domingo, 18 de octubre de 2020

AYKA Y LA ROSA PURPURA DEL CAIRO

 


Recupero la última entrada. Vuelvo a los finales. 

Acabo de ver una película del 2018, Ayka. 


Es incómoda, brutal, dura. No hay ni siquiera un espacio, una mínima rendija para la esperanza. Bebe, tanto formal como temáticamente, de la tradición que abrieron en los años noventa los hermanos Dardanne, sobre todo con su Rosetta. 



Pero, al menos, allí, las lágrimas encontraban a alguien que las comprendiera, a una persona que se pusiera en su lugar. La empatía, la humanidad llegaba, tarde, pero, al menos, la teníamos al final. 

Aquí, aunque haya algún personaje que nos haga concebir esperanzas, este no puede hacer nada. Hay demasiado dolor y egoísmo; el frío de Moscú te deja helado: la supervivencia, sin más, de una mujer sin trabajo, sin derechos, sin refugio, sin familia que la pueda ayudar, acosada por mafiosos que le exigen un dinero que nunca podrá pagar, con un bebé recién nacido, al que abandona, en un primer momento. Sus lágrimas son el final. 


¿Hay una decisión moral o ética en salvar al niño en esa última escena o es puro instinto maternal, irracional, inútil? Su desesperación sólo encuentra soledad. Nadie la ayudará... 

Después de ver esta película necesito volver al final de La rosa púrpura del Cairo. ¿El cine nos puede salvar? 


Seguramente, no. Hay millones de personas que mueren, morirán en los próximos días, semanas, meses, abandonadas, solas, sin esperanza; sí, es un mundo despiadado el que tenemos, un sistema brutal que sacrifica a millones de personas en el altar de la economía de mercado. Antes y ahora. 

Y, sin embargo, necesitamos la sonrisa final de Mia Farrow, la que imaginó Woody Allen. Necesitamos pensar que el mundo que hemos creado no es tan terrible, que no es una pesadilla concebida por monstruos con rostros humanos; que tal vez la Humanidad tenga su razón de ser, un sentido. Que valga la pena que hayamos existido como especie. 

Necesitamos esa sonrisa...