domingo, 26 de noviembre de 2023

LES MALAÏDES

 

Les malaïdes, Las malditas de Baos es una obra muy bien trabada. Te lleva sin respiro, combinando comedia y momentos dramáticos; acompañamos en este recorrido a cuatro personajes que, aunque puedan partir de estereotipos que enseguida reconocemos, crecen con diálogos e intérpretes a gran altura. 

Como suele ocurrir en obras que parten de un buen texto, la puesta en escena se simplifica lo más posible y los mismos actores interpretan algún papel secundario que permite un desarrollo más dinámico de la acción. 

Este ritmo tan ágil te sorprende en el tramo final con una inmensa bofetada, inesperada y que nos conmueve. Lo que parecía una road movie surrealista con monjas y prostitutas que se apuntan al viaje o, sobre todo, el encuentro y la búsqueda de una hija y una madre, acaba transformándose en una tragedia que nos recuerda que la violencia contra las mujeres en el entorno familiar es más habitual de lo que pensamos. 

La diferencia es que Baos ha sabido contarlo de otra manera. Nos ha atrapado y ha evitado sentimentalismos o planteamientos previsibles. La religión se convierte en el vehículo o, más bien, en el refugio para no recordar un dolor terrible. Y el humor, presente en toda la obra, a nosotros, cuando se apagan las luces, no nos hace olvidar esa herida abierta en canal. 

El último tramo, la petición desesperada de la hija a un dios que no nos escucha, me recordó -aunque esta es mucho más reposada- a la escena de resurrección en Ordet de Dreyer. Tal vez una de las más conmovedoras de la historia del Cine. Un trasunto, en el fondo, de la historia mitológica de Alcestis o Eurídice. ¿Quién no querría poder devolver a la vida a las personas que amamos?

sábado, 25 de noviembre de 2023

INK DE DIMITRIS PAPAIOANNOU

 


"En cuanto al número y la forma del principio de todas las cosas, Tales, el iniciador de este tipo de filosofía, afirma que es el agua, por lo que también declaró que la tierra está sobre el agua..." 

Aristóteles, Metafísica 983b6. Traducción de Alberto Bernabé. 


El Ink de Dimitris Papaioannou no es danza ni teatro, tal como lo interpretamos habitualmente; sería, más bien, una "performance" artística. 

¿Hay una narrativa? Sí, nos podríamos arriesgar a decirlo; en el encuentro entre los dos personajes -uno vestido de negro, interpretado ayer por el propio coreógrafo; el otro, desnudo- veríamos -teniendo mucha imaginación, y el que va a estos saraos suele tenerla- una relación tóxica de una pareja o nos encontraríamos, quizá, con la historia de dos desconocidos que quieren imponerse el uno sobre el otro, o nos hablaría del desdoblamiento de un yo en dos seres, enfrentados y condenados a entenderse. Sin embargo, esta narrativa -en la que podemos intuir otros temas como la paternidad-maternidad, la ecología, la crueldad humana o la supervivencia-, no pienso que sea el aspecto central de la creación artística de Papaionannou.

Como, según parece, es habitual -sus orígenes son los que son, los de un artista visual-, su impresionante fuerza plástica nos apabulla durante más de una hora. En un escenario minimalista (un aspersor que cubre un espacio cubierto de agua, una bola que recuerda a una pecera, el gran telón de fondo, paneles de plástico al que se añaden otros objetos de manera puntual) acompañado o destacado -depende del momento- por una iluminación precisa y contundente, el creador griego, que gusta del desnudo masculino a la manera clásica, aprovecha todos los recursos a su disposición. 

Y deja el impacto. Nos atrapa, sin duda. Aunque no se pronuncia ninguna palabra, ni haya danza y solo algunos momentos de música, el juego de luces y sombras con el agua y contra ella, construyen una hilera de imágenes que permanecen en nosotros más allá de la representación. 

