martes, 12 de abril de 2022

RECUERDOS EN MOVIMIENTO (VIII): MATRIMONIO A LA ITALIANA Y... MORTADELO Y FILEMÓN


Mi padre, a su manera, fue un gran cinéfilo. Sus gustos no fueron los míos; es evidente que nunca vio a Bergmann o Tarkovski -ni creo que le hubieran interesado-, pero en su juventud sé, porque nos los contó, que se pasaba tardes enteras en los cines. Aprovechaba las sesiones dobles y las apuraba hasta la saciedad. Que tuviera un cine, justo enfrente de su casa, sin duda ayudó; además, huía de un ambiente enrarecido: las borracheras del padre, las discusiones, los golpes a su madre, a sus hermanas, los que también recibiría él... Por las mañanas trabajaba, ya fuera en el Matadero o en empresas del sector; por las tardes, se refugiaba y huía de su triste realidad en una sala oscura. 

Esto fue antes de que conociera a mi madre. Como ya se sabe, si alguien sigue estas entradas con algún interés o ha visto el documental que hicimos, en su primera cita vieron Dr. Zhivago. No está mal para empezar una relación. 

Su historia de amor terminó mal; ni siquiera les quedó como a los protagonistas de la película de David Lean un hermoso recuerdo, ni poemas que lo inmortalizaran. La imagen luminosa de las fotografías que describen sus primeros años de noviazgo y matrimonio no duraron demasiado...

Reconozco que en este aspecto sí fui como mi padre. En mi juventud, aunque mi refugio fueran otros cines -los de VO o la Filmoteca-, también busqué esas salas para escapar de mi locura o angustia. También, para ser sinceros, huía de él. Le detestaba; le despreciaba. Y hasta su muerte ese sentimiento no desapareció. No quería ser como él. 

Le gustaba el cine italiano. Unos años antes de morir se acordaba de las películas de Sofía Loren y Marcelo Mastronianni como Matrimonio a la italiana. Me le imagino riéndose, sentado en la butaca, con esas comedias italianas de los sesenta. O siguiendo con interés esa parte de drama burgués que hay en todas ellas. Cuando me hablaba de esas historias, de repente sonreía. Sí, debió ser feliz, mientras las veía: para él era un recuerdo agradable. 

No creo que viera Una giornata particolare. Para entonces ya tenía a dos niños que cuidar y un matrimonio que hacía aguas.

Que le gustaran esas películas, eso recuerdo que me lo confesó en una de las visitas que le hicimos, ya fuera para celebrar su cumpleaños, el nuestro o en fechas señaladas, como Navidades o Reyes. Para entonces iba de alquiler a alquiler, malgastando el dinero que conseguía. Había pedido un préstamo a Irene, una mujer generosa e inestable psicológicamente, para comprar una ganga del IVIMA; después, la malvendió para devolverle el dinero. 

Se había convertido en un mentiroso; era un superviviente. Me hubiera gustado imaginarle como los pillos de esas películas de los sesenta, españolas o italianas, que para sacarse las castañas del fuego, se inventaban historias rocambolescas y conseguían dinero hasta de las piedras. No, mi padre no tenía tanto talento, ni siquiera la gracia ni el encanto, aunque, mientras tuvo fuerzas, sí consiguió mantenerse a flote, entre comedores de caridad y prestamistas de baja estofa. Hasta que su salud le dijo basta; justo cuando ya había llegado a un callejón sin salida.

Mientras crecimos, dejó de ir al cine. En casa, mientras nosotros veíamos películas en la televisión, él se dormía y roncaba. Había engordado y era, para entonces, un hombre obsesivo. No le recuerdo como un padre ideal; nunca lo fue, a no ser en mi más tierna infancia. Hizo lo que pudo, como todos. No supo hacerlo mejor.

Mi padre, imagino, cuando se separó de mi madre, seguiría yendo al cine, pero tenía otras preocupaciones. Y no recuerdo que me hablara de ninguna película; tal vez de algún gran éxito de Hollywood.

Un día del 2002, a la sesión de las cuatro de la tarde, fue a ver con Irene, Mortadelo y Filemón al cine donde yo trabajaba. 


Mortadelo y Filemón, como La Rue del Percebe o Zipi y Zape habían sido los cómics de su juventud; en mi caso, más bien, de la infancia. Imagino que aprendí a leer con ellos; después llegarían Sherlock Holmes, Agatha Christie y Julio Verne. Más tarde, Virginia Woolf, Dostoievski y Nietzsche. Mi padre nos acompañaba a comprar los tebeos al quiosco. Era emocionante cuando teníamos entre las manos el número que acababa de salir. Las primeras lecturas nunca se olvidan. 

Ese día de hace veinte años no me agradó verle; fui seco, casi desagradable. Le vendí las entradas y punto. A mi encargado, al saber que era mi padre, le sorprendió que no le hubiera invitado. El gesto tenso que puse le bastó para no insistir. Sí, me había sentido incómodo. Cuando le volví a ver le dije que no volviera. Y así lo hizo. 

Se entiende mi reacción. Nos perseguía; no nos dejaba en paz. Dependía de nosotros. Despreciaba su debilidad, su incapacidad para ahorrar, sus mentiras... 

Diez años después ya estaba muerto.

¿Y ahora? ¿Le sigo odiando? ¿Si estuviera vivo, qué haría? ¿Le apartaría, como hacía entonces? No lo sé. No idealizo a mi padre ni oculto mis sentimientos; cuando estuvo vivo, no quería verle. Era un estorbo. 

No, no me engaño. Seguramente hoy haría lo mismo. 

Cuando sueño con él, mi padre no pronuncia palabra. Se mantiene en silencio. Sé que está enfadado; así me demuestra que no me perdona lo mal que le traté. 

Sin embargo, ahora me gustaría que me contara sus mentiras. Seguiría sin creerlas, pero, al menos, tendría la sensación de que está vivo.

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