PRÓLOGO: LUCRECIO
Año 698 desde la fundación de Roma: 55 a.C. Verano.
Tito Lucrecio Caro terminaba el sexto libro de su gran obra, De rerum natura.
Dejó el cálamo en el tintero. Se secó el sudor con un pañuelo; tenía fiebre…
“…muchas eran las señales de la muerte: la mente perturbada por la tristeza y el miedo, un rostro lleno de furia y fuego”.
¿Se estaba muriendo? Se acercó a un espejo. Sí, los ojos enrojecidos, la piel macilenta, su cabeza hervía; el cuerpo, débil, parecía un junco a punto de caer, golpeado por el viento y la tormenta.
“…estaba la garganta bañada de sudor y un líquido negro, y los esputos de color amarillento bloqueaban la salida del aire. Las manos temblaban. Desde los pies, poco a poco, el frío se extendía por todo el cuerpo…”.
Miró su lengua: blanca, seca, dura. Necesitaba descansar, pero tenía que escribir unas líneas más antes de tumbarse en el lecho. Cogió una tablilla de cera.
“…Memmio, te pido que te ocupes de esta obra. Cicerón sería el hombre adecuado para editarla, si mi vida llega a su fin, antes de tiempo…”
Notó el temblor de sus manos. Enfrentarse a la muerte. Epicuro nos enseñaba a mirar de frente a la que siempre ha de venir y hacerlo, además, con valor. Nada hay que temer. Lucrecio pensó que había sido un hombre solitario sin una mujer que lo cuidara o a quien protegiera entre sus brazos. Venus no me fue propicia, concluyó Lucrecio. Eso sí, con pocos y buenos amigos. El placer es el bien supremo. Se echó en el diván. Cerró los ojos.
Soñó que estaba en Atenas. Que la peste se extendía por toda la ciudad. Pericles había muerto. Vio cadáveres por las calles pudriéndose, úlceras, gangrenas. Mujeres que gritaban a su alrededor; piras funerarias diseminadas, aquí y allá. El olor era insoportable. Cuerpos descomponiéndose. Se acercó a una fuente; recogió el agua entre sus manos. Su sabor era agrio. Sintió que se ahogaba. Despertó. Se levantó de golpe, como un resorte. Tenía que escribirlo. Se acercó a la mesa. Cogió de nuevo el cálamo.
“… cadáveres en todos los sitios, en todas las casas. Cuanto más se extendía la epidemia, la muerte los acumulaba más amontonados, más revueltos. Muchos yacían, sedientos en las calles, tras haber arrastrado sus cuerpos a las fuentes, privados de la vida por la dulzura del agua, tomada sin moderación; verías por todas las calles de la ciudad cuerpos débiles, desfallecidos, cubiertos sus miembros podridos con harapos que morían en el fango: sólo les quedaba la piel sobre los huesos, y casi como muertos con úlceras terribles y suciedad…”.
Lucrecio continuó escribiendo durante más de dos horas. De manera desesperada, febril. La cabeza le daba vueltas, pero la inspiración no se detenía. Una ola de calor que pasaba de la sangre, hirviendo, a los dedos de su mano. Sus manos se detuvieron; ya no eran capaces de escribir las palabras que bullían en su mente. Los músculos de su cuerpo no le respondían. Perdió el conocimiento, al trazar con el cálamo las palabras del último verso.
“…antes que separarse de los cadáveres…”.
Al despertar, se encontró tendido en su lecho. Su esclavo lo había llevado allí. Un doctor comprobaba los latidos y la temperatura de su cuerpo. Le pareció ver a Memmio.
-Memmio, Memmio. ¡Protege mi obra! -gritó Lucrecio.
Fiebre alta. Veía a su madre y a su abuela, al borde de la cama. ¿Sería un delirio? ¿No habían muerto hace años? ¿No murió su madre al dar a luz al Tito Lucrecio Caro, que ahora notaba que el aire no penetraba en sus pulmones? Notó una caricia en la mano derecha. Fantasmas, simulacros que desaparecerán cuando él mismo desaparezca. Su aire se mezcla con el de la habitación. Epicuro, un dios. Lucrecio, su poeta. Nada hay que temer.
“…de qué conflictos y de qué peligros no ha de limpiarse el corazón del hombre que se entrega a sus pasiones…”.
El temor es inútil. La vida llega a su fin. Me descompongo en átomos que se mezclarán con otros.
“…aparta al hombre de cuántos deseos, de sus preocupaciones y temores…”.
Tito Lucrecio Caro sintió que sus huesos se volvían de cristal, que su mente se disipaba en las brumas, que su cuerpo se diluía entre los efluvios de las velas. Tito Lucrecio Caro dejó de respirar al atardecer de un caluroso día de verano.
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