En busca del tiempo perdido empieza con un despertar: ese momento en el que nos hallamos entre el sueño y la realidad. No es casualidad, porque ese es el tono que mantiene toda la obra, como si el autor no supiera distinguir a veces donde se sitúa uno u otra. Los sueños, efectos de nuestros deseos o rescoldos de nuestras impresiones diarias, deforman el tiempo, confunden la memoria, transforman lo vivido.
El comienzo, que gira durante más de cuarenta páginas alrededor del último beso antes de dormir de una madre -que no deja de ser la primera frustración, el primer desengaño-, toma nuevo impulso con la famosa escena de la magdalena. A partir de aquí se describen recuerdos de una infancia en Combray y aparecen o se mencionan los personajes que fundamentarán la narración; en parte, Combray es un paraíso perdido; en parte, como Macondo en Gabriel García Márquez, centro y ombligo de un mundo imaginado y recreado. Están, sin duda, entre las mejores ciento cincuenta páginas de la literatura.
El final refleja, a la manera de un espejo, ese comienzo. Las últimas doscientas páginas del tomo séptimo hablan de la vejez y de la muerte. Y es otro recuerdo, despertado por un detalle ajeno en apariencia a la realidad que lo recrea, el que enciende la mecha: en este caso, una baldosa mal colocada. Y de nuevo será la excusa para desarrollar una reflexión que, opuesta a la de la niñez, equilibra la obra, la completa. Asistimos a una cena, transformado en un aparente baile medieval de la Muerte, en el que los personajes que han sobrevivido -los que no han muerto durante la primera guerra mundial o antes-, son solo máscaras, fantasmas decrépitos. Es el final de una época. Y, sin embargo, como diré más tarde, no podemos hablar de pesimismo; si acaso, de un cierto fatalismo.
El resto de la obra, enmarcado entre estas dos poderosas luminarias, es un papiro o pergamino antiguo, como si se desenrollaran los personajes, el ambiente, el mundo que desea recrear, en los que la forma y el contenido se alimentan y amplían y, al mismo tiempo, se repiten en infinitas variaciones.
La forma se desarrolla en párrafos que se dilatan hasta la extenuación y cada cierto tiempo se rompen, se quiebran en saltos temporales en los que el presente se confunde con el pasado y un futuro que se nos anticipa, confuso y contradictorio.
"He llegado a un momento en que, cuando recuerdo el baptisterio, ante las aguas del Jordán donde San Juan sumerge a Cristo, mientras la góndola nos esperaba ante la Piazzetta, no me es indiferente que en la fresca penumbra estuviera junto a mí una mujer vestida de luto con el fervor respetuoso y entusiasta de la mujer de edad que vemos en Venecia en la Santa Úrsula de Carpaccio, y que aquella mujer de rojas mejillas, de ojos tristes, con sus velos negros, y a la que, para mí nadie podrá jamás salir de ese santuario suavemente alumbrado de San Marcos donde estoy seguro de volverla a encontrar porque tiene allí su sitio reservado e inmutable como un mosaico, que esa mujer sea mi madre".
Si bien es cierto que el tema central es el recuerdo -un recuerdo a la manera de palimpsestos a veces: "su aparición siguiente es una creación nueva distinta de la inmediatamente anterior y a veces distinta de todas las anteriores"-; o en otras, ráfagas que fracturan la realidad y la transforman, es el olvido o su turbadora presencia la que se impone tanto en el amor como en las relaciones personales que construyen el entramado narrativo. Los espacios como Balbec -una población de veraneo, junto a la playa, que servirá para el encuentro con las delicias del amor y Albertina- o los barrios de París y sus palacios -lugares en los que se desenvuelven celos, mezquindades, pasados gloriosos- o Venecia -ese viaje deseado que se disuelve y pierde su consistencia, cuando no puede ser compartido-.
"La realidad que yo conocí ya no existía... Los sitios que hemos conocido no pertenecen tampoco a ese mundo del espacio donde lo situamos para mayor facilidad... Si queremos viajar a un lugar en el que hemos estado es mucho mejor, como en una excavación, buscarlo en nosotros mismos... el recordar una determinada imagen no es sino echar de menos un determinado instante, y las casas, y los caminos, los paseos, desgraciadamente son tan fugitivos como los años..."
No nos olvidemos del humor, sutil, elegante, irónico, un humor que encaja con el personaje de Charlus y que nos recuerda al que tenía el mismo Proust en los salones a los que asistía en su juventud u Oscar Wilde.
-...¡Qué excelente hombre era el padre de usted! ¡Cómo se notaba que debía de ser una familia honrada!...
Se notará que si vivieran todavía, los padres y el hijo, el duque de Guermantes no habría dudado en recomendarlos para un puesto de jardineros... "
Y no es casualidad que mencione a los tres, ya que la presencia de la homosexualidad ocultada, aparentada -en el gran amigo Roberto o en Charlus que, incluso, en este último caso, alcanza su mayor degeneración moral en un episodio de sadomasoquismo durante los bombardeos alemanes en el París del 1917 o en otro de pedofilia- o el lesbianismo -en personajes como Gilberta, Albertina, Andrea o la hija de Vinteuil- forme parte inherente de una representación y una profunda crítica -aunque parezca superficial- del mundo de los salones de los Verdurin o los Guermantes, representantes sociales del Fauborg Saint-Honoré.