Somos agua y no podemos sobrevivir sin ella. Pero, al mismo tiempo, la contaminamos. Y también, conscientes de que si no pisamos la tierra, somos seres vulnerables y frágiles. 

¿Y si, al final, solo hemos asistido a la pesadilla que tiene un hombre, junto al Mediterráneo? ¿Similar a la de Mayorga en La gran cacería? ¿Como las que yo tenía, cuando subía y subía por las escaleras de mi casa y nunca alcanzaba el destino que deseaba?

Heráclito dijo: 

"Muerte es cuanto vemos despiertos; cuanto vemos dormidos, visiones reales". 

miércoles, 22 de noviembre de 2023

LIDDELL Y LA CANTATA 21 DE J. S. BACH

 


"Desayuno todos los días con la cantata 21 de J. S. Bach. Me ayuda a desarrollar un sentimiento de aceptación y resignación, casi de clausura". 

Liddell ha estrenado su nueva obra en Gerona, Vudu (3318) Blixen. Llegará a Madrid en febrero. Las entradas están ya agotadas. 

Según parece, al final, después de seis horas, oficia su propio entierro. Suena la música de Bach. 101 cañonazos. Un cuervo picotea sobre su ataúd. Y baila...

Silencio. Aplausos.
                                                          

Por encima de mezquindades, estupideces y naderías, representaciones y medias verdades, más allá del vacío de nuestras vidas, como ocurre con Bach, Liddell es inexplicable. 



El arte nos sobrevive. Afortunadamente.




domingo, 19 de noviembre de 2023

LA GRAN CACERÍA DE MAYORGA

 

"Quería entablar relaciones con las cosas sin intención"

Goethe refiriéndose a su viaje por Italia.


Goethe, a pesar de estar dos semanas en Palermo, no visitó los mosaicos de la catedral de Monreale. O, por lo menos, no los menciona en su libro, Viaje por Italia. Llegó a Sicilia con un nombre supuesto; no quería ser reconocido como el autor de Werther...

Más de siglo y medio después, se descubrieron los mosaicos de una villa romana: los de Casale. En uno de ellos, llamado la gran cacería, aparecen decenas de animales; capturados para ser transportados en un barco que se encuentra en el centro de la escena. Serán sacrificados en los anfiteatros del Imperio Romano; su muerte servirá para que miles de ciudadanos disfruten y olviden su pobreza o cualquier asomo de rebeldía...

Un hombre, que ha visitado tanto Monreale como Casale, vuelve en un barco a Nápoles. No puede dormir. No puede hablar con su hijo. Se obsesiona con Goethe, con Monreale, con Casale, con Noé y el diluvio, con los animales capturados y enjaulados, con el saqueo de África y Asia... La Divina Comedia de Dante, Platón, los campos de concentración, un esclavo que va a ser golpeado por un funcionario romano... 


La palabra es el instrumento que Mayorga utiliza para contarnos algo más que historias. Y las palabras se enlazan una tras otra, ligan, encadenan ideas. Desfilan ante nosotros círculos de palabras y junto a ellas los gestos, unos extraños compañeros... Los gestos riman, armonizan con los conceptos y también, se rebelan, buscan un camino paralelo. 

¿Qué sentido tiene el largo monólogo, el sueño y la pesadilla de un hombre insomne, encerrado en el camarote de un barco, confuso, desconcertante? ¿Somos nosotros mismos, condenados a buscar en detalles, a primera vista insignificantes, el significado de lo que nos rodea? ¿Somos responsables de la crueldad que ejerce el poder sobre los más débiles? ¿El Mare Nostrum es un símbolo de nuestra confusión y extravío?

En la última parte de la obra, el monólogo deja paso a una historia paralela y surrealista, toma un rumbo diferente; se transforma en la representación de una catástrofe, en una alegoría del fin del mundo o, más bien, el de nuestra especie. Los animales enjaulados se rebelan: son ahora dos personajes que quieren salvarse, pero... es inútil. Como nosotros, están condenados. 

