jueves, 22 de noviembre de 2018

TOKYO MONOGATARI



Ayer vi Tokio Monogatari en la 2; se podria traducir algo así como Historias de Tokio. 

Me emocioné.

No es raro; Tokio Monogatari siempre me ha removido por dentro. Habla de la familia, el egoísmo al que nos conduce la vida cotidiana y el dinero, la generosidad más allá de los intereses particulares, el choque entre el ritmo de la ciudad y el de la vida; la vejez, el amor, la muerte, la incomprensión o el olvido entre generaciones, entre padres e hijos; la amistad de dos mujeres, unidas por un carácter y una forma de ver el mundo similar, cómo afrontar la pérdida de un ser querido y rehacer tu vida y, por supuesto, el paso del tiempo.

Más que otras veces me conmovió la muerte de la madre. Es normal. Creo que, en otras ocasiones, -excepto, la última vez, en mayo del 2015, en Barcelona, junto a una amiga, en la filmoteca, y recuerdo que me ocurrió lo mismo- mi madre no había muerto, con lo cual puedo compartir esa experiencia con los protagonistas -ahora, sí- y liberarme a través de las lágrimas.


Sin embargo, con más distancia, menos atrapado por el dolor reciente como en esa última ocasión, pude descubrir otros aspectos, porque es una película que siempre te abre caminos nuevos; tus experiencias se mezclan con el relato y, sin que haya cambiado un fotograma, la visión es diferente, porque tú has cambiado. Por ejemplo, los hijos mayores que siempre me parecieron egoístas y simples, el estereotipo típico, no lo son tanto; tienen sus razones. Puede que te resulten irritantes o desagradables, pero comprendes su punto de vista. Incluso, en alguno de sus gestos, me vi a mí mismo. Yo actué así, cuando murió ella... , pensé, ayer.


Sí, la vida es decepcionante... Contemplé mi reflejo en algunas de sus palabras y acciones. No estuve a la altura, fui egoísta; es cierto, no siempre nos sentimos orgullosos de lo que hemos hecho por ellos ni de las reacciones que tenemos, cuando ya no están. Reconocemos, al ver a estos personajes, los errores que cometimos, sin ser conscientes, aunque ahora nos demos cuenta y ya sea demasiado tarde.


Por supuesto, la amistad entre las dos mujeres de la fotografía -una mujer madura, Noriko, consciente de que la vida nos obliga a tomar decisiones desagradables y la otra, joven, decepcionada con sus hermanos mayores-, es quizá uno de los detalles más hermosos de la película. El único momento en que dos de los personajes se tocan -dejando un lado y sin despreciarlo, cuando la nuera, Noriko, le hace un masaje a la madre de su marido, fallecido en la guerra, el día antes de que la anciana vuelva a su pueblo, donde morirá días después-, es cuando estas dos mujeres, Noriko y la hija menor, se cogen de la mano y prometen visitarse y mantener el contacto. Ozu nos lo muestra sin marcarlo, sin enfatizarlo; sólo con un plano, a cierta distancia, con respeto.

Sobriedad expresiva. Una abuela y un nieto juegan; el fondo es un espacio en el que se mueven la que va a morir -y lo intuye- y el que acaba de nacer.
Ropa tendida; el sonido del tren: una rima, una presencia constante; el paisaje; dos ancianos, sentados al borde de un murete lo contemplan y, luego, caminan, al borde del precipicio; un barco pasa, mientras el río sigue su curso; el anciano disfruta del amanecer, horas después de haber perdido a su mujer y se siente dichoso -el amanecer ha sido hermoso- y triste, porque sabe que, a partir de ese momento, estará muy solo. Ya no podrá compartir ningún amanecer, ningún recuerdo, nada, con ella.



El final, como toda la película, es sencillo, depurado. No necesita más.


La vida sigue su curso. Y así debe ser...