sábado, 5 de mayo de 2018

APEGADA A LA TIERRA


ANNA POZZANA MATTOLINI
Nápoles, 1955-Paestum, 2035

            Anna, napolitana del barrio histórico de San Ferdinando, aunque naciera y viviera durante sus primeros años en una de las ciudades más caóticas y ruidosas de Italia, sintió desde pequeña un vínculo especial con la tierra. Esto sólo se explica porque en su infancia pasaba los veranos en el pueblo de su abuela materna, Francesca. Esta población se encontraba muy cerca de Amalfi, a escasos diez kilómetros.

            Anna nunca podrá olvidar ese lugar, clavado en su memoria. Campos de naranjos y limones, terrazas de vides, huertos que aprovechan la pendiente y miran, al mismo tiempo, al mar y la montaña. El espacio desde los años sesenta ha cambiado, pero esa imagen no la ha olvidado. Sabe que será la última que tenga, cuando deje de recordar, cuando muera.

            Sus padres eran respetables y buena gente. Tenían un restaurante en el casco viejo; era la trattoria El rayo del sol, y, según cuentan, hacían la mejor pizza de Nápoles. Sus hijos, Anna y Cósimo, aprendieron las artes culinarias en este local. En los setenta era un negocio popular que salía a flote –aunque tuvieran que pagar el impuesto de protección a la mafia-; posteriormente, Cósimo asumió el mando. Perdió parte de su encanto, transformándose en un restaurante de cinco estrellas, con una cocina dirigida a turistas o a napolitanos que tuvieran mayor nivel adquisitivo. En esa etapa Anna ya había abandonado Nápoles.

            Fue a principios de los setenta, a los quince o dieciséis años, cuando conoció al que sería su marido, Giorgio. Otro hombre, apegado a la tierra como ella. En este caso, todavía mucho más, porque trabajaba en la de sus padres y para las multinacionales o latifundistas de la zona –muchos de ellos, conocidos mafiosos; antes de que se centraran en otros negocios más lucrativos, como el de las drogas-. Ambos sabían que si querían hacer realidad su sueño -tener un trozo de tierra que pudieran trabajar como quisieran y que les permitiera tener unos recursos aceptables-, necesitaban partir con una suma de dinero más grande de la que podrían obtener en Italia. Tomaron la decisión de marcharse al extranjero, aunque fuera sólo durante un periodo corto de tiempo.

            A los veinte años, en septiembre de 1975, y por mediación de unos amigos que tenían un restaurante italiano, en los Alpes franceses, en Sallanches, entre el Mont Blanc y el lago de Annecy, comenzaron su aventura. En esos tiempos había una amplia y bien asentada comunidad de inmigrantes, mayoritariamente italianos, portugueses y españoles. Sus clientes eran suizos y franceses y algún turista alemán o italiano. Se adaptaron a sus costumbres, aunque echaban de menos las de su tierra natal. Aprendieron aspectos básicos como la adquisición de los ingredientes adecuados, la importancia de los huertos ecológicos, la preparación del material y el trato con el cliente, que más tarde introducirían en su propio negocio. Los dos tuvieron claro que este sólo sería un primer paso. El objetivo final era volver a Italia y dedicarse al trabajo de la tierra, la suya.

            Ese momento llegó en la década de los ochenta. Muchos de sus amigos y familiares se quedaron allí, en Francia, y aún siguen visitándolos de vez en cuando. Ellos regresaron. No eran tiempos fáciles. La crisis del petróleo no ayudó. Tampoco el cambio de tendencia; muchos pequeños y medianos propietarios tuvieron que vender sus tierras, en ese momento, a grandes multinacionales o empresas, favorecidas por grupos mafiosos más o menos conocidos, que, como ya he comentado, durante las siguiente dos décadas convirtieron terrenos de cultivo familiares en amplios e infinitos invernaderos, donde contrataban a los hijos de esos antiguos propietarios. Ni Francesco ni Anna se arredraron. No habían trabajado más de diez años en el extranjero para rendirse ante los primeros inconvenientes. Mucho antes de que se pusiera de moda, se esforzaron en levantar un pequeño huerto ecológico, un restaurante y un terreno en el que pudieran cultivar alimentos básicos.