Sí, nos encontramos ante una fábula apocalíptica, pero esta vez no habrá moraleja, no tendremos respuestas... 

Si bien, en ese tramo final, pierde algo de fuelle, la obra es un exponente del mejor Mayorga: el que conoce, mima y cuida las palabras, porque sabe que no solo comunican ideas o emociones, aunque sean imperfectas: pueden ir mucho más allá... 

Nos revelan nuestro futuro...


Y Mayorga nos pregunta: 

¿Se pueden entablar relaciones con las palabras sin intención?

sábado, 18 de noviembre de 2023

WHO KILLED MY FATHER: LOUIS EDOUARD, IVO HAN HOVE, HANS KESTING

 

Salíamos mi hermano, mi padre y yo de un restaurante; nos acababa de invitar a comer. 

Nos despedimos y cada uno siguió su camino. Cuando llevaba unos pasos, me di la vuelta y le miré. Me fijé en sus pies. Los arrastraba. 

En ese momento supe, no tuve ninguna duda, de que mi padre moriría muy pronto. Ocurrió a los cuatro meses. 

La obra de Louis Edouard, un autor francés de escasos treinta años, se ha empezado a construir recreando literariamente su infancia y adolescencia. Su estilo es directo, punzante, sin medias tintas. Poco importa que parte de esa memoria personal sea o no inventada; la literatura acepta esas mentiras, si están bien contadas. 

Ivo Van Hove ha adaptado al teatro algunas de sus obras. Hans Kesting se ha encargado de interpretarlas. De la adaptación de esta última, estrenada en el festival de Otoño, Who kill my father, podría poner algún pero... No lo haré. En realidad, me gusta esta versión, porque, sobre todo, destaca por su minimalismo. Sabe aprovechar con escasos elementos -una televisión, una cama- las posibilidades del texto. Los elementos externos -el humo, la música elegida (muy propia de los años noventa)- se adaptan perfectamente al tono. 

Sin embargo, lo que más me asombra y admiro es al actor. Hans Kesting está impresionante. No solo porque interprete varios papeles -sobre todo, el del padre o el autor, pero también el de la madre o la abuela-, sino también porque sabe darles una corporeidad que solo los grandes intérpretes son capaces de expresar con sus gestos, su voz y su presencia en el escenario. 

Las relaciones entre padre e hijo es uno de los grandes temas del teatro. Complejas, repletas de conflictos: odio y amor, incomprensión, decepción, miedo, respeto, admiración, ternura, rechazo... O de vergüenza: porque el hijo no es lo que deseábamos; porque el padre no llega a la altura de lo que imaginamos.

Los hijos solo entendemos a los padres, cuando nos hacemos mayores. O, al menos, los aceptamos, los comprendemos. No son perfectos; nunca lo fueron. Cuando mueren o cuando intuimos que pronto dejaremos de verlos, buscamos una manera de reconciliarnos con su memoria, que también, aunque no quisiéramos admitirlo cuando éramos jóvenes, es la nuestra. 

Encontramos en el discurso final de esta obra una reflexión política. Aunque más que reflexión debería decir un grito de dolor y de venganza: ellos, los poderosos, son responsables del dolor y las injusticias del mundo. Así que... voy a gritar sus nombres...

"Sí, dice el padre de Edouard, que ha tomado conciencia de las causas reales de su frustración, de su muerte, de su desesperación, tenías razón. Vendría bien que algún día hubiera una revolución..."


A veces, cuando veía a Hans Kesting arrastrar los pies, reconocí a mi padre... 

Estaba allí... 

Solo un gran actor puede resucitar a los muertos... 



domingo, 12 de noviembre de 2023

VILLA DE GUILLERMO CALDERÓN: MEMORIA Y OLVIDO

 


No existimos ni como sociedad ni como individuos sin memoria y sin olvido.

