seguía en la Universidad; yo acababa de dejarla. La veía de vez en cuando. Durante ese periodo estuve unas cuantas semanas con mi abuela en su casa de la calle Inmaculada Concepción, donde mis padres se habían conocido, a unos pasos de la iglesia en la que se casaron... Por aquel entonces, era el momento más duro de su divorcio y para nosotros el día a día se había convertido en un campo de batalla; así que escapaba, en cuanto podía, al refugio de mi abuela. Como los padres de P... eran también de Carabanchel esa primavera quedamos muy a menudo.
Se me viene a la memoria un paseo desde el centro; bajábamos por el puente de Toledo. Era ya de madrugada. Nos cruzamos con unos tipos que preferirías no encontrarte en una calle mal iluminada; los dos pensamos que se lanzarían a por nosotros. No fue así. Eso dio pie a risas; esa noche estábamos a gusto.
Un día, animado por esos últimos encuentros, me pasé una mañana por la Universidad; la vi en la cafetería. No me hizo mucho caso. Era otra persona; noté que estaba buscando a un chico con la mirada. Yo no existía. No tenía ninguna oportunidad. Me dolió.
Le escribí una carta; le dije que no quería saber nada de ella. A los dos días, sin que hubiera leído mi carta, ya que estaba de viaje, recibí una postal desde Atenas; era amable, se acordaba de mí, pero ya no había vuelta atrás. No iba a humillarme. Por supuesto, la relación se terminó. Ninguno de los dos hizo ningún esfuerzo por recuperarla.
Años después volví a verla. Era taquillero de los Cines Ideal. La reconocí enseguida. Venía con unos cinco o seis amigos. Me contó que había vivido en Estados Unidos durante un par de años. No le pregunté si en el sitio donde rodaron Cosas que nunca te dije, pero estoy seguro de que fue así.
No hubo tiempo para más. Compraron entradas para El pianista de Polanski, fila sexta, en el pasillo.
Cuando me tocó el descanso, me pasé por la sala donde la proyectaban. La busqué en la oscuridad. No tardé mucho en reconocerla; sí, esa era su espalda. A veces giraba la cabeza, pero la película nos tenía atrapados a todos. Varias veces me volví porque me hubiera gustado advertir algún tipo de reacción; quería saber si se emocionaba o lloraba. ¿Qué sentiría con esta escena que ambos veíamos juntos, aunque ella no lo supiera?
El pianista tocaba ante un general nazi, desencantado, amante del arte, una obra de Chopin. Es la primera vez que lo hace desde hace dos años. Ya no le importa lo que le pueda pasar; porque puede hacer, aunque sea por última vez, lo que más ama.
Volví a buscar en la sala a P... Ya no la pude distinguir. Estaba demasiado oscuro. Volví a la taquilla. Nunca más he vuelto a verla.
Hace poco recuperé Cosas que nunca te dije.
No ha envejecido; nosotros, sí.
Me dan miedo los domingos.
Es difícil dejar de querer a alguien a quien apenas has conocido.
Pensé en R... La eché de menos. Le envíe esta última frase, escrita para que permanezca en el tiempo.
Ella me respondió hace un mes con un mensaje de voz. Me habló de ella misma con una sinceridad brutal; me enterneció. Me dijo, al final: "Nos vemos pronto".
No he vuelto a saber de ella.
Me preguntó si volveremos a vernos algún día, sentados en un banco, uno al lado del otro.
Me pregunto si me atreveré a decirle cosas que nunca le dije...
Fue entonces cuando vi El increíble hombre menguante por primera vez.
Esa noche tuve una pesadilla. Soñé que me hacía pequeño, muy pequeño, muy pequeño. Nadie me veía; ya no existía para los demás. Los llamaba, pero no me escuchaban. Todos me habían olvidado. Cuando desperté, me di cuenta de que así era mi vida; así me sentía casi todos los días. Nunca olvidé esa película.
Cerca de los cuarenta volví a verla. La perspectiva había cambiado. Era ya un adulto cubierto de heridas y con amplios conocimientos que me habían ayudado y me habían servido de refugio. Me asombró la persecución del gato, me atrapó la lucha con la araña;
asistía al intento de supervivencia de un hombre que desaparecía sin que pudiera evitarlo. Y el final...
Entendí ese final ingenuo, simple y tierno. Lo pequeño y lo grande se mezclan. No somos más que un punto en el inmenso universo. Aceptemos nuestro papel. Solo alcanzamos el equilibrio, la ataraxía, la felicidad cuando encajamos con la Naturaleza, con el mundo. El panteísmo. La esencia, el ser de Heidegger, el uno de Parménides. El río de Heráclito...
