Hubo un tiempo en que mi padre no había muerto.
Hubo un tiempo en que tenía una familia.
Hubo un tiempo en que fui un niño...
Fue entonces cuando vi El increíble hombre menguante por primera vez.
Esa noche tuve una pesadilla. Soñé que me hacía pequeño, muy pequeño, muy pequeño. Nadie me veía; ya no existía para los demás. Los llamaba, pero no me escuchaban. Todos me habían olvidado. Cuando desperté, me di cuenta de que así era mi vida; así me sentía casi todos los días. Nunca olvidé esa película.
Cerca de los cuarenta volví a verla. La perspectiva había cambiado. Era ya un adulto cubierto de heridas y con amplios conocimientos que me habían ayudado y me habían servido de refugio. Me asombró la persecución del gato, me atrapó la lucha con la araña;
asistía al intento de supervivencia de un hombre que desaparecía sin que pudiera evitarlo. Y el final...
Entendí ese final ingenuo, simple y tierno. Lo pequeño y lo grande se mezclan. No somos más que un punto en el inmenso universo. Aceptemos nuestro papel. Solo alcanzamos el equilibrio, la ataraxía, la felicidad cuando encajamos con la Naturaleza, con el mundo. El panteísmo. La esencia, el ser de Heidegger, el uno de Parménides. El río de Heráclito...
Contemplo desde el aula vacía la rama de un árbol; un pájaro se mece. La rama se mueve de arriba abajo. Estás bien, estás a gusto. Silencio. Todo encaja. Un círculo perfecto. Eres feliz. Estás vivo. Nada importa.
El pájaro de repente alza el vuelo; se aleja. Suena el timbre. Los niños suben. El ser ha dado paso al estar.
Sí, hubo un tiempo en que fui un niño.
Cuando terminó la película, dejé de serlo.
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