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sábado, 15 de diciembre de 2018

SALVAR EL HOSPITALILLO


Hoy he estado ayudando a unos cuantos taranconeros que se han puesto a medio y largo plazo un objetivo muy digno: salvar un edificio abandonado y convertirlo en un espacio para la memoria.
Intereses de todo tipo, cobardías, excusas han llevado a una situación de deterioro grave para un lugar que debería ser preservado, si hubiera un cierto respeto a nuestro pasado.

Se ha presentado una exposición de fotografías en el que se muestra el estado actual del Hospitalillo.


Y otra exposición con fotografías que se hicieron durante la Guerra Civil, acompañadas de algunos testimonios y datos.


Y una escultura. Una cepa: símbolo de algo que si no se cuida, muere. Como nuestra memoria.









También se ha repartido un relato escrito por mí: Febrero de 1937 en el que Regina, mi tía-abuela, es la protagonista. Estoy orgulloso de haber hecho esta aportación. Gracias por contar conmigo. Quien quiera volver a leerlo, lo encontrará en este ENLACE:
                                                             

Se ha limpiado y podado parte de la zona y se ha pintado la valla. Queda trabajo por hacer, pero esto no ha hecho nada más que empezar. Y ellos lo saben. Llevan toda una vida luchando por causas justas.

Al final somos las personas las que podemos poner en marcha cualquier cosa, si nos unimos. No basta con que nos quejemos: hay que moverse, implicarse, mojarse, mancharse... 

Entré por primera vez en el interior del Hospitalillo. Estar en las mismas salas donde Regina, mi tía-abuela, vivió una parte importante de su vida, es emocionante, aunque el edificio esté tan deteriorado. También pude comprobar que merece una oportunidad; debería convertirse en un lugar que los taranconeros puedan disfrutar como un bien común, compartiendo un pasado, aceptando lo que fue.


                                        



Así que ¡ánimo! Yo también me esfuerzo, aunque sea a través de la escritura, en recuperar ese pasado, compartirlo, devolverle la vida. Porque algo sólo muere, si lo abandonamos y lo olvidamos. 
No lo hagamos...


                                                                                                 

martes, 19 de junio de 2018

FEBRERO DEL 37. HOSPITALILLO.


            Suenan las sirenas. Se acercan aviones enemigos. Las bombas están al caer. Literalmente. Regina durante unos segundos se ha quedado quieta, paralizada, en medio de la calle. Como si así, convirtiéndose en una estatua de sal, nada le pudiera pasar. Hombres y mujeres, corriendo, alejándose de los lugares despejados, buscando protección en los refugios. Está lejos del de la estación. El del Hospitalillo le quedaría más cerca. No sabe qué hacer hasta que una mujer, una amiga de su madre, le grita a su derecha.

            -Regina, ¡corre, sal de ahí! Te van a ametrallar.

            Regina, por fin, reacciona. Empieza a correr en dirección al Hospitalillo. En menos de un minuto, estará en la puerta del refugio; choca, en la verja de entrada, con un vecino. Acaba de salir de su camioneta; la ha abandonado en medio de la calle.

Regina ya puede escuchar el sonido del motor. Los reconoce. Todo el mundo ha acabado por distinguir los aviones del enemigo, alemanes o italianos. No son de fabricación rusa, un Tupolev o un Polikarpov. Es un Heinkel o, tal vez, dos. Su ruido es inconfundible; a veces el motor imita las ráfagas de la ametralladora, antes de que estas se produzcan.

            Regina alza la vista hacia el cielo en dirección a la estación de tren. Ve caer una bomba; el lugar donde va a estallar no estará a más de quinientos metros de allí. Regina se echa a tierra y se cubre la cabeza con las manos. Nota la detonación. La tierra tiembla. Vuelve a levantarse y sin girar la cabeza, busca la puerta del refugio. La golpea con fuerza; le abren enseguida. Es una de las monjas.

            -¡Pasa, rápido!

            Nada más entrar y cerrar la puerta, hay otra fuerte explosión.

            -Esa ha sido aquí al lado, muy cerca.

