REGINA SOLERA PÉREZ
Tarancón, 1917-Gandía, 2010
Hija de
Alejandro Caballero y Fernanda Pérez, Regina fue la quinta de nueve hermanos. De
los primeros años en Tarancón no recordaba nada. Alguna imagen suelta, que tal
vez confundía con otras más tardías, en las mismas calles o casas. En 1921 la
familia se trasladó a una casilla de Huelves; el padre, peón caminero, trabajaba
por los alrededores.
Y es entonces, cuando ella
tendría cinco, seis años, es allí, a ese momento, a ese lugar al que vuelve al
final de su vida. Imágenes de felicidad, pobreza compartida, idealizada. Todos
jóvenes, juntos, unidos. Le venía a la mente como un flash la imagen de la
carretera. Riánsares, Víctor, Severiano y ella jugaban a unos metros de una
casilla, que no tenía ni agua, ni luz, ni electricidad. Su madre los llamaba la
atención para que no se acercaran demasiado al camino, cuando pasaba un carro o
algún vehículo. En ese momento, no dejaba de ser un proyecto, un esbozo de lo
que sería la A-40 o la nacional 400. Jugaban con alguna pepona, muñecas de
porcelana o de cartón. Regina recordaba un pequeño huerto donde plantaban
lechugas o tomates.
Se lavaban
en cubos de agua, traídos del pozo. No tenían retrete. Hacían sus necesidades a
unos metros, en el campo, en un diminuto cubículo de madera. Se quitaban los
piojos y las liendres con paciencia. Se sentaban en una silla y la madre o la
hermana, por detrás, iba cogiéndolas una a una y aplastándolas, a continuación,
con el dedo gordo.
Los niños no veían a su padre en todo el día. Su madre,
cuando podía, le llevaba la comida al marido. Cuando Alejandro volvía del
trabajo, montado en bici, si le trasladaban a unos cuantos kilómetros, o a pie,
si estaba cerca, solía traerles, dependiendo de la temporada, nueces, higos o
almendras, estrujados en la cartera.
Mi bisabuelo
se ocupaba de limpiar las cunetas y de apartar a un lado la vegetación o
malezas que estorbaran en el tramo que le asignaban. Entonces, las carreteras
estaban hechas de piedra machacada o piedra caliza, que en el caso de Cuenca
llegaban de zonas limítrofes como el Cerro Molino, Fuente Pinilla, Cepo Negro,