Komorebi: palabra japonesa para identificar el juego de luces y sombras de las hojas al moverse.
Dos finales. Uno muestra el vacío; el otro, llena la pantalla.
La zona de interés de Jonathan Glazer. Un pasillo. Una mirada.
¿Hacia dónde mira Höss, el hombre que ha organizado la muerte de millones de personas? ¿Al futuro, a un museo que recuerda el horror que un pueblo es capaz de aceptar y llevar a cabo, donde varias mujeres limpian los cristales que guardan los objetos de aquellos que fueron incinerados, que abrillantan los suelos antes de que miles de turistas los visiten?
¿Acaso no contempla el vacío de la indiferencia, de nuestra indiferencia? El silencio y los pasos que se alejan. La muerte.
Días perfectos de Win Wenders. Un hombre bueno llora y sonríe. Un mundo nuevo.
Feeling Good de Nina Simone.
¿Por qué llora y sonríe?
"... son los que aman porque viven.... los que aceptan el dolor con todas sus fuerzas y lo dominan como pueden; los que crean, porque conocen el secreto de la verdadera alegría...
¡Existo! Mi poesía es como el grito del recién nacido. Es una respuesta al grito del universo".
Al ver la película de Glazer no pude dejar de pensar en el personaje y el espíritu de Perfect days. Es un contraste brutal: su envés.
Hoss, el comandante de Auschwitz, y su mujer, son esa parte horrible, cruel, despiadada, inhumana que todos, alguna vez, hemos sacado a la luz, aunque solo haya sido en la imaginación.
Cómo bien se sabe, el gran acierto de esta película es no mostrar el horror, solo insinuarlo. Eso dicen. No es cierto.
El horror es el día a día, la cotidianeidad de personas normales, completamente ajenas al asesinato y la brutalidad que sucede a cien metros, separados por un muro, concibiendo un paraíso, solo para ellos, ajeno al dolor de los demás.
Los fundidos, la música de fondo - experimental, incómoda-, los gritos y los disparos que escuchamos; el humo de las cámaras de gas y los hornos crematorios, las cenizas con la que crecen, hermosas, las rosas del jardín; el olor de cuerpos enfermos y cadáveres en descomposición, al otro lado del muro.
Es fácil hacer paralelismos con esta Europa que construye su realidad, mientras miles se ahogan en el Mediterráneo y otros miles mueren asesinados en Gaza.
Nadie la hará, pero deberían hacerla.
En Poor things me sobra el final con personaje estereotipo, machista de libro, y venganza infantil. Todo lo demás es interesante.
Un amigo me dijo que en el fondo el personaje de Bella pone en tela de juicio la hipocresía y la moral convencional de esta clase media nuestra. Hay cosas que no se pueden decir en público. Superado el tabú del sexo, ahora lo políticamente correcto es mirar para otro lado en aspectos controvertidos.
Hay mucho más en Bella. Es capaz de empatizar con el sufrimiento de los niños, de soñar con un mundo mejor, rechaza al hombre que se encierra en un pesimismo estéril o en un hedonismo vacuo. Podríamos hablar de optimismo antropologico, cuando supera una primera fase de descubrimiento sexual. Ahora es una filósofa hedonista, en el sentido clásico del término. O empirista, tomando como modelo a su padre y creador.
Y su evolución constante le lleva, esta vez sí, buscándolo, a dinamitar esas convenciones, porque antes era una niña en cuerpo de mujer y ahora es una mujer, consciente del mundo en que vive.
En el XIX solían acabar en el manicomio o muertas. Ahora simplemente quien se atreva a salirse del carril y lo normativo, es apartado y olvidado.
En eso consiste el progreso.
Ambas películas, favoritas en los Oscar, si no estuviera Oppenheimer, nos retratan. No hablan de personas del XIX o de nazis pasados de moda.
Es nuestra hipocresia la que vemos en la pantalla. Y no queremos reconocerla.