sábado, 2 de abril de 2022

RECUERDOS EN MOVIMIENTO (III): LA ROSA PÚRPURA DEL CAIRO

 


Hubo un tiempo en el que el dolor era insoportable.

Hubo un tiempo en que deseé no estar vivo.

Busqué refugios. Escribir a veces me ha servido para calmar el insomnio, para liberar y apartar las lágrimas que me impedían ver lo que tenía a mi alrededor. También podía leer: filosofía, ensayo, poesía, novela, pero leer exige mucha concentración. Mi mente giraba sobre sí misma: bucles, círculos; se repetían las mismas imágenes, las mismas palabras. Una y otra vez. Una y otra vez. No podía volar; me hundía. 

Así que salía de casa. Caminaba. Mis pies no dejaban de moverse, me llevaban al centro de Madrid. Horas, horas y horas hasta que se agotaran mis fuerzas. No he dejado de andar desde entonces.

A veces llegaba a las puertas de un cine. Y entraba. Me daba igual que fuera un drama, una comedia, un musical o un documental. La oscuridad me calmaba, me consolaba, me abrazaba...


En La rosa púrpura del Cairo Mia Farrow entra en una sala de cine. Es el final de la película. Lo ha perdido todo. No tiene nada. Está completamente sola. En la pantalla bailan Fred Astaire y Ginger Rogers. La expresión de su rostro va cambiando poco a poco. Ha dejado de llorar; está sonriendo. 


Al salir del cine, tarareaba una melodía escuchada durante la película o recordaba una imagen, un diálogo o una escena. Así, intentaba mantenerlas vivas, que duraran un poco más esas pompas de jabón; me esforzaba por atraparlas en el aire, que no se perdieran, que no se desvanecieran... 

Ya no existía ni el dolor, ni la angustia, ni la rabia. El temblor, el miedo volverían, sí, muy pronto, pero en esos pocos minutos, durante unos breves instantes, antes de que la luz me aplastara, todavía aspiraba a la inmortalidad. 









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