sábado, 22 de diciembre de 2018

LA DESCOMPOSICIÓN DE UN SISTEMA


Me encanta la Historia. A veces mucho más que las lenguas clásicas o el cine, mis otras dos pasiones.
La Historia es un proceso muy largo, llena de recovecos. Y nosotros, que vivimos tan poco tiempo, inmersos en ella, no somos conscientes de sus cambios y transformaciones, hasta que se han producido. Aún así, tenemos la capacidad de salir del cascarón en el que vivimos y reflexionar desde fuera.

No siempre es posible. La vida cotidiana nos arrastra; es difícil ver desde arriba, como si tuviéramos un mapa. Me encanta observar el mundo desde esa perspectiva; a ras de suelo, es cierto, puedes ver lo más pequeño, pero se te escapa una visión general, imprescindible. Y con este mapa, aunque sólo sea la imaginación la que nos lo proporcione, podrías tener a tu disposición el conjunto de los elementos que influyen en nosotros. De todas formas, aunque los conociéramos, mucho más difícil sería cambiarlos.

A mis alumnos les doy clases de Historia a la par que les enseño Latín. En diciembre ya he hecho una introducción; en enero les hablaré de la descomposición del sistema republicano en la Antigua Roma. Hubo muchos factores que lo explican, conocidos por los investigadores: ante la expansión de Roma se produjo un empobrecimiento de las clases medias rurales, llegada de mano de obra esclava, riquezas que acabaron en pocas manos, creación de una clase media ecuestre que necesitaba de un nuevo sistema político que favoreciera sus intereses. Más de cien años y tres guerras civiles fueron necesarias para que la República moribunda pasara a ser un Imperio. Hubo intentos democratizadores -Los Graco-; rebeliones -tres guerras serviles: la de Espartaco es la más conocida-, una guerra social. Al final, una familia, un solo hombre apoyado en las nuevas clases emergentes y un ejército "popular", en una sociedad agotada, sedienta de paz social, consolidó un nuevo sistema. Quien vivió estos acontecimientos, desde dentro, no creo que fuera consciente de los cambios, como sí lo somos nosotros, pasados tantos siglos.

Nos ocurre lo mismo; está claro. El capitalismo, aunque tuvo precedentes en la Holanda del siglo XVII, nace con sus rasgos característicos en el siglo XIX: explotación, universalidad, clase media burguesa, mecanización. Necesitaba muros de contención. El socialismo y el comunismo funcionaron, con sus contradicciones, en ese papel. Las guerras -fueran mundiales o concentradas en lugares concretos- formaban y forman parte del mecanismo. El capitalismo las necesita para sobrevivir.
La caída del muro, el final del comunismo hacía pensar que el capitalismo había triunfado. En realidad, en estas tres décadas lo que ha hecho es agudizar sus propias y complejas contradicciones. Sin muros de contención que lo limiten el capitalismo muestra todos sus garras. La socialdemocracia y la izquierda, el estado de bienestar, el ecologismo, el desarrollo económico fueron los mecanismos que las democracias formales en un sistema bipartidista encontraron para suavizar sus aristas y ofrecer a la clase media una alternativa diferente al comunismo. Ahora se diluyen, se debilitan y no pueden detener al monstruo.

Es cierto que podríamos pensar que no hay problemas, si nos paseáramos por los grandes centros comerciales y turísticos del mundo. Yo lo he hecho. Allí no parece que haya conflictos, sea en Argentina, en Los Ángeles o en Tokio. Si te alejas un poco, otra realidad se te muestra: pobreza, marginación, violencia... Allí están los votantes de extrema derecha o los que, decepcionados, ya no votan: el origen o la excusa de los conflictos, aunque no queramos verlos.
Existen realidades paralelas: la de los medios de comunicación, controlados por las grandes empresas con sus intereses; la de facebook o twiter, en la que, encapsulados, preferimos movernos en mundos pequeños, sólo con los nuestros. La realidad no es unívoca; pero lo parece, a no ser que nos fijemos más detenidamente.
Además, el planeta se queja; es explotado. No sólo mueren miles de personas buscando un mundo mejor -nadie se ha interesado por la muerte de diez inmigrantes en una patera esta semana-, también mueren cientos de seres vivos. El agotamiento de las energías fósiles es ya una realidad. Su sustitución requeriría de un modelo económico en el que primara el ahorro y no los gastos superfluos. El capitalismo y la Humanidad continúa su marcha progresiva hacia el desastre. El consumismo tiene sus límites. Podemos pensar en otras generaciones, decelerar el proceso o detenerlo. O no hacer nada.

Todos sabemos que habrá nuevas crisis económicas. Las deudas de los Estados son inmensas. No podremos pagarlas. ¿Y entonces, qué ocurrirá?
Cada país -aunque estemos interconectados- tiene sus conflictos. Estados Unidos necesita mantenerse como superpotencia, pero eso supone unos gastos que quizá no sea capaz de sostener. Rusia ha asumido, como China, que los derechos humanos queden en un segundo plano; el desarrollo ecónomico y la unidad del Estado se impone. Europa aún se mueve en esa contradicción: mantener los derechos sociales adquiridos por las generaciones precedentes y su historia compartida y, al mismo tiempo, la disgregación y los sentimientos nacionales que con nuevas crisis económicas se irán agudizando. Francia es un buen ejemplo de esta situación.
Europa, como entidad supranacional, es un cadáver que se niega a morir. El Brexit, la llegada de los partidos de ultraderecha, las políticas migratorias son sólo muescas de esta descomposición. Y como ocurrió con la República romana el proceso puede ser largo. Aunque, en este mundo en el que vivimos, se pueden acelerar a un ritmo vertiginoso.
España tiene sus contradicciones sin resolver. La transición del 78 -la creación de una democracia formal- dejó un régimen que también se descompone de manera más elocuente en los últimos años. No sé si el 11 M fue un primer aviso de debilidad. La anterior crisis económica abrió la espita: el 15 M y el encaje de Cataluña fueron sus síntomas visibles.

La violencia no resolvió el problema en Cataluña; y el diálogo vacío de contenido tampoco lo hará. Vivimos en una situación de transición. Ni Cataluña puede ser independiente -necesitaría de estructuras que aún no tiene y recursos de los que carece- ni puede aceptar volver a un autonomismo o un Estatuto que desde Madrid se volvería a recortar, cuando la derecha esté en el poder. Emocionalmente la mitad de Cataluña no se siente parte de este Estado. Y en el País Vasco creo que sólo el concierto económico los mantiene tranquilos. Si lo perdieran o se les quitara desde Madrid, también querrán marcharse.
Por otro lado, las válvulas de escape nacidas -Podemos, la Colau y la Carmena, por un lado, y Ciudadanos y Vox, por el otro, partidos y nombres creados desde el sistema para regenerarse, o la dimisión de Juan Carlos I y su sustitución por el hijo- no solucionan el grave problema de corrupción estructural del modelo del 78. Es más; el sistema los ha fagocitado, los ha convertido en meros comparsas, en farsantes.
El nacionalismo español, del que Vox sólo es la punta de lanza -que, incluso hasta gentes de izquierda, que se dicen republicanas, defienden y justifican, criticando a los catalanes, porque son insolidarios, mientras ellos sólo se miran el ombligo, aunque sólo los catalanes hayan salido a la calle para protestar, mientras esa izquierda española está dormida y anestesiada-, esa unidad del Estado, protegida por la violencia legal, es, en el fondo, sólo un mecanismo de defensa ante una enfermedad degenerativa.
Y los muertos, de tapadillo, los que estaban en fosas comunes, los del 39, se desentierran, o se cambian de lugar. No se puede esconder la mierda debajo de la alfombra; no se puede huir del pasado ni dejar de afrontarlo, como hacen tantos otros. Al final, sale de nuevo y se vuelve incontrolable.

No sé si hay alternativas. La naturaleza humana y, en general, los sistemas tienden a buscar dos salidas, como ocurrió en la República romana. O el autoritarismo, sea dentro de una democracia o república formal, -Octavio Augusto, a su manera, eligió esta opción- o un modelo político sin derechos de ningún tipo - la dictadura o las propuestas que leemos en las obras de ciencia ficción, esas distopías- o una extensión de la democracia -aunque pueda derivar hacia un enfrentamiento con las élites que utilizarán la violencia legal para mantener su status quo, lo que incluirá guerras civiles-.
No invita al optimismo...

Dejo el mapa y regreso a mi vida cotidiana. Miro mi sueldo en el banco. Acaricio a Yume. Vuelvo a la escritura de mi novela. Es lo único que ahora mismo, hoy, en esta fría mañana de invierno puedo hacer. Esperaremos. Aún no ha llegado el momento.






sábado, 15 de diciembre de 2018

SALVAR EL HOSPITALILLO


Hoy he estado ayudando a unos cuantos taranconeros que se han puesto a medio y largo plazo un objetivo muy digno: salvar un edificio abandonado y convertirlo en un espacio para la memoria.
Intereses de todo tipo, cobardías, excusas han llevado a una situación de deterioro grave para un lugar que debería ser preservado, si hubiera un cierto respeto a nuestro pasado.

Se ha presentado una exposición de fotografías en el que se muestra el estado actual del Hospitalillo.


Y otra exposición con fotografías que se hicieron durante la Guerra Civil, acompañadas de algunos testimonios y datos.


Y una escultura. Una cepa: símbolo de algo que si no se cuida, muere. Como nuestra memoria.









También se ha repartido un relato escrito por mí: Febrero de 1937 en el que Regina, mi tía-abuela, es la protagonista. Estoy orgulloso de haber hecho esta aportación. Gracias por contar conmigo. Quien quiera volver a leerlo, lo encontrará en este ENLACE:
                                                             

Se ha limpiado y podado parte de la zona y se ha pintado la valla. Queda trabajo por hacer, pero esto no ha hecho nada más que empezar. Y ellos lo saben. Llevan toda una vida luchando por causas justas.

Al final somos las personas las que podemos poner en marcha cualquier cosa, si nos unimos. No basta con que nos quejemos: hay que moverse, implicarse, mojarse, mancharse... 

Entré por primera vez en el interior del Hospitalillo. Estar en las mismas salas donde Regina, mi tía-abuela, vivió una parte importante de su vida, es emocionante, aunque el edificio esté tan deteriorado. También pude comprobar que merece una oportunidad; debería convertirse en un lugar que los taranconeros puedan disfrutar como un bien común, compartiendo un pasado, aceptando lo que fue.


                                        



Así que ¡ánimo! Yo también me esfuerzo, aunque sea a través de la escritura, en recuperar ese pasado, compartirlo, devolverle la vida. Porque algo sólo muere, si lo abandonamos y lo olvidamos. 
No lo hagamos...


                                                                                                 

sábado, 8 de diciembre de 2018

REALIDAD Y FICCIÓN


Realidad: Dinamarca planea enviar a número de inmigrantes indeterminado a una isla desierta. La ultraderecha crece en el mundo. El capitalismo es el gran vencedor de todas las batallas. Vivimos en burbujas de opinión, más o menos dirigidas, encerrados, ajenos a los demás...

Estoy escribiendo una novela; llevo unas ochenta páginas. Mira al pasado, al pasado de mi familia materna, a mi propio pasado, al de este país. Me está costando terminarla; ni siquiera sé si lograré que alguien la lea, algún día. No me ayuda, no me anima pensar en esta posibilidad, pero eso es otra historia...
Hay otra en el tintero desde hace un par de años. Mira al futuro. Es ciencia ficción. Tengo un esquema básico con personajes, situaciones, desarrollos argumentales, dos finales alternativos. Algunas páginas, muy deslavazadas. Me cuesta ponerme a escribirla. No sé si alguna vez lo conseguiré.
Lo que sí sé es cómo quería empezarla.
Capítulo primero.
En medio de una gran crisis económica miles, millones de inmigrantes son trasladados a islas en medio del Mediterráneo, del Pacífico o del Atlántico; sobre todo, a campos de concentración. Oficialmente trabajan en fábricas cuyos productos llegan a los países ricos, productos que son vendidos a precios "razonables". Eso es lo que les dicen a los inmigrantes, cuando llegan a las islas. Eso es lo que dicen a sus ciudadanos  los medios y los políticos, los empresarios, cuando justifican estas medidas.
La realidad es otra: la mayoría de los inmigrantes -mujeres, niños, ancianos- son eliminados e incinerados a las pocas horas de entrar. En los continentes hay quien lo sabe y no le importa o lo justifica; y hay quien prefiere no saberlo. También hay quien se rebela...

Me pregunto si, en el fondo, ya se está escribiendo esta historia. Ya la estamos escribiendo...

jueves, 22 de noviembre de 2018

TOKYO MONOGATARI



Ayer vi Tokio Monogatari en la 2; se podria traducir algo así como Historias de Tokio. 

Me emocioné.

