miércoles, 28 de febrero de 2018

BERLINALE 2018




Subo al avión. En el viaje leo Vernon Subatex de Virgine Despentes. Distingo en el estilo poses calculadas, un lenguaje directo, monólogos cínicos, una mirada escéptica. Crea personajes con muy poco; sabe mirar... Al llegar a Berlín hace frío; la temperatura no llega ni a los dos grados...



Comerciales, más o menos...

Figlia mia es la historia de dos mujeres opuestas y una niña, su hija, en pleno aprendizaje. Sin mucho más. Nada nuevo, quizá. Y el final me parece muy forzado para que sea feliz, como desea el director.

The real state que parte de una idea curiosa –una herencia que es, más bien, un marrón, acompañada además de parientes desquiciados – se queda a medias. Al principio, parece una comedia con algún toque dramático y, finalmente, se convierte en una historia absurda sin mucha gracia. Podría haber sido una gran comedia negra en manos de un Berlanga o un Alex de la Iglesia. 

Con Grass, el director de The day after, Right now, wrong then o On the beach nos ha presentado un divertimento, en comparación con las tres anteriores; incluso es posible que sea una especie de síntesis o recopilatorio. Hay conflictos de pareja, crisis, reconciliaciones, como siempre hace en sus películas, concentrados en esta ocasión en un único espacio. Cuatro historias con diálogos breves, divertidos, dramáticos. Amable. No aspira a más; cierra un ciclo o tal vez sea el comienzo de una nueva etapa para su director: una obra de transición.

Mi hermano... es un idiota me produce desconcierto. Los personajes, dos gemelos adolescentes, hablan de filosofía; para mí, la parte más interesante. Leen textos sobre el tiempo y el azar de Agustín o Leibniz o Kant con imágenes de la naturaleza, muy atractivas visualmente. Otras veces me recuerda a una historia de iniciación con sexo y muerte. Al final, se decide por una película de psicópatas adolescentes. Y en la última secuencia todo cambia de sentido; encuentra de repente, cuando ya no había esperanza, un final perfecto y hermoso. En tres horas quiso hacer muchas películas; no siempre acierta, aunque, a veces, seduzca y atrape.


Madeline Madeline se centra en Madeline, una adolescente con graves problemas mentales y eso influye en el estilo elegido, que se adapta al personaje: confuso y desconcertante. Esta Madeline, además, es una gran actriz y esto permite hablar de la enfermedad mental, el teatro, la realidad y la imaginación. Lo mejor es la joven interprete, todo un hallazgo. Lo peor, sin duda, los dos personajes adultos, tanto la madre como la maestra o profesora de interpretación. Las actrices no logran salvarlos. Acaban siendo demasiado previsibles, simples; se quedan en la visión que Madeline tiene de ellas.


Museo, que ganó el premio a mejor guión, se podría definir como una película con actor famoso, Gael García Bernal. Es así, y también una mescolanza de apariencias. Es una road movie, una película de género, una historia de perdedores con algún toque experimental y de humor o juegos metalingüísticos. No aprovecha todas sus posibilidades; tampoco creo que lo pretenda. Sólo busca un gran público. Lo encontrará.


En Tres días en Quiberon no puedo ser objetivo. Romy Schneider siempre me emociona, aunque sólo sea un personaje. Despierta ese sentimiento de protección y ternura que forma parte de mi forma de ser. También le ocurre a su directora. Cuenta tres días de la vida de Romy en un sanatorio con sutileza y ternura y cariño. Los otros tres personajes están desarrollados y bien interpretados, pero es la actriz que interpreta a Romy quien la hace creíble: compleja, contradictoria, emotiva, tierna, torturada, cruel, infantil. Y, aún así, muy cercana. El final es optimista como si la directora le hubiera ofrecido una oportunidad para ser feliz; todos sabemos que eso no ocurrió. Hubiera preferido un final más acorde con la realidad o, por lo menos, ambigüo.