Guillermo Calderón ha basado su obra teatral en estos dos conceptos. El asesinato sistemático que Pinochet y los suyos llevaron a cabo durante dos décadas es una sombra larga y profunda que vuelve una y otra vez a nuestra memoria y a la suya. Pero Chile no es una excepción. Toda sociedad tiene que lidiar con las contradicciones en los que todos nos movemos cuando debemos tomar partido. Porque si no lo hacemos, otros construirán nuestra memoria. 

Es una obra que emociona; con grandes actrices. Aunque admito que, después de ver a Lidell el día anterior, notaba más las costuras. Removía, pero a veces me parecía previsible. Sí, no hay sorpresas, ya que la memoria, aunque sea compleja y laberíntica, no admite medias tintas. 

El punto de partida es una villa que sirvió para torturar, matar y violar a miles de mujeres. ¿Lo dejamos tal como está -ruinas-, montamos un museo que dulcifique el dolor o lo mostramos tal como fue o, mejor dicho, como lo recordamos? Tres víctimas o, más bien, tres herederas de ese dolor, trasmitido a la siguiente generación, deben decidir. Y la decisión supone mojarse; las heridas no han supurado. 

La memoria completa sería, como bien nos explicó Borges, una pesadilla. Sobrevivir nos obliga a olvidar, aunque sea parcialmente. Sin embargo, el poder siempre desea un olvido más amplio, si es posible, un olvido completo de sus crímenes, un punto final hipócrita. Y tendrá a muchos que preferirán girar la cabeza, porque el dolor de los demás, si no es vivido, acaba siendo incómodo. 

En Argentina decidieron en un barrio de Buenos Aires, en un lugar donde se torturó a muchísima gente, concebir un lugar mixto. Allí, gracias a los Kirchner, podemos encontrar un espacio para la memoria, pero también un museo de arte contemporáneo y talleres de todo tipo y pelaje. En Auschwitz se conservaron los edificios; en su interior podemos ver restaurados los lugares donde estuvieron las víctimas y también -todo dolor en exceso llega a ser insoportable- salas de exposiciones con calefacción central, blancas e inmaculadas. El turismo de los campos de concentración puede alejarnos de una memoria reflexiva. 

Milei hoy puede convertirse en nuevo presidente de Argentina. Chile en unas semanas votará una Constitución más regresiva, incluso, que la que Pinochet impuso. Hay dos Chiles y dos Argentinas. Una quiere recordar; la otra, por indiferencia o convicción, impone el olvido bajo el paraguas de un capitalismo salvaje.

Nuestro país también debe plantearse qué memoria quiere. Hay una España que olvida a los miles de fusilados en fosas comunes, a los torturados en las comisarías durante la Transición, a las víctimas por disparos de la policía. Sí, recuerda a las víctimas del terrorismo, pero, a veces, las convierte en las únicas, porque, por supuesto, son "las nuestras". 

La memoria es plural. En Cataluña y, sobre todo, en el País Vasco, el esfuerzo es mayor. Y, aún así, las divergencias son profundas. Al día de la Memoria, celebrado hace unos días, estuvieron todos, desde Bildu al PSOE, menos la derecha y ultraderecha española, que hizo su propia conmemoración. No quería recordar a los "otros", muertos o torturados. La izquierda abertzale, además, homenajeó paralelamente a las víctimas de la dispersión. Sin embargo, allí, hay más avances. Tal vez, porque no tienen más remedio. La convivencia, cuando existen tantas sensibilidades, exige acuerdos. 

La obra también habla de la necesidad de construir una memoria compartida y de cómo legar esa memoria a las generaciones futuras, esas mismas que heredan, aunque sea inconscientemente, los relatos de sus padres y abuelos. 

Y así, el futuro se alza sobre capas y capas de dolor y mierda, de olvidos y desprecios, de indiferencia e ignorancia. 

