Ozu la consideraba una película fallida. No deja de ser, es cierto, un melodrama convencional: una mujer se ve obligada a prostituirse para salvar la vida de su hijo; cuando su marido regresa, terminada la guerra, debe perdonarla para poder empezar de cero. Y sí, los personajes hablan a veces demasiado, hay mucha carga moral, un poco de sentimentalismo y un mucho de patriarcado tradicional.
A pesar de estos mimbres, Ozu ya domina todos los recursos, ha creado un estilo propio que se encuentra a la justa distancia. El exceso y el melodrama simplón es transformado en sencillez y elegancia.
Hay momentos en que sabe con muy pocos medios -un par de planos y gestos de una violencia extrema- describirnos una violación en un matrimonio o un "accidente" en el hogar. Es de tal brutalidad y simplicidad que nos deja helados.
El mismo personaje masculino es también capaz de tener un gesto de ternura con una desconocida, otra prostituta a la que conoce, cuando va al lugar donde trabajó su mujer. ¿Por qué va allí? Para mí es evidente. Necesita estar en la habitación donde ella se prostituyó; ese espacio adquiere una entidad física y así, piensa, podrá descargar su rabia y su dolor. Sin embargo, la prostituta que le presentan, muy humana, comparte con él un recuerdo de infancia y, más tarde, en otro lugar -un descampado donde el protagonista busca estar solo y ella suele ir para comer- Ozu nos mostrará con delicadeza un encuentro, un instante de comprensión y entendimiento entre dos personas.
Pero por encima de todo están esos planos "vacíos" o, más bien, sin personajes, pero llenos de un espíritu difícil de definir que forman parte del estilo de Ozu: el plano del lugar donde ella se ha prostituido -lo conocemos después de la acción, completamente elidida-; los planos de su casa, los del barrio, la casa de un amigo del marido, las nubes del cielo... Cada plano vacío nos cuenta una historia o muchas historias, las que allí han ocurrido, las que podrán suceder.
Esos planos nos dicen lo más importante, lo que todas las historias cuentan, lo que todas tienen dentro de sí: el paso del tiempo.
Estuve en Tokyo y Kyoto hace unos años, poco después de que muriera mi madre. En Kyoto reservé un alojamiento cerca del centro, a unos pasos del río. Era una habitación bastante amplia y muy cómoda, en un bajo.
Tras una mampara corrediza, contiguo a la habitación, había un jardín japonés semiabandonado, descuidado; estaba separado de la calle por un muro de unos cuatro o cinco metros. Uno de los mayores placeres de ese viaje fue este: cuando me despertaba, echaba un vistazo al jardín, abría la mampara, salía afuera, paseaba un rato, me sentaba en un banco ocultado por la hiedra, cerraba los ojos... Tanto los senderos como las linternas de piedra se habían cubierto de matorrales. Algunos gatos solían visitarlo; en cuando notaban mi presencia, desaparecían.
En ese lugar mágico, cada vez que me dormía, ocurría algo muy extraño: se me aparecía mi madre. No hubo sueño en el que no la sintiera. Durante esa semana, la tuve muy cerca. Era un espíritu benéfico; me protegía. Así, al menos, me lo pareció.
Cuentos de Tokyo recoge la mejor tradición japonesa. Es un cine intimista y su ritmo es el de la vida, el de la reflexión, el del paso del tiempo.
Algo de ese aliento y delicadeza -que sentí cuando visité Kyoto y que no he vuelto a encontrar en ninguno de mis viajes- la observamos en otro final, el de Cuentos de la luna pálida de Mizoguchi. Y sí, veo paralelismo en estos dos finales, aunque los argumentos se desarrollen en siglos diferentes. Los muertos protegen a los vivos y todos formamos parte de un mismo universo.
Ozu nos regaló una última secuencia extraordinaria en su película póstuma. El padre ha casado a su hija; debe aceptar que a partir de ahora vivirá solo. Sin enfatizarlo, sutilmente -por medio de espacios vacíos-, nos muestra esa tristeza, ese dolor, esa pérdida, esa ausencia.
