sábado, 30 de octubre de 2021

LA INFANCIA: ESQUIRLAS Y LA PRIMERA NOCHE





Esquirlas nace del pasado, del dolor colectivo, del dolor familiar.

En noviembre de 1995 en Río Tercero, Córdoba, Argentina, estalló una fábrica militar, que se encontraba muy cerca de la población. Siete muertos y centenares de heridos. 

Por entonces Natalia Garayalde tenía doce años. Cogió la cámara de su padre y comenzó a grabar. En principio era un juego... hasta que dejó de serlo. 

Años después recuperó las cintas grabadas por su padre y ella misma y las ha convertido en un documento que va mucho más allá de la denuncia política. 

Si bien es cierto que Menem y otros muchos a su alrededor -entre ellos, la propia judicatura- ocultaron que fue consecuencia de un negocio turbio en el que estaban implicados, detrás de este telón de fondo hay una historia familiar que, pasados los años, dejó una herida sin curar. 

El mundo ideal de la infancia se cerró tras esta tragedia. Las muertes familiares, el cáncer, las mentiras oficiales, la pérdida de la inocencia.

Lo cuenta con sobriedad, sin sentimentalismos, aunque en esta historia haya emociones íntimas y dolorosas. Pérdidas y ausencias, narradas con sencillez. 

En La primera noche, un niño entra en el metro, siguiendo a una niña, y se queda allí hasta que amanece. Música de Delerue, sutil, delicada: un abrazo en medio de la noche. Dirigido por Franju: una mirada tierna.

Historia que contiene en escasos veinte minutos toda la magia de la infancia: el descubrimiento, la ingenuidad, los sueños. Pero la mirada es la de un adulto, consciente de que siempre sentiremos una frustración inmensa, cuando nos hagamos mayores; que perderemos lo que deseamos, aunque nos esforcemos en apretarlo y agarrarlo desesperadamente entre los dedos; que la tristeza y la nostalgia irán dejando esquirlas en el cuerpo. 

Y no podremos evitarlo. 

Y, aún así, siempre nos quedará ese momento, ese tiempo utópico, en que el mundo era perfecto, o eso pensábamos... 

lunes, 11 de octubre de 2021

SCIAMMA Y OLIVEIRA: PETITE MÈRE Y AMOR DE PERDICIÓN

 


Oliveira que vivió más allá de los cien años -y dirigió algunas películas hasta esa edad- no es un director fácil. Es más, a veces, te resulta pesado y aburrido. 

Amor de perdición, basada en la novela de Castello Branco, sí funciona a pesar del estilo parco y seco del director portugués. Y eso es gracias, seguramente, al punto de partida. 

Castello Branco, autor decimonónico, bebe de las fuentes de la novela realista de Balzac. Disecciona las emociones e intereses humanos y no oculta en sus historias una crítica feroz al sistema de valores reaccionario y esclerotizado de una época moribunda que se negaba a desaparecer. En esta novela el protagonista es su tío, cuya historia, como él mismo cuenta, era una de esas narraciones familiares que escuchaba de niño en casa. No fue su primera novela. Su obra literaria comienza con Misterios de Lisboa de la que también tenemos una magnífica versión cinematográfica, la de Raoul Ruiz. 

Raoul Ruiz se deja llevar por esa novela río de Branco -con el Tajo al fondo- para jugar con el espectador. El humor y las referencias metalingüísticas fluyen durante las cuatro largas horas de metraje. No hay tiempo para aburrirse con personajes que se cruzan y se encuentran, se separan y se alejan y en el que el azar se convierte en un protagonista más y la tragedia, el deseo, el amor correspondido y no correspondido, la muerte se entretejen de una manera maravillosa.

La novela de Historia de perdición es más líneal y Oliveira elige un estilo más depurado, bressoniano por llamarlo de alguna manera. Funciona, a pesar de todo. Los personajes parecen condenados a su destino trágico y nada pueden hacer por evitarlo. 

En este caso, la elección de Oliveira es acertada. Quedamos atrapados, como ellos, en una red social obsesiva y agobiante. Con planos fijos, secuencias largas; no podemos escapar, como los personajes de esta triste historia familiar, con el Duero, como fondo de la representación. 

Cambiando de tercio y volviendo al presente, Cèline Sciamma ha presentado en Donosti su nueva película, Petite Mère. Muchos dirán que sólo es una pequeña joya -no sólo porque el personaje principal sea una niña o por su metraje, que no llega a la hora y media- y estarán en lo cierto. Sin embargo, aunque no la considerarán lo mejor de su filmografía y, por tanto, no ganará muchos premios a causa de la humildad del planteamiento, se equivocarán. En lo pequeño a veces encontramos las claves de una gran artista.


La muerte de la abuela obliga a madre e hija -la nieta, nuestra protagonista, Nelly- a visitar la casa familiar, en el campo, donde la fallecida vivió sus últimos años. Desde el principio se establece una relación muy estrecha entre la madre y la niña. Cuando la madre desaparece, deprimida por la pérdida -el padre se queda, aunque su papel es secundario-, Nelly encuentra a otra niña en los alrededores. Pronto se da cuenta de que ha hecho un viaje en el tiempo: esa nueva amiga es su madre. La forma de descubrírnoslo es tan sencilla como elegante. El espacio cambia en esos viajes temporales, pero de manera muy sutil. Es la misma casa y, al mismo tiempo, no lo es. 

Todo resulta perfectamente creíble y no necesita de efectos especiales ni grandes medios. A Sciamma solo le interesan las emociones y el frágil y, al mismo tiempo, firme hilo que une a una madre y a su hija. 

Sencilla, elegante, sin necesidad de resaltar lo obvio, la película va mucho más allá de lo que parece a primera vista. Se habla de la pérdida de los seres queridos, de cómo despedirte de alguien amado que va a morir, del paso del tiempo, de las relaciones familiares, de los secretos olvidados, de la madurez y el descubrimiento de uno mismo. Y Sciamma lo hace con sobriedad. 

En la sencillez, casi siempre, encontramos el verdadero talento. Y Sciamma, sin duda, lo tiene.