La memoria es un asunto muy serio. Somos lo que recordamos y olvidamos. 



sábado, 11 de noviembre de 2023

ANGÉLICA LIDELL: LIEBESTOD Y MÁS ALLÁ

 

La primera vez que descubres a alguien siempre es algo especial, sea quien sea. Y si es Angelica Lidell no puedes dejar de admitir que te encuentras delante de un talento inmenso. Es una actriz impresionante, domina todos los registros; su voz llega más allá del escenario, llena el teatro, agrede y acaricia, cuando le conviene; su energía, incansable, nos traspasa y agota. Y, como artista, poeta, creadora teatral rompe esquemas. 

Dicho esto, también hay que dejar claro que todo talento es un don de los dioses y que, si no lo sabemos cuidar, nos llevará al precipicio y al vacío o a un falso refugio, en donde la estrella consagrada se sienta a gusto repitiendo moldes e ideas agotadas. Aunque tal vez Lidell sea mucho más consciente de esos peligros que sus espectadores y seguidores más fanáticos. La hibris era bien conocida por los antiguos... Las historias teatrales no existirían sin ella. 

Hay una vertiente espiritual en su obra que no logra convencerme del todo, aunque la comprendo. Admito la necesidad de recuperar esa parte de nosotros mismos, tan agostada por nuestra contemporaneidad, pero, en su caso, existe el peligro -tantas veces transitado por otros muchos antes que ella- de acabar en una religiosidad convencional y dogmática, solo superficialmente iconoclasta. El tiempo dirá...

Bien es cierto que el artista debe provocar y poner en tela de juicio los rituales tradicionales: es claro el simbolismo religioso en la escena de los cuatro hombres con sus bebés -imaginados en Madrid, ya que, según nos dijeron, no les permitieron tener bebes en un escenario (¿o tal vez esta declaración formaba parte de la representación y buscaba así una primera reacción del público?)-. Por otro lado es constante esa simbología religiosa en toda la relación entre el torero -Belmonte-, y la artista -Lidell- con el toro, siempre vinculado desde tiempos inmemoriales -en Creta, recordemos, hace más de cinco mil años- al sacrificio y los rituales de paso, en las catábasis y viajes del alma al Más Allá. 

Sus amplios conocimientos literarios, aún así, me plantean dudas. ¿Cómo será la evolución de Lidell en el futuro en este aspecto? ¿Buscará en la religión -una religiosidad personal, asimilada a sus propias vivencias- un refugio a sus obsesiones? No sería la primera ni la última que alguien que buscaba la provocación hacia las instituciones religiosas, llegue a ser más papista que el Papa, pasando de la rebeldía heterodoxa a un dogmatismo férreo y conservador. Aunque, siempre es posible que conserve esa actitud iconoclasta toda su vida, como hizo Buñuel, un claro referente para Lidell, tanto en este aspecto como en sus imágenes surrealistas -en algunas, como la carne colgada, es imposible no pensar en el gran director aragonés-. Otras siguen su estela, aunque con variantes sorprendentes y paródicas: al principio de la obra, unos gatos, atados con cuerdas hacen pensar en Cibeles o en diosas de la fertilidad; al final, esos mismos gatos, acompañando a un muerto en un féretro de cristal, te recuerdan a las tumbas medievales de nobles y reyes junto a los perros de caza a sus pies.

No sorprenderé a nadie afirmando que el gran tema de Lidell es el amor y no tanto el sexo y sus perversiones -esto sería más propio de Buñuel-. El amor es, tal vez, el único elemento que puede, si no salvarnos, si, al menos, ayudarnos a enfrentarnos a la muerte con dignidad y valor, a la manera de Tristán e Isolda, mencionados en la parte final de la obra. Belmonte, el gran renovador de la tauromaquia -un personaje muy interesante, que en esta obra solo aparece como punto de partida o motivo inicial, y en algunos detalles, como la tartamudez en una parte del monólogo o el gesto de dispararse a la sien- pensaba lo mismo. Belmonte, como el poeta y torero Sánchez Mejías, pertenecían a una generación -por eso, se codearon con la intelectualidad, poetas y escritores de la generación del 98 y del 27- que buscaba en la cultura una manera de entender su pasión y obsesión por la muerte; la que sentían, cuando salían a la plaza de toros. Sánchez Mejías -Lidell pone en la pantalla del fondo uno de sus poemas- logró encontrarse con ella, cara a cara. Lorca le escribió otro poema impresionante, a la estela de Manrique. Belmonte tuvo que buscarla, lejos de los ruedos, cuando todos los amigos estaban lejos, exiliados, o habían muerto. 

