sábado, 31 de diciembre de 2022

LA CARCAJADA

Estaba leyendo la parte en la que Vila-Matas o su personaje intenta dormir en una habitación de hotel de Cascais. Al otro lado de la pared, en el cuarto vecino, tiene a Jean Pierre Leaud que no deja de reír; no sabe muy bien porqué. Las "cuatrocientas carcajadas", se dice a sí mismo. Recibe una llamada de su hermano; su padre acaba de morir... 

Sí, yo intentaba leer este trozo de Montevideo, pero se me hacía muy difícil.

En la calle, en el parque que hay enfrente de mi casa, medio barrio se emborracha, bailando al ritmo de un DJ incansable, que lleva horas y horas poniendo música electrónica, repetitiva y agotadora. Gritan, beben, ríen. Me pregunto si se irán a cenar en algún momento. ¿Acabarán tomando las uvas allí?

Marco el número de R. Me contesta: "Estoy ovulando; te llamo luego". Ha colgado. 

¿Soy un personaje de Vila-Matas? ¿Existo? 

Se escucha el motor de una motocicleta a cien revoluciones. Sé que Vila-Matas está riéndose ahora, mientras escribe estas líneas, las que traza un personaje de su obra. 

Hace ocho años no celebré el fin de año; ¿cómo hacerlo con el cadáver de mi madre a miles de kilómetros, en Buenos Aires, al otro lado del Mar de la Plata, a un paso de Montevideo?

Me pregunto si este es el "lenguaje olvidado, el sendero perdido" que busca, mientras me está creando en su realidad paralela el mismo Vila-Matas.

Sólo me queda una cosa como personaje: soltar una sonora carcajada.


 

FLORILEGIOS

 

Llegan las vacaciones y leo libros como si no hubiera un mañana. El trabajo no me deja disfrutar de una lectura continua y sosegada, así que es un hambre infinita la que me devora...

Dicen que Philiph K. Dick es "el creador de la ciencia ficción moderna". Sin duda, si nos atenemos a las innumerables versiones cinematográficas de sus historias, lo es. Más allá del género, descubres, leyendo sus relatos cortos, un autor capaz de inventar una realidad alternativa, un mundo nuevo que, como suele ocurrir, es el nuestro, si lo miráramos de otra manera. Las historias te atrapan y es difícil destacar alguna de ellas, pero siempre hay alguna que nos despierta un ligero temblor... Algunas peculiaridades de los ojos es un juego metalingüístico, una diversión que oculta mucho más. La paga sabe jugar con seis, siete objetos en un entramado perfecto dentro de un viaje en el tiempo. Hay más, algunos conocidos, como Minority Report, o humorísticos, como El mundo que ella deseaba, más aterrador de lo que puede parecer a simple vista, a pesar de su banalidad. Me faltan historias por leer; sobre todo, sus novelas...

En Tabú, un autor joven, Ferdinand von Schirach narra una biografía ficticia; tras ella, se nos descubre los juegos entre la realidad y el arte, esos que, a veces, hacen imposible que los podamos distinguir. 

Esos juegos de los que Vila-Matas es ya un avezado experto. Montevideo, como tantas otras de sus novelas o ensayos literarios, se explaya, desarrolla ideas, imágenes, recuerdos llevándonos a Montevideo, Paris, Cascais, Barcelona o Reikyavik. Metaliteratura o metalingüística en estado puro.

En Serge Yasmine Reza construye una historia que podríamos considerar banal: tres hermanos judíos con sus relaciones de pareja pierden a su madre y hacen una visita a Auschwitz. Los personajes que deambulan por sus páginas son divertidos, ridículos; la ironía y el humor transita por las páginas con ligereza, pero sin olvidar cargas de profundidad que, a veces, te hacen temblar. Como ya conocía por su mínima, pero intensa obrita experimental, Ninguna parte -que me prestó una amiga a la que seguramente nunca más volveré a ver-, la obsesión por una identidad está presente durante toda la obra.

Japón ha vuelto de manera extraña. 

R. -lejana y distante, bloqueada y tierna- me llevó hace un par de semanas a un restaurante japonés; un amigo de mi hermano me regaló El libro del té de Okakura. 

Sandrine Bailly -si buscas en google este nombre la mayor parte de las entradas te envía a una conocida deportista-, es también una escritora, atrapada por ese país elegante y refinado de colores y trazos suaves. Japón es un libro donde encontramos poemas, dibujos, fotografías, reflexiones... Respiras una realidad, un mundo ajeno, paralelo, gemelo... 

Viajas, aunque solo tengas en tus manos un libro. Tocas con tus manos las finas líneas de un trazo de tinta. Hueles un papel satinado que te recuerda que eres frágil, vulnerable.