No es raro; Tokio Monogatari siempre me ha removido por dentro. Habla de la familia, el egoísmo al que nos conduce la vida cotidiana y el dinero, la generosidad más allá de los intereses particulares, el choque entre el ritmo de la ciudad y el de la vida; la vejez, el amor, la muerte, la incomprensión o el olvido entre generaciones, entre padres e hijos; la amistad de dos mujeres, unidas por un carácter y una forma de ver el mundo similar, cómo afrontar la pérdida de un ser querido y rehacer tu vida y, por supuesto, el paso del tiempo.

Más que otras veces me conmovió la muerte de la madre. Es normal. Creo que, en otras ocasiones, -excepto, la última vez, en mayo del 2015, en Barcelona, junto a una amiga, en la filmoteca, y recuerdo que me ocurrió lo mismo- mi madre no había muerto, con lo cual puedo compartir esa experiencia con los protagonistas -ahora, sí- y liberarme a través de las lágrimas.


Sin embargo, con más distancia, menos atrapado por el dolor reciente como en esa última ocasión, pude descubrir otros aspectos, porque es una película que siempre te abre caminos nuevos; tus experiencias se mezclan con el relato y, sin que haya cambiado un fotograma, la visión es diferente, porque tú has cambiado. Por ejemplo, los hijos mayores que siempre me parecieron egoístas y simples, el estereotipo típico, no lo son tanto; tienen sus razones. Puede que te resulten irritantes o desagradables, pero comprendes su punto de vista. Incluso, en alguno de sus gestos, me vi a mí mismo. Yo actué así, cuando murió ella... , pensé, ayer.


Sí, la vida es decepcionante... Contemplé mi reflejo en algunas de sus palabras y acciones. No estuve a la altura, fui egoísta; es cierto, no siempre nos sentimos orgullosos de lo que hemos hecho por ellos ni de las reacciones que tenemos, cuando ya no están. Reconocemos, al ver a estos personajes, los errores que cometimos, sin ser conscientes, aunque ahora nos demos cuenta y ya sea demasiado tarde.


Por supuesto, la amistad entre las dos mujeres de la fotografía -una mujer madura, Noriko, consciente de que la vida nos obliga a tomar decisiones desagradables y la otra, joven, decepcionada con sus hermanos mayores-, es quizá uno de los detalles más hermosos de la película. El único momento en que dos de los personajes se tocan -dejando un lado y sin despreciarlo, cuando la nuera, Noriko, le hace un masaje a la madre de su marido, fallecido en la guerra, el día antes de que la anciana vuelva a su pueblo, donde morirá días después-, es cuando estas dos mujeres, Noriko y la hija menor, se cogen de la mano y prometen visitarse y mantener el contacto. Ozu nos lo muestra sin marcarlo, sin enfatizarlo; sólo con un plano, a cierta distancia, con respeto.

Sobriedad expresiva. Una abuela y un nieto juegan; el fondo es un espacio en el que se mueven la que va a morir -y lo intuye- y el que acaba de nacer.
Ropa tendida; el sonido del tren: una rima, una presencia constante; el paisaje; dos ancianos, sentados al borde de un murete lo contemplan y, luego, caminan, al borde del precipicio; un barco pasa, mientras el río sigue su curso; el anciano disfruta del amanecer, horas después de haber perdido a su mujer y se siente dichoso -el amanecer ha sido hermoso- y triste, porque sabe que, a partir de ese momento, estará muy solo. Ya no podrá compartir ningún amanecer, ningún recuerdo, nada, con ella.



El final, como toda la película, es sencillo, depurado. No necesita más.


La vida sigue su curso. Y así debe ser...

lunes, 1 de octubre de 2018

UN AÑO DESPUÉS


Un año. Mucho o poco tiempo; depende del punto de vista. Ya se sabe que el tiempo es flexible, subjetivo, interpretable...

Esta entrada pretende abrir reflexiones; no es propaganda. Ni independentista ni nacionalista española. Para eso ya están los medios de comunicación o los discursos políticos.

Primero contaré mi visión. Ya la narré con fotografías y comentarios, estando allí, en el barrio del Raval. No ha cambiado demasiado mi perspectiva. A lo largo de este año ya lo he comentado a amigos o gente de izquierda, que criticaban el nacionalismo -el de otros, no el suyo-, y no veían el aspecto positivo de esta manifestación popular y colectiva, independiente, paralela, y que quienes la alentaron o se vieron obligados a subirse al carro en el último momento, ese día no la controlaron. ¿Fue una revolución burguesa que duró un día? Puede ser. Pero la revolución, aunque sea burguesa, es peligrosa para el poder, para cualquier poder, aunque luego pretenda ser ella misma gobierno.

Sí, fue un momento de rebelión popular. Podemos considerar que el objetivo es erróneo. Es posible, pero, lamentablemente, el único elemento de rebeldía en esta España adormecida en los últimos 365 días han sido los catalanes y los jubilados y pensionistas. Da que pensar.

Simbólico fue un objeto: la urna. En medios catalanes y alguno vasco, hoy mismo, se cuenta cómo llegaron a Cataluña. Y fue gracias no a unos políticos ni a unas instituciones que protegen sus intereses -como bien se está viendo en estos momentos-, aunque pusieran el dinero, sino a gente normal y corriente bien organizada. Este es el artículo.

¿DÓNDE ESTÁN LAS PUTAS URNAS?

Esto debería hacernos reflexionar a los que pensamos que otro mundo es posible o debería serlo, a los que creemos que vamos de cabeza al desastre sino cambiamos este sistema de raíz, desde la raíz.

Me parece también muy interesante la reflexión que hoy en Público escriben un griego y una catalana, que el mismo Julio Anguita podría suscribir. La izquierda, dormida, adocenada, -Podemos es un buen ejemplo- debería asumir lo que significó esos dos referéndum y por qué triunfaron y, después, se convirtieron en papel mojado. Quien manda es el dinero y quién lo mueve.

LECCIONES PARA EL MOVIMIENTO POPULAR

Un referéndum no es malo per se, como repite una y otra vez un viejo amigo mío de la adolescencia, obsesionado, con razón, por el Brexit. Lo malo es el objetivo. Grecia y Cataluña, de manera diferente, buscaban más autonomía, más control del dinero, que siempre es la clave de todo o casi todo. En Grecia era la desesperación; en Cataluña y, también, en Gran Bretaña, es el que no se fía del "tutor" que le lleva las cuentas. Y se ha propuesto llevarlas por sí mismo. En la isla, desde la derecha. En Cataluña, no se sabe...
A Grecia se le impuso unas condiciones económicas férreas; a Cataluña, un "no cuela", tendréis que esperar. La pregunta es si en Cataluña, aunque el movimiento de izquierdas es bastante potente, no acabarán llevándose el gato al agua los de siempre.
Lo sabremos. Si Cataluña es independiente en unos pocos años, sólo lo será a costa de crear un Estado conservador, que protegerá sus intereses. Eso sí, se librarán de nosotros, -como Estado, no de las personas, me explico- al que considera seguramente un peso muerto. ¿Llegaría una República entonces también aquí? ¿De qué nos serviría, si es una República de derechas?
Es esa visión, demasiado parcial, sin embargo, aunque insinúe cambios, la que aparece en el siguiente artículo.

CRÓNICA DE UN RESCATE ANUNCIADO

pero olvida que un nuevo Estado no supondrá más justicia social, si los que dirigen el cotarro son los mismos.

Ni el segundo ni el tercer artículo tienen en cuenta el papel geoestratégico de las tres grandes potencias: China, Rusia y Estados Unidos. A Europa, probablemente, no le interesa la democracia, pero debe aparentar. Las otras tres potencias no lo necesitan.

Y volvemos al 1 de octubre. Si alguien, todavía, sigue leyéndome y ha terminado los tres artículos -largos, sin duda-, tal vez llegue a hacerse una pregunta: ¿Qué hacemos?

No lo sé. Veo fascismos -Brasil es un buen ejemplo- que se imponen convirtiendo la democracia en papel mojado -ya no necesitan golpes de Estado sangrientos, aunque se insinúen en Venezuela-. Veo recortes de libertades aquí y en Europa. No digamos en otros países menos respetuosos. Veo a gente que se enriquece -que Felipe VI se subiera el sueldo hace unos días o su padre salga sano y salvo de una investigación sobre corrupción, es quizá más una anécdota-.

También, es cierto, hay gestos de rebeldía. Pensemos lo que pensemos, y yendo más allá de lo que pensaban sus políticos, hace un año, los hubo en Cataluña.
Y eso es lo que viví.

Si fuéramos pesimistas, llegaríamos a la conclusión de que estamos condenados a hundirnos. Una nueva crisis económica podría acelerar el proceso, que nos podría llevar a un autoritarismo cada vez más acentuado.

Siendo optimistas, es posible que esos actos de rebeldía colectivos puedan darse más a menudo. Y surjan democracias participativas y no estructuras económicas al servicio de unos pocos, y que aceptamos, mientras no nos afecte demasiado. ¿Vender armas a un país que bombardea y mata a niños nos hace más democráticos? ¿Por qué miramos a otro lado? ¿Para no perder el empleo, la casa, pagar la hipoteca, tomarse una cerveza en el bar de la esquina, ver a nuestro equipo favorito en la televisión?

El tiempo, subjetivo, flexible, humano, nos dará la respuesta.
O quizá, como diría el poeta y cantante, esté en el viento...

viernes, 31 de agosto de 2018

PETRÓLEO: COLAPSO O TRANSFORMACIÓN



Ayer por la mañana, aprovechando los últimos días que me quedan de la excedencia voluntaria, leí en twitter una reseña de David Fernández que se encuentra en el siguiente enlace:

RESEÑA

Despertó mi interés y fui a comprar el libro esa misma tarde. En realidad, son tres conferencias que formaron parte de un seminario del MACBA. Se pueden escuchar en su página web.

SEMINARIO PETRÓLEO

Son tres perspectivas diferentes que giran alrededor de una realidad que casi nadie quiere ver ni asumir. El capitalismo, el sistema en el que vivimos se agota y nos destruye. Puede parecer que es inmortal, invencible -¿acaso no vemos a miles y miles de personas en las grandes ciudades occidentales comprar en los centros comerciales, comer en restaurantes, beber en los bares? ¿No es cierto que cada vez hay más turistas, más viajes en avión o que los beneficios y las ganancias -a pesar de que estemos hipotecados- parezcan no tener fin?-.
Sin embargo, los avisos -la crisis del 2008 fue una llamada de atención- están ahí, si queremos verlos: cambio climático, desaparición de ecosistemas, contaminación, agotamiento de los recursos y energías; la explotación de los petróleos no convencionales -fracking- no sólo afecta al ecosistema, también está demostrando poca rentabilidad; escasa viabilidad de las renovables, consumismo sin freno, deceleración de las economías, explotación turística que está llegando al límite en los cascos históricos, subida de precios de las viviendas y los alquileres, corrupción sistémica y separación cada vez mayor entre la élite económica, el 1% de la población, y los más pobres, entre los países ricos y el resto, la gran mayoría. Por poner un ejemplo, ¿sería posible mantener los viajes en avión, los más contaminantes, sin la ayuda del petróleo? ¿Hay una alternativa ecológica en un futuro cercano?

El problema, como dirían los dos Marx, -tanto Groucho como Karl- es el capitalismo, este sistema económico que nos puede llevar al desastre, a la extinción.
En un apartado, escrito por Emilio Santiago Muíño, y tomado de Íñigo Capellán y alii, se exponen cuatro hipótesis de futuro:
La primera cree que es posible un crecimiento económico infinito, que nuestro planeta -u otros planetas- nos seguirá aportando recursos de manera indefinida. No debe haber límites a su explotación.
La segunda -una perspectiva socialdemócrata -aboga por un crecimiento económico regulado, controlado. Algo así como soluciones parciales o mejoras marginales dentro del estrecho margen que permite el sistema a cambio de acuerdos. Algo así como "darnos tiempo".
En realidad, sería fácil situar cada una de estas dos en una ideología política determinada. No hace falta que yo lo haga; llevan décadas haciéndolo, con el beneplácito y la colaboración de la mayor parte de la población.

