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jueves, 15 de agosto de 2024

DESCONOCIDOS

 

¿Es esta una historia de fantasmas? Sin duda, pero seguramente va más allá. En realidad, ya sabemos que las historias de fantasmas siempre sirven para hablar de otros temas. Por supuesto, de la muerte, pero también del pasado, de los traumas que no podemos superar, de la soledad, y del amor. 

Ya he mencionado un par de veces en este blog que para mí Otra vuelta de tuerca de Henry James y la adaptación de Jack Clayton Suspense es la obra fundacional en este sentido del género de fantasmas bajo un prisma moderno y psicológico -aunque siempre, incluso en la Antigüedad, haya habido historias de fantasmas y los japoneses tienen un amplio repertorio-.

Los cuentos de la luna pálida de agosto de Mizoguchi recoge, por ejemplo, esa tradición. No profundiza, como si hace Henry James, en las complejidades de la mente de la protagonista, pero, a cambio, nos descubre ese extraño y misterioso mundo paralelo: el que vivimos en los sueños. 

La adaptación de la novela de Taichi Yamada, Desconocidos, escrita en los años setenta, cambia dos detalles importantes, -además del final- dos detalles que curiosamente también Eloy de la Iglesia decidió incorporar en su adaptación de Otra vuelta de tuerca. Uno es que se desarrolla en Londres; el otro, la orientación sexual del protagonista, en este caso, homosexual. No son baladíes, porque con ellos se construye toda la trama, una trama que solo tiene cuatro personajes -el resto del mundo no existe o como si no existiera, el personaje no establece ninguna relación con nadie más; solo conoceremos su mundo interior-.

La historia se mueve entre lo real y lo imaginado, entre lo ficticio y lo soñado. ¿Es la historia de un hombre solitario que imagina, mientras la escribe -es guionista-, un encuentro con sus padres fallecidos y una primera historia de amor vivida con intensidad? ¿Es tal vez también él mismo un fantasma que, atrapado en un edificio vacío, necesita restañar heridas del pasado? ¿Es una mente enferma que necesita recuperar, en sueños o en una realidad alternativa, a su padre y a su madre? ¿No es el sueño el único lugar, el único tiempo en el que podemos recuperarlos, abrazarlos, decirles lo que no pudimos decirles en su momento?

El director Andrew Haigh crea un ambiente onírico, nos traslada a la mente del protagonista, que se descubre a sí mismo, que se libera de sus traumas. También hay una trama amorosa, sin duda, y cerrada de una manera muy diferente a la novela, y, sin embargo, bien traída y encajada, porque las mejores historias de amor -no todas, pero casi todas- son de amores imposibles o soñados o imaginados o irreales. 

No sabría decir si el final es feliz o desesperado. Estamos ante un personaje que ha logrado superar sus miedos, pero, a cambio, solo le es posible vivir plenamente, ser feliz en ese mundo irreal, imaginado o soñado que ha recreado a lo largo del metraje.

Así que, y esto es una certeza que no admite dudas, solo cuando nos encontramos entre el sueño y la realidad podemos saber realmente quiénes somos.

miércoles, 27 de diciembre de 2023

FINALES DE CINE (VI) ORIENTE: TOKYO MONOGATARI DE YASUJIRO OZU

 

Estuve en Tokyo y Kyoto hace unos años, poco después de que muriera mi madre. En Kyoto reservé un alojamiento cerca del centro, a unos pasos del río. Era una habitación bastante amplia y muy cómoda, en un bajo. 

Tras una mampara corrediza, contiguo a la habitación, había un jardín japonés semiabandonado, descuidado; estaba separado de la calle por un muro de unos cuatro o cinco metros. Uno de los mayores placeres de ese viaje fue este: cuando me despertaba, echaba un vistazo al jardín, abría la mampara, salía afuera, paseaba un rato, me sentaba en un banco ocultado por la hiedra, cerraba los ojos... Tanto los senderos como las linternas de piedra se habían cubierto de matorrales. Algunos gatos solían visitarlo; en cuando notaban mi presencia, desaparecían. 

En ese lugar mágico, cada vez que me dormía, ocurría algo muy extraño: se me aparecía mi madre. No hubo sueño en el que no la sintiera. Durante esa semana, la tuve muy cerca. Era un espíritu benéfico; me protegía. Así, al menos, me lo pareció. 


Cuentos de Tokyo recoge la mejor tradición japonesa. Es un cine intimista y su ritmo es el de la vida, el de la reflexión, el del paso del tiempo. 

Algo de ese aliento y delicadeza -que sentí cuando visité Kyoto y que no he vuelto a encontrar en ninguno de mis viajes- la observamos en otro final, el de Cuentos de la luna pálida de Mizoguchi. Y sí, veo paralelismo en estos dos finales, aunque los argumentos se desarrollen en siglos diferentes. Los muertos protegen a los vivos y todos formamos parte de un mismo universo.

Ozu nos regaló una última secuencia extraordinaria en su película póstuma. El padre ha casado a su hija; debe aceptar que a partir de ahora vivirá solo. Sin enfatizarlo, sutilmente -por medio de espacios vacíos-, nos muestra esa tristeza, ese dolor, esa pérdida, esa ausencia.

En el final de In the mood for love de Wong Kar Wai también me parece observar un detalle que lo une a una larga tradición oriental. Lo táctil -y las miradas y silencios que durante toda la película han unido a los protagonistas- acaba transformando un secreto, un amor que no pudo ser en parte del ciclo de la vida. No se podría entender este final sin el budismo y su influencia en la vida cotidiana de China o Japón.

La historia de Tokyo monogatari relata el último viaje de una pareja de ancianos; quieren ver a sus hijos, que viven en la gran ciudad. Ella intuye que va a morir. Sus hijos, sin embargo, están más interesados en sus problemas cotidianos que en la visita; para ellos, incómoda y un incordio. Así que los ancianos durante casi toda la estancia pasarán la mayor parte del tiempo con su nuera, la mujer de su hijo mayor, muerto en la guerra. Solo ella y la hija menor, que aún vive con ellos y trabaja en una población costera como profesora, establecen, después de la muerte de la anciana, una relación que supera los intereses económicos y los egoísmos a los que nos empuja la presión social. 

-La vida es decepcionante...

-Sí, con frecuencia lo es... 

Aquí podemos hablar de dos finales. El primero, emocional. Las dos mujeres, ahora amigas, se despiden en la distancia. Secuencias paralelas. La una piensa en la otra. 

El segundo es metafísico. El anciano, solo, acepta su nueva vida. Recuerda lo perdido. Y sí, todo continúa, sin nosotros. El sintoísmo y el budismo. El espíritu oriental. La huella que dejemos será tan ligera como el agua que pasa. Todo fluye, nada permanece. 

Si acaso, quizá, la emoción, la melodía, el silencio... 

O nuestros fantasmas... O nuestros recuerdos...

sábado, 9 de abril de 2022

RECUERDOS EN MOVIMIENTO (VII): CUENTOS DE LA LUNA PÁLIDA DE AGOSTO

 

No recuerdo cuándo fue la primera vez que fui a la Filmoteca de Madrid. ¡He devorado tantas películas allí! En la de Barcelona he estado pocas veces. Sí sé que Cuentos de la luna pálida de agosto es la única que he visto en los dos sitios. Y esto por sí solo merece una entrada.

¿Cuándo fue la proyección de Madrid? Tendría que ir muy atrás para saber en qué momento de mi vida descubrí esta película. Tal vez también la viera por televisión; Garci y su programa ¡Qué grande es el cine! nos descubrió muchas obras maestras.

En Barcelona está unida al recuerdo de C... Estuvimos juntos unos meses. Aprendí mucho con ella. Me enseñó más de lo que ella cree.

Compartimos muchas películas. Incluso una, estando ella en Barcelona y yo, en Madrid, en un experimento que nos hizo bastante gracia. ¿Y de las otras, qué recuerdo? En algunas, tal vez nos cogimos de la mano; en las últimas, ya nos habíamos alejado. 

El sentido japonés y oriental de la vida y la muerte se resume en estos Cuentos. Los fantasmas, es decir, el pasado, viven con nosotros. A veces, espíritus benévolos, nos protegen; otras, encarnación de las pesadillas, nos persiguen. 

¿No somos, incluso, nosotros mismos, fantasmas? ¿No aspiramos a dejar una huella en otros? 

El final no deja de ser otra cosa que ese sentimiento taoísta de encuentro con la naturaleza y del fluir del tiempo. Somos y no somos. Dejaremos de ser y seguiremos siendo.

Lo demás, creamos lo que creamos ahora, no importa. 



domingo, 9 de mayo de 2021

KINUYO TANAKA: PECHOS ETERNOS Y FUMIKO NAKAJO

 


"Tengo alas ligeras; 
podría volar a dónde quisiera: 
me apoyaré en tu hombro".
 
En los años 50 del pasado siglo no había mujeres directoras en Japón. En Japón y en otras partes. 
Las pocas mujeres que dirigían abrieron el camino a las que ahora lo pueden hacer. Una de ellas fue Kinuyo Tanaka. 

Es más conocida como la actriz fetiche o "musa" de dos grandes directores japoneses, sin que el cine no sería lo mismo: Mizoguchi y Ozu. Pocos saben -ni siquiera yo hace una semana- que además dirigió seis películas en una década. 

Sus dos primeras películas se apoyaron en el guion de Kinoshita y Ozu. 

En la primera, Cartas de amor, ya demuestra un talento sorprendente. 


El protagonista, obsesionado por un primer amor perdido, acaba escribiendo cartas en inglés a mujeres que se prostituyen con soldados americanos. Un día reconoce a ese amor; también se ha prostituido...

Son pequeños detalles -como el de la puerta de un tren que se cierra, dejando a los dos amantes al otro lado, o un plano fijo y general en el que, mientras la protagonista se aleja, observamos las dudas de un hombre que la deja marchar, incapaz de perdonarla- que construyen un melodrama de la mejor calidad. 

El tema -la prostitución, a la que muchas mujeres tuvieron que agarrarse, como forma de supervivencia tras la posguerra- ya nos sitúa desde un punto de vista femenino. 

Será mucho más marcado en sus dos películas posteriores.

En la primera, con guion de Ozu, La luna se levanta, se mueve entre la comedia romántica y un ligero toque de melodrama, pero sin cargar las tintas. Hay frescura y un romanticismo que Ozu nunca hubiera aceptado. Pero ese es el toque de la directora. 

LA LUNA SE LEVANTA

Pasos que se alejan o

manos que hablan por sí mismas. 


Es en la tercera donde alcanza su mejor nivel. Es su guion y su historia. La escribió ella. Y se nota. 

En Pechos eternos hay múltiples temas. Está el principal, el de una mujer con cáncer de mama y la enfermedad que la llevará a la muerte. Pero hay muchos más; porque es también una mujer que se ha divorciado; su poesía es "exagerada", "cosas de mujeres", eso dicen de ella sus "colegas"; con dos hijos, poetisa y vive, además, dos amores imposibles. Uno, porque es el marido de su mejor amiga; el otro, porque llega demasiado tarde...


Basada en la vida de una poetisa japonesa, Fumiko Nakajo, estoy seguro que logra conseguir -aunque no conozca la obra de esta mujer- captar el espíritu de su poesía. De vez en cuando aparecen sus poemas: sencillos, delicados, sobrios, elegantes... 

Una colina con forma similar

a una mama que perdí,

flores marchitas la adornan

​en invierno...



Soy como esa flor en el lago; 

sin raíz... 

Está el deseo de vivir y el miedo a la muerte. Sin ocultarlo ni enfatizarlo en exceso.

Terrible la escena del pasillo en la que, tras escuchar los llantos de unos familiares, camina detrás de las enfermeras y la camilla de un cadáver, tomando conciencia, más que nunca, de que ese será su único futuro. 

¿Y qué decir de la escena en la que le pide a un periodista, que se ha enamorado de ella, que la acompañe y duerma a su lado? Sin necesidad de sexo hay un erotismo y una sensualidad intensa y carnal.

Y mucho antes de que le diagnosticaran el cáncer, el encuentro con el amigo, al que también amaba y que dará a conocer su poesía. 

Esa despedida... Es muy difícil conseguir eso, pero no hace falta que nos lo digan. Sabemos que se han querido y que se quieren. 


Una bufanda para que la niña no tenga frío; las palabras de ánimo y confianza en el talento de ella... 

Es imposible contar todos los maravillosos detalles que hacen de esta película una joya. 

Me conformaré con mencionar sólo dos:

Cuando se despide del periodista, tras la noche en la que han dormido juntos, él le deja una pluma para que siga escribiendo sus poemas. Los dos saben que no volverán a verse. Ella le pide que se vaya, cuando cierre los ojos. Él se marcha, cierra la puerta, pero vuelve a abrirla; ella está mirando por el espejo su reflejo; él sonríe. Después, cuando se marcha, ella sale a la ventana y le ve alejarse por el pasillo; llora. En la mano tiene, apretada con fuerza, la pluma. El amor y la creación, sintetizados en una sola imagen. 

En cuanto a la segunda, en medio de un final terrible, cuando todos saben que va a morir, hay un gesto delicado y tierno. El niño, su hijo, escribe en la arena del patio: "Ponte bien, mamá". 

Palabras en la arena, flores en el agua... Desaparecerán. 

Pero su poesía permanecerá. 

"Mi legado para vosotros, hijos, será mi muerte". 



 

domingo, 30 de agosto de 2020

MIZOGUCHI: EL ÚLTIMO CRISANTEMO


Año 1888.
La película comienza con un largo plano secuencia tras la representación de una obra de teatro kabuki. Los personajes, al terminar, entre bambalinas, comienzan a hablar de un actor, el hijo adoptivo de una gran figura del teatro. Todos están de acuerdo, incluido su padre: no está a la altura; sin embargo, cuando aparece todos le mienten y lo adulan.
Esa misma noche descubre en un prostíbulo lo que piensan los demás -sus compañeros, las geishas- de su talento. Le desprecian. Es un hombre débil; se hunde y pierde la fe en sí mismo.
Cuando vuelve a su casa, -en otro maravilloso plano secuencia, a distancia, sin necesidad de acercarnos- se encuentra con una criada, Otoku, que está cuidando a su hermano menor. Y ella le dice la verdad: podría ser un buen actor, pero debe cambiar de actitud.


Habrá una historia de amor, sí, pero ella es una criada y él, pertenece a una gran familia de actores; la sociedad no les permite ser marido y mujer. Pero, a lo largo de los años, sólo ella lo mantendrá a flote y creerá en su triunfo. A costa de su propio sacrificio...

Mizoguchi la rodó en 1939, antes de sus grandes obras maestras. Una de sus grandes virtudes -ya entonces- son precisamente los planos secuencia. Aquel en el que los dos comparten una sandía; ese en el que nuestro protagonista la busca desesperadamente, abriendo y cerrando compartimentos del tren, hasta que descubre que ella se ha marchado; este otro en el que se reencuentran en una habitación, tras estar un año separados, y Mizoguchi nos muestra -de manera sencilla, con sus actos cotidianos- un reflejo de lo que será su vida en común.

Hay escenas que nos cuentan mejor que ningún diálogo el destino marcado de los dos personajes: mientras él triunfa en el escenario, a sus pies, bajo el estrado, ella reza para que todo salga bien, aunque sabe que eso significará perderlo.

Mizoguchi conocía perfectamente la psicología femenina; su madre y su hermana dejaron un poso muy profundo en su infancia. La madre sufríó la violencia sistemática de su padre; la hermana fue vendida como geisha.

El personaje masculino no es desagradable ni egoísta. La quiere y se esfuerza por ser mejor; simplemente es un hombre débil. Necesita más que una amante, a una madre; cuando ella lo arropa, como hacía con el niño pequeño, al principio de la película, ahí tenemos una definición perfecta de su relación de pareja. Al final, cuando podría hacerlo, no dejará a un lado su éxito y a su familia por el amor de Otoku; le falta una personalidad y un carácter que nunca tendrá.

Otoku, en cambio, sacrificará su vida para hacer realidad un sueño, que, en este caso, es el de convertir a este hombre inseguro en un gran actor, pero eso tiene consecuencias. En una sociedad como la japonesa -cerrada, estratificada- el sacrificio es la única opción posible. La felicidad durará muy poco.

Esta película es mucho más que un drama; tiene el perfume de una tragedia y deja un sabor amargo. Los aplausos finales, el éxito han llegado, pero un corazón está roto. Para siempre...
Sólo quedará la sublimación de este dolor a través de su arte.