ANNA POZZANA MATTOLINI
Nápoles, 1955-Paestum, 2035
Anna,
napolitana del barrio histórico de San Ferdinando, aunque naciera y viviera durante
sus primeros años en una de las ciudades más caóticas y ruidosas de Italia,
sintió desde pequeña un vínculo especial con la tierra. Esto sólo se explica porque en su infancia pasaba los veranos en el pueblo de su abuela materna,
Francesca. Esta población se encontraba muy cerca de Amalfi, a escasos diez
kilómetros.
Anna nunca
podrá olvidar ese lugar, clavado en su memoria. Campos de naranjos y limones,
terrazas de vides, huertos que aprovechan la pendiente y miran, al mismo
tiempo, al mar y la montaña. El espacio desde los años sesenta ha cambiado,
pero esa imagen no la ha olvidado. Sabe que será la última que tenga, cuando
deje de recordar, cuando muera.
Sus padres
eran respetables y buena gente. Tenían un restaurante en el casco viejo; era la
trattoria El rayo del sol, y, según cuentan, hacían la mejor pizza de
Nápoles. Sus hijos, Anna y Cósimo, aprendieron las artes culinarias en este
local. En los setenta era un negocio popular que salía a flote –aunque tuvieran
que pagar el impuesto de protección a la mafia-; posteriormente, Cósimo asumió
el mando. Perdió parte de su encanto, transformándose
en un restaurante de cinco estrellas, con una cocina dirigida a turistas o
a napolitanos que tuvieran mayor nivel adquisitivo. En esa etapa Anna ya había
abandonado Nápoles.
Fue a
principios de los setenta, a los quince o dieciséis años, cuando conoció al que
sería su marido, Giorgio. Otro hombre, apegado a la tierra como ella. En este
caso, todavía mucho más, porque trabajaba en la de sus padres y para las
multinacionales o latifundistas de la zona –muchos de ellos, conocidos
mafiosos; antes de que se centraran en otros negocios más lucrativos, como el
de las drogas-. Ambos sabían que si querían hacer realidad su sueño -tener un
trozo de tierra que pudieran trabajar como quisieran y que les permitiera tener
unos recursos aceptables-, necesitaban partir con una suma de dinero más grande
de la que podrían obtener en Italia. Tomaron la decisión de marcharse al
extranjero, aunque fuera sólo durante un periodo corto de tiempo.
A los
veinte años, en septiembre de 1975, y por mediación
de unos amigos que tenían un restaurante italiano, en los Alpes
franceses, en Sallanches, entre el Mont Blanc y el lago de Annecy, comenzaron
su aventura. En esos tiempos había una amplia y bien asentada comunidad de
inmigrantes, mayoritariamente italianos, portugueses y españoles. Sus clientes
eran suizos y franceses y algún turista alemán o italiano. Se adaptaron a sus
costumbres, aunque echaban de menos las de su tierra natal. Aprendieron aspectos básicos como la adquisición de los ingredientes adecuados, la importancia de los
huertos ecológicos, la preparación del material y el trato con el cliente, que
más tarde introducirían en su propio negocio. Los dos tuvieron claro que este
sólo sería un primer paso. El objetivo final era volver a Italia y dedicarse al
trabajo de la tierra, la suya.
Ese momento
llegó en la década de los ochenta. Muchos de sus amigos y familiares se
quedaron allí, en Francia, y aún siguen visitándolos de vez en cuando. Ellos
regresaron. No eran tiempos fáciles. La crisis del petróleo no ayudó. Tampoco
el cambio de tendencia; muchos pequeños y medianos propietarios tuvieron que
vender sus tierras, en ese momento, a grandes multinacionales o empresas,
favorecidas por grupos mafiosos más o menos conocidos, que, como ya he
comentado, durante las siguiente dos décadas convirtieron terrenos de cultivo
familiares en amplios e infinitos invernaderos, donde contrataban a los hijos
de esos antiguos propietarios. Ni Francesco ni Anna se arredraron. No habían
trabajado más de diez años en el extranjero para rendirse ante los primeros
inconvenientes. Mucho antes de que se pusiera de moda, se esforzaron en
levantar un pequeño huerto ecológico, un restaurante y un terreno en el que
pudieran cultivar alimentos básicos.