Frente a mi casa, en un parque, junto a un bar, medio barrio celebra el fin de año. Beben cerveza, toman aperitivos, ponen música discotequera y los altavoces no permiten que te libres de su mal gusto. A medianoche, petardos y fuegos artificiales hasta las dos de la mañana con los que querrán ahuyentar los malos espíritus, como hacían sus antepasados. 

A todos el tiempo se nos escapa... 




jueves, 29 de diciembre de 2022

EL SALVAJISMO Y LA CIVILIZACIÓN

 

Dibujar es trazar ideas, metáforas de la realidad... Civilizar lo que nos aterra...


¿Es casualidad que las favoritas para los Goya y los Óscar del próximo año aporten su granito de arena en esa lucha eterna, en esa reflexión inmemorial desde el comienzo de la filosofía, entre el salvaje y el hombre civilizado, entre el caos y el orden? Quizá nos sentimos atraídos en estos tiempos, antes de que la catástrofe nos avasalle, por un dilema moral sin salida. 

¡Qué mayor grado de civilización que un mundial de fútbol en el que Argentina se ha impuesto en estadios construidos con el "sacrificio" de cientos de obreros muertos y para mayor gloria de una élite de tiranos amparados por los petrodolares y de unos empresas sin conciencia moral alguna, mientras en Perú dan un golpe de estado y matan en las calles a decenas de personas, sin que nos importe en absoluto! ¡Qué civilizado es esta guerra de Ucrania que enriquece a las grandes empresas armamentísticas, mientras las de reconstrucción esperan su momento, cuando ese país que ya no existe, se divida oficialmente en dos! Un nuevo telón de acero, aunque esta vez, sean dos sistemas capitalistas, ansiosos por controlar los recursos, los que se disputan la riqueza y el poder, bajo falsas premisas de democracia y libertad. Pero nos lo merecemos; somos cómplices, cuando los votamos o preferimos el mal menor o disfrutamos del panem et circenses... 

Me viene a la memoria la imagen inicial de la película de Peckinpah, Grupo salvaje.

Somos escorpiones y, rodeados por las llamas, nos clavaremos el aguijón. La Tierra, si sobrevive, estará mejor sin nosotros...


Mientras tanto, hacemos preguntas. El arte se encarga de hacerlas, plantea dudas... Y algunos, -directores o productores-, ganarán premios y dinero. Que el sistema, hasta que se clave el aguijón, se adaptará y sobrevivirá, incluso, a sus críticos o a sus artistas, más o menos amoldados al statu quo, es un hecho.

Me sorprende el tono ingenuo, casi bucólico de Almas en pena de Isherin, y la carga de violencia que aparece de manera puntuada. La sencillez de la trama, la simplicidad de los personajes no oculta el mensaje profundo que recorre toda la película.

Principios del siglo XX. Irlanda.
Al otro lado, en la costa, hay una guerra civil. A este lado, dos hombres, -hasta hace unos días, amigos-, se acabarán odiando. Uno busca dar sentido a su vida, civilizarse; el otro se siente a gusto en su entorno natural, no desea más que el terruño, sus animales y la pinta de cerveza diaria. ¿Por qué debería cambiar?
¿Quién es el salvaje? ¿Quién es el civilizado? La violencia, dicen, nos hace progresar. Sin ella, no habría evolución, nos quedaríamos en el mismo punto. No habría Mozart ni Einstein.
El salvaje pide “amabilidad”; el civilizado, como respuesta, se corta los dedos...

En A bestas, encontramos algo parecido. El civilizado es un francés -¿quién podría serlo, si no? ¿No es allí donde nacieron nuestras normas sociales de comportamiento y la democracia moderna, tras unas cuantas cabezas cortadas en la guillotina y varias revoluciones aplastadas a sangre y fuego?-; quiere llevar solidaridad y revitalizar una zona empobrecida; se esfuerza y trabaja como lo haría un Hesíodo amable y optimista que desea volver a la utópica Edad de oro. Pero los pobres no son buenos salvajes; no quieren seguir trabajando como bestias; prefieren el dinero que les ofrece una multinacional de la energía eólica.
Aquí, el salvaje, quiere civilizarse, conduciendo un taxi, convirtiéndose en un empresario autónomo, un emprendedor, aceptado por el sistema capitalista; rico o pobre, el salvaje 
detesta al nuevo inmigrante, sea elegante, cultivado y educado o nos venga en harapos, tras sobrevivir a una vallas en Melilla, a las palizas de un policía o a las olas del Mediterráneo: fronteras de una Europa en declive. Así que, el civilizado desea volver a nuestras raíces, ecologista de nueva planta, un Rousseau que no busca el beneficio inmediato. Las leyes no protegen la civilización, aunque, al principio de los tiempos, esa fuera su objetivo, como pensaría un Solón o un Voltaire, un Montesquieu o un Tiberio Graco; miran a otro lado o son impotentes.

