El miércoles vimos una serie producida por Disney, Yo, adicto, basada en las memorias de un ex-adicto a la cocaína y al alcohol, Javier Giner, un conocido`influyente' -es rara esta castellanizacion del termino inglés-.
Mal cine. Sentimental, moralista, vulgar, histriónico. Seguro que algunos políticos y responsables educativos recomendarán que se la pongamos a los adolescentes para que así no consuman drogas... Habrá quien lo haga. Previsible, convencional, torpe. Es lo peor del cine actual con sus taras, hipocresías y banalidades: mensajes pedagógicos y farisaicos al gusto de algunos orientadores escolares y de los periodistas y críticos con sus intereses particulares. La droga existe porque es un gran negocio y están los que gsnan mucho dinero y los que ganan muchos votos; eso no aparece, por supuesto. Nos quedamos en la superficie, como siempre. Es el cine que le entra por los ojos a la mayor parte del público; es el cine que atonta con su estupidez.
Para quitarnos el mal sabor de boca, este jueves descubrimos La boca abierta de Pialat.
Una mujer se muere. Asistimos a su agonía junto a su hijo y su marido. Ningún personaje es perfecto; tienen grandes debilidades. Los dos, el hijo y el marido, son mujeriegos; ella ha aceptado el papel de esposa perfecta y madre sin rebelarse. El padre es racista; el hijo es perezoso e indolente. La pareja del hijo, un personaje más secundario, mantiene con él una relación extraña -se acuestan, sabiendo que la engaña con prostitutas, y acepta su apatía vital-.
Y esto sucede mientras la mujer pierde, primero, la movilidad; después, el habla. Finalmente, deja de respirar. Es un proceso lento, incómodo, desagradable: se cuenta de manera precisa, rigurosa...
La boca abierta de los muertos: la que hemos visto cuando murieron nuestros abuelos o nuestros padres. Conocemos bien esa imagen. La hemos vivido. Se muere con los ojos y la boca abierta. Seca, dura, sobria. Describe la realidad con una brutalidad documental. Sí, así se muere; así moriremos.
Después del entierro dos planos -el primero, desde la parte trasera de un coche, que se aleja del pueblo; el otro, la puerta de una tienda de ropa, cerrándose, y un hombre se queda solo- concluyen de manera impecable una película que aún hoy sorprende por su modernidad. No deja hueco para el disimulo o la simulación. Estamos demasiado acostumbrados en estos tiempos a que nos edulcoren la realidad en el cine o en la televisión.
Sin embargo, al principio de la película, el director abre una puerta, la única que permite cierta serenidad o espiritualidad, donde lo físico, sea el sexo o la degradación de un cuerpo, no adquiere tanta importancia.
El hijo y la madre vienen del hospital. Los dos saben que ella va a morir, pero ninguno de los dos lo dice. Hablan de otra cosa: de los engaños del padre y marido; de la educación que ella recibió de su padre, el abuelo del joven, brutal, distante, sin ninguna cercanía emocional -el hijo admite que él conoció a otro hombre muy diferente-. Y entonces el joven decide poner un tema de una opera de Mozart, Cosi fan tutte, en el tocadiscos. La escena dura dos minutos. Un solo plano. Dos actores. Ambos la escuchan en silencio. Es un momento compartido en el que las mezquindades del día a día, la degeneración y descomposición de un cuerpo enfermo no entran, no tienen cabida. Incluso yo diría que ella es feliz, por última vez. Y, sin embargo, no podrán impedir lo inevitable.
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