Mientras
tanto, Anna se quedó embarazada en dos ocasiones. Un niño y una niña: Francesco
y Francesca. Francesco, cuando creció, trabajaba en los invernaderos, pero
también ayudaba en el terreno familiar. Francesca estudió agronomía. Estaba
claro que habían heredado de sus progenitores la pasión por la tierra.
En los
invernaderos se apostaba por verduras –sobre todo el tomate y la lechuga- y por
frutas, fuera de temporada -como el mango, la lima, el kiwi, o menos exóticas,
como la uva, la manzana, la naranja o el limón- y, tras recogerlas, se
exportaban a los países del Norte de Europa. Sin embargo, ningún producto era
más valorado que la mozzarella de
búfala. Nadie podía competir con los precios de estas
multinacionales, así que sólo quedaba trabajar para ellos y dedicar el resto
del tiempo a consolidar un negocio pequeño, buscando un tipo de cliente
diferente, más exigente y respetuoso con el medio ambiente. Fue una labor
ardua, pero a finales de los noventa, tras momentos en que estuvieron a punto
de tirar la toalla, las modas cambiaron, lo ecológico –como forma de vida- comenzó
a encontrar su espacio en la economía de mercado –aunque fuera reducido- y Giorgio
y Anna pudieron mantenerse.
Habían
elegido una zona cuya tierra es rica. Siempre lo ha sido. Podían ver a lo lejos
el Vesuvio, aunque es cierto que estaban a la suficiente distancia para que la
larga mano de los intereses urbanísticos no les afectara tanto. Giorgio había
comprado un terreno a las afueras de Paestum, entre las montañas y las ruinas
de los templos, una tierra fértil, bien alimentada por riachuelos, que bajaban
repletos de agua en primavera y que nunca se secaban.
Sólo
abrían el restaurante en verano –el resto del año hubiera sido una pérdida de
tiempo y dinero- y apostaban por una comida popular y sencilla –la misma que
hacían los padres de Anna-. Consiguieron una clientela fija y fiel. Además,
Anna convenció a Giorgio para acoger a lo largo del año –sobre todo en
primavera, verano y otoño- a parejas o familias de turistas que visitaban
Paestum por los templos o la playa. Para ello acondicionó dos casetas y las
transformó en habitaciones con sus respectivos baños. Estuve en uno de aquellos
habitáculos a finales de abril del 2017.
Las
personas alojadas fueron una buena fuente de ingresos. Giorgio los trataba
poco; era un hombre más seco y adusto. Anna, en cambio, era una gran anfitriona
y le gustaba hablar con ellos y conocer sus historias y saber de sus
experiencias vitales.
Era
un matrimonio feliz. Por la mañana se levantaban temprano. El hijo y la hija se
marchaban a sus respectivos trabajos –él, cerca de Salerno; ella, en Nápoles-;
Giorgio, se encargaba de alimentar a los animales –gallinas, cabras,
cerdos, al que se añadían dos perros y varios gatos- y roturar el trozo de
tierra o cuidar del huerto ecológico. Anna se ocupaba de sus clientes
–preparando el desayuno o limpiando las habitaciones-. Por las tardes, en
verano, todos colaboraban en el restaurante, que, sobre todo, los fines de
semana, se llenaba. Los inviernos eran más aburridos y menos productivos, pero
siempre encontraban alguna tarea que hacer.
No
buscaban nada más, ni deseaban otra cosa que disfrutar de su tierra y de la
vida que habían elegido. Visitaban a sus amigos de Francia o a sus familiares
de Nápoles. Era una vida tranquila. Llegaron los nietos. Francesco vivía en una
finca vecina con su mujer y sus hijos. Francesca se movía entre Nápoles y
Paestum; no tenía pareja y tampoco deseaba hijos.
Francesco
falleció en el 2030. Anna le echó de menos, pero no por ello, dejó su tierra.
No estaba dispuesta a morir en una residencia de ancianos. Y así fue. En el
2035 enfermó gravemente. Pidió a sus hijos que no la llevaran a un hospital. Y
murió en su cama, cerca de su huerto, sus animales, sus plantas, una mañana de
otoño.
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