Esa hipocresía que revienta las costuras en momentos muy puntuales: la muerte de la abuela, que es una agonía terrible en el que el autor no oculta ningún detalle; o cuando Swann confiesa a la duquesa de Guermantes que en unos meses va a morir y por eso no podrá acompañarlos a Italia, ambos situados en el tomo tercero.
Otro de los temas que recorren la obra como un leitmotiv y le confieren unidad es el caso Dreyfus con implicaciones políticas y sociales; un escándalo que dividió Francia en dos, despertó el antisemitismo y el nacionalismo más ramplón y que, más allá de la vida de Proust, nos permitiría distinguir, como si fueran las ondas que crea en el agua de un estanque la caída de una piedra, sus consecuencias en la evolución histórica de este país durante el siglo XX.
¿Y qué decir de la psicología? Si la obra de Proust es renovadora, es, sobre todo, porque sabe explicar todas las complejidades de la naturaleza humana.
"La necesidad de hablar nos impide no solo escuchar, sino también ver, y en este caso, la ausencia de toda descripción del medio exterior es ya la descripción de un estado interior".
No es el primero, por supuesto; Proust podía encontrar referentes y es evidente que bebe de esos precedentes en su propia tradición literaria -Stendhal, Balzac, Zola- o de otras -Dostoiesvski, Tolstói-. Sin embargo, es en Proust donde esta descripción psicológica llega a su máxima expresión para describir emociones o obsesiones como los celos, la vanidad, el orgullo, sean individuales como colectivos, porque es consciente de que la psicología individual "influye poderosamente en la de los pueblos".
"¿No es una prueba de clarividencia..., puesto que el deseo, que va siempre hacia lo que nos es más opuesto, nos obliga a amar lo que nos hará sufrir? En el encanto de un ser, en sus ojos, en su boca, en su tipo, entran ciertamente los elementos desconocidos por nosotros que pueden hacernos desgraciados, tanto que sentirnos atraídos por ese ser, comenzar a amarle es, por inocente que le creamos, leer ya, en una versión diferente, todas sus traiciones y todas sus faltas"
Podríamos pensar -y no nos equivocaríamos- que su visión del amor es pesimista. Son constantes estas referencias: "no podemos salir de nosotros mismos...; toda conversación, sobre todo entre los amantes, está llena de mentiras...; todo ser se destruye, eso que llamamos recordar a un ser es olvidarlo cuando dejamos de verlo... esa vida que falseamos sin cesar...". Y, con todo, hay una tabla de salvación que se resume en otra de sus frases amplias y elegantes: "...Y aunque este amor produzca desilusiones, al menos, agita también la superficie del alma, que sin esto podría llegar a estancarse. El deseo no es, pues, inútil para el escritor, primero porque le aleja de los demás hombres y de adaptarse a ellos, después porque imprime movimiento a una máquina que, pasada cierta edad tiende a inmovilizarse..."
No hay personaje que no tenga un desarrollo concienzudo de sus rasgos más destacados. Incluso aquellos a los que solo les dedica unas líneas o algunos episodios, adquieren una fuerza e intensidad que pocos autores sabrían conseguir: Amando o Jupien; Cottard o Saniette.
El Arte o las reflexiones estéticas son puntales que sostienen la estructura. Autores inventados -pero basados en otros reales-: Elstir -el pintor impresionista y experimental que, a veces, te recuerda a Turner y en otras a Monet-; Vinteuil -y su música, tan parecida a la de Satie, cuya abstración y, sobre todo, con su Sonata, servirá para despertar en los personajes emociones que no logran comprender o no pueden controlar-; Bergotte -el maestro, un trasunto de Anatole France, que le servirá de referencia, aunque se aleje de su temática, para reconstruir su mundo-. Y, por último, la Naturaleza, contemplada a través de esta sensibilidad y este pensamiento.
Proust cierra una etapa de la literatura, la culmina y abre el camino a otros autores -Virginia Woolf, Joyce, Kafka- donde la voz interior se descompondrá en miles de teselas, en el que la psique se desintegrará en fragmentos, en el que la locura, que Freud y Jung van a revelar y sacar del subconsciente, impondrá definitivamente la individualidad. Monet dará paso a Picasso y a Munch; Satie a Stravinsky y Schönberg.
Existen dos intentos de adaptar al cine a Proust. La primera es El amor de Swann.
