domingo, 3 de abril de 2022

RECUERDOS EN MOVIMIENTO (IV): ROBIN Y MARIAN

                                 


Mi generación vio desaparecer los cines de barrio. En una décadas, que coincidieron con mi infancia y adolescencia, serían sustituidos o por los multicines de los centros comerciales o por las salas que recibían, al principio, el pretencioso nombre de arte y ensayo, y que ahora están perfectamente integradas en el mecanismo y maquinaria de producción y distribución comercial.

La generación de nuestros padres sí vivieron esa experiencia en su plenitud. Nosotros sólo asistimos a sus estertores.

Los cines de mi infancia... tal vez me anime a recordarlos en otra entrada, aunque ya no tuvieran que ver con los de nuestros padres. La Filmoteca, los Alphaville, los Renoir tendrán su espacio. Los descubrí, cuando entré en la Universidad. En esa época estuve más tiempo en las salas de cine que en las aulas; solo, la mayor parte de las veces, o acompañado; y es una de las pocas cosas de ese periodo de las que no me arrepiento.

Antes de descubrirlas, Madrid, para un chico del sur, de las ciudades obreras del extrarradio, era un mundo nuevo, lleno de posibilidades. Visitábamos a mi abuela, a mis tíos, a Regina y José, mis tíos-abuelos, casi todos los domingos; es decir, a la familia materna, a los mismos que alimentarían mis leyendas infantiles, aquellas que se recuerdan pasados los años. Alguna visita turística al centro. Poco más...

Y llegó la adolescencia. Un tormento sin pausa. La literatura y el cine me protegieron.

En Móstoles solo había dos cines y proyectaban películas de estreno para el gran público. Si buscabas otra cosa, y mis gustos a esas alturas ya habían cambiado, no tenías más remedio que subirte al tren o al bus e irte a Madrid.

Había un cine, cerca de Moncloa, que empecé a frecuentar por esa época. Y es ahí donde vi por primera vez Robin y Marian. Pero antes de hablar de esa película de Lester y recordar a Audrey Hepburn, mi mito "erótico" personal junto a Rommy Schneider, no puedo dejar de mencionar mi experiencia con Pretty Woman.

La película llevaba casi un año en cartel. A esas alturas sólo sobrevivía en dos cines. No sé porqué quise verla. Era verano y me aburría, o eso creo. O a lo mejor fue el último día del año y quería despedirme, con una película sin chicha ni limoná, después de dar un paseo por Madrid. Fuera invierno o un tórrido y seco verano, ahí estaba, buscando en las páginas de un periódico los sitios donde podría "disfrutarla". Solo la proyectaban o en Villalba -es un misterio, al que no encuentro explicación, que aún estuviera por allí- y en una sala pequeña de Puente de Vallecas. Esta coincidencia, pasado el tiempo, resulta paradójica. Los ricos y los pobres, unidos por gustos similares. O tal vez no lo sea tanto. 

Podía pasarme por el de Vallecas, así que miré dónde estaba: Avenida de la Albufera. Años después nos trasladaríamos a vivir al barrio, pero para mí, en esa época, Puente de Vallecas era un barrio desconocido, con mala fama, que debías evitar a ciertas horas. No debería haberme preocupado; a esas alturas, como en Móstoles, los tipos desesperados que te pedían dinero para drogas o estaban muertos o en la cárcel o habían sido apartados a otras zonas. El Puente, como luego pasaría con Vallecas, empezaba a transformarse en un barrio de clase media empobrecida y a olvidar no sólo la marginalidad, sino también el fuerte potencial colectivo, las agrupaciones de todos los ámbitos, muy implicadas en el tejido social del día a día, o -y no es un detalle menor-, se arrumbaban esos bares alternativos, rockeros en su mayor parte, de los que quedan escasísimos restos en la actualidad. 

Pues sí, ahí estaba yo, bajándome del metro, en la última parada. En unos años la línea 1 iría ampliándose hasta más allá de la M-40. No recuerdo gran cosa del cine; en unos meses lo cerraron. No me sorprendió. Fuimos cuatro o cinco espectadores en una sesión a las cuatro de la tarde. Al salir, mientras sonaba a nuestras espaldas la melodía de Pretty Woman de Roy Orbison


ya se había hecho de noche. ¿O era de día y sufríamos un calor asfixiante? La única imagen que me viene a la cabeza es que había mucha gente, comprando, paseando, volviendo a casa...

Volvamos al cine de Moncloa. Resistió más que el de Puente de Vallecas. Seguí yendo allí hasta bien entrado el siglo XX, ya que ponían versiones originales subtituladas. Era el Rosales, de la calle Quintana; lo chaparon en el 2003. Me gustaba, porque mantenía una particularidad que otros cines, si alguna vez lo tuvieron, ya lo habían perdido. 

Cuando llegaba la mitad del metraje, de repente, al final de una escena, ponían un anuncio en el que nos decían en un tono que se movía entre el humor y la cutrez: "¡Visite nuestro baaaaaaaaar!". Me encantaba. Es más, creo que muchos esperábamos ese momento, aunque luego no visitáramos el bar. Como mucho, yo aprovechaba para bajar al baño, que, si la memoria no me engaña, era tan cutre en los noventa como el anuncio, con un inodoro turco y moscas revoloteando, incluso en invierno. Ahora que tenemos esa otra publicidad, tan perfecta estéticamente, echo de menos la gracia y la espontaneidad que tenía ese anuncio de tiempos tan lejanos.

Como ya he dicho, vi muchas películas allí. Una de ellas fue Robin y Marian. Audrey Hepburn, en esos años de adolescencia, fue mi mito cinéfilo por excelencia. Murió entrados los noventa, y desde ese instante, la tengo en esa categoría en la que sólo caben unas cuantas actrices, contadas con los dedos de una mano. Por supuesto estaban sus clásicos, conocidos por todos, pero fue en esos años cuando tomé conciencia de que era una gran actriz. En Dos en la carretera y con Robin y Marian. Si en la primera, que tal vez también viera en los Rosales, el guion era un engranaje perfecto que desentrañaba la crisis de una pareja dirigido con tacto y elegancia por Donen, donde no faltaban las pizcas de humor,


en la segunda, Lester, con un realismo sucio, mostrándonos las ladillas, el barro y la decepción, nos invitaba, por contraste, a transformarlo en un canto lírico y épico: el amor más allá de la muerte. 

Recuerdo mis lágrimas, cuando escuché por primera vez la declaración de amor de Marian. Sabiendo que los van a capturar, ha envenenado a Robin; también a ella misma. Asesina y suicida. ¿Por qué? Se acabaron los sueños; no está dispuesta a vivir sin él. Te quiero más que a Dios... 

Nadie me ha querido así...

Él la entiende. Le pide a su amigo que le dé el arco. "Donde caiga la flecha, entiérranos allí... "


Y la flecha no cae nunca. Va directa al cielo, al infinito, a la inmortalidad...



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