En el final de In the mood for love de Wong Kar Wai también me parece observar un detalle que lo une a una larga tradición oriental. Lo táctil -y las miradas y silencios que durante toda la película han unido a los protagonistas- acaba transformando un secreto, un amor que no pudo ser en parte del ciclo de la vida. No se podría entender este final sin el budismo y su influencia en la vida cotidiana de China o Japón.
La historia de Tokyo monogatari relata el último viaje de una pareja de ancianos; quieren ver a sus hijos, que viven en la gran ciudad. Ella intuye que va a morir. Sus hijos, sin embargo, están más interesados en sus problemas cotidianos que en la visita; para ellos, incómoda y un incordio. Así que los ancianos durante casi toda la estancia pasarán la mayor parte del tiempo con su nuera, la mujer de su hijo mayor, muerto en la guerra. Solo ella y la hija menor, que aún vive con ellos y trabaja en una población costera como profesora, establecen, después de la muerte de la anciana, una relación que supera los intereses económicos y los egoísmos a los que nos empuja la presión social.
-La vida es decepcionante...
-Sí, con frecuencia lo es...
Aquí podemos hablar de dos finales. El primero, emocional. Las dos mujeres, ahora amigas, se despiden en la distancia. Secuencias paralelas. La una piensa en la otra.
El segundo es metafísico. El anciano, solo, acepta su nueva vida. Recuerda lo perdido. Y sí, todo continúa, sin nosotros. El sintoísmo y el budismo. El espíritu oriental. La huella que dejemos será tan ligera como el agua que pasa. Todo fluye, nada permanece.
Si acaso, quizá, la emoción, la melodía, el silencio...
En los años 50 del pasado siglo no había mujeres directoras en Japón. En Japón y en otras partes.
Las pocas mujeres que dirigían abrieron el camino a las que ahora lo pueden hacer. Una de ellas fue Kinuyo Tanaka.
Es más conocida como la actriz fetiche o "musa" de dos grandes directores japoneses, sin que el cine no sería lo mismo: Mizoguchi y Ozu. Pocos saben -ni siquiera yo hace una semana- que además dirigió seis películas en una década.
Sus dos primeras películas se apoyaron en el guion de Kinoshita y Ozu.
En la primera, Cartas de amor, ya demuestra un talento sorprendente.
El protagonista, obsesionado por un primer amor perdido, acaba escribiendo cartas en inglés a mujeres que se prostituyen con soldados americanos. Un día reconoce a ese amor; también se ha prostituido...
Son pequeños detalles -como el de la puerta de un tren que se cierra, dejando a los dos amantes al otro lado, o un plano fijo y general en el que, mientras la protagonista se aleja, observamos las dudas de un hombre que la deja marchar, incapaz de perdonarla- que construyen un melodrama de la mejor calidad.
El tema -la prostitución, a la que muchas mujeres tuvieron que agarrarse, como forma de supervivencia tras la posguerra- ya nos sitúa desde un punto de vista femenino.
Será mucho más marcado en sus dos películas posteriores.
En la primera, con guion de Ozu, La luna se levanta, se mueve entre la comedia romántica y un ligero toque de melodrama, pero sin cargar las tintas. Hay frescura y un romanticismo que Ozu nunca hubiera aceptado. Pero ese es el toque de la directora.
Es en la tercera donde alcanza su mejor nivel. Es su guion y su historia. La escribió ella. Y se nota.
En Pechos eternos hay múltiples temas. Está el principal, el de una mujer con cáncer de mama y la enfermedad que la llevará a la muerte. Pero hay muchos más; porque es también una mujer que se ha divorciado; su poesía es "exagerada", "cosas de mujeres", eso dicen de ella sus "colegas"; con dos hijos, poetisa y vive, además, dos amores imposibles. Uno, porque es el marido de su mejor amiga; el otro, porque llega demasiado tarde...
Basada en la vida de una poetisa japonesa, Fumiko Nakajo, estoy seguro que logra conseguir -aunque no conozca la obra de esta mujer- captar el espíritu de su poesía. De vez en cuando aparecen sus poemas: sencillos, delicados, sobrios, elegantes...
Una colina con forma similar
a una mama que perdí,
flores marchitas la adornan
en invierno...
Soy como esa flor en el lago;
sin raíz...
Está el deseo de vivir y el miedo a la muerte. Sin ocultarlo ni enfatizarlo en exceso.
Terrible la escena del pasillo en la que, tras escuchar los llantos de unos familiares, camina detrás de las enfermeras y la camilla de un cadáver, tomando conciencia, más que nunca, de que ese será su único futuro.
¿Y qué decir de la escena en la que le pide a un periodista, que se ha enamorado de ella, que la acompañe y duerma a su lado? Sin necesidad de sexo hay un erotismo y una sensualidad intensa y carnal.
Y mucho antes de que le diagnosticaran el cáncer, el encuentro con el amigo, al que también amaba y que dará a conocer su poesía.
Esa despedida... Es muy difícil conseguir eso, pero no hace falta que nos lo digan. Sabemos que se han querido y que se quieren.
Una bufanda para que la niña no tenga frío; las palabras de ánimo y confianza en el talento de ella...
Es imposible contar todos los maravillosos detalles que hacen de esta película una joya.
Me conformaré con mencionar sólo dos:
Cuando se despide del periodista, tras la noche en la que han dormido juntos, él le deja una pluma para que siga escribiendo sus poemas. Los dos saben que no volverán a verse. Ella le pide que se vaya, cuando cierre los ojos. Él se marcha, cierra la puerta, pero vuelve a abrirla; ella está mirando por el espejo su reflejo; él sonríe. Después, cuando se marcha, ella sale a la ventana y le ve alejarse por el pasillo; llora. En la mano tiene, apretada con fuerza, la pluma. El amor y la creación, sintetizados en una sola imagen.
En cuanto a la segunda, en medio de un final terrible, cuando todos saben que va a morir, hay un gesto delicado y tierno. El niño, su hijo, escribe en la arena del patio: "Ponte bien, mamá".
Palabras en la arena, flores en el agua... Desaparecerán.
Cheever es de esos autores con el que sentimos que los acontecimientos fluyen. Y que estos no son tan importantes; es mucho más interesante lo que se oculta o no se quiere admitir que las apariencias y el mundo y la sociedad en el que estamos obligados a participar. El mundo de Cheever es el de la clase media americana, la que disfrutaba en los años cincuenta del siglo pasado de un nivel de vida privilegiado, aunque, a cambio, tuviera a los monstruos -el miedo, la soledad, la muerte, la pobreza- ocultos en el desván. El talento de Cheever lo descubrimos en la manera en cómo muestra con sutileza las obsesiones bajo esa aparente felicidad perfecta que la publicidad y la propaganda se encargaban de difundir.
Los personajes no se atreven a romper las convenciones; y, si lo hacen, no deja de ser una cana al aire, un brindis al sol. Al final del relato, el mundo no ha cambiado, sigue igual. El paisaje y el entorno -hermoso, espléndido, si describe la naturaleza; perfecto y soñado, si es el de un barrio residencial- es el mismo que al principio. Esa es precisamente la ironía; que tras contarnos e insinuar las pesadillas u obsesiones de los protagonistas, sabemos que ya nada puede ser igual. Sabemos lo que hay detrás de las máscaras... La serie Mad Men lo tomó como referencia...
De entre los relatos me gustan, sobre todo, el nadador. La cura me parece un ejemplo perfecto: un mecanismo de relojería; ves a los mismos personajes de Hooper.
Adiós, hermano mío asombra porque sabe preparar un acto espontáneo de violencia y hacerlo necesario y creíble en una naturaleza paradisíaca. El marido rural podría ser una novela; al final, encontramos varias historias que se entrelazan con naturalidad. El brigadier y la viuda del golf es un relato de soledad y frustración sin medias tintas. Reunión resume la relación entre un padre y su hijo en dos páginas.
De El nadador hay una adaptación con Burt Lancaster. O como quince páginas pueden ser mejores que una hora y media de metraje. Pero, con todo, la historia te atrae -a pesar de que sobren detalles- y Lancaster es un gran actor.
A esta lectura le ha seguido otra al que también hay que dedicar un tiempo. En Por el ojo de una aguja, Peter Brown, uno de los mayores expertos en el último periodo del Imperio Romano, nos ofrece en su ensayo o investigación de más de mil páginas una visión amplia y concienzuda de cómo el cristianismo pasó de ser una religión más para convertirse en la única referencia para millones de personas. Leemos a Símaco, Ausonio, Paulino de Nola, Ambrosio y San Jerónimo. Y Peter Brown los interpreta con inteligencia.
Hay factores sociales, económicos y políticos, por supuesto. Ninguna realidad histórica se transforma por una única causa. Los siglos IV, V y VI son más complejos de lo que podríamos pensar. ¿Cambiaron tantas cosas? Sí y no. La concepción del mundo dio un vuelco, sin duda; se perdieron muchos conocimientos antiguos en el camino, pero las estructuras sociales no variaron tanto... La ideología se transformó, sin cambiar mecanismos mentales y sociales fundamentales -como el patronazgo y el clientelismo-, y el dinero de los ricos, el que construía los edificios públicos de una ciudad o servía para celebrar los munera o levantaba, en el siglo IV, esas villas suburbanas con mosaicos y mármoles espléndidos, acabó en las iglesias. Y el autor explica bien este proceso; es decir, hay un experto que conoce el material que tiene a su disposición y sabe cómo contarlo.
Tengo, casualmente, como marcapáginas de esta obra, una publicidad de la última novela de Posteguillo: la segunda parte de Julia, la emperatriz, esposa de Septimio Severo.
Posteguillo representa todo lo contrario. Hay que admirar que tenga, como dice su publicidad, cuatro millones de lectores, pero no olvidemos a cambio de qué.
Escribe con facilidad; aunque su estilo no vaya a ser recordado como el de un gran autor. Sus tramas son simples y los personajes, estereotipos; se llamen Aníbal, Escipión, Trajano o Septimio Severo. Se mueve bien en lo "políticamente correcto" y da a su público lo que pide. Ha descubierto la manera de ganar dinero, pero seamos sinceros... Esto no es novela histórica, aunque se haya documentado; sólo es un placebo. Nunca le perdonaré que convirtiera a Adriano en un "malo", un tipo perverso en la trilogía de Trajano. Adriano -según Posteguillo- me recordaba a los actores del cine mudo, los que interpretaban a un "malvado", haciendo gestos, maquillados a la sazón, iluminados de tal manera que parecían salir de las tinieblas. Esa cutrez es imperdonable en un personaje histórico complejo que Yourcenar sí supo describir con talento.
Como rima final termino con Ozu. ¡Cómo no! Había un padre...
En 1942, con Japón ya inmerso en la segunda guerra mundial y en un contexto de propaganda brutal, Ozu nos cuenta la historia de un padre y su hijo a lo largo de veinte años. De manera sencilla. Sin florituras ni ningún tipo de exceso. Pasan muchas cosas, sin duda, pero, como siempre, con Ozu la sensación es de que no ocurre nada especialmente importante. O sí... se muere, se envejece; hay aprendizaje -ambos son profesores-; es sólo la historia de dos personas que no pueden estar más tiempo juntos, aunque lo deseen. Como suele ser habitual en Ozu se habla del sacrificio, del sentido del deber -que en Japón, y mucho más entonces, es terrible y aplasta- y del paso del tiempo.
¿Por qué una historia tan cotidiana en manos de Ozu se convierte, cuando llegamos al final del metraje, en poesía? ¿Por qué nos emociona? No lo sé.
Y tal vez eso mismo, ese ingrediente desconocido, sea lo que hace que una obra se olvide, en cuanto terminamos de leerla o verla, y otra permanezca y sobreviva al tiempo, generación tras generación.
Hay temas que siempre se repiten desde que el primer hombre o mujer decidió contar una historia, real o imaginada, a otros. Y en esa primera narración, estoy seguro, aparecieron estos tres grandes temas: la muerte, el amor y la soledad. O tal vez los tres...
Toda obra que tenga visos de permanecer y dejar un poso profundo en nosotros debe contenerlos. Es inevitable. Aparece, por supuesto, en la película que en el 2010 hizo Raúl Ruiz apoyándose en textos decimonónicos.
Hay un juego de cajas chinas; historias que cuentan otras historias; relacionadas de una u otra manera se cruzan y crean un caleidoscopio. El rencor, los arrepentimientos, el olvido. ¿Reales, imaginadas? La memoria es una perversión de la realidad; la manipula y transforma. Un niño, el protagonista, el narrador, ya adulto, es el leitmotiv y nos acompaña en esas diferentes narraciones que intentan descubrir el mundo, hacerlo comprensible. ¿Fue todo un sueño, una posibilidad entre muchas? Nos queda la duda.
En Ozu la naturaleza adquiere un peso fundamental. En el Comienzo de la primavera el tema principal es la crisis de una pareja, pero, como siempre, sea por sus famosos planos vacíos o a causa del ritmo, intuimos que nos está contando otra cosa. Este comienzo es un buen ejemplo.
Precedido de dos planos vacíos -el tren es un elemento constante en Ozu- sólo vemos cómo una pareja se despierta y el marido, como cientos de vecinos, se dirigen al trabajo. Nada hay más sencillo. Ni más difícil. Las situaciones cotidianas nos llevan mucho más lejos, más allá...
Pueden aparecer amigos cantando una canción 2:14:00, una mujer que descubre el engaño de su marido y la soledad de ambos 1:45:00; una jovencita que se enamora, aunque se sabe la amante y, por tanto, la primera en perder lo que desea 2:02:10 y 2:15:00; el día a día de una pareja; el trabajo 40:00, las conversaciones en un bar 2:08:40.
Y, con todo, sí, sin duda, nos habla de la muerte, del amor y de la soledad.
Termino con Early Summer. Dos mujeres dialogan; se acercan... Al borde del mar: ese infinito...
Hay obras que permanecen, dejan huella. Porque nos hablan y hablarán, como los primeros hombres y mujeres que comenzaron a contar historias al calor de un fuego, de lo más importante: de nosotros mismos.
El protagonista, un anciano, pela una manzana. Cuando termina de hacerlo, deja caer la piel y se hunde en la silla; sabe que se ha quedado solo. Después, un plano del mar... Fin.
Es una película donde la vida cotidiana se desliza a su ritmo, sin prisas. La historia es sencilla; una hija se ha de casar. El padre debe dejarla irse; la hija se marchará. No ocurre mucho más. O sí...
Comen, van en el tren a Tokio, asisten a una representación de teatro kabuki, hacen el último viaje juntos, a Kyoto...
Un paseo en bici que, sin palabras, nos habla de libertad. Silencios o miradas cómplices, de tristeza, alegría, decepción, dudas... Planos vacíos de un pasillo o el de una colina, el de dos bicicletas, un jarrón o, simplemente, el de unas revistas que caen de la silla, se transforman en una emoción y una historia por sí mismas.
Situaciones cotidianas, tratadas con delicadeza y sensibilidad, que nos trascienden y acercan a la verdad de las cosas.
La poética zen: la ley de la vida, el fluir de la naturaleza, aceptar la finitud, el cambio, la soledad...
La poesía de Ozu nos habla del paso del tiempo, de la muerte y de la vida...
Ozu empezó a hacer cine en los años 20. Y ya en sus últimas películas mudas había conseguido encontrar su propio estilo; es decir, planos fijos de espacios vacíos, cámara baja, poniéndose a la altura de alguien que estuviera sentado, conflictos familiares.
Es posible que antes de la segunda guerra mundial, estuviera más preocupado por la soledad del hombre, obligado a conseguir un éxito social, fuera como fuese, y fracasando en el intento. Después, su interés iría más encaminado a mostrar cómo la sociedad se transformaba, perdiendo sus raíces.
Hasta el 36 se negó a rodar con sonido. Esta es su primera aportación. Ya es el mejor Ozu.
Un ritmo reposado y una historia sencilla; en realidad, no ocurren muchas cosas. Una madre visita a su hijo; piensa que es un hombre de éxito. Descubre que no lo es. No hay más. Las historias paralelas; la del hijo, profesor de primaria -despreciado por serlo y eso dice mucho de la sociedad japonesa de esos tiempos-, la de la propia anciana con un niño al que ayuda, la de la mujer del hijo, no se alejan demasiado del nudo principal: la relación madre e hijo y la decepción y el fracaso compartido y vergonzante.
Sería una historia convencional, sin duda, si no fuera por el estilo. Hay formas de contar que no se olvidan. Y Ozu ya sabía hacerlo. El plano de un sombrero, tirado al suelo de una habitación, el de una puerta cerrada o el de un pasillo vacío después de una conversación sincera, dura entre madre e hijo, deja un poso.
Y es espiritual y material. La esencia de una mirada que, aunque venga de Japón, es también nuestra.
Humana, en su más amplia acepción.
Ayer vi Tokio Monogatari en la 2; se podria traducir algo así como Historias de Tokio.
Me emocioné.
No es raro; Tokio Monogatari siempre me ha removido por dentro. Habla de la familia, el egoísmo al que nos conduce la vida cotidiana y el dinero, la generosidad más allá de los intereses particulares, el choque entre el ritmo de la ciudad y el de la vida; la vejez, el amor, la muerte, la incomprensión o el olvido entre generaciones, entre padres e hijos; la amistad de dos mujeres, unidas por un carácter y una forma de ver el mundo similar, cómo afrontar la pérdida de un ser querido y rehacer tu vida y, por supuesto, el paso del tiempo.
Más que otras veces me conmovió la muerte de la madre. Es normal. Creo que, en otras ocasiones, -excepto, la última vez, en mayo del 2015, en Barcelona, junto a una amiga, en la filmoteca, y recuerdo que me ocurrió lo mismo- mi madre no había muerto, con lo cual puedo compartir esa experiencia con los protagonistas -ahora, sí- y liberarme a través de las lágrimas.
Sin embargo, con más distancia, menos atrapado por el dolor reciente como en esa última ocasión, pude descubrir otros aspectos, porque es una película que siempre te abre caminos nuevos; tus experiencias se mezclan con el relato y, sin que haya cambiado un fotograma, la visión es diferente, porque tú has cambiado. Por ejemplo, los hijos mayores que siempre me parecieron egoístas y simples, el estereotipo típico, no lo son tanto; tienen sus razones. Puede que te resulten irritantes o desagradables, pero comprendes su punto de vista. Incluso, en alguno de sus gestos, me vi a mí mismo. Yo actué así, cuando murió ella... , pensé, ayer.
Sí, la vida es decepcionante... Contemplé mi reflejo en algunas de sus palabras y acciones. No estuve a la altura, fui egoísta; es cierto, no siempre nos sentimos orgullosos de lo que hemos hecho por ellos ni de las reacciones que tenemos, cuando ya no están. Reconocemos, al ver a estos personajes, los errores que cometimos, sin ser conscientes, aunque ahora nos demos cuenta y ya sea demasiado tarde.
Por supuesto, la amistad entre las dos mujeres de la fotografía -una mujer madura, Noriko, consciente de que la vida nos obliga a tomar decisiones desagradables y la otra, joven, decepcionada con sus hermanos mayores-, es quizá uno de los detalles más hermosos de la película. El único momento en que dos de los personajes se tocan -dejando un lado y sin despreciarlo, cuando la nuera, Noriko, le hace un masaje a la madre de su marido, fallecido en la guerra, el día antes de que la anciana vuelva a su pueblo, donde morirá días después-, es cuando estas dos mujeres, Noriko y la hija menor, se cogen de la mano y prometen visitarse y mantener el contacto. Ozu nos lo muestra sin marcarlo, sin enfatizarlo; sólo con un plano, a cierta distancia, con respeto.
Sobriedad expresiva. Una abuela y un nieto juegan; el fondo es un espacio en el que se mueven la que va a morir -y lo intuye- y el que acaba de nacer.
Ropa tendida; el sonido del tren: una rima, una presencia constante; el paisaje; dos ancianos, sentados al borde de un murete lo contemplan y, luego, caminan, al borde del precipicio; un barco pasa, mientras el río sigue su curso; el anciano disfruta del amanecer, horas después de haber perdido a su mujer y se siente dichoso -el amanecer ha sido hermoso- y triste, porque sabe que, a partir de ese momento, estará muy solo. Ya no podrá compartir ningún amanecer, ningún recuerdo, nada, con ella.
El final, como toda la película, es sencillo, depurado. No necesita más.