Contemplo desde el aula vacía la rama de un árbol; un pájaro se mece. La rama se mueve de arriba abajo. Estás bien, estás a gusto. Silencio. Todo encaja. Un círculo perfecto. Eres feliz. Estás vivo. Nada importa.
El pájaro de repente alza el vuelo; se aleja. Suena el timbre. Los niños suben. El ser ha dado paso al estar.
Nanni Moretti es uno de esos nombres que resumen la evolución del cine europeo en general y del italiano en particular.
Su primer cine bebía de los debates políticos de los setenta y siempre estuvo muy implicado en los conflictos sociales y políticos de su época; y él era un buen ejemplo de uno de los rasgos que nos caracterizan: el individuo en plena crisis de la modernidad. El humor, cierta actitud iconoclasta, la espontaneidad le hacían muy atractivo.
Palombella rossa es un buen ejemplo. Recoge todos esos rasgos. Hay grandes momentos -el de Zhivago es impagable-
con otros que acabas aceptando, a pesar de su carácter confuso, porque no desencajan demasiado en el tono elegido.
La derrota -política y también individual- no se soslaya. En los años 90 Moretti va a reflexionar en primera persona sobre esa derrota; la izquierda ha perdido, debe reinventarse, pero no sabe cómo hacerlo. A partir de ese momento y, sobre todo, en las últimas dos décadas, su cine va a buscar un camino nuevo que se repite en muchos directores actuales: el melodrama. Y dos temas relacionados entre sí: la familia y el peso del pasado.
Lo he visto también en la película de Sorrentino, Fue la mano de Dios. Salvando las distancias, yo también me siento atraído por esos temas y aparecen claramente en el documental que hicimos. ¿Podríamos hablar de una tendencia general del cine actual?
Su nueva película, Tres pisos, fija esa dinámica que observabamos de manera muy evidente en La habitación del hijo. Se podría decir que su estilo está esclerotizado; yo no llegaría a tanto. Domina los recursos y sabe marcar los tiempos.
La película tiene una factura impecable; incluso uno de los personajes, tal vez el que más desagrado podría producirme, acaba emocionándome cuando, tras haber madurado, confiesa a su hija, años después, que siempre ha vivido con la duda de lo que ocurrió una noche en la que, siendo niña, estuvo sola con un hombre mayor.
Pero ideológicamente el cine de Moretti apuesta por la seguridad burguesa, por el género que define a la clase media, incluso en valores que casi podríamos llamar conservadores -la fidelidad de la pareja, el perdón, la conciencia personal-. Y esto es un buen reflejo de la apuesta actual en el cine que busca al gran público.
Al final casi todas las películas, excepto raras excepciones y la mayoría se encuentran en el documental, se ha decidido por el camino de la redención individual. Como sociedad hemos fracasado. Ya no hay espacios comunes -partidos, sindicatos, asociaciones- que permitan un cambio profundo. Sólo nos quedan reductos pequeños para influir en la realidad y entre ellos, sobre todo, la familia. El refugio, a pesar del final feliz, nos deja un sabor amargo.
Caro Diario que le consolidó como un gran cineasta y una figura intelectual de primer orden conserva todavía esa esperanza colectiva en transformarnos. Tal vez no haya mucha distancia entre el baile con Silvano Mangano y Tres pisos.
O con el viaje por la Roma desconocida, de los barrios obreros en Vespa con homenaje a Pasolini, incluido.
Pero Caro Diario en sus tres partes es, por encima de todo, un canto a la vida desde un punto de vista, eso sí, irónico y lírico a partes iguales. Sea para recorrer la Roma amada u olvidada; sea para visitar islas destrozadas por un turismo salvaje o, al final, para describir su odisea entre médicos incapaces de detectar un cáncer.
También Tres pisos parece un canto a la vida; sin embargo, tiene mucha menos fuerza. No sé si el problema es Moretti, cansado y convencional con tantos años a sus espaldas, o la industria que se ha convertido en una caja de hacer dinero y que veta cualquier cosa que pueda poner en peligro sus beneficios, o nosotros mismos, que decepcionados o atomizados, nos refugiamos en lugares más cómodos.
No sé si hemos perdido el humor. Lo que no deberíamos perder es el deseo de estar vivos.
Porque, no lo dudemos, un vaso de agua y la canción "Inevitabilmente" te devuelven siempre las ganas de vivir.