La tercera y la cuarta son más creíbles. Serían lo que yo renombro, el colapso o la transformación.
El colapso sería "una dinámica de desglobalización y repliegue alrededor de la soberanía nacional para incentivar la competencia y, finalmente, la guerra por los recursos escasos".
Es fácil ver lo que eso supone. Yemen, Siria, Ucrania, Venezuela, Irak, Afganistán, Corea del Sur, la marea conservadora en Latinoamérica, el brexit, los inmigrantes de Ceuta y el Mediterráneo, los "espaldas mojadas", el auge de la ultraderecha, las tensiones nacionales y territoriales -Cataluña sólo es uno de los posibles ejemplos-, el recorte de libertades sociales, laborales -sueldos miserables, contratos basura- o fundamentales -libertad de expresión, control o manipulación de la información, sea por saturación u ocultamiento-. Bajo estas condiciones, que ya se dan, el futuro llevaría a "una alianza de las élites con sectores populares empobrecidos, convenientemente enfrentados con otros sectores populares también empobrecidos, pero convertidos en enemigo interno". Por otro lado, "salidas de tipo dictatorial, basado en un férreo autoritarismo interior, combinado con un militarismo militar exterior... El nuevo shock energético vendrá seguido de una dura recesión económica que profundizará en la fractura social... la respuesta, como siempre, será externalizar sufrimiento social, devaluación interna y abaratamiento de la fuerza de trabajo, tensiones centrífugas entre territorios ricos y pobres, agudización del conflicto bélico en todas sus formas". 
En realidad sería lo que Emilio Santiago llama "prepararse para matar". Ya lo estamos haciendo, nos dice. Nuestra cultura del weekend -usar el coche el fin de semana para escapar de nuestras ciudades, por ejemplo,- está alimentada con las guerras. ¿De dónde viene el petróleo de nuestros coches? De las guerras en Oriente Medio. "Nuestros ejércitos sí matan en nuestro nombre". 

La transformación aboga por "una desglobalización cooperativa basada en la descentralización de los gobiernos, el incremento de la cooperación, el fin del crecimiento económico y el cambio masivo de estilos de vida en un sentido ecológico". O dicho de otra manera, prepararse para empobrecerse un poco; vivir bien con menos. O como dice Riechmann: "Menos segundas viviendas, más años sabáticos". Eso supone como afirma el propio Riechmann que cambiemos nuestra mentalidad, "fuera del horizonte del consumismo totalitario". O "poder aprovechar una ventaja, al precio de dañar a otro, y no hacerlo: eso es lo que nos humaniza". O, más fácil, por ejemplo, dejar el coche e ir en bici o transporte colectivo. Yayo Herrero, por su lado, desde el feminismo, habla de una actitud colaborativa frente a la estructura patriarcal y explotadora de los recursos y el medio ambiente.

El ser humano es egoísta; el capitalismo lo sabe y lo aprovecha. Si sólo fuéramos eso, los políticos, las multinacionales, los Estados y los medios de comunicación, cabalgando en el cortoplacismo nos llevarán al desastre. Tendremos guerras, hambrunas, genocidios, desastres ecológicos -más cerca de lo que pensamos- en unas pocas generaciones o quizá, en décadas. La distopía. Sin vuelta atrás.

Existe otra posibilidad; el ser humano es también generoso, colaborativo, busca el acuerdo; sabe que depende de los demás. No sólo las guerras; la ayuda mutua nos ha traído aquí como especie. ¿Seremos capaces de destruir de raíz un sistema como el capitalista y plantear alternativas viables? ¿O él nos destruirá antes a nosotros?

Quizá ha llegado el momento de ser utópicos. Todos los días.




jueves, 23 de agosto de 2018

ELISA K


Elisa K está basada en una novela de la escritora catalana Lolita Bosch.
Elisa K trata de una violación; la sufre una niña de once años. Es violada por el amigo de su padre, sin que éste se entere. La madre intuye que algo ha ocurrido, pero no logra que su hija lo cuente.
Elisa K olvida, se protege.
Elisa K recuerda todo catorce años después; lo vomita.

Sabemos lo que va a ocurrir: la violación, el recuerdo que vuelve de repente. La voz en off - el narrador cuenta lo que la niña no puede articular- nos avisa con antelación.
No vemos la violación; la reacción de la niña y de la mujer adulta nos hace comprender su dolor.
Es una película sensorial: los sonidos, los olores nos devuelven al pasado...

Este punto de vista es lo que distingue a esta película de otras, la que hace que sea diferente.

Hay dos escenas con el padre que me emocionaron.
En la primera, él se despide de sus hijos -incluida Elisa- en la estación de tren. El padre lo ignora; nosotros sí lo sabemos: su hija ha sido violada el día anterior. Cuando se pone el tren en marcha, les hace muecas a través de la ventanilla para que se rían...


Años después su hija le cuenta lo que ocurrió. No escuchamos gran parte de la conversación; los vemos a través de otro cristal, el de un bar. El padre se derrumba.

Elisa K. Magnífica literatura; gran cine.




domingo, 29 de julio de 2018

LOS ESPACIOS VACÍOS Y EL TIEMPO


En el 2017 Kogonada estrenó su opera prima, Columbus.
Antes había hecho vídeo-ensayos sobre directores tan conocidos como Bergman, Bresson, Ozu, Anderson, Linklater, Kubrick...

Me gusta el que se llama "Las manos de Bresson". Parece como si las manos, por sí mismas, te pidieran contar historias...

Hands of Bresson from kogonada on Vimeo.

Kogonada bebe de todos ellos en su opera prima, pero no dejo de pensar que hay una relación muy estrecha con el que dedica a Linklater y a esa trilogía tan peculiar que va de Antes del amanecer a Antes del anochecer; se incorporan, por un lado, reflexiones sobre el tiempo y, por otro, imágenes de películas que nos recuerdan la interrelación que existe entre esos dos vectores: el tiempo y el espacio.


Linklater // On Cinema & Time from kogonada on Vimeo.

Columbus se sitúa en ese marco. La historia es sencilla. Dos personajes, Casey y Jin, en una etapa diferente de sus vidas, deben asumir la relación que mantienen con sus progenitores; la amistad, por el camino, surge entre ellos. Quizá lo que la diferencia de otras películas underground es la elección intencionada de los espacios: la arquitectura modernista de Columbus.



Esos espacios se llenan con sus palabras; incluso, cuando los personajes desaparecen, no están vacíos. El tiempo se ha encargado de darles un sentido que antes no tenían.

Casualmente -o no- vi al día siguiente El árbol de las cerezas de Marc Recha.

Aunque hay otros temas -el de la infancia es una de las obsesiones de Recha en toda su obra- encuentro una idea parecida: el tiempo de los hombres y el tiempo de la naturaleza; los espacios, como hilo y laberinto. En este caso, a veces, se amalgaman; en otras, se separan.

En el documental sobre mi familia, el que me hubiera gustado hacer, los espacios y las fotografías tendrían que haber sido el único elemento visual; no sólo el esqueleto argumental. El tiempo -esa clave sin la que no se puede entender el cine- y mi voz se hubieran encargado de transformar la mirada.

Los espacios nunca están vacíos; forman parte de nuestra memoria, aunque los abandonemos.

Adquieren un significado diferente, nuevo.

¿Sobrevivirá esa mirada, cuando ya no estemos?






martes, 19 de junio de 2018

FEBRERO DEL 37. HOSPITALILLO.


            Suenan las sirenas. Se acercan aviones enemigos. Las bombas están al caer. Literalmente. Regina durante unos segundos se ha quedado quieta, paralizada, en medio de la calle. Como si así, convirtiéndose en una estatua de sal, nada le pudiera pasar. Hombres y mujeres, corriendo, alejándose de los lugares despejados, buscando protección en los refugios. Está lejos del de la estación. El del Hospitalillo le quedaría más cerca. No sabe qué hacer hasta que una mujer, una amiga de su madre, le grita a su derecha.

            -Regina, ¡corre, sal de ahí! Te van a ametrallar.

            Regina, por fin, reacciona. Empieza a correr en dirección al Hospitalillo. En menos de un minuto, estará en la puerta del refugio; choca, en la verja de entrada, con un vecino. Acaba de salir de su camioneta; la ha abandonado en medio de la calle.

Regina ya puede escuchar el sonido del motor. Los reconoce. Todo el mundo ha acabado por distinguir los aviones del enemigo, alemanes o italianos. No son de fabricación rusa, un Tupolev o un Polikarpov. Es un Heinkel o, tal vez, dos. Su ruido es inconfundible; a veces el motor imita las ráfagas de la ametralladora, antes de que estas se produzcan.

            Regina alza la vista hacia el cielo en dirección a la estación de tren. Ve caer una bomba; el lugar donde va a estallar no estará a más de quinientos metros de allí. Regina se echa a tierra y se cubre la cabeza con las manos. Nota la detonación. La tierra tiembla. Vuelve a levantarse y sin girar la cabeza, busca la puerta del refugio. La golpea con fuerza; le abren enseguida. Es una de las monjas.

            -¡Pasa, rápido!

            Nada más entrar y cerrar la puerta, hay otra fuerte explosión.

            -Esa ha sido aquí al lado, muy cerca.

            Elisa ha pronunciado estas últimas palabras. Mira, asustada, a Regina. La abraza con fuerza. Elisa es como una hermana, aunque, en realidad, sea su prima. Tiene dos años menos que Regina. Muchas noches han dormido juntas, cuando se quedaba sola en casa, porque su madre había muerto de disentería, nada más nacer, y el padre de Elisa –fuera porque no asimilaba la pérdida de su mujer o porque nunca había sido muy responsable- se emborrachaba en la taberna, la que estaba enfrente de la plaza del Ayuntamiento, y se perdía por las calles de Tarancón hasta altas horas de la madrugada. Muchas veces se lo encontraban borracho, tirado en el suelo.

Tanto Elisa, su hija, como Fernanda, su hermana, lo daban por imposible; así que en cuanto Fernanda veía a su sobrina en la calle, le preguntaba.

-¿Estas sola?

Elisa asentía.

-¡Ven, anda! Cenas con nosotros. Y esta noche duermes con Regina.

Y así lo hacía. Cenaba con la familia Solera y, luego, se subía a la habitación de Regina y dormía con ella.

-¿Qué haces aquí, Eli?

Regina acaricia la mejilla de su prima.

-Venía a buscarte, Regi. Pensaba que ya estabas aquí.

-No, hoy entraba más tarde.

Regina se ha ido habituando a la oscuridad y a la escasa iluminación del habitáculo. Han empezado a escucharse en el exterior los disparos de los antiaereos. Sólo hay dos lámparas que funcionan con electricidad, instaladas hace un par de meses, pero que no proporcionan suficiente luz. En el interior del refugio –bastante estrecho y en el que no tienes más remedio que agacharte o estar en cuclillas- no habrá más de diez personas, entre enfermeras, monjas y dos médicos. Falta el médico jefe. Esto no le sorprende a Regina; si había enfermos, se negaba a bajar al refugio y se quedaba con ellos en la primera planta del Hospitalillo, durante los bombardeos. Ahora mismo no tendrían a más de tres. Seguramente después de los bombardeos, llegarán más.

Escuchan una ráfaga de ametralladoras, lejana, a la altura de la gasolinera. Y la explosión de otras dos o tres bombas. Esperan un par de minutos.

-Me parece que ya podemos salir –dice uno de los médicos.

En cuanto termina la frase, el sonido de la sirena confirma el final oficial del bombardeo.

-Esta vez no ha sido mucho.

Desde la batalla de Madrid dos o tres veces a la semana recibían la “visita” de estos aviones. Casi siempre soltaban las bombas en las zonas estratégicas –la estación, la gasolinera, la fábrica- y no volvían a aparecer en todo el día.

Cuando sale del refugio –sólo ha bajado hasta ese día unas cuatro veces- Regina llena sus pulmones. Como si dentro se hubiera quedado sin oxígeno y necesitara recuperarlo de golpe.

-Me voy, prima. Le diré a la tía que estás bien.

Se besan en la mejilla. Elisa sabe que Regina tendrá que quedarse; siempre después de un bombardeo llegan heridos o moribundos.

El edificio del Hospitalillo tiene dos plantas. En la segunda, se sitúan los alojamientos de las monjas, internas, y que a pesar del anticlericarismo extendido en zona republicana, el capitán militar, Agustín Verno, ha decidido mantener.

La primera planta se compone de una sala de operaciones, -en muy buen estado y con la última tecnología-, y varias zonas para el cuidado de los heridos –habrá unas dos decenas de camas, bien acondicionadas-. La planta baja es el espacio dedicado a cocina, lavandería, infraestructura, servicios e intendencia. Se han colocado tablones de madera en los cristales de las ventanas para protegerlos de las explosiones.

A la entrada, los espera el médico jefe.

-¡Preparados para lo que nos llegue! ¡Ernesto, -está hablando con uno de los médicos- llévate a una de las monjas en la ambulancia! ¡Ve hacia la gasolinera! Allí puede haber heridos.

Regina se limpia las manos con jabón y alcohol en uno de los lavabos de la entrada posterior. Se coloca la bata de enfermera y los guantes. Son gestos que ya ha acabado por sincronizar, mecánicos. Al principio, hasta que no los has hecho tuyos, parece como si cada movimiento fuera forzado. Ahora forman parte de un engranaje, perfectamente engrasado, que Regina ya domina con soltura. La espera será breve. Llegan dos hombres en un coche privado. Regina los reconoce; trabajan en las vías del ferrocarril. Han traído a un herido desde la estación: es Juan, un jornalero.

-Los hijos de puta le han pillado en el andén, esperando a su hermana.

El otro médico se hace cargo del herido. Con ayuda de sus dos compañeros, lo colocan en la camilla. Es trasladado a la sala de curas. El médico, joven, curtido, llama a una de las monjas y a Regina.