Termino este primer apartado con Utoya. Durante hora y media con una cámara en mano y un único plano secuencia seguimos a la protagonista en medio de una pesadilla: la matanza de más de ochenta chicos a manos de un ultra derechista en la isla de Utoya. Que esté basado en un hecho real, podía hacer que la película se convirtiera en un drama o algo peor, con apariencia televisiva. No es así. Es una magnífica película de un género muy concreto: el de terror. Hay detrás un excelente pulso narrativo, midiendo los tiempos, las pausas, la tensión. Además, es respetuoso. No busca la sangre; le interesa la emoción, el pánico. Te atrapa. Hubiera merecido algún premio...


Me gusta pasear por las ciudades los domingos por la mañana. Sin coches, sin tráfico; la mayoría de sus habitantes duermen. Algunos pasean, tranquilos, relajados. No es una ciudad en su estado habitual; parece como si descansara. Esa sensación la he tenido en muchas ciudades: en Nueva York, en Kyoto, en Buenos Aires, en San Francisco, en Berlín... Y siempre es la misma. Ella duerme. Y miras con otros ojos a las ciudades que duermen; como a las personas a las que amas...


Documentales ficción o algo parecido...



Treinta lumes de Diana Coucedo entraría en esta categoría. Y, aunque Con el viento otra película española, de Meritxell Corell no sea estrictamente un documental, sí se pueden comparar ambas de alguna manera.

A las dos les interesa mostrar, reflejar, antes de que desaparezca, un mundo rural. Se recuperan recuerdos y lo hace la generación de los nietos, urbanitas, volviendo al lugar de donde vinieron sus padres y abuelos. Me resulta familiar; yo también, a mi manera, lo he hecho. En las dos, el paisaje es otro personaje. Se trabaja con actores no profesionales, que, en gran parte, se interpretan a sí mismos y mezclan ficción y realidad. Tampoco olvido el papel del sonido, fundamental, en las dos películas. Las diferencias estarían más en detalles menores. Treinta lumes utiliza la voz en off como un engarce lírico con la realidad, más cotidiana, que gira alrededor del día de los difuntos. Se mueve entre el lirismo y lo mágico, lo etnológico y el día a día. Con el viento apuesta por un drama en el que la música y Pina Bausch y el baile acompañan y hacen crecer a la protagonista. Es sencilla, emotiva; se mueve mejor entre los silencios y los gestos que con las palabras. Los personajes secundarios se diluyen; sólo tienen fuerza la protagonista y su madre: dos actrices no profesionales. Y el paisaje, omnipresente, duro, terrible y hermoso, y el sonido y la música.

Footballinfinit tiene una apariencia ligera; el protagonista es un tipo excéntrico al que le gustaría cambiar la historia del fútbol. 

En realidad, sabemos que es un tipo encantador, pero condenado al fracaso desde el principio. Sin embargo, en un giro final, con ayuda, simplemente, de una voz en off y la imagen de una carretera vacía, se insinúa que tras lo que hemos visto había algo más: libertad, sueños, seguridad, deficiencias de un sistema, de unas reglas de juego. Sugiere, insinúa...


Contemplo a última hora de la tarde frente al Museo de la Topografía del terror, en el que se exponen fotografías del horror nazi, las ruinas del antiguo cuartel de la Gestapo y las S.S. A unos metros, restos del muro de Berlín. Es un lugar para el recuerdo, de los muchos que he visto en los países que he visitado: Argentina, Japón, Estados Unidos, Alemania, pero esa necesidad de recordar, de no olvidar, no se aparece con tanta claridad en todos los sitios. Algunos recuerdan a medias y optan por mirar a otro lado. España es uno de esos sitios. Se prefiere una memoria parcial a otra completa; por eso, hay dos Españas. Y las seguirá habiendo, porque no hay interés en que cambie...


Experimentales y documentales puros.

Los dos ejemplos de experimentación son valientes y, al mismo tiempo, condenados a que sólo los vean los amantes de estas propuestas alternativas. Aún así, son estas apuestas las que renuevan el cine. Siempre lo han hecho.

Notes on an apperance es atractivo por los aspectos formales: guiños metalingüísticos, uso de diferentes formatos como el vídeo casero, los recortes de periódico, el diario, planificación simple, incluso algo desaliñada. Te fijas más en esos detalles visuales, como ocurre con la conversación escuchada en off, mientras vemos cómo se llena la mesa de una cafetería con los objetos que utilizan las protagonistas de ese diálogo. O los mapas o dibujos que resumen los viajes de los personajes. O los planos fijos en las calles de Nueva York. El contenido no es más que una excusa para utilizar todos esos recursos.