            Elisa ha pronunciado estas últimas palabras. Mira, asustada, a Regina. La abraza con fuerza. Elisa es como una hermana, aunque, en realidad, sea su prima. Tiene dos años menos que Regina. Muchas noches han dormido juntas, cuando se quedaba sola en casa, porque su madre había muerto de disentería, nada más nacer, y el padre de Elisa –fuera porque no asimilaba la pérdida de su mujer o porque nunca había sido muy responsable- se emborrachaba en la taberna, la que estaba enfrente de la plaza del Ayuntamiento, y se perdía por las calles de Tarancón hasta altas horas de la madrugada. Muchas veces se lo encontraban borracho, tirado en el suelo.

Tanto Elisa, su hija, como Fernanda, su hermana, lo daban por imposible; así que en cuanto Fernanda veía a su sobrina en la calle, le preguntaba.

-¿Estas sola?

Elisa asentía.

-¡Ven, anda! Cenas con nosotros. Y esta noche duermes con Regina.

Y así lo hacía. Cenaba con la familia Solera y, luego, se subía a la habitación de Regina y dormía con ella.

-¿Qué haces aquí, Eli?

Regina acaricia la mejilla de su prima.

-Venía a buscarte, Regi. Pensaba que ya estabas aquí.

-No, hoy entraba más tarde.

Regina se ha ido habituando a la oscuridad y a la escasa iluminación del habitáculo. Han empezado a escucharse en el exterior los disparos de los antiaereos. Sólo hay dos lámparas que funcionan con electricidad, instaladas hace un par de meses, pero que no proporcionan suficiente luz. En el interior del refugio –bastante estrecho y en el que no tienes más remedio que agacharte o estar en cuclillas- no habrá más de diez personas, entre enfermeras, monjas y dos médicos. Falta el médico jefe. Esto no le sorprende a Regina; si había enfermos, se negaba a bajar al refugio y se quedaba con ellos en la primera planta del Hospitalillo, durante los bombardeos. Ahora mismo no tendrían a más de tres. Seguramente después de los bombardeos, llegarán más.

Escuchan una ráfaga de ametralladoras, lejana, a la altura de la gasolinera. Y la explosión de otras dos o tres bombas. Esperan un par de minutos.

-Me parece que ya podemos salir –dice uno de los médicos.

En cuanto termina la frase, el sonido de la sirena confirma el final oficial del bombardeo.

-Esta vez no ha sido mucho.

Desde la batalla de Madrid dos o tres veces a la semana recibían la “visita” de estos aviones. Casi siempre soltaban las bombas en las zonas estratégicas –la estación, la gasolinera, la fábrica- y no volvían a aparecer en todo el día.

Cuando sale del refugio –sólo ha bajado hasta ese día unas cuatro veces- Regina llena sus pulmones. Como si dentro se hubiera quedado sin oxígeno y necesitara recuperarlo de golpe.

-Me voy, prima. Le diré a la tía que estás bien.

Se besan en la mejilla. Elisa sabe que Regina tendrá que quedarse; siempre después de un bombardeo llegan heridos o moribundos.

El edificio del Hospitalillo tiene dos plantas. En la segunda, se sitúan los alojamientos de las monjas, internas, y que a pesar del anticlericarismo extendido en zona republicana, el capitán militar, Agustín Verno, ha decidido mantener.

La primera planta se compone de una sala de operaciones, -en muy buen estado y con la última tecnología-, y varias zonas para el cuidado de los heridos –habrá unas dos decenas de camas, bien acondicionadas-. La planta baja es el espacio dedicado a cocina, lavandería, infraestructura, servicios e intendencia. Se han colocado tablones de madera en los cristales de las ventanas para protegerlos de las explosiones.

A la entrada, los espera el médico jefe.

-¡Preparados para lo que nos llegue! ¡Ernesto, -está hablando con uno de los médicos- llévate a una de las monjas en la ambulancia! ¡Ve hacia la gasolinera! Allí puede haber heridos.

Regina se limpia las manos con jabón y alcohol en uno de los lavabos de la entrada posterior. Se coloca la bata de enfermera y los guantes. Son gestos que ya ha acabado por sincronizar, mecánicos. Al principio, hasta que no los has hecho tuyos, parece como si cada movimiento fuera forzado. Ahora forman parte de un engranaje, perfectamente engrasado, que Regina ya domina con soltura. La espera será breve. Llegan dos hombres en un coche privado. Regina los reconoce; trabajan en las vías del ferrocarril. Han traído a un herido desde la estación: es Juan, un jornalero.