            Mientras tanto, Anna se quedó embarazada en dos ocasiones. Un niño y una niña: Francesco y Francesca. Francesco, cuando creció, trabajaba en los invernaderos, pero también ayudaba en el terreno familiar. Francesca estudió agronomía. Estaba claro que habían heredado de sus progenitores la pasión por la tierra.

            En los invernaderos se apostaba por verduras –sobre todo el tomate y la lechuga- y por frutas, fuera de temporada -como el mango, la lima, el kiwi, o menos exóticas, como la uva, la manzana, la naranja o el limón- y, tras recogerlas, se exportaban a los países del Norte de Europa. Sin embargo, ningún producto era más valorado que la mozzarella de búfala. Nadie podía competir con los precios de estas multinacionales, así que sólo quedaba trabajar para ellos y dedicar el resto del tiempo a consolidar un negocio pequeño, buscando un tipo de cliente diferente, más exigente y respetuoso con el medio ambiente. Fue una labor ardua, pero a finales de los noventa, tras momentos en que estuvieron a punto de tirar la toalla, las modas cambiaron, lo ecológico –como forma de vida- comenzó a encontrar su espacio en la economía de mercado –aunque fuera reducido- y Giorgio y Anna pudieron mantenerse.

            Habían elegido una zona cuya tierra es rica. Siempre lo ha sido. Podían ver a lo lejos el Vesuvio, aunque es cierto que estaban a la suficiente distancia para que la larga mano de los intereses urbanísticos no les afectara tanto. Giorgio había comprado un terreno a las afueras de Paestum, entre las montañas y las ruinas de los templos, una tierra fértil, bien alimentada por riachuelos, que bajaban repletos de agua en primavera y que nunca se secaban.

            Sólo abrían el restaurante en verano –el resto del año hubiera sido una pérdida de tiempo y dinero- y apostaban por una comida popular y sencilla –la misma que hacían los padres de Anna-. Consiguieron una clientela fija y fiel. Además, Anna convenció a Giorgio para acoger a lo largo del año –sobre todo en primavera, verano y otoño- a parejas o familias de turistas que visitaban Paestum por los templos o la playa. Para ello acondicionó dos casetas y las transformó en habitaciones con sus respectivos baños. Estuve en uno de aquellos habitáculos a finales de abril del 2017.

Las personas alojadas fueron una buena fuente de ingresos. Giorgio los trataba poco; era un hombre más seco y adusto. Anna, en cambio, era una gran anfitriona y le gustaba hablar con ellos y conocer sus historias y saber de sus experiencias vitales.

            Era un matrimonio feliz. Por la mañana se levantaban temprano. El hijo y la hija se marchaban a sus respectivos trabajos –él, cerca de Salerno; ella, en Nápoles-; Giorgio, se encargaba de alimentar a los animales –gallinas, cabras, cerdos, al que se añadían dos perros y varios gatos- y roturar el trozo de tierra o cuidar del huerto ecológico. Anna se ocupaba de sus clientes –preparando el desayuno o limpiando las habitaciones-. Por las tardes, en verano, todos colaboraban en el restaurante, que, sobre todo, los fines de semana, se llenaba. Los inviernos eran más aburridos y menos productivos, pero siempre encontraban alguna tarea que hacer.

            No buscaban nada más, ni deseaban otra cosa que disfrutar de su tierra y de la vida que habían elegido. Visitaban a sus amigos de Francia o a sus familiares de Nápoles. Era una vida tranquila. Llegaron los nietos. Francesco vivía en una finca vecina con su mujer y sus hijos. Francesca se movía entre Nápoles y Paestum; no tenía pareja y tampoco deseaba hijos.

            Francesco falleció en el 2030. Anna le echó de menos, pero no por ello, dejó su tierra. No estaba dispuesta a morir en una residencia de ancianos. Y así fue. En el 2035 enfermó gravemente. Pidió a sus hijos que no la llevaran a un hospital. Y murió en su cama, cerca de su huerto, sus animales, sus plantas, una mañana de otoño.


                                                                                         

















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