The green fog es un juego metalinguïstico; parte de la historia de Vértigo, contada escena por escena, pero sólo utiliza en todo el metraje uno de sus planos. Para el resto aprovecha los planos de decenas de otras películas. Una demostración de montaje asombrosa con muchos guiños a los cinéfilos. Te obliga a llegar a una reflexión: si las películas que recordamos no son más que trozos a los que damos sentido, cuando los integramos en una narración, aunque no formen parte del mismo conjunto.

Los dos documentales puros tratan temas candentes. El Dorado habla de la inmigración ilegal.



El silencio de los otros se interesa por el robo de bebés, la memoria histórica, la transición española fallida. Ganó el premio del Público de la sección Panorama; lo entiendo, porque en la sesión que vi la mitad del público se levantó y aplaudió a los dos directores durante un minuto.

Estos dos documentales, que podríamos llamar tradicionales, adolecen del mismo defecto: buscan un espectador televisivo, desean a un público amplio. No es una decisión errónea, pero cinematograficamente no aportan nada nuevo. Me recuerda mucho al estilo del programa Salvados y, también, a sus objetivos. Denuncia social, pero no vayamos demasiado lejos, porque me podría quedar sin trabajo. Progresismo bienintencionado y, en el fondo, muy cobarde, asumible y aceptable para los que dirigen el mundo. No les hará daño. Y los espectadores de estos productos... Nada cambiará; nos irritará y, al día siguiente, seguiremos igual. Alguno pensará que ha mejorado algo y se ha transformado un poquito su realidad; en el fondo, sólo se habrá calmado su mala conciencia.

Me gusta en el Dorado que establezca, como una especie de ligazón o rima a lo largo de la narración, la historia de la niña italiana que él conoció, de pequeño, cuando ella tuvo que huir, al ser judía, a la Suiza de los años cuarenta del pasado siglo. Es un recuerdo sincero con fotografías en blanco y negro que encajan muy bien; le aporta una elegancia y una originalidad de la que carece el resto. Denuncia que gustará a los progresistas, les hará meditar sobre la injusticia del sistema, para, a continuación, olvidar que el tomate que mastican, en la comida o en la cena, ellos lo han comprado más barato porque los inmigrantes que lo han sacado de la tierra trabajaron por una miseria. Hipocresía o, simplemente, nuestras contradicciones.

En el silencio de los otros hay buenas ideas. Por ejemplo, mostrar que Aznar, Rajoy y Felipe VI nos cuentan las mismas mentiras y pertenecen a la misma élite es algo que podría llevarles a la cárcel a sus directores, tal como están las cosas.

Es posible que si la venden en España, censuren esa secuencia. Las dos abuelas que quieren recuperar la memoria de sus padres, desenterrarlos de fosas comunes, más de ochenta años después, son de una fortaleza y una dignidad que merecerían mejor suerte. Es muy didáctica; nos cuenta que la ley de Amnistía favoreció más a los herederos del franquismo que a sus rivales políticos. Y que olvidó a miles de personas que aún hoy tienen a sus familiares en fosas comunes, porque, como bien se dice, “en el pueblo el alcalde, la guardia civil, el empresario no cambiaron del franquismo a la democracia. Eran las mismas personas, los que mataron a mi madre...”. 

Y no pidieron perdón y ellos y sus herederos ponen trabas para desenterrar a los muertos. Se soslayan aspectos: se torturó en democracia, no sólo hasta el 77; los socialistas asumieron el discurso de la derecha española; los jueces son parte del problema. La herida no se cierra; y no se cerrará, porque en los vencedores y sus herederos sólo caben la humillación del otro y la soberbia propia.