-Los hijos de puta le han pillado en el andén, esperando a su hermana.

El otro médico se hace cargo del herido. Con ayuda de sus dos compañeros, lo colocan en la camilla. Es trasladado a la sala de curas. El médico, joven, curtido, llama a una de las monjas y a Regina.

-Vosotras, ¡ayudadme!

Regina ha adquirido pericia. Ya no necesita órdenes de ningún tipo. Sabe lo que tiene que hacer. Los gritos –el del herido, el de sus compañeros-, el ajetreo, los movimientos rápidos y precisos del médico no la asustan. En noviembre y diciembre ya empezaron a recibir a algunos heridos, de menor consideración, desde la capital, los que los hospitales de Madrid no podían acoger. El primer día se sintió perdida, confusa; a la semana, se comportaba como si este papel lo hubiera representado toda su vida.

El primer paso es detener la hemorragia. No parece grave. Al menos, a simple vista. Corta la tela desinfectada, prepara el agua caliente. Se sitúa muy cerca del médico que ha empezado a examinar la herida de la pierna. El hombre no ha perdido la conciencia; responde a las preguntas del médico.

-Creo que me ha entrado alguna esquirla. Me duele.

El médico comprueba la herida. La limpia con mucho cuidado, examinándola detenidamente. Es meticuloso. Regina lo conoce.

-No veo nada. Puede que sólo te haya rozado. De todas formas, necesito más luz.

La monja, sor Remedios, se acerca con una lámpara. La coloca cerca de la herida. Mientras tanto, Regina ya tiene preparado y esterilizado el material, por si es necesario realizar alguna incisión u operación. El médico aprieta la zona de la herida. El paciente no nota dolor.

-Has tenido suerte, Juan. Sólo te ha rozado. De todas formas, te vas a quedar un par de horas, por si acaso.

El médico se gira hacia Regina. Hace un gesto con la mano; Regina sabe lo que significa. Puede retirarse y ver si necesitan su ayuda en otro sitio. Con la presencia de la monja, le basta.

Al salir de la sala, entran dos heridos, traídos de la gasolinera. Uno sólo tiene  heridas superficiales en la cara y el codo. El otro, en cambio, entra, tendido sobre una camilla. Está desangrándose. La explosión le ha impactado en el estómago. Tiene muy mala pinta. De inmediato, Regina recibe la orden del médico jefe.

-¡Prepárate para operar!

Se lava concienzudamente; luego, entra en una habitación, más pequeña. El herido más grave ya ha sido colocado de espaldas a la puerta, en el interior. Su cuerpo está temblando; el médico le administra un tranquilizante. Cierran la puerta, encienden los focos. Un médico y dos enfermeras. Regina y una mujer de cuarenta años, Marisa, vecina de uno de sus tíos –ella, sí, con titulación-, acompañan al médico jefe, que ha asumido la responsabilidad de la operación. Regina se ocupara de la parte más sencilla: limpieza de material, higiene. Todo lo que no pueda llevar a cabo la enfermera principal.

Aunque lo hacen de la manera más rápida posible, tardan más de diez minutos en cortar la hemorragia. Saben que tal vez ha perdido mucha sangre, y, además, la herida puede ser muy profunda, sin contar los fragmentos de bala que tenga en el cuerpo. La operación es larga: dura casi dos horas. Cuando terminan, el paciente se ha estabilizado. Tendrán que esperar a las próximas cuarenta y ocho horas. Han hecho todo lo posible.

-Puedes irte, Regina. Por hoy no vamos a tener más –le dice Marisa.

Regina, en la planta baja, se ha quitado la bata y los guantes; los tira al contenedor. Sale del edificio, a la parte posterior; se lava las manos. Nota un poco de sangre en el brazo derecho y a la altura de los codos.

La primera vez que ves la sangre –y así le ocurrió a Regina- te asustas. No sabes si es la tuya o la de otro. Es tanta. El miedo te atenaza. Hay quien lo deja y no vuelve a ese lugar. No sirve para esto; pero Regina sabe que podría ser una gran profesional, si la dejaran. Se siente a gusto, se mueve como pez en el agua. Había pasado la primera prueba.

