Mis recuerdos de las películas que vi en mi infancia son borrosos. Había dos cines en Móstoles en los años ochenta; en los noventa fueron transformados en multicines que tampoco duraron más allá del siglo XX. Así que no son imágenes en movimiento las que me vienen a la memoria, sino fotografías fijas: esperando en la cola, sentado en una butaca, comiendo palomitas...
¿Vi E.T. por aquel entonces? ¿La guerra de las galaxias?
¿Tal vez Superman? No podría asegurarlo; es posible. Fueron grandes éxitos de taquilla y que nos llevaran nuestros padres hubiera sido de lo más normal. Es extraño que no tenga más que estas imágenes, más o menos desvaídas. Las películas de Parchís se pusieron de moda y todos los niños las veíamos. En la iglesia nos las metían con calzador en sesiones más o menos proselitistas.
Pasado el tiempo, ya no tienen para mí ningún interés, a no ser el sociológico. Eran muy conservadoras y reaccionarias. Pero, para ser sinceros, en la televisión hacían lo mismo. ¿Qué decir de Candy, esa chiquilla que sufría una barbaridad para estar con su amado? Me quedé con ganas de saber qué pasaría al final. Me debí perder la última temporada o decidieron no pasarla por TVE. Recuerdo el plano final y fue muy frustrante para mí. La pobre, llorando, mientras el barco donde el amado había subido se alejaba y se perdía en el horizonte. ¿Y después? ¡Joder, no te pueden dejar con la miel en los labios toda la vida! ¡Todavía espero que Candy se de la vuelta con el rostro cubierto de lágrimas y encuentre al chico sonriéndole! Lo demás lo dejo a vuestra imaginación. Aunque también pudiera ser que muriera de pena, mientras él se iba con otra...
¡Qué lejos esas heroínas pasivas y sufridas de las actuales! A mis amigos no les decía que veía Candy y alguna serie similar. Se hubieran reído de mí. Aunque ahora entiendo porqué me gustaba. ¡Era un dramón en toda regla!
A decir verdad, la única excepción que rompe el discurso convencional y tradicional de nuestra infancia sería La bola de Cristal, pero reconozco que de niño ni me enteraba del anarquismo que sutilmente destilaban sus canciones.
En fin, a las mentes infantiles se las manipula con gran facilidad. Imagino que los éxitos del siglo XXI, Pokemon y otros, buscan los mismos objetivos. Aunque no logro descubrir en la actualidad un programa a la altura de La bola de cristal...
En Gandía pasé los veranos de mi infancia. Julio y agosto era la época del año que los niños esperábamos como agua de mayo; ese momento en que, junto a la playa, descansábamos, tomábamos el sol, jugábamos, nadábamos, disfrutábamos de helado y de paseos hasta la madrugada, y también, a veces, veíamos cine.
Los cines de verano tenían otras reglas. Las sillas eran de madera, incómodas, pero no importaba. ¿Nos molestaba el ruido que hacían los espectadores? Formaba parte del espectáculo. En el descanso, creo recordar, que mi madre sacaba un tupper y, cenábamos. No éramos los únicos. Otros iban al bar a comprar un bocadillo, la cerveza o el refresco.
A veces miraba al cielo. Era un cielo estrellado, a pesar de la contaminación lumínica. O así me lo imaginaba.
La película, seguramente, era lo de menos, aunque no dudo que, aparte de la televisión, esas fueron mis primeras experiencias con la imagen en movimiento.
Después nos dirían que Spielberg plagió a Ray; estoy seguro de que el director hindú la hubiera hecho mucho mejor. ¡Quien podía imaginar que la guerra de las Galaxias abriría la veda del cine de adolescentes y una nueva etapa en la que el dinero más que la calidad coparía las carteleras de todo el mundo! Los efectos especiales y el espectáculo se impondrían a la psicología y las historias adultas y complejas, al menos, en el cine de masas.
Aún sigue proporcionando grandes dividendos a Hollywood. Después, un servidor buscaría otro tipo de cine; aunque, de vez en cuando, vuelva a estas películas alguna tarde lluviosa de invierno.
Sí, las miradas cambian. Ya no soy el niño que fui. Y, aún así, todavía sigo buscando ese cielo estrellado.
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