-Vosotras, ¡ayudadme!

Regina ha adquirido pericia. Ya no necesita órdenes de ningún tipo. Sabe lo que tiene que hacer. Los gritos –el del herido, el de sus compañeros-, el ajetreo, los movimientos rápidos y precisos del médico no la asustan. En noviembre y diciembre ya empezaron a recibir a algunos heridos, de menor consideración, desde la capital, los que los hospitales de Madrid no podían acoger. El primer día se sintió perdida, confusa; a la semana, se comportaba como si este papel lo hubiera representado toda su vida.

El primer paso es detener la hemorragia. No parece grave. Al menos, a simple vista. Corta la tela desinfectada, prepara el agua caliente. Se sitúa muy cerca del médico que ha empezado a examinar la herida de la pierna. El hombre no ha perdido la conciencia; responde a las preguntas del médico.

-Creo que me ha entrado alguna esquirla. Me duele.

El médico comprueba la herida. La limpia con mucho cuidado, examinándola detenidamente. Es meticuloso. Regina lo conoce.

-No veo nada. Puede que sólo te haya rozado. De todas formas, necesito más luz.

La monja, sor Remedios, se acerca con una lámpara. La coloca cerca de la herida. Mientras tanto, Regina ya tiene preparado y esterilizado el material, por si es necesario realizar alguna incisión u operación. El médico aprieta la zona de la herida. El paciente no nota dolor.

-Has tenido suerte, Juan. Sólo te ha rozado. De todas formas, te vas a quedar un par de horas, por si acaso.

El médico se gira hacia Regina. Hace un gesto con la mano; Regina sabe lo que significa. Puede retirarse y ver si necesitan su ayuda en otro sitio. Con la presencia de la monja, le basta.

Al salir de la sala, entran dos heridos, traídos de la gasolinera. Uno sólo tiene  heridas superficiales en la cara y el codo. El otro, en cambio, entra, tendido sobre una camilla. Está desangrándose. La explosión le ha impactado en el estómago. Tiene muy mala pinta. De inmediato, Regina recibe la orden del médico jefe.

-¡Prepárate para operar!

Se lava concienzudamente; luego, entra en una habitación, más pequeña. El herido más grave ya ha sido colocado de espaldas a la puerta, en el interior. Su cuerpo está temblando; el médico le administra un tranquilizante. Cierran la puerta, encienden los focos. Un médico y dos enfermeras. Regina y una mujer de cuarenta años, Marisa, vecina de uno de sus tíos –ella, sí, con titulación-, acompañan al médico jefe, que ha asumido la responsabilidad de la operación. Regina se ocupara de la parte más sencilla: limpieza de material, higiene. Todo lo que no pueda llevar a cabo la enfermera principal.

Aunque lo hacen de la manera más rápida posible, tardan más de diez minutos en cortar la hemorragia. Saben que tal vez ha perdido mucha sangre, y, además, la herida puede ser muy profunda, sin contar los fragmentos de bala que tenga en el cuerpo. La operación es larga: dura casi dos horas. Cuando terminan, el paciente se ha estabilizado. Tendrán que esperar a las próximas cuarenta y ocho horas. Han hecho todo lo posible.

-Puedes irte, Regina. Por hoy no vamos a tener más –le dice Marisa.

Regina, en la planta baja, se ha quitado la bata y los guantes; los tira al contenedor. Sale del edificio, a la parte posterior; se lava las manos. Nota un poco de sangre en el brazo derecho y a la altura de los codos.

La primera vez que ves la sangre –y así le ocurrió a Regina- te asustas. No sabes si es la tuya o la de otro. Es tanta. El miedo te atenaza. Hay quien lo deja y no vuelve a ese lugar. No sirve para esto; pero Regina sabe que podría ser una gran profesional, si la dejaran. Se siente a gusto, se mueve como pez en el agua. Había pasado la primera prueba.

Al terminar de secarse en el lavabo, saluda a Marina. No había advertido su presencia. Está echando una calada, a su derecha, apoyada en un murete. Últimamente, la ve, de vez en cuando, en el Hospitalillo. Viene con menos frecuencia que Regina. Se ha incorporado hace un par de semanas. No se le ha dado mal en estos primeros días. No la trató demasiado cuando coincidieron hace años –muchos, toda una vida, si lo piensa ahora Regina- en el colegio.

Es una chica divertida. A Regina le hace reír muy a menudo, cuando salen de fiesta algún fin de semana por el centro del pueblo, acompañadas por alguna carabina, la madre de Marina o la tía de Regina. Marina le ofrece un cigarrillo. Regina lo rechaza; le sienta mal. No le gusta fumar.

-Habéis estado dos horas. ¿Vivirá?

Regina mueve los hombros hacia delante. Su rostro refleja más cansancio que duda. La respuesta podría interpretarse como un “¡quién sabe!”, algo ambiguo. Marina no insiste. Ha aprendido a dejar espacio para el que sale de una operación complicada. La gente en ese momento no suele tener ganas de hablar mucho.

-Mientras estabais dentro, han traído a la mujer de Dositeo. Dositeo Moreno, el vecino de tus primos.

Regina lo recordaba vagamente. Vivía en el barrio de la Cruz, frente a la iglesia. Se había incorporado como voluntario al frente. Su mujer era achaparrada, morena, tímida. Estaba embarazada de ocho meses.

-¿Qué le ha ocurrido? 

-Ha dado a luz en el refugio de la estación. Ha tenido suerte; había un médico y todo ha salido bien. Le han puesto unos puntos y le han dado el alta. La niña es guapilla.

-¿Cómo la va a llamar?

-La llamará Amparo, como su abuela.

Dositeo se encontraba, por entonces, en Valencia; luego, lo trasladarían a Cataluña. Al hundirse el frente republicano, se exiliará en Francia, donde acabará en un campo de refugiados. Lo alistarán, nada más empezar la segunda guerra mundial, en un batallón de trabajadores, cuya misión será reforzar las obras de fortificación en la frontera con Alemania. Los nazis, al hundirse el frente, lo apresarán cerca de Dunquerque. Morirá en el campo de concentración de Mauthausen en agosto del 42. Nunca conocerá a su hija Amparo.

-Lo acaban de decir por la radio. –dijo Marina.

-¿El qué? –preguntó Regina.

-Los fascistas han atacado posiciones en el Jarama. Quieren cortar las vías de comunicación, sobre todo la nacional a Valencia.

Regina sabe lo que eso significa. Desde mañana llegarán cientos de heridos a los hospitales de Tarancón y Uclés. Serán días muy duros. Sí, necesitará descansar.

-He cambiado de opinión. ¡Dame un cigarrillo!

Lo enciende y aspira el humo. Regina mira las vías del tren; por allí llegarán los vagones y los heridos y los muertos. Mañana habrá gritos, sangre, movimiento. Hombres jóvenes en camillas, en las salas, en los pasillos. Verá morir a esos soldados, que días antes marchaban al frente, ilusionados…

No imagina Regina que ese lugar, donde se salvarán tantas vidas durante estos duros años, será abandonado. Que habrá quien quiera aprovecharlo –como sucede casi siempre- para ganar dinero, vendiéndolo a una constructora o a una empresa privada. Especulación para enriquecer a unos pocos, mientras la mayoría miran a otro lado. Que estarán también quienes quieran convertirlo en un centro para la memoria, que sea recuerdo de aquellos que murieron durante esos años de la guerra y los de la posguerra, asesinados, ajusticiados, fusilados, torturados.

Y, con el tiempo, acompañado por la dejadez y la desidia, la hipocresía y el fingimiento –camaradas inseparables- el Hospitalillo se convertirá en un edificio en ruinas, como tantos otros. Olvidado, despreciado, será un ejemplo de la estupidez y los intereses humanos, paradigma de la cobardía, el miedo y el egoísmo.

Regina apaga el cigarrillo en la pared encalada y respira profundamente. Llena sus pulmones con todo el aire del que es capaz. Lo va a necesitar.

























lunes, 14 de mayo de 2018

AINHOA: YO NO SOY ESA


Es la historia de una mujer contada por otra mujer.

"Querida Ainhoa. He querido escribirte, aunque sé que nunca leerás esta carta... Yo nací en el 75, en Chile, cuando una dictadura comenzaba y que no terminaría hasta que llegara a la adolescencia; Ainhoa nació en el 71, con un dictador que morirá cuando cumpla cuatro años. Nos separaba un océano, pero pertenecemos a la misma generación..."

Este es el comienzo.

Vamos descubriendo, con la ayuda de imágenes en Super 8 rodadas por el padre, fotografías, diarios, tanto los de la propia Ainhoa, como los de escritoras y artistas a las que la directora admira -Frida Kahlo o Pizarnik, Sylvie Plath, Susan Sontag, entre ellas-, discos, cartas no enviadas, conversaciones de teléfono grabadas, a una Ainhoa contradictoria: irónica y autodestructiva, vitalista y depresiva, terrible y divertida.

Tiene miedo a quedarse embarazada -no le baja la regla; se obsesiona-. Sueña con montar un negocio en un pueblo catalán; acaba detestando a la gente que conoce. Cuando aborta escribe a su hija, la que nunca tendrá:

"Lo siento, pero no puedo tenerte; no puedo querer a nadie. Antes tengo que quererme a mí misma"

Voces de los que la conocieron; imágenes soñadas e inventadas. Reales e imaginadas. Monta fiestas; se hace la dura, mientras su padre se muere de una enfermedad desconocida: maldición sin sentido.


Una carta a su madre que nunca leerá. Y el suicidio. Y el espacio vacío, ordenado, pulcro, ajeno a la muerte, filmado por su propio hermano.

También está la familia de Ainhoa, el dolor de la pérdida o el dolor de la misma Ainhoa: el dolor de vivir, simplemente. El reflejo brillante de una infancia o unos veranos que nunca se recuperarán. Cuando todo está destruido y los que formaron parte de esa familia están muertos, al hermano, el único que sobrevive y condenado a una enfermedad incurable, sólo le queda el recuerdo.

No me olvido de la mirada de una directora, Carolina Astudillo, respetuosa, inteligente, sensible. Demostró talento con su primer documental, El gran vuelo, sacando a la luz la vida de una militante del PSUC, que desapareció en 1943.

El gran vuelo (2014) - Tráiler from CAROLINA ASTUDILLO MUÑOZ on Vimeo.

Como, casi siempre, llega desde Barcelona, aunque naciera en Chile. Aquí está su página web.

Última escena. Una amiga de Ainhoa lleva la cámara. Está grabando. Se encuentran en un lago; la cámara se detiene en Ainhoa. La amiga le pregunta: "¿No está mal el sitio, no? Y Ainhoa pronuncia sus últimas palabras en este documental.

-¡Bah! Así, así, pero es lo que hay, ¿no?

Negro. Silencio. Títulos de crédito.

Ya no la puedo olvidar.




DOCUMENTA MADRID 2018


No podía faltar a este festival. Albergo la esperanza -quizá una ilusión absurda- de poder participar en él.

Mientras sueño, hablaré de la realidad...

En los documentales que he visto, podríamos hablar de una multiciplidad de temáticas. En el aspecto formal hay experimentación, sin duda, y, también, tratamientos más convencionales.

Sin embargo, me gustaría destacar un tema: el de la memoria.

Sí, no puedo evitarlo. Es uno de mis temas recurrentes, el de este documental, que no ignoro si terminaré, el que no sé si alguien verá algún día en una pantalla grande, en esas novelas o relatos que he escrito, sobre todo, en los últimos tres años, y que nunca veré publicadas.

No hablaré de Ainhoa, yo no soy esa. Le dedicaré una entrada especial.

Comenzaré por un cortometraje: En lugar de nada. 

*en lugar de nada TRAILER from Brenda Boyer on Vimeo.

Una visión terrible sobre una madre, en la que se mezclan la admiración y el odio, a partes iguales. Queda esa sensación de que ha faltado algo, que a ella, a la niña que fue, a la mujer que es ahora, aún le queda mucho por contar. Tal vez lo haga, algún día...

Escoréu, 24 de adventu de 1937.

ESCORÉU, 24 D'AVIENTU DE 1937 [TRAILER] from De la Piedra Producciones on Vimeo.

Tres entrevistas cortas y planos largos, casi todos fijos, unos quince, de espacios que toman sentido a lo largo del metraje; descubrimos la historia que oculta, bajo la tierra. Es, simplemente, un proceso de exhumación de dos personas, asesinadas por un falangista durante la guerra civil. ¡Ochenta años después! Es objetiva, fría. Eso la hace muy difícil para el espectador medio, pero le proporciona una honradez y una veracidad de la que otras muchas, más comerciales, carecen.

El Sr. Liberto y los pequeños placeres es una pequeña delicatessen.

EL SR.LIBERTO Y LOS PEQUEÑOS PLACERES_TRAILER from Ana Serret Ituarte on Vimeo.