Es sobre todo una parte del primer tomo y el final del tercero. Por supuesto, es imposible -porque el cine solo tiene la voz en off y esta muchas veces es una rémora- captar la trama interior del personaje de Swann: sus reflexiones, divagaciones, obsesiones. Es fiel al original y el guionista logra recoger -y lo consigue- los momentos más importantes de la relación entre Odette, su mantenida o querida, con Swann, una relación que es como un espejo paralelo de la que luego tendrán el narrador con Gilberta, la hija de Swann y Odette, y, sobre todo, con Albertine. Y los resume en un solo día. El intento es loable y los detalles de ambientación están muy cuidados, pero falla el tono. Los actores, a pesar de tener talento y expresar bien la psicología de sus personajes, no logran salvar la frialdad del conjunto que es desvaído, muy lejos de la grandeza del original. Hay aspectos, aún así, a destacar: los matices sutiles que imprime en su personaje, la condesa de Guermantes, una espléndida Fanny Ardant; la conversación que mantienen en un plano fijo Odette y Swann, mientras escuchan, aislados de los demás integrantes del salón de los Verdurin, la Sonata de Vinteuil; el plano fijo de Swann, saliendo a la calle, abriendo la puerta, como un poseso, buscando un rival que se ha volatilizado, como si fuera un fantasma; una mirada irónica de los plebeyos y los criados, con una gestualidad al borde de lo humorístico -el peluquero o el cochero- que aportaría una visión muy diferente, si el guionista hubiera elegido ese camino, y que nos recuerda a otro gran personaje secundario, el de la Françoise
La cautiva de Chantal Akermann es una versión del tomo quinto, La prisionera.
Akermann, una de las directoras más interesantes de su generación, es fiel, aunque intente experimentar en momentos puntuales y esa es su mejor aportación. Sitúa a sus personajes en la actualidad. Piensa que es inútil apoyarse en mecanismos literarios y apunta otras opciones más visuales.
Varía también el objetivo de la obra de Proust. Akermann, feminista militante, intenta entender los celos y toda la gama de acciones, gestos, palabras y manipulaciones que Proust describe pormenorizadamente en la novela, pero, en cambio, su elección estética es de una frialdad, casi glacial, en la relación que establecen los personajes.
Parte del encuentro con Albertina y sus amigas en Balbec -la grabación en un vídeo casero que le permite recordarlas; mantiene con esta decisión la idea, presente en la obra original, de un observador masculino, que se enamora de 'esas muchachas en flor', e insinúa las relaciones lésbicas entre Andrea y Albertina- para pasar, ya en París, a cómo él la sigue y vigila por las calles de la ciudad y, a continuación, contar su convivencia.
No se entiende la presencia de unos obreros en la casa o la de la criada Françoise o la abuela -que en la novela había muerto años antes-; no hay nada que lo explique. Si alguno de los episodios -por ejemplo, cuando encuentra a Andrea y a Ariana (la Albertina de la novela) en su habitación o su visita a Léa en el teatro- y casi todos los diálogos son idénticos al original proustiano -situándolos no solo en la habitación, sino también en los viajes en coche que hacen los personajes, agilizando la narración-, en otros Akermann encuentra otras formas de narrar la historia: la secuencia en la que el protagonista la persigue por diferentes espacios de París; el juego de sombras que se repite en tres ocasiones, como si los personajes no fueran reales, sino solo fantasmas; la escena de la ducha -sus cuerpos, separados por una mampara; pueden verse, pero no tocarse-; que el protagonista solo pueda hacer el amor cuando ella duerme; la canción compartida por otra cautiva, en el piso de enfrente; la conversación que él mantiene con dos de sus amigas, intentando entender la relación entre dos mujeres, casi como si fuera un falso documental.
A pesar de estos detalles, que me parecen interesantes, en general, esa estilización y esa frialdad no logra cuajar de todo. El final completamente inventado, que sitúa en el mar, como símbolo de un lugar que sirve para identificar a un personaje -solo coincide en que muere Albertina-, desconcierta y decepciona.
Como decía antes, la conclusión de En busca del tiempo perdido no es pesimista. Sí, los personajes mueren. Sí, Proust ha descrito una época agonizante, en trance de desaparecer. Y, sin embargo, va a ser capaz de recuperarla. A lo largo de la obra el narrador no se ha sentido con fuerzas para ponerse a escribir -fuera por pereza, falta de carácter o convencido de que no tenía talento-; y, entonces, al asistir a ese fúnebre baile de máscaras entiende que ha llegado el momento. Tiene que hacerlo antes de que sea demasiado tarde.
"La verdadera vida, la vida por fin descubierta y aclarada, la única vida, por consiguiente, plenamente vivida es la Literatura".
"Por eso, si llegaba a disponer de bastante tiempo para realizar mi obra, no dejaría de describir en primer lugar a los hombres, aunque con ellos los hiciera parecer seres monstruosos, como ocupantes de un lugar tan considerable junto al -tan limitado- que les está reservado en el espacio; un lugar, al contrario, tan prolongado sin medida, ya que tocan simultáneamente, como gigantes sumergidos en los años, épocas tan distantes, entre las cuales tantos días han ido a situarse... en el tiempo."
El Arte -eso nos asegura Proust-, y sólo el Arte, cuando las religiones han fracasado para ofrecernos la Eternidad, puede recuperar a los muertos, darles una nueva vida, rescatarlos del Olvido.
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