Al terminar de secarse en el lavabo, saluda a Marina. No había advertido su presencia. Está echando una calada, a su derecha, apoyada en un murete. Últimamente, la ve, de vez en cuando, en el Hospitalillo. Viene con menos frecuencia que Regina. Se ha incorporado hace un par de semanas. No se le ha dado mal en estos primeros días. No la trató demasiado cuando coincidieron hace años –muchos, toda una vida, si lo piensa ahora Regina- en el colegio.

Es una chica divertida. A Regina le hace reír muy a menudo, cuando salen de fiesta algún fin de semana por el centro del pueblo, acompañadas por alguna carabina, la madre de Marina o la tía de Regina. Marina le ofrece un cigarrillo. Regina lo rechaza; le sienta mal. No le gusta fumar.

-Habéis estado dos horas. ¿Vivirá?

Regina mueve los hombros hacia delante. Su rostro refleja más cansancio que duda. La respuesta podría interpretarse como un “¡quién sabe!”, algo ambiguo. Marina no insiste. Ha aprendido a dejar espacio para el que sale de una operación complicada. La gente en ese momento no suele tener ganas de hablar mucho.

-Mientras estabais dentro, han traído a la mujer de Dositeo. Dositeo Moreno, el vecino de tus primos.

Regina lo recordaba vagamente. Vivía en el barrio de la Cruz, frente a la iglesia. Se había incorporado como voluntario al frente. Su mujer era achaparrada, morena, tímida. Estaba embarazada de ocho meses.

-¿Qué le ha ocurrido? 

-Ha dado a luz en el refugio de la estación. Ha tenido suerte; había un médico y todo ha salido bien. Le han puesto unos puntos y le han dado el alta. La niña es guapilla.

-¿Cómo la va a llamar?

-La llamará Amparo, como su abuela.

Dositeo se encontraba, por entonces, en Valencia; luego, lo trasladarían a Cataluña. Al hundirse el frente republicano, se exiliará en Francia, donde acabará en un campo de refugiados. Lo alistarán, nada más empezar la segunda guerra mundial, en un batallón de trabajadores, cuya misión será reforzar las obras de fortificación en la frontera con Alemania. Los nazis, al hundirse el frente, lo apresarán cerca de Dunquerque. Morirá en el campo de concentración de Mauthausen en agosto del 42. Nunca conocerá a su hija Amparo.

-Lo acaban de decir por la radio. –dijo Marina.

-¿El qué? –preguntó Regina.

-Los fascistas han atacado posiciones en el Jarama. Quieren cortar las vías de comunicación, sobre todo la nacional a Valencia.

Regina sabe lo que eso significa. Desde mañana llegarán cientos de heridos a los hospitales de Tarancón y Uclés. Serán días muy duros. Sí, necesitará descansar.

-He cambiado de opinión. ¡Dame un cigarrillo!

Lo enciende y aspira el humo. Regina mira las vías del tren; por allí llegarán los vagones y los heridos y los muertos. Mañana habrá gritos, sangre, movimiento. Hombres jóvenes en camillas, en las salas, en los pasillos. Verá morir a esos soldados, que días antes marchaban al frente, ilusionados…

No imagina Regina que ese lugar, donde se salvarán tantas vidas durante estos duros años, será abandonado. Que habrá quien quiera aprovecharlo –como sucede casi siempre- para ganar dinero, vendiéndolo a una constructora o a una empresa privada. Especulación para enriquecer a unos pocos, mientras la mayoría miran a otro lado. Que estarán también quienes quieran convertirlo en un centro para la memoria, que sea recuerdo de aquellos que murieron durante esos años de la guerra y los de la posguerra, asesinados, ajusticiados, fusilados, torturados.

Y, con el tiempo, acompañado por la dejadez y la desidia, la hipocresía y el fingimiento –camaradas inseparables- el Hospitalillo se convertirá en un edificio en ruinas, como tantos otros. Olvidado, despreciado, será un ejemplo de la estupidez y los intereses humanos, paradigma de la cobardía, el miedo y el egoísmo.