Julián, el de los ojos dulces: Julian, sweeteyes. Así aparece su nombre en el móvil de una chica colombiana que se encuentra delante de mí, en la sala de cine. Tendrá unos treinta años; clase media-alta, antepasados europeos. Está nerviosa, mientras le espera, impaciente. Se levanta; sale fuera. Vuelven a los cinco minutos, se sientan. Ella no para de moverse. Aún queda un rato para el comienzo de la película. Ella se gira y no deja de mirarle; le escucha con atención, cuando él habla. Ríe cuando el chico, un europeo del Norte, rubio, con un buen conocimiento del español, hace un comentario divertido. Se toca el pelo, se apoya en su hombro, le besa, le coge de la mano. Hay otros momentos en que no para de hablar: está interesada en encontrar un proyecto de documental, producirlo. Le gusta agradar y, al mismo tiempo, ser el centro de atención. Las luces se apagan; de vez en cuando cuchichean, comentan alguna cosa. Él apoya su mano en la de ella que la ha dejado, sin ninguna intención, sobre su pierna derecha...

Cuando salgo del cine detengo mi mirada en algunos seres anónimos. Un chico en silla de ruedas pide limosna en el tren. Desprende a su alrededor un olor terrible, nauseabundo. Hay quien no puede soportarlo, como una chica joven, y se aleja; busca la puerta de salida. Su novio le pide más discreción en los gestos de asco que ella repite sin cesar. Pasa otro sin techo, con un periódico en la mano; y un tercero, duerme en uno de los asientos, desmadejado. Su cuerpo me recuerda al de un títere, al de un muñeco sin vida. Otros, muchos, duermen en la calle, protegidos por sacos de dormir de las bajas temperaturas de estos días. Víctimas del capitalismo...


Rarezas y joyas.

Touch me not ha ganado el Oso de Oro.



Sí me parece un documental ficción que arriesga. No tanto en el aspecto formal, sino en el contenido. Es atrevido y valiente. Habla de sexo, emociones y sobre las barreras mentales y físicas que nos hacen infelices. Lo cuenta con naturalidad y sencillez, jugando con el espectador, mostrándonos un doble espejo en el que no sólo contemplamos a los personajes elegidos, sino también a la directora y nosotros mismos. Me parece un digno Oso de Oro, aunque haya quien no le pueda gustar.



Lav Díaz también podría haberlo conseguido, pero era imposible. Hubiera ganado una película de cuatro horas, un musical extraño y provocador. Planos fijos larguísimos y el estilo de este director ya conocido por sus seguidores para hablar de represión y el asesinato y desaparición de dos de sus amigos, un poeta y una doctora, durante la dictadura filipina por grupos paramilitares. Consigue momentos emotivos y de gran fuerza visual. Quizá los más potentes que haya visto durante el festival, a pesar de su aparente sencillez formal.



Minatomachi. Descubrí a este documentalista, Soda, en Florencia, en un festival en octubre. Sigue a sus personajes intentando manipular lo menos posible. Consigue con muy poco que las personas que aparezcan nos sean cercanos, tiernos, reales, vivos. Los observa con cariño, sin juzgarlos. No quiere cambiar la historia del cine; le basta con reflejar la realidad que él contempla. Y lo consigue.


Termino de escribir estas líneas en Hengelo, en la casa de mi amigo José y su esposa África, a unos kilómetros de la frontera con Alemania, en Holanda. Es lunes. He estado muy a gusto con él, a solas, este fin de semana; se dice gezellig en holandés. Me ha llevado por los lugares de su infancia; donde sus padres, como los míos en Italia o Suiza, trabajaron para regresar algún día a España. Y ahora son él y su mujer, los inmigrantes. Y su hija Gabriela.
El padre de José está en estos momentos en el hospital de Móstoles, el lugar que compartimos durante nuestra juventud; tiene 82 años y se recupera de un infarto intestinal. José quiere estar con él, abrazarle, cogerle de la mano, animarle para que no se rinda y siga viviendo. También está lejos de su mujer y de su niña. Desde hace tres semanas las dos se encuentran en España; ella quiere terminar su doctorado. José, aunque, como todo solitario -y él también lo es, al igual que yo- disfrute estando solo, en su casa, tranquilo, relajado, los echa de menos. Así que se ha marchado. Me ha dejado las llaves de su casa.

La temperatura no baja de un grado bajo cero; el cielo está despejado. De vez en cuando, se acerca una nube, nieva, pero no consigue cuajar.

