El musical es un género al que tengo mucho cariño. Hay muchas razones.
La primera y tal vez la más importante, es que me apartó del suicidio en mi juventud. Un musical te puede atrapar y, si lo hace, como me ocurría cuando vivía esos años turbulentos y contradictorios, siempre estando al borde del precipicio, te salva. Doy testimonio de ello. No sé si serviría para otros; a mí, sí me ayudó.
Hay quien no puede soportar estas películas; no admite que los personajes se puedan poner a cantar y bailar en cualquier momento. Imagino que ignoran que en el teatro griego existía todo eso antes de que llegara de Hollywood. La tradición occidental ha eliminado la música y la convirtió en un elemento secundario o accesorio. Homero no hubiera existido sin la música, aunque no sepamos cuál fuera, ni Safo o Píndaro. Aunque esto daría para otra reflexión más amplia.
Reconozco que, si tengo que elegir, prefiero las aportaciones más modernas. Tenemos rock -desde los Beatles, divertidos y ligeros, a The wall, tal vez demasiado serio y sobrevalorado-
y parodias u homenajes de canciones melódicas o pop como On connait la chanson,
o cine francés que se deja llevar por lo perdido y la nostalgia -al estilo Demy-.
Los nuevos musicales -como Los Miserables- me interesan menos. Técnicamente perfectos, no lo dudo, pero no logran ir más allá, para mí, de esa perfección formal.
Mi preferida es Cantando bajo la lluvia. Cada vez que la veo dejo de estar triste.
Es un chute de vitalidad y optimismo.
Y no envejece, pase el tiempo que pase.
Tengo que incluir Sonrisas y lágrimas. La vi muchas veces.
La mayor parte, obligado. Cada vez que la pasaban por televisión, mi madre la ponía y nos la teníamos que tragar. Lo más sorprendente es que mi madre la veía como si fuera la primera vez. ¡Y sabía muy bien lo que pasaba! De memoria, casi plano a plano. No exagero si afirmo que era su película favorita. Pero era su manera de vivir la película con intensidad, imagino. En sus últimos años yo levantaba las cejas. Mi escepticismo contrastaba con la ingenuidad de mi madre, aunque yo reconociera, a regañadientes, la calidad de las canciones...
Mi madre murió muy lejos de esa Austria idealizada, en un Buenos Aires vacío, en plenas vacaciones de Navidad. Había pasado una semana desde entonces. Sería un dos o un tres de enero. Yo ya había vuelto a España. Su cadáver en descomposición, si mal no recuerdo, viajaba en ese momento por el Atlántico en la bodega de un avión de pasajeros. Decidieron esa noche poner en Telemadrid Sonrisas y lagrimas.
Es evidente que ese día no la contemplé de la misma manera.
Me costaría volver a verla. Sé que no dejaría de llorar.
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