La directora ha querido homenajear a su padre, un padre con Alzheimer. Por supuesto, la memoria es el tema central, pero hay mucho más: la herencia, las generaciones, las relaciones emocionales entre un enfermo de Alzheimer y la persona que le cuida. Con muy poco: un único espacio, la casa familiar y una cámara, consigue mucho. Esa sencillez deja un poso de emoción.

Por otro lado, está la crítica a la realidad o el reflejo de ella en nosotros mismos.

Está el feminismo en un cortometraje Galatea, al infinito: un ensayo experimental sobre el mito de Pigmalión bajo una perspectiva femenina y muy irónica.

O el de Las mujeres que conozco.

Tódalas mulleres que coñezo (trailer) // All the Women I Know (trailer) from Walkie Talkie Films on Vimeo.

Le basta con "provocar" tres debates entre mujeres -aunque en el último aparecen también algunos chicos adolescentes en una clase de segundo de bachillerato- para revelarnos una visión diferente sobre el miedo, el miedo en que educan a las mujeres, como control social, del que, seguramente, ninguno de nosotros, los hombres, somos plenamente conscientes.

Me gusta la frescura que encuentro en este documental. Alguien podría decir que hay manipulación. Disiento; no engaña. Esas mujeres muestran sus miedos, sociales y educacionales. Y cualquier mujer podría sentirse identificada.

Un poco más manipuladora, aunque muy bien trabada ha sido la ganadora de este festival.




La grieta la verá mucho más gente. Es posible que se estrene en televisión. El tema de los desahucios sigue candente y el tratamiento combina humor y una posición ideológica muy clara; sin embargo, hay momentos en los que intuyo una manipulación con la que no me siento a gusto. La cámara oculta no es honrada y la utilizan en algún momento, quizá el más desafortunado. Es más interesante, cuando vemos a la pareja que va a ser desahuciada, discutiendo sobre el café o los huevos... Otros, como la entrada de la policía, rompiendo la puerta, me recuerda al uno de octubre en Barcelona; o escuchando en los medios de comunicación el tratamiento de estos hechos. Aquí podría haber aprovechado para hacer una reflexión crítica sobre ellos y lo que son: una representación. No llega a atreverse. Como le ocurre, aunque en este caso, sí lo insinúa, el cortometraje Improvisaciones de una ardilla. Sí es afortunado el epílogo: brutal, despiadado, como lo son los bancos y las multinacionales, cuando hablan sólo de números y olvidan a las personas.

Otro tema, el de la transexualidad ha tenido su hueco.

En Mikele, por ejemplo; una adolescente que se siente feliz, porque es apoyada por su familia y sus amigas. Quizá es una visión algo ingenua y optimista, pero es agradable. Echo de menos escuchar el euskera en un pueblecito como Huarte, pero, en fin...  El largometraje Bixa Travesty es quizá el ejemplo de este tipo de cine.

Están también El proceso, centrado en el golpe de estado encubierto en Brasil, otro de los vencedores del certamen o cortometrajes como Saule Marceau o Moriviví que muestran lo cotidiano, sea en África o en una población rural del sur de Francia bajo perspectivas curiosas. O el largometraje documental Good luck, una demostración de que puedes contar la vida de dos grupos de trabajadores y hablar de muchas más cosas de las que te imaginarías en un principio. Personas con gran dignidad.




Una película, Beyond the one, que combina lo experimental y la poética me atrajo especialmente; puede parecer una reflexión sobre la pareja y el amor. Voces de personajes; imágenes de su vida cotidiana o sus espacios. Concluye con la idea de la muerte; eso que está más allá...




Ross McElwee fue homenajeado. Es un cineasta de la autobiografía; sus documentales no son más que la narración de su vida. Y nada menos. ¡Como si fuera fácil! Él lo hace con humor y mucho talento. Merecido homenaje.



En fin, gran festival. Seguiré soñando...





domingo, 6 de mayo de 2018

MI MADRE


MARÍA SOLERA MARTÍN
Madrid, 1945-Buenos Aires, 2014

            Mi madre, María Fernanda Solera Martín, Mari, hija de Víctor Solera y Pilar Martín, nació el primer día de septiembre, unos días después de que terminara la segunda guerra mundial, en la planta baja del número 47 de la calle Amparo, en el barrio de Lavapiés. Un hecho –el segundo que he mencionado- que le hacía sentirse muy orgullosa, como si el lugar donde nació le diera un título de nobleza adquirida.

Sin embargo, no hubiera debido despreciar el primero tan a la ligera. Sin el final de esa guerra, que ganaron los americanos y los rusos, no hubiera existido el mundo que hoy conocemos. ¿Nadie ha imaginado cómo hubiera sido nuestra vida cotidiana si los nazis y los japoneses hubieran derrotado a sus enemigos? Muchos tiemblan sólo de pensar cómo sería esa realidad paralela. Ni la infancia ni la juventud de María hubiera sido la misma. O tal vez, teniendo en cuenta quien gobernó durante más de cuarenta años en su país, quienes le sustituyeron y el modelo económico en el que vivimos, es posible que no hubiera habido tantas diferencias...

            Volviendo a lo que para ella sí era motivo de orgullo, María nació en el barrio más castizo de Madrid. Y aunque murió muy lejos de su tierra, fue una madrileña de pro hasta el último día de su vida. Eso se lo puedo asegurar al lector sin ningún género de duda. Aunque no vivió mucho tiempo en esa calle. A los pocos meses, sus padres, Víctor y Pilar, decidieron trasladarse a una población limítrofe que en unos años, en 1948, se integraría en Madrid: Carabanchel.

            Carabanchel fue un barrio que había sufrido los embates de la guerra civil más que ningún otro. El río Manzanares separó de manera natural la zona republicana y la nacional. La población no tuvo más remedio que abandonar sus casas: disparos, obuses, bombas caídas desde el cielo, lanzadas por aviones de fabricación rusa o alemana. Al final de la guerra en el 39 la zona estaba devastada: casas derruidas, paredes acribilladas a balazos, huecos y huellas, memorias de sangre, dolor y muerte.

            La reconstrucción llevó su tiempo. En el 46 todavía no había transcurrido el lapso suficiente para que el barrio borrara completamente los restos de la masacre y sus ruinas. Y muchas de las antiguas calles no existían. Los vecinos volvían. Y construían casas de manera caótica y desordenada, viviendas que se diseminaban a lo largo y ancho de la colina donde se situaba el barrio. Calles sin asfaltar, arena y grava. Muy pocos vehículos se atrevían a pasar por zonas que se embarraban cada dos por tres en los meses de invierno.

            Los padres de María alquilaron una casa en la calle Jacinto Benavente. En los años setenta cambió de nombre: en la actualidad se llama Padre Oltra. En el número 52; más tarde, el 50. Eran tres viviendas separadas por un pasillo exterior y estrecho, sin techumbre, desprotegido de las inclemencias del tiempo y cubierto de baldosines. Como no había baño o ducha en aquel entonces, solían lavarse allí mismo; sobre la cuerda, que utilizaban para tender la ropa, extendían una manta o una cortina y, así podían disfrutar de cierta privacidad. Mi madre, de pequeña, lo hacía en una tinaja o un cubo grande de cinc; bañarse en el Manzanares -aunque algunos, en verano, lo hicieran- estaba prohibido.

Vivían, por tanto, en espacios muy pequeños: una sala de estar de un tamaño medio, cocina y dos habitaciones, como mucho; en esas viviendas habitaban familias enteras. Puede sorprendernos que eso ocurriera hace setenta años, cuando la mayoría de nosotros vivimos en la actualidad en pisos más amplios; sin embargo, aún hoy en día, existen ese patio, ese pasillo y esas viviendas y las ocupan familias inmigrantes, parejas de etnia gitana o jóvenes con empleos precarios.

¿Cómo sería un domingo entonces? Los niños jugaban; los maridos se ocupaban de tareas domésticas como reparar algún grifo o cañería, mientras las mujeres hablaban con las vecinas de las novedades del barrio.

Entre el río y esta calle sólo se encontraba, en los años cuarenta, una cuesta arrasada, una campa que los niños aprovechaban para llevar a cabo todo tipo de juegos y travesuras. Se prohibía el baño en el Manzanares por su insalubridad, pero ya se sabe que las prohibiciones están para quebrantarlas. Sobre todo, si eres un crío. Y el hermano mayor de María, Víctor, nacido en el 38 en Barcelona, en alguna ocasión, huyendo de la policía, volvió a casa sin ropa, sólo con los calzones puestos, recibiendo una buena tunda de su madre.

            Hasta los nueve años la infancia de María fue idílica. No creo que todavía se diera cuenta de las dificultades económicas de sus padres. Sería más tarde cuando, tras la muerte del cabeza de familia, tomara conciencia del valor que tienen las cosas, de la importancia del ahorro; pero esa idea se grabó en su carácter y en el de toda una generación de una manera exagerada, obsesiva.

Víctor traía el jornal a casa; Pilar se encargaba de los niños. Hasta aquí, el rol tradicional de la época. Aunque el padre, en este caso, tenía un trabajo que debiera de haberle reportado mayor seguridad económica: era policía. Desde el 34 pertenecía a la Guardia de Asalto. En el 35 recibió una medalla por participar durante el bienio negro en la represión de una revuelta anarquista. En julio del 36 se encontraban en Barcelona. Allí vivieron la guerra, en zona republicana. En el 39 los que no habían huido, muerto y superaran la investigación que los vencedores impusieron a los vencidos, se integraron en los nuevos cuerpos policiales. Hasta finales del 43 Víctor no pudo volver a Madrid. Jerez de la Frontera fue su primer destino, antes de que le devolvieran a la capital, donde ya vivía el resto de la familia.

            Su sueldo era mejor que otros en esa época, pero no suficiente para alimentar a tres criaturas. Algún conflicto  –tenía mucho carácter y no podía soportar el talante autoritario y arbitrario de sus superiores- le supuso días de calabozo y alguna reducción en el jornal. Buscó otro trabajo en una fábrica de pastas.

El que tuviera dos trabajos y que en uno, seguramente, cobrara su sueldo en negro, era una tesitura en la que muchos españoles se hallaban y, tantos años después, nos sigue resultando muy familiar. Entre las mañanas en la comisaría, cerca de Arguelles, y las tardes en la fábrica, Víctor llegaba a casa agotado. Y le pasó factura. Su corazón empezó a fallarle.

            Víctor era de los pocos que tenían una cámara de fotos: una Kodak con fuelle. La compró a mediados del 36 o en enero del 37. Sólo hacía fotos familiares –a sus hijos: a Víctor, el mayor, a María, a Lorenzo, el menor, que nacería en el 48; al hijo que murió de meningitis, Alejandro, a los pocos meses de nacer- o a los amigos, aprovechando los momentos de ocio. María y su madre, Pilar, conservaron todas esas fotografías. La madre se las enseñaba a sus hijos. Y María, años después, se las llevó, las heredó e hizo lo mismo con los suyos. Le servían para recordar su infancia, idealizada entre esa niebla tan particular que el olvido se encarga de extender en nuestra memoria.

            El final de la infancia de María está ligada a la muerte de su padre y a su primera comunión. Veintiún días –tres semanas exactas- separaron ambos acontecimientos. Un sábado feliz. Un sábado trágico.

            La mañana del sábado 22 de mayo María hizo su primera comunión. Fue un día extraño. Las fotos no las hacía su padre, sino uno de sus tíos. Sus tías, Regina, Riansares, y su propia madre vestían de negro porque dos de sus hermanos, Dolores y Severiano, habían fallecido meses antes. Dolores, en una intervención a corazón abierto, en la misma sala de operaciones. Severiano, a causa de las esquirlas de una bomba; desde la guerra las tuvo muy cerca de los pulmones, en la caja torácica, y ninguno de los doctores a los que consultó fue capaz de sacarlas. El propio movimiento del cuerpo y el paso del tiempo fueron agravando su estado y una noche dejó de respirar.

            El negro del duelo contrastaba con el blanco del vestido de María. A esto habría que añadir otro dato: su padre se quedó en cama. Que no pudiera ir a la primera comunión de su hija hace sospechar el estado de salud en el que se encontraba; un hombre que en sus años mozos disfrutaba de una forma física envidiable. Los doctores le administraban unas pastillas para reducir la fatiga y mejorar el ritmo cardiaco. Es probable que hubiera necesitado algo más, pero ni la sanidad española tenía en esos momentos los medios apropiados, ni una familia de clase media baja podía permitirse gastos tan cuantiosos.

            María recordó siempre el momento en que volvió a casa con el traje de primera comunión para que le viera su padre. Le hizo una fotografía, tal vez fue la última vez en la que Víctor apretó el disparador de su cámara.

            Tres sábados después, la tarde del 12 de junio de 1954, Pilar se acercó a la cama donde se había tumbado un par de horas antes su marido. La cena estaba hecha.Víctor había salido con los amigos; bailaba en la verbena. Los niños, María y Lorenzo, jugaban en el patio. Atardecía. Pilar le llamó. No hubo respuesta. Entró en la habitación. Entre las sombras, no podía verle el rostro. Se acercó. Tocó su cuerpo: estaba frío. Su muerte debió de ser rápida. Un derrame masivo.