Aquí, lejos de mi casa, he soñado con mis padres; he soñado que volvía a una clase de instituto; he soñado que me subía a una bici y me dejaba llevar; he soñado que volvia a ser un niño...


jueves, 15 de febrero de 2018

LA ENFERMEDAD DEL DOMINGO




Conocí a Ramón Salazar en la ECAM, en el primer año de un curso de guion. Éramos una clase de diez o doce alumnos, unos privilegiados, porque teníamos la oportunidad de entrar en el mundo del cine. Yo la desaproveché o no estaba preparado. ¡Quién sabe!

Sin embargo, Ramón tenía un objetivo claro. Era un tipo que sabía lo que quería. Le gustaba ser el centro de atención, demostrar su talento, contarnos su mundo interior y decirnos con sus gestos y palabras que era el más interesante de todos los que estábamos allí. Lo era; las historias que nos leyó durante esas sesiones eran bastante atractivas y originales. Te encontrabas ante un gran manipulador que medía los tiempos; también sabía quién le podía ayudar para conseguir su objetivo: ser director de cine y quién no. Interpretaba un papel, el de rebelde al sistema, -que en esos momentos representaba Méndez Leite, el director de entonces en la ECAM-, y lo hacía muy bien. En el fondo, tenía mucho más de trepa, porque no ponía en tela de juicio las reglas de juego. Es de esos tipos que, en el momento de la verdad, aunque parezca un rebelde, apoyará al poderoso para proteger sus intereses. Eso sí, con muchísimo talento.

Por supuesto, cuando no pude pasar al segundo año, dejé de verle. Yo no era muy interesante para lo que él pretendía. Él consiguió los contactos adecuados y llegó a ser director. Lo es. Sabe hacerlo y muy bien. Lo demostró con una estética pseudoalmodovariana en Piedras Veinte centímetros. Ganó numerosos premios; se convirtió en una nueva promesa. Y, de repente, algo sucedió. ¿Descubrió las mentiras de la industria? Es posible que empezara a encontrarse con puertas cerradas o sufriera una profunda crisis interior o tal vez ambas cosas. Y tuvo que cambiar el registro. Y Ramón Salazar puede ser muchas cosas, pero es un tipo muy inteligente. Se adaptó. Diez años después rodó con muy pocos medios 10.000 noches a ninguna parte. Cuatro años después ha convencido a dos grandes actrices para hacer La enfermedad del domingo. 

Ramón Salazar ha madurado. Sí, todos lo hemos hecho. A los veinte años tendría más vanidad; la cresta sería más alta. Hoy habrá aprendido con los golpes a mirar con más humildad, pero hay aspectos en los que no cambiamos. Hace veinte años yo tenía virtudes y defectos de los que no he podido librarme. Él, tampoco.

Es una buena película esta, La enfermedad del domingo, que estrenará en una semana y que se verá en Berlín. Asistí al preestreno este martes.

Tiene grandes cualidades porque Ramón Salazar, como hace veinte años, cuando le conocí, es un director con talento. Sabe contar una historia, llevarla a su terreno, elegir con inteligencia a sus actrices, dejarlas hacer, tratarlas con respeto. Todo eso es cierto. Barbara Lennie y Susi Sánchez están magníficas y estoy seguro que es también gracias a él. La historia te atrapa; logra, sobre todo al principio, provocarte inquietud, desasosiego.

Y, sin embargo, al final, no logró emocionarme. Tiene un defecto, que, curiosamente, es su mayor virtud. Ramón sabe que es original, que tiene un mundo propio; no ignora su talento. Y, a veces, necesita demostrárnoslo. Su esteticismo -ha pasado de la rebeldía y la falsa espontaneidad de sus primeras películas a un sobrio clasicismo- me aleja. No logra conmoverme. Hay frialdad en su mirada, una enorme distancia, aunque pretenda, como lo hacía hace veinte años, contarnos sus emociones más sinceras. Representa un papel. En eso no ha cambiado.

Pasan veinte años y, aunque maduramos, no dejamos de ser quiénes somos. Ni lo dejaremos de ser, para bien o para mal.