Regina apaga el cigarrillo en la pared encalada y respira profundamente. Llena sus pulmones con todo el aire del que es capaz. Lo va a necesitar.

























domingo, 7 de enero de 2018

RECUERDOS


No sé cuál fue la palabra que me impulsó a llevarme este libro de la biblioteca. ¿Sería "Miguel Hernández" o "viuda". No, no lo creo. Entonces, sería "Recuerdos". Hasta es posible que lo que me atrajera del libro fuera, más bien, esta fotografía de estudio que aparece en la portada...


Me recordaba a otras que tengo en los álbumes de mi tía-abuela Regina o de mi abuelo, hechas seguramente en la misma época, en los años treinta o cuarenta del siglo pasado.

Por supuesto, uno espera que le hablen de Miguel Hernández y sí, aparece él también, pero el que conoció Josefina, su esposa. ¿Fue el único Miguel Hernández que existió? No, claro. Ella no trató tanto con el intelectual, ni con el que viajaba a Rusia o participaba en los homenajes o lecturas en Madrid o Barcelona, pero sí conoció al Miguel Hernández más cercano, el que se moría, en una enfermería de la cárcel de Alicante, echando de menos a su hijo, o con los pies negros, heraldo de la muerte; el que caminaba o iba en bici o volvía a casa, después de sus viajes por España, durante la guerra civil, con una sonrisa en los labios; el que no podía alejarse de su Orihuela natal. Y en este libro, esta mujer, sobre todo, habla de su tierra y de su gente, que era la suya, la de ambos.

No es una intelectual ni una mujer cultivada ni tiene un estilo literario inolvidable y personal. No lo pretende. En realidad, es una sucesión de anécdotas y recuerdos deslavazados, sin una idea que los aglutine, pero esa es quizá su virtud. No hace juicios de valor ni busca moralejas o aprendizajes que nos hagan mejores, a ella o a nosotros, sus lectores. Sólo nos ofrece su testimonio: el de una mujer corriente. Y el de una época en la que la gente moría por enfermedades de las que hoy sólo conocemos el nombre, o en la que todas las familias enterraban a uno, dos o tres recién nacidos que no llegaban al año. Podría haberlo escrito mi abuela o cualquiera de mis tías-abuelas. ¿No perdieron también mis bisabuelos a tres niños de los que sólo quedan sus nombres y nada más, en un documento parroquial? ¿Rosa, otra de mis tías-abuelas, o mi propia abuela no perdieron también a algunos de sus hijos, como le ocurrió a Josefina?

Josefina nos habla de sus vecinos, sobre todo los de Cox, la pobreza del día a día -cómo se quitaban los piojos, sentados en una silla, o cómo conseguían el agua, buscándola en pozos-, los rumores en los mentideros -por ejemplo, la historia de la hermana de unos curas que se casó con un tipo más joven que ella y que, al cabo del tiempo, la dejó sin el dinero de la herencia que le correspondía y, aunque sus hermanos después no querían saber nada de esta mujer, sin embargo, la otra hermana la daba de comer, sin que estos tuvieran conocimiento-, las costumbres, la vestimenta, las tradiciones, las rencillas personales, los juegos, los juguetes de los niños, las familias del pueblo y sus vicisitudes...

Pero, sobre todo, es el testimonio de una mujer sencilla. No oculta sus defectos; se la nota rencorosa con aquellos que la utilizaron o la engañaron para hacer ediciones espurias o dijeron falsedades o mencionaron datos falsos de la vida de Miguel, sin contrastar esa información con ella. Dice sus nombres y apellidos. Y lo hace a propósito. No oculta que algunos de ellos se atrevieron a llamarla analfabeta. Y no puede evitar decirlo también. También es justa con aquellos que no abandonaron al poeta o que la trataron con respeto. Sobre todo, con Vicente Aleixandre.

Aparece su timidez y su tozudez. Su pesimismo y simplicidad. Es sincera e ingenua, resentida y desconfiada. Es orgullosa -se niega a pedir favores; no va en su carácter-. Preocupada por el qué dirán. En todos estos rasgos o en casi todos, se nota que fue muy diferente a su marido, al poeta. Y ella es consciente.

Cuenta que en una ocasión se avergonzó de Miguel, porque acababa de comprarse un par de alpargatas, un calzado de labriego, por entonces, y no lo ocultaba; incluso los llevaba atados a la espalda para que todo el mundo lo viera, -ser sirvienta, por ejemplo, según cuenta, también era un desdoro; trabajó, años después, para sobrevivir, cosiendo vestidos para una tienda y sus propietarias decían que los vestidos venían de la capital o de París, aunque era ella quien los hacía; así que tenía que ocultarse y esconderse, mientras los cosía-.