            En unas horas, los vecinos y los familiares consolarían a la viuda. Pasarían muchos por esa habitación, iluminada en ese momento por la luz de las velas o por una bombilla: el médico para certificar el fallecimiento, los amigos, las mujeres que junto a Pilar se encargarían de adecentarlo, limpiarlo, vestirle con el uniforme reglamentario. Avisarían a Mario. A las hermanas de Víctor, a sus hermanos: unos –Regina, Riansares- vinieron del centro de Madrid donde trabajaban como sirvientas; Críspula, con sus hijas de la calle Velázquez, residencia familiar desde los años treinta; el resto desde Tarancón, el pueblo de los padres de Víctor. Lo enterrarían al día siguiente en la Almudena.

Años después, cuando alzaron la losa para hacer sitio y ampliar el hueco de la tumba, abrieron el féretro. Durante unos segundos, según le dijo Críspula a su hija Valentina, todos se asombraron, no creían lo que estaban viendo. Víctor se conservaba como cuando le enterraron, con su uniforme gris de policía. Y, de repente, sopló una ráfaga de viento. Su rostro, el cuerpo, el uniforme, todo, se convirtió en polvo. Desapareció para siempre…

            María estaría en estado de shock. Ese día vio a mucha gente que lamentaba la muerte de su padre; a partir de ese momento toda su vida cambiaría. Nada sería lo mismo. Huérfana a los nueve años.

            Los padres mueren antes que sus hijos; es ley de vida, pero María lo perdió demasiado pronto. Los muertos son idealizados. Casi todos. Y mucho más, cuando no has tenido oportunidad, ni tiempo para conocerlos.

Para María hasta que murió, -como su padre, en la cama de una habitación, al lado de un patio interior, en una planta baja-, su padre era perfecto. Pilar también prefirió mantener ese recuerdo. Olvidó el carácter fuerte de su marido, las discusiones cuando ella iba a la iglesia y la llamaba beata. Víctor, el mayor, no olvidó; simplemente, lo perdonó. Con el tiempo dejó a un lado los roces con su padre, cuando volvía tarde, algún golpe en la cara o con el cinturón. Era la educación de esos tiempos: las relaciones entre un padre y su hijo, adolescente y rebelde.

Para Víctor, mi abuelo, en cambio, su hija era la niña de sus ojos. Y para María, era el padre que se marchó muy pronto. El padre divertido, encantador, gracioso. El que sabía bailar y cantar como nadie. Un hombre lleno de vida. Y así lo quiso recordar hasta el final…

La muerte de Víctor dejó a la familia en una situación económica difícil. Pilar no tuvo más remedio que ponerse a trabajar. Las tías Regina y Riansares no los abandonaron. La ayudaron a encontrar un empleo. Eran las madrinas, las otras madres de María; ya tenían, por entonces, numerosos contactos con familias adineradas, porque desde el 39 vivieron y trabajaron en muchas casas de la burguesía y la nobleza madrileña, como sirvientas.

¿Y los niños? ¿Cuál sería su futuro? Lorenzo, aún muy pequeño, viviría en casa de su abuela materna, en Lozoyuela, hasta que pudiera ir al colegio, a los siete años. María, en septiembre, después del verano, fue internada en el colegio de huérfanos de la Policía.

El edificio aún existía en el 2040. Hasta los años 80 del siglo XX fue centro educativo. Posteriormente la Policía lo aprovechó para realizar cursos de promoción. Construido durante los años de la República, funcionó como hospital en la guerra civil. Tras muchas dudas y varios proyectos fallidos, finalmente en el año 53 entraron los primeros huérfanos.

El pabellón central –hasta que un bombardeo y el incendio posterior en el 2055 obligó a su derrumbe definitivo- se dividía en dos alas a las que se añadieron otras construcciones anexas tanto a la entrada del recinto, como en su parte posterior. Las más cercanas a la entrada servían de alojamiento para las monjas y algunos profesores, mientras los de la parte posterior eran sobre todo un teatro, que servía como sala de cine los domingos, y una capilla en la que asistían todas las mañanas y tardes a los oficios obligatorios. Más tarde habría una piscina cubierta y una pista de atletismo.

Nada más pasar la puerta central, te encontrabas con la zona administrativa y la sala de visitas, diminuta, con un par de ventanas que miraban a una campa, a la plaza de Carabanchel bajo y a su iglesia. Si te adentrabas en el complejo, no tenías más remedio que atravesar los pasillos, decorados con azulejos de vivos colores. Hasta el 61, en el que el colegio dejó de ser mixto, el ala izquierda fue asignado a las chicas; el derecho, para los chicos. Separados por patios y pasillos. En los dos casos, la primera planta servía para desarrollar todas las actividades lectivas y educativas y la segunda alojaba a los internos e internas. Cuando el número de huérfanos creció no tuvieron más remedio que habilitar los pasillos de esta segunda planta, llenándose de camas. Al fondo, en el lado opuesto a la entrada, se encontraban dos amplios salones, muy bien iluminados, donde se servían el desayuno, la comida y la cena.

Ni siquiera entonces se veían los chicos y las chicas. Estaba prohibido cualquier tipo de contacto entre sexos, excepto en la misa o los domingos por la tarde, en el cine. E incluso, allí, en lugares diferentes. Ellas, arriba; ellos, en la parte de abajo. Tampoco los hermanos podían verse. Por supuesto, los chicos, sobre todo, buscaban tretas para poder verlas. Y ellas facilitaban el contacto visual cuando tenían la mínima oportunidad. Se acercaban a una esquina del patio, donde verían jugar a los chicos. En la misa o en el cine, se pasaban mensajes en papelitos o echaban una miradita o guiñaban el ojo, teniendo cuidado de que  la monja o el profesor de turno no los pillara. Por supuesto, ningún tipo de educación sexual. Prohibiciones que generaciones siguientes considerarían absurdas y surrealistas. Represión hasta límites insospechados: cartas que se censuraban, normas morales del estilo: “Nunca mirarás a un chico directamente”. Y eso repercutía en todas las relaciones que años después entablarían como pareja con el otro sexo. Y de alguna manera, más adelante, en la forma de educar a sus hijos. 

María, a pesar de estos inconvenientes, conservó un buen recuerdo del centro. No sufrió esa parte brutal y cruel, la que suponían los castigos físicos. Y otros, más sutiles y humillantes. Los chicos recibían -más que ellas- los cachetes o los golpes en la cabeza o en las manos con una palmeta. El más habitual era el que llamaban “plantón”. Los obligaban a mantenerse en pie, de cara a la pared; a veces, hasta horas. Hubo quien, a causa del calor, perdió el conocimiento y tuvo que ser llevado a la enfermería. Lorenzo, el hermano de María, recordaba que en alguna ocasión lo encerraron en una habitación a oscuras. Horas y horas sin saber dónde estaba. No lo olvidó nunca. Ni los perdonó. El rencor es un sentimiento que deja una huella muy profunda, más de lo que querríamos admitir.

Los castigos a las chicas no eran tan duros físicamente, pero podían ser más crueles. Quien se levantara con las sabanas mojadas, debía llevarlas a la hora de la comida por el comedor de los chicos; no sólo las verían sus compañeras, también ellos. Las humillaban ante todos. Para los chicos, ver a su hermana así, también era un baldón, una vergüenza. Otros castigos como no salir un fin de semana o no ir al cine, comparados con estos, no dejaban de ser una minucia.

María, como muchos de su generación, se quedó con lo positivo. Se llevó bien con las monjas. Además, en los años de posguerra, un número muy reducido de familias podía proporcionar a sus hijos la educación que este colegio les ofrecía. Y tenían tres comidas. Puede parecer sorprendente, si lo miramos desde la perspectiva de un niño que haya nacido en el siglo XXI, en una Europa en paz, pero en esa época comer con dos platos y postre era un privilegio del que muy pocos disfrutaban.

La infancia de María, por tanto, se desarrolló en un ambiente enclaustrado, aunque ella se sintiera a gusto. Fue una infancia feliz. Se comportaba, seguía las reglas, trabajaba y se esforzaba. No concluyó sus estudios, -no olvidemos que pocas mujeres llegaban a la universidad en esos tiempos o terminaban la secundaria-, pero aprendió las labores del hogar básicas, las que le servirían para buscar trabajo, cuando saliera del centro.

Era alegre y extrovertida. Nunca dejó de ser optimista; su vitalidad asombraba a todos. Mantuvo el contacto con algunas de sus compañeras, aunque luego, el paso del tiempo las fuera alejando. Entre los objetos que conservó hasta su muerte, tenía misales en los que guardaba esos mensajes de amistad para toda la vida, las de la adolescente primeriza –que casi nunca se cumplen- y algunas fotografías. Nunca tiró unos patines que sólo debió usar por entonces. Patinar le gustaba tanto como nadar. En la piscina cubierta aprendió todos los estilos: crol, mariposa, libre... Y años después enseñó a sus hijos, aunque ya en un entorno distinto, a mar abierto.

Pilar trabajaba todos los días; incluso, a veces, los fines de semana. María y Lorenzo salían entonces para estar con su madre o con sus tías. Si las vacaciones eran largas o en verano, se iban a Lozoyuela o a Tarancón. Víctor trabajaba desde los catorce años en un taller mecánico. A veces, cuando Pilar no podía, iba a recoger en moto a sus hermanos a la puerta del centro y los llevaba a casa.

Pilar era una persona amable, tierna, con ideas fijas, sencilla. Se sacrificaba por sus hijos. Iba a misa todos los domingos. No ponía nada en tela de juicio ni tenía espíritu crítico. Respetaba las costumbres, cocinaba muy bien. Era buena persona. Aunque recibió alguna proposición, nunca volvió a casarse.

Cuando las niñas fueron trasladadas a otros centros y sólo se quedaron los chicos en el colegio, en septiembre del 61, María ya se había puesto a trabajar. Sus funciones no eran complicadas: se encargaría del telar, el lavado y planchado de la ropa, coser. Eran empresas familiares, cercanas a casa, que le permitirían llevar algo de dinero y aliviar el duro trabajo de su madre.

Los fines de semana María saldría con las amigas y alguna prima a los bailes o guateques del barrio, ya fueran en un salón recreativo o una sala de fiestas, como el Embarcadero, donde llegó a ver a Antonio Machín, o en la terraza o la vivienda de algún vecino. No tuvo novios, aunque imagino que algún chico se acercaría a ella con intenciones de ese tipo. A veces las acompañaban a casa. Otros les pedían un baile. Ninguno le atrajo demasiado. O no le parecieron muy serios o le aburrieron.

Muy pronto descubrió su pasión por el viaje. Con el dinerillo extra que ganaba en tómbolas y sorteos, -participando en cursillos de corte y confección o taquigrafía de una asociación religiosa que organizaba viajes a sus sedes en Galicia y Cádiz-, pasaba una parte del verano fuera de Madrid. Conoció Ceuta, Santiago de Compostela, Oporto, Gibraltar, Fátima. En Ceuta se compró la cámara con una funda de color carne que utilizó durante mucho tiempo hasta que las digitales se impusieron. Con ella haría las fotografías de sus años de juventud, los de sus primeros años de casada, las de la infancia y adolescencia de sus hijos.

Hay canciones que se te quedan grabadas en el cerebro. Se convierten en una parte de ti misma, y ya nunca más podrás olvidarlas. Cuando el Dúo Dinámico publicó Quince años tiene mi amor, casualmente, mi madre cumplía quince años. Fue fiel a este grupo toda la vida. Los fines de semana, mientras limpiaba la casa, con la música a todo trapo, a los veinte, a los treinta, a los cuarenta años; ya fuera en la radio, en un disco de vinilo, en una casete o en un cedé, con su madre o con su marido y sus dos hijos, cantaba y bailaba. Era todo un espectáculo verla, vestida con una bata y llevando en la mano el plumero o el trapo del polvo, al tiempo que tarareaba esa u otras canciones del grupo…

Hay encuentros fundamentales a lo largo de una vida. Deciden tu destino. El encuentro con Santiago, mi padre, el que sería su primer marido, fue uno de ellos. Ocurrió un catorce de mayo del 68. Pasado el mediodía, dos mujeres de unos cincuenta años comparten una habitación de hospital. Han tenido el típico accidente de hogar: una caída y algún hueso roto. Son vecinas; viven en el mismo barrio, en la misma calle, a unos metros. Una de ellas es Pilar; tiene enyesada la muñeca y una parte del brazo. La otra, Bienvenida, la pierna. Reciben la visita de sus hijos. María ha llegado antes. Conoce a Bienvenida de vista; sabe que tiene un hijo, de la misma edad que su hermano Víctor, pero no le ha tratado mucho. Es bastante tímido; tiene pocos amigos.