El monólogo central de Liebestod, que combina el humor, directo, desagradable, incómodo, paródico y momentos de ternura y lirismo que logran emocionarte -"esas mujeres se reían, mientras llevaban las cenizas de mi madre"-, podría servir para resumir el bagaje teórico de Lidell. Convertido en un discurso agresivo contra todos, incluso contra sí misma, parecería decirnos, sin demasiados subterfugios, que estamos condenados a desaparecer como especie y que, además, nos lo merecemos. Y, aunque quiera dejar una esperanza, afirmando que solo el amor nos puede salvar, el tono y la agresividad te hacen pensar en lo contrario. También uno podría pensar que es una forma de evitar el orgullo, el endiosamiento en que su figura e imagen podría terminar tarde o temprano, si no la rompe en mil pedazos con un mazo, como harían los devotos con las estatuas de dioses paganos. ¿Lidell preferiría ser un Prometeo -castigado a ser devorado por un águila-, o un profeta -que debe sacrificarse y no ser escuchado o comprendido-, a ser una diosa -venerada y adorada- como Isis?

Su talento para el diálogo o para el discurso monologuista es brutal. Combina lo soez, el insulto, la provocación y un lirismo, en el que se intuyen referencias literarias muy variadas, que nacen en Aristófanes y acaban junto a Cioran. A veces te dejarías llevar por esa verborrea, nacida de la desesperación y el dolor de vivir. En otras, notas dentro de ti el rechazo, aunque es posible que Lidell busque también, sutilmente o sin ambages, en nosotros esa respuesta. 

Siempre queda la duda de si Lidell en el fondo juega, como los dioses, con nosotros. En el monólogo nadie se salva: ni los profesores, ni los funcionarios, ni los responsables teatrales -"quieren hacer un Sade sin Sade, un Pasolini sin Pasolini, un Fassbinder sin Fassbinder"-, ni los jóvenes -"que solo hacen manifestaciones para cobrar una pensión que no tendrán"-, ni siquiera las actrices -"si he de elegir entre una actriz y una puta, prefiero a la puta"-; sin embargo, de manera más o menos velada, Lidell tal vez nos quiera decir que el artista es el único que puede ver más allá; no hay elección moral entre una vida humana y el arte -"si tengo que elegir entre salvar una vida y un Caravaggio, salvo a Caravaggio"-. Y que es también el único que puede conseguir que nosotros, durante el breve espacio en que una obra se represente, alcancemos ese conocimiento, como afirmaban las religiones mistéricas o los románticos en el siglo XIX o los aedos, cuando hablaban en nombre de los dioses y las generaciones que les precedieron.

Más de dos mil cuatrocientos años han pasado desde que los griegos en Atenas inventaron el teatro, tal como lo conocemos. Lidell es consciente del largo camino que hemos transitado desde entonces. Y sabe, como muy pocos, transformarnos, a la manera de los antiguos. Porque Lidell intuye que el teatro fue, es y ha de seguir siendo, si quiere sobrevivir, una experiencia religiosa y colectiva en el que el incienso penetre en nosotros como lo hacía la divinidad hace tanto tiempo, cuando aún no había muerto. 

Lidell, consciente o inconscientemente, vuelve a los clásicos. Y estos, se ven reflejados -como diría Valle-Inclán, gran amigo de Belmonte-, en su espejo deformante.