En Alcarrás, el motivo es similar –una multinacional eólica (¿casual o es una realidad que no aparece en las crónicas oficiales de nuestros regímenes democráticos, preocupados porque el petróleo o el gas sea demasiado caro, despierte al pueblo narcotizado y les obligue a buscar alternativas?) ofrece dinero por las tierras-, pero aquí el documental se impone a la ficción, sin apartarla del todo. El conflicto se transforma en algo más íntimo, familiar: otra guerra civil entre hermanos. Los niños no entienden el lenguaje de los mayores. El mundo rural se transforma, pero no se sabe en qué dirección.

El monstruo en Mantícora o en Tar no es colectivo, sino individual. Ni siquiera él/ella sabe que lo es o no quiere admitirlo. Un hombre amable, tierno, educado/una mujer genial, arrogante, influyente esconden al salvaje que sueña con devorar al inocente niño/a. El monstruo solo puede sobrevivir, si, por un lado, él, el protagonista de Mantícora se convierte en un enfermo, impotente, atendido por una mujer “madre” que se transforma, a su vez, en una devoradora de almas, en una cruel y tierna cuidadora. O por otro, ella, Tar en una desterrada, una exiliada, paria y olvidada por un mundo hipócrita que antes la adoraba y ahora la ha expulsado del paraíso.

¿La película de Spielberg, The Fabelmans, responde a este paradigma? Tal vez no, aunque, si quitamos los conflictos familiares de clase media norteamericana -recurrente en todo el cine de Spielberg- y las pesadillas diarias que vive un adolescente de instituto, ¿no podríamos decir que el cine, en este caso, revela, ilumina los monstruos que nos acosan?

El cine le sirve al protagonista para afrontar sus miedos, deteniéndolos en el tiempo, repitiéndolos una y otra vez; también para descubrir la verdad, la que sus padres prefieren no ver. La sala de montaje se convierte en un lugar donde el mundo, el verdadero, - no el que creemos que es real-, se revela. El arte nos convierte en parias, como al tío materno; nos aleja de los seres queridos, pero nos descubre el horizonte que busca John Ford, interpretado por un gran David Lynch.

Debemos elegir: entre el arte o la vida. Entre ser salvajes o civilizados.

Sabemos que eso es imposible.


Escribir es trazar líneas con tinta para que sobrevivan al tiempo... 





ZIGZAGUEOS

 

Contemplo el cielo nublado desde la ventana de la habitación de mi hermano. Ayer Yume tomaba el sol; hoy se refugia en la oscuridad, sobre un cojín, oculto, ovillo, círculo imperfecto. 

Fácil decepciona. Mucho más, si leíste el libro de Cristina Morales. La serie ha podado todo lo que pueda herir o molestar; incluso, incluye a dos personajes "normales" para que el espectador medio se diga a sí mismo: "sí, sí, los entiendo". ¿Política? Ni mentarla; si acaso, solo como fondo de armario, en las noticias del telediario. Uno se pregunta si la complacencia o lo políticamente correcto no es una forma sutil de censura. 

Mientras busco mensajes más profundos e inquietantes, No me gusta conducir se agradece. Alguien podría pedirle a Borja Cobeaga algo más de enjundia. ¿Qué podríamos decir de las relaciones entre padres e hijos? Están condenadas desde el principio. La vis cómica nos hace olvidar que somos, como dijo hace siglos un poeta griego, el sueño de una sombra. Sacarse el carné o no sacárselo, nos hace reír, mientras tanto...

Exterior Noche nos habla de un pasado reciente. Aldo Moro es la víctima que debe ser sacrificada; todos le quieren muerto: los americanos, las Brigadas Rojas, su partido. Los puntos de vista se multiplican y convergen. En Italia bucean en su pasado; aquí, nos negamos a afrontarlo.

Lars Von Trier recupera una idea de los años noventa. Un hospital da para muchas historias; este, ocupado por espíritus y demonios, nos arrastra al surrealismo. The Kingdom se mueve entre un humor delirante y un realismo espectral. No hay nada igual, ni lo habrá. 

Es la hora de comer; el nuevo invitado, Kenji, un gato, joven y pesado, se lanza sobre el plato. Yume, más pausado, lo observa. Yume San, sin duda. 

Observo los dibujos de Hiroshige. 

Los colores nos llenan de vida; las líneas y los trazos se pierden en el tiempo.