Al llegar Santiago, las madres los presentan. Mientras esperaban a sus hijos, han estado hablando entre ellas. Bienvenida quiere que su hijo se case; Pilar también piensa que María debería ennoviarse con un chico trabajador y responsable. Antes de que sus hijos se conozcan, ya han decidido hacer todo lo posible para que esa relación salga adelante.

Las madres dieron el primer empujón y mis padres se dejaron hacer. ¿Por qué no?, debieron pensar. Acababan de estrenar la última de David Lynch, Dr. Zhivago. Santiago, esa misma tarde, al salir de la habitación, donde aún se encontraban sus madres, invitó a María a la sesión de las cinco en el cinema España. María aceptó.

Al día siguiente era la fiesta del santo patrón, San Isidro. A las cuatro de la tarde, Santiago fue a buscarla a su casa. Saludó a Lorenzo. Pilar volvería del hospital el lunes; su propia madre, el martes. Hablarían del tiempo, mientras bajaban a la plaza de Marqués de Vadillo. Tal vez comentaran que después del cine podrían quedar con Lorenzo y su novia para tomar algo en una de las terrazas de la campa de San Isidro.

Caminaron despacio en dirección al cine. No había más de seiscientos metros entre la calle donde vivían, Inmaculada Concepción, y el antiguo Cinema España. Comprarían la entrada, pedirían unas palomitas. Se sentarían en mitad de la sala; habría sitio suficiente.

Se empezaron a conocer. Aún no verían sus defectos; se irían gustando poco a poco. Santiago era un chico amable, educado, serio, formal. María derrochaba alegría, vitalidad. Encajaban. Santiago le comentó que estuvo en Suiza unos meses, que quería volver. Si seguían juntos, podrían pensar en irse a trabajar y ganar algo de dinero. María pensó en Víctor. Su hermano mayor, desde el 63, trabajaba en Annecy. Incluso ya uno de sus hijos, el mayor, Alan, había nacido allí. Le apetecía la idea: Suiza o Italia. Sus sueños coincidieron.

Cuando Dr. Zhivago murió otra vez en la pantalla y la melodía de Lara se extendió por la sala, para entonces, aunque no lo supieran, ya eran pareja. Las luces se encendieron. Mi madre sonrió.

Durante el verano lo decidieron todo: la boda, el viaje, el lugar donde empezarían a trabajar. Arosa, en invierno; Brissago, en verano. Se ocuparon de todo: pasaportes, documentación, visitas a la iglesia para preparar el enlace, al restaurante donde celebrarían el convite –ambos en el barrio, muy cerca de donde vivían-, presentaciones a la familia, que en el caso de la de María suponía ir a Tarancón y saludar a los primos, tíos y amigos que eran muchos. Santiago tardó menos en cumplir este requisito.

Se casaron a finales de noviembre del 68. En quince días, María se subía a un tren. Mientras se ponía en marcha, María apretó con fuerza la mano de su marido.

¿Qué puedes decir de una pareja joven y feliz, mucho más, si fueron tus padres? ¿Estaban enamorados? Sí, es posible. Si pensamos que el amor es una reacción química que manipula nuestros sentidos y deforma nuestra percepción de la realidad, sí, debían estar enamorados. Alguien, evitando esta interpretación tan cínica, diría que habían encontrado a otro ser humano que los entendía o con el que se compenetraban plenamente. Fuera como fuera, estaban a gusto. En el fondo, quizá era lo único que importaba.

Arosa se encuentra a unos doscientos kilómetros de Zurich, en uno de los cantones de habla alemana más conocidos, a unos tres cuartos de hora en coche de Chur, la capital de la región. La única manera de llegar a Arosa desde Chur es una carretera empinada con giros y meandros: una pesadilla para quien se suela marear en un coche, como le ocurrió a mi hermano. Eso sí, cuando llegas al valle, el panorama merece tal sacrificio. Otra opción, más turística, es subir a un tren de montaña. Tardas una hora u hora y cuarto, pero si no tienes prisa, disfrutas mucho más.

María y Santiago trabajaron durante seis meses en un hotel que en esos momentos se llamaba Merkur. El hotel tenía un restaurante. Ella se encargaba de la limpieza de habitaciones o de la cocina. Él servía los platos a los clientes.

Ese invierno hizo frío, mucho frío. María ya conocía la nieve –la primera vez que la vio fue en el colegio de Huérfanos un día de enero; las dejaron salir al patio y jugaron con ella-, pero nunca había contemplado metros de nieve –tres o cuatro de altura- ni que se mantuviera durante tantos días.

María, al pensar en Arosa, años después, recordaba cómo caía la nieve al otro lado de la ventana o, cuando se tiraban al suelo y resbalaban por una cuesta, como si tuvieran un trineo. Parecían dos niños con zapatos nuevos. O la casa de cuento en la que vivían con una terraza y unas vistas a las montañas nevadas. Es posible que eso sea el enamoramiento: sólo distingues el brillo de la persona que tienes a tu lado. La convivencia del día a día, los defectos del otro aún no han debilitado su relación de pareja; en esos momentos los dos piensan que será para siempre.

Al invierno de Arosa le siguió la primavera de Brissago, al borde de un lago en uno de los cantones del sur. El carácter y el idioma de los lugareños era más cercano al suyo. Muchos italianos abiertos, extrovertidos. El calor suaviza las asperezas. Otro hotel con un jardín, que como en Arosa, daba a la calle principal. Encargarse de la limpieza y el restaurante. El ritmo de un pueblo: las campanas de la iglesia, las noches tranquilas, el aroma de las flores.

A finales de julio o principios de agosto conocieron a los Bolla. Se alojaban en el hotel. Él, Francesco, se había convertido en uno de los vinicultores más conocidos de la comarca de Verona. Ella, Sofía, había heredado de sus padres una cuantiosa fortuna. Era una pareja agradable; sus hijos ya eran adolescentes. Uno de ellos, Carlo Bolla, iría a la universidad al año siguiente.

La mujer y María entablaron una relación muy cálida desde el primer momento. La Sra. Bolla les ofreció –alabó sus ganas de trabajar, el esfuerzo, su simpatía- cuidar a sus sobrinos –que aún eran unos niños- y encargarse de la limpieza y el mantenimiento de su casa de campo en Cortina d´Ampezzo durante el invierno y de la de Verona, cuando regresaran en la primavera siguiente. El pago de sus sueldos sería en negro –eso ahorraría a los Bolla tener que hacer papeleos innecesarios y, al fin y al cabo, todos sus amigos de clase alta lo hacían-, pero eso no les importó, al menos entonces, a María o a Santiago. Aceptaron la oferta. Cambiarían Suiza por Italia.

A María se le daban bien los niños. Tenía un instinto maternal muy acusado y natural. Ella quería tener hijos; Santiago dudaba. Es posible que hubiera preferido no tenerlos: ponía excusas, le daba largas. “Cuando volvamos… y tengamos dinero suficiente. Podríamos quedarnos aquí más tiempo”.

María esperó. Es cierto. Cuando volvieran tendrían que hacerlo con dinero, no regresarían con las manos vacías. Santiago deseaba quedarse en Italia; no había tantas cosas que le ataran a su familia. María, en cambio, de vez en cuando, se entristecía, sentía nostalgia porque no podía ver a su madre, a su hermano; echaba de menos a sus tías, a Regina y Riansares, o a sus amigas. Las postales, las cartas, alguna llamada de teléfono no aligeraban el sentimiento que despierta la ausencia de lo que deseas. En marzo del 71 comunicaron a los Bolla que en junio volverían a España. Santiago no pudo convencer a María. Ella quería regresar y así lo hicieron.

Antes de volver hicieron ese viaje de novios que habían retrasado durante tanto tiempo: Venecia y Roma. María retornaría a esas ciudades, lugares para enamorados, que años después, yo mismo recomendaría a un coreano, cuando me pidió, en un albergue de Barcelona, muy cerca de la estación de Sants, que le dijera a qué ciudades de Europa debería ir con su mujer, después de casarse.

María volvería a esos lugares con otro hombre, su segundo marido. El tiempo es cíclico, no es lineal. Los espacios se repiten en la memoria o en el momento que vivimos. Volvemos a ellos, aunque ya no seamos los mismos. Veo a la joven, todavía enamorada, a pesar de las rarezas de su marido. Y contemplo a la otra mujer, mayor, sesentona, con arrugas y muchas vivencias en la mochila y, otra vez, enamorada.

San Marcos, el Vaticano, el puente de los suspiros, el Panteón, el Lido, el Coliseo. Mapas que se despliegan y se recogen. Pizza y pasta. Italianos, parejas de españoles con las que se cruzan.

-Hemos trabajado un par de años fuera; este verano regresamos a nuestra tierra…

-He pedido la jubilación el año pasado; estuve aquí cuando tenía veinticinco años…

Móstoles era una de esas poblaciones –ciudades dormitorio las llamaban por entonces- en franca expansión. Un villorrio de dos mil personas en diez años había pasado a convertirse en una ciudad de doscientas mil. Las transformaciones y las dificultades que eso conlleva necesitarían de mucho más que una novela o una biografía al uso para poderlas explicar. Miles de extremeños, andaluces, manchegos, madrileños -la inmigración a finales del siglo XX y principios del XXI cambiaría: marroquíes, ecuatorianos, colombianos, rumanos-. En los años sesenta y setenta, clase obrera que busca pisos baratos donde vivir o empezar su vida. Parejas que tienen hijos –una media de dos-; colegios que hay que levantar, uno tras otro –diez o doce en el plazo de diez años-. Protestas vecinales. Centros médicos, hospitales –hasta los noventa no se construiría uno en Móstoles-, tiendas, supermercados, aparcamientos, comisarías. La mayoría trabajaba en Madrid. El autobús –la Brasa lo llamaban, porque la empresa que se encargaba del transporte tenía este nombre- no era suficiente; se aprovechó una antigua línea ferroviaria que comunicaba Madrid con Navalcarnero. A finales de los setenta y principios de los ochenta, como suele ocurrir, la expansión demográfica también trajo marginación, pobreza, drogas e inseguridad. Encontrarse litronas en los parques era tan habitual durante mi infancia como descubrir alguna jeringuilla entre los escombros o en el vertedero.

Fue allí donde María y Santiago decidieron continuar su vida en común tras el paso por Suiza e Italia. Asentarse en un lugar, formar una familia: el objetivo de tantos y tantos españoles. Eligieron la calle San Marcial, céntrica, a dos pasos del casco histórico –del que ya sólo quedaban unas cuantas casas. Quizá la más importante la vivienda del alcalde que firmó el primer decreto contra el ejército napoleónico en 1808-, y a cinco minutos andando del que, en unos años, sería la estación de Cercanías.

El edificio en el que vivían tenía un patio bastante grande que los niños del barrio utilizaban para sus juegos: partidos de fútbol o baloncesto, canicas o chapas, saltar a la comba. Levantadas en ladrillo rojo, modelo repetido hasta la saciedad en todos los barrios periféricos del país. Era un tercero con una escalera sin ascensor. Se lo compraron a una pareja que quería marcharse a otra zona del extrarradio.

Para María sería su hogar durante más de veinte años. Su cocina, su salón, su habitación. Su televisor en color –el primero que tendría- sus cubiertos, ollas, platos, el horno, el armario, las fotografías de sus padres, tías, hermanos, sobrinos, las mesillas de noche, lámparas, alfombras… Empapeló las paredes, cubrió de objetos todos los espacios, los llenó de una memoria suya, compartida, sin que se diera cuenta, sin tener conciencia de hacerlo. Santiago, por supuesto, colaboró, pero María puso más empeño, creó un lugar seguro para ella y los hijos que vendrían. Ahora sólo faltaba llenar de vida esos espacios. Lo intentaron durante meses: finalmente, a principios del 72, María estaba embarazada.

Santiago encontró un trabajo de portero en un edificio de Telefónica; también se encargaba de limpiar algún complejo de oficinas de la localidad. Su espalda empezó a resentirse. De naturaleza enfermiza, su cuerpo se quebró. En unos años tendría que pedir una jubilación anticipada. María no se preocupó en exceso. Estaba acostumbrada a trabajar. Lo había hecho desde pequeña; tenía como modelo a su propia madre o a sus tías. Cambiarían los roles, si fuese necesario. Por el momento, habría que pensar en el hijo que vendría. Deseaba que fuera niña, pero nací yo.

Por otro lado, la madre de Santiago, en ese invierno del 71-72, perdía la cabeza. Mi madre la vio un par de veces. Decía incoherencias, contaba conversaciones con muertos, escuchaba ruidos extraños que la inquietaban. María, de manera intuitiva, se alejó de su suegra, mantuvo las distancias. Intentaba estar el menor tiempo posible cerca de ella. La abuela paterna no llegaría a conocer a su nieto. Una mañana de domingo sus hijas la encontraron muerta, con los ojos abiertos, sin vida.

Abrí por primera vez los ojos el diez de agosto del 72. María, como primeriza que era, tuvo un parto difícil. Una noche larga de contracciones y dolores hasta que, a las seis de la mañana, al amanecer, dio a luz. Nada más nacer me dio de mamar.

María se ocupó de su hijo. Noches sin dormir, lloros, enfermedades, alguna visita al hospital, preocupados por una fiebre alta de madrugada; vacunas, los primeros pasos, palabras intuidas, pensamientos simples: comer, beber, cagar… Crecía. Y al mismo tiempo, mi padre se encorvaba.

El médico le diagnosticó una enfermedad crónica: dolores de espalda insoportables, lumbalgia que no fue tratada a tiempo, trastornos musculo-esqueléticos, manipulación incorrecta de cargas –durante sus años mozos había trabajado en el Matadero de Madrid-, lesiones lumbares. En el 75 se le concedió la jubilación anticipada. Necesitarían un sueldo extra.

María ya había buscado trabajo en alguna casa de Madrid, pero no podía quedarse todo el día. Y la idea de tener la parejita o, al menos, intentarlo, rondaba en su cabeza. A principios del 76 volvió a quedarse embarazada. La niña tampoco llegó esta vez; en una revista del corazón leyó un nombre, Raúl. Así lo llamaría.

Nada más nacer su segundo hijo, encontró por fin un trabajo estable en una clínica privada, Covesa, situada en el barrio de Serrano, en la calle Príncipe de Vergara. Se integró como limpiadora en el equipo de mantenimiento del material sanitario: sabanas, colchas, almohadas, cortinas. En turnos partidos. Volvía muy tarde. En invierno, ya había anochecido. En verano, sólo le quedaba tiempo para preparar la cena.

Santiago asumió un nuevo papel: el de ama de casa. No supo adaptarse. La enfermedad le volvió inseguro, dubitativo, obsesivo. Y eso repercutió en la educación de sus hijos. Trasladó esas obsesiones, dudas e inseguridades, tanto a mí como a mi hermano. Que los fines de semana estuviera María o que todas las noches los arropara antes de irse a dormir no evitaron que Santiago influyera mucho más y, me temo, negativamente en sus hijos. Lo hizo involuntariamente, pero así fue. Les impedía salir a jugar con otros niños; les decía que podía pasarles cualquier cosa. Que el mundo era peligroso. No quería perder el control sobre sus vidas. Ni sobre la suya propia. Alimentó su miedo y sus dudas. Las de él mismo y las de sus hijos.

María, en cambio, alimentaba sus ansias de libertad. Aunque trabajaba y mucho, aprovechaba los fines de semana y las vacaciones –aunque fuera un puente- para viajar. Y sus hijos viajarían con ella. No tenían coche; ni Santiago ni María se atrevieron a sacarse el carné o no tuvieron oportunidad de hacerlo, pero María, como había hecho de joven, descubrió que en la iglesia del barrio –que conservaba una torre de origen mudéjar, aún en pie en 2055,- organizaban viajes de todo tipo. Y se apuntaba a los que podía. O ella los organizaba, si tenían la oportunidad de ir en transporte público y con tiempo para volver en el mismo día.

Segovia, Ávila, Toledo, Alcalá, El Escorial, Aranjuez, Salamanca. O más lejos, Sevilla, Cádiz, Granada, Valencia. Iban a Gandía todos los veranos. El mar era su lugar preferido; se sentía libre. El mar y el sol del verano. Se convertía en otra mujer.

No dejaba de volver, en el resto del año,  a los espacios familiares, a los espacios de su infancia: Lozoyuela o Tarancón. Regina y Riansares. Bodas, bautizos, comuniones. Nacimientos y muertes. Entierros: la tía Críspula, la tía Rosa. Los rituales de una familia: el paso del tiempo. El ciclo de la vida…

Raúl y yo crecimos en una infancia feliz, que María intentaba proteger a toda costa: el diente de leche del ratoncito Pérez, las canciones de su infancia, -como Las mañanitas del rey David-, los reyes Magos; rituales mágicos que María aprendió de boca de las monjas, en el colegio de huérfanos, y que recreaban un misterio, cuando los llevabas a cabo, como el pitido en el oído –si veías un objeto pasar a tu lado, en el momento en que escuchabas ese ruido, en la inicial de ese objeto descubrirías la inicial de la persona que estaba pensando bien en ti-, o tocar una roca, donde acababa la playa, en el espigón, o una pared, al final del paseo marítimo, para regresar a ese mismo lugar al día siguiente, al año siguiente…

María hizo todo lo posible para que sus hijos no dejaran de creer en un mundo maravilloso; tal vez les dejara como herencia ese poso ligero, suave. Imaginación y admiración ante lo que les rodeaba que, -puedo afirmarlo-, nunca perderían del todo.

La clínica Covesa cerró. Tuvo que buscar trabajos en casas de políticos, empresarios, médicos, profesionales de clase alta. La trataron bien, en general. Y si no lo hacían, cerraba la puerta y buscaba otro lugar. Nunca le faltó un sitio. Cuidaba a niñas que se hacían mayores, limpiaba la casa, trabajaba de mañana y de tarde. Con el tiempo, consiguió tener las tardes libres y se las dedicaba a su familia. Para entonces, había transcurrido casi una década. Sus hijos crecieron; eran adolescentes. Se alejaban, vivían su vida. Y su marido ya no era el hombre del que se había enamorado, veinte años atrás.

Aunque el divorcio fue legal, a partir de los años ochenta, entre la clase obrera –la de Móstoles en particular - aún no se había extendido como una mancha de aceite. Para que una mujer se divorciara necesitaba de una independencia económica que muchas aún no tenían. El rol tradicional –hombre que trabaja, mujer que cuida la casa- era más habitual de lo que sería en la siguiente generación. Sin embargo, en este caso, María disfrutaba de una ventaja de la que otras carecían. Era ella la que traía el dinero a casa; la pensión de Santiago era irrisoria. Sólo le impedía tomar esa decisión la educación católica que había recibido.

-Hay que tener paciencia… el matrimonio es para toda la vida… harás daño a tus hijos.

Eso le decían. Retrasó su resolución. Cuando sus hijos alcanzaron la mayoría de edad, llegó el momento de dar el paso. Tal vez lo debió hacer antes y, aún así, recibió críticas veladas de algunas amigas. Amigas que, en unos años, harían lo mismo.

Los divorcios son traumáticos. Sobre todo, si una de las partes no acepta la separación. Aunque no había amor entre ellos, Santiago puso todas las trabas posibles. Se aferró con uñas y dientes a un contrato que ya no tenía validez. Juicios, denuncias, gritos, peleas… Silencios, tensión, dolor, rabia…

La policía se llevó a Santiago; lo echó de su casa. María consiguió mantenerle lejos. No era suficiente. Tenían que marcharse de Móstoles. Su hermano, Lorenzo, vivía desde principios de los años ochenta, en el Puente de Vallecas, con su mujer y sus dos hijos. María encontró un piso cerca del de su hermano. Vendió el de Móstoles y repartió las ganancias con su exmarido. Compró el de Puente de Vallecas. Se trasladó allí.

Mantuvo un cordón de seguridad con Santiago. Rehizo su vida. Los hijos, a su vez, empezaron a construir la suya. Convivía con ellos, les preguntaba por sus estudios o sus trabajos, pero ya no eran niños, aunque ella siempre los viera como tales. Fue madre de las niñas a las que cuidaba, de Irene, Rocío o de las gemelas Elena y Alicia. No pudo dejar de serlo. Ella era así.

En Gandía conoció al que sería su segundo marido, un hombre mayor, que nunca tuvo relaciones de pareja muy estables y que se acababa de jubilar. Se llamaba G. Un tipo tímido, inseguro, esquivo. Y, con todo, María supo ver detrás de esa coraza a una persona sensible y tierna. En un año se fueron a vivir juntos a Madrid, pero ella quería, en cuanto pudiera, establecerse en Gandía, comprarse un piso, disfrutar del sol del verano y del clima suave del invierno.

Su madre, Pilar, murió un día de mayo de 2002. Su avanzada edad la había obligado a vivir con su hija. Estaba cocinando cuando notó un intenso dolor de cabeza y se sintió cansada. Se sentó, cerró los ojos y ya no volvió a abrirlos. Fue María quien, al salir del baño –acababa de llegar del trabajo- vio cómo se derrumbaba y perdía el conocimiento. Era un derrame cerebral. No pudieron salvarla. Tenía ochenta y nueve años.

La muerte de Pilar separó a Lorenzo y a María. Dos hermanos que habían sido uña y carne, acabaron por no hablarse. Herencias, dinero o joyas, gestos, malos entendidos. Avaricia, egoísmos cotidianos. Y defectos que ambos tenían. María y Lorenzo no supieron proteger sus lazos; los dinamitaron en muy poco tiempo. Sin la suavidad de su madre que limaba asperezas, acabaron convirtiéndose en dos desconocidos. Nunca más volvieron a hablarse.

A los sesenta años, cuando tuvo oportunidad, María dejó de trabajar y llevó a cabo su proyecto. Se fue con G. Sus hijos se quedaron en el piso de Madrid. Ahora tenía tiempo libre para poder disfrutarlo. Viajes. Muchos. Por España y por Europa. Pirineos, Asturias, Andalucía, Cataluña… Praga, Viena, París, Roma…

A G. le diagnosticaron cáncer de próstata. A tiempo. Lo curaron. María no lo perdería. No estaría sola en sus últimos años. Murieron sus tías. Primero, Riánsares. Luego, Regina. Recibió una cuantiosa herencia. Aseguró su futuro. Dejó un testamento abierto, motivo de disputas, porque pensó que no moriría tan pronto. Se equivocó.

Disfrutaba del mar, del salitre, de la brisa, en las noches de verano. Con G., con sus hijos, cuando venían a visitarla. Era feliz. A su manera. No olvidaba las rencillas con su hermano. También era rencorosa. A cambio, se desvivía por aquellos a los que amaba.

Se preocupó por su hijo menor. El mayor aprobó unas oposiciones y se convirtió en un funcionario, profesor de secundaria. Sin embargo, Raúl no encontraba un trabajo estable. Lo ayudó económicamente, en su viaje a México y, luego, cuando buscó trabajo en Argentina.


Hizo un último viaje a Buenos Aires. Pasaríamos las Navidades todos juntos. Raúl, G., ella y yo. Pilló un resfriado común, seis días antes. El día que teníamos que subir al avión en Madrid, notó dolor en el pecho. Dejó de toser. Se mareaba; no podía mantenerse en pie. No la llevé a un centro médico. Ella tampoco pensó que fuera grave. O quiso creerlo.

Estuvo entre el sueño y la vigilia durante las doce horas del avión. No podía pensar. No recordaba los sueños que tuvo, si es que pudo tener alguno. Se caía, perdía el equilibrio. Al salir del avión, esperó a Raúl, de pie, sin quejarse tras un par de horas en las largas colas de la aduana. Cuando vio a su hijo, a la salida, María sonrió. Había envejecido diez años. Se sentía muy cansada.

Llegamos a una casa de la calle Moreno, en una planta baja. Un patio interior, como el de su infancia. Eso podía ver desde la ventana de su habitación. Esa misma noche, la del veinticuatro de diciembre, no comió con nosotros. Le hicimos una tortilla; le pelamos una manzana. Nada más. Tenía gastroenteritis. Le costaba caminar. Volvió a la cama.

A las cinco horas y cincuenta minutos del día de Navidad del 2014 dejó de respirar. Se llevaron su cuerpo a una funeraria, situada al otro lado de la Avenida 9 de Julio, en el barrio de San Telmo.

En una de las visitas que hicimos a la funeraria, durante los días en los que intentábamos acelerar los trámites, conversaba con el encargado un hombre de unos sesenta años, el propietario de la empresa. Me pareció un tipo desapasionado, profesional. Achaparrado, de gestos vivos y precisos. No sabía que me encontraba ante Abel Romero, policía chileno que adquirió cierta fama en época de Allende y que luego, muchos años después en 1998, siendo investigador, asesinó en Lloret de Mar a Carlos Ramírez Hoffman, poeta nazi y torturador durante el golpe militar, con la inestimable ayuda de un poeta chileno, alter ego de Roberto Bolaño.

Tres semanas tardó el cuerpo de María en volar a Madrid. Trámites burocráticos, huelgas de celo, vacaciones de Navidad. Cuando abrimos el féretro en Madrid –cerrado por normativa en Argentina- nos encontramos con su cuerpo en descomposición y un olor podrido y amargo que se quedó impregnado en nuestras ropas, en nuestros pensamientos, en nuestros sueños…


            En Madrid, a miles de kilómetros, los hijos de Mari enterraron su cuerpo en el cementerio de la Almudena. Una mañana fría de enero. Y allí descansa junto a sus padres, Pilar y Víctor. Una vez al mes su hijo mayor deja una docena de claveles, blancos y rojos, sobre su lápida.