Volvamos a la anécdota con Miguel. Josefina, enfadada, se niega a pasear con él, se separan y, al final, van a casa de su madre, cada uno por su lado. Ella llega antes y, cuando ve que Miguel se está acercando a la casa, el poeta se cruza con un amigo y se entretiene un rato con él. Los dos hombres bromean y ríen. Miguel parece haberse olvidado de la rencilla. No hay ningún comentario por parte de Josefina; pasa sin solución de continuidad a otra anécdota, aunque uno imagina que ella piensa: "Yo era así y él era así. Ya está". En realidad, estos detalles la hacen más humana.

Sueña con él. Y lo abraza en sueños. Y escucha su risa. Y vislumbra a Miguel, escribiendo a máquina. Y se le acerca por detrás. Y ríen juntos. Y le gustaría no despertarse.

Creyendo morir, veinte años antes de que ocurriera, se tumba en la cama, con los brazos en cruz, sobre el pecho, para facilitarle el trabajo al enterrador. Una noche en la que su hijo se había ido a Madrid, se despierta de una pesadilla y mira debajo de la cama; tiene miedo de que se la lleven. Nos cuenta la primera vez que cocinó para su marido, preocupada porque no le saliera bien el guiso que preparaba, o describe la casa donde vivió con el suelo de tierra, sin agua, electricidad, o la muerte de una cabrita a la que cuidó, aplastada por unos niños, unos salvajes, que, en cambio, cuando sean mayores, irán todos juntos, cada año, al cementerio y llevarán flores a la tumba de su madre; detesta los toros con un comentario que hoy podría ser considerado incitación al odio "si le pasa algo al torero, se lo ha buscado, por hacer daño a un pobre animal" o cómo le contaron a Josefina el asesinato de su padre a manos de unos milicianos anarquistas, narrado, tanto una anécdota como la otra, con la misma sencillez, sin detalles superfluos.

A veces tenía la sensación que Críspula -a la que tanto se parece Josefina- o Regina o Riánsares o Rosa, cualquiera de mis tías-abuelas, me estaba contando estos recuerdos.

Hay un momento en que Josefina habla de la educación de sus padres; que en la mesa no se podía chistar y que el padre era respetado y te pegaba sin miramientos. O cuando su padre le enseña a leer y a sumar y a restar. Estoy viendo a Regina, cuando una tarde de invierno, me lo contó, con esas mismas palabras, casi...

Es el testimonio de una mujer sencilla. Y de una época. Parece lejana, pero quizá no lo estemos tanto...



miércoles, 17 de marzo de 2010

REGINA

UNA REINA



Mi tía-abuela ha muerto.

Tenía noventa años.
Vivía ahora en un asilo, con dolores, con cáncer, sola, con sus recuerdos de infancia...


Ella también forma parte de mis recuerdos de infancia. Con José, su gran amor, en Gandía, en la playa. Cada año iban allí al piso que tenía mi madre por entonces.
En invierno cada dos domingos los visitábamos en la calle Dr. Esquerdo y comíamos con ellos.


Hace unos años cuando aún no había muerto Jose -por entonces, no era más que un enfermo, un fantasma de sí mismo; ella lo cuidaba y estaba cansada, muy cansada- estuvimos hablando de sus padres, de la educación que recibió, de sus hermanos y hermanas, ya muertos. Uno de ellos, mi abuelo...
Aquí está esa fotografía en la que todas las hermanas están vestidas de negro, días antes de que muriera mi abuelo, el día de la primera comunión de mi madre...


Hablamos también de la primera casa donde vivió sus primeros diez años de vida. Y me dijo para terminar: "¡Me gustaría tanto volver a ese lugar!"
En los últimos meses ya ni siquiera nos reconocía... Pero su infancia la recordaba con tanta nitidez... Quería volver allá...


Ya ha vuelto.

Será enterrada en Tarancón con su gran amor, con sus padres, junto a sus hermanos y hermanas.


Que la tierra te sea leve, tía, Regina, reina.