viernes, 18 de julio de 2025

VIAJES EN TREN

 


La lectura de Paisajeros de Pablo Zulaica ha despertado mis recuerdos de viajes en tren. 

Siempre que voy a un lugar nuevo, intento ir allí en tren o subirme a alguno, mientras lo visito. Lo prefiero a los autobuses o a los coches. Te permite contemplar el mundo de otra manera. Tu mirada es diferente; el paisaje se observa desde una ventanilla, cuando estás sentado, pero también puedes moverte y elegir otro lugar desde donde mirar. El ritmo, si es un tren convencional, es más humano; la interrelación es más cercana. Para mirar por la ventana, descubrir el día a día, sus miserias y sus bellezas, la velocidad no sirve. También te permite reconocer las propias, porque ya no puedes ocultarte bajo capas que te protejan; así, más desnudo tú mismo, podrás observar mejor los conflictos cotidianos del lugar que visitas. 

Sin embargo, hay sitios que ya no tienen tren. El uso del coche y, sobre todo, la falta de inversiones -sea por su carácter deficitario o el desinterés de las instituciones o por las privatizaciones o porque se prefiere la alta velocidad como reclamo turístico- condena a muchas líneas férreas al abandono y el desguace. Este hecho es una letanía que se repite en cada uno de los reportajes del libro, sea en la India o en México, en Argentina o Italia, en China o Rusia, en Jordania o California. 

Reconozco en Pablo Zulaica a un amante de los trenes. ¿Cuándo empezó mi pasión por ellos? 

Mi madre nos llevaba a muchos sitios cuando éramos pequeños -¿sería a Toledo, Ávila, Segovia?- pero el primer tren que recuerdo es el que escuchábamos pasar, mientras corregíamos ejercicios de Matemáticas o Lengua en una clase de EGB. Mi colegio, el Federico García Lorca, se encontraba junto a las vías del Cercanías, que comunicaba Móstoles, una ciudad del extrarradio, con Madrid. Y cada diez minutos pasaba uno. Sabíamos que se acercaba no sólo por el pitido, sino también por el temblor, similar a un ligero movimiento de tierra, que notábamos ya de lejos y, después, cuando llegaba a la altura del colegio, se imponía el estruendo que hacía imposible escuchar las palabras del maestro o del compañero, a no ser que tuviéramos cerradas las ventanas. Encerrados en esas cuatro paredes, todos deseábamos subirnos a ese tren para ir a Madrid y continuar el viaje, ¿quién sabe adónde?

Inter Rail, como también hizo Zulaica, nos permitió viajar a nuestra generación en tren por precios baratísimos. No siempre recuerdo las ciudades en las que estuve; pero sí muchos de los trenes en los que viajé. Un trayecto entre Roma y Florencia en el que dormí de pie en un vagón nocturno atestado de viajeros; un viaje en un tren suizo en el que me pregunté si me había colado, porque nunca había tenido tantas comodidades; largos trayectos en los trenes italianos donde ni sabías cuándo saldrías ni cuando llegaría a destino en un día de sciopero; un espacio amplísimo, casi la nave de una catedral, en la estación de Budapest a primera hora de la mañana, donde decenas de personas dormían en el suelo y lo ocupaban por completo. 

Con los años los viajes se acumulan; también los trenes en los que he estado. Y en los que no he estado. En el Peloponeso no hay trenes; tampoco en gran parte de Argentina. Quise ir de Estambul a Tesalónica, pero cuando viajé renovaban las instalaciones. Las privatizaciones, las crisis acabaron con ellos. Estaciones abandonadas o transformadas, como descubrí en una ciudad cerca de Olimpia, en bares. Crecen las hierbas entre los rieles oxidados. 

Hay viajes que duran horas o días. En uno que hice en China, desde Zhengzou a Xian, recorrió unos cuatrocientos kilómetros en doce horas. Era el único occidental. Pasillos y asientos repletos de familias, obreros o trabajadores que llevaban todos sus bártulos de vuelta a sus pueblos de origen; fardos y sacos que ocupaban mucho espacio -te preguntabas cómo eran capaces ni siquiera de levantarlos- y que, al principio, cuando el tren se llenó, provocaron algunas tiranteces y discusiones entre ellos, que lograron resolver en poco tiempo. Tiraban todo, incluso comida, al suelo, y cada media hora un empleado se encargaba de limpiarlo, pasando la escoba y el recogedor por debajo de los asientos. A los cinco minutos volvía a estar sucio. Los gritos y las voces estridentes me molestaban, pero yo había elegido ese tren. Notaba amabilidad, sin duda, y lo agradecía, aunque no pudiéramos entendernos, ya que nadie sabía inglés. En cada parada entraban vendedores ambulantes y el tren esperaba a que, tras recorrer los vagones, bajaran al andén. Me parecía haber regresado a los viajes que mis abuelos hacían en trenes de madera en los años cincuenta. A la semana siguiente me desquité haciendo la distancia entre Shanghai y Pekin, unos mil trescientos kilómetros en cuatro horas. Limpio e inmaculado, perfecto e impecable, el artefacto ideal para turistas y hombres y mujeres de negocios. Los trenes son un reflejo, un vislumbre del lugar que visitas y en China hay muchos mundos. 

En Argentina en pleno verano la gente prefería estar cerca de las puertas que dentro del vagón. Y algunos se agarraban a los pasamanos, por fuera, arriesgándose a caer, si el tren hubiera frenado de repente. Por la ventanilla, al salir de Buenos Aires, contemplabas una de las zonas más depauperadas de la ciudad. 

A veces contemplas el mar al otro lado del cristal: el Pacífico, el Atlántico y, sobre todo, el Mediterráneo; en otras ocasiones vislumbras montañas míticas: el Etna, el Vesubio, el Fuji, el Cervino, el Mulhacén. Las ciudades cambian; las poblaciones rurales dan paso a bosques impenetrables o a ríos caudalosos; al borde de un acantilado o junto a senderos o caminos; suburbios, casas prefabricadas con tejados de uralita, fincas y dúplex modernas y lujosas; calor y nieve y lluvia. 

Los viajeros que te acompañan, como tú mismo, suben y bajan, han compartido una parte del camino, nada más: como esa mujer joven, que dibujaba en un cuaderno, antes de llegar a Paestum -¿o fue entre Varsovia y Cracovia? ¿O cerca de San Petersburgo?- y muy atenta a lo que veía desde su asiento. Cuando se bajó, la esperaban dos personas mayores en el andén que la abrazaron con cariño; ¿sería su nieta o su hija? 


Es extraño cómo algunos recuerdos se fijan en tu memoria de manera tan aleatoria y otros desaparecen sin que hayan dejado ninguna huella aparente.

Pocas veces me he bajado de un tren en marcha o me he subido a otro. Cuando era joven, sí lo hice. Ahora, con los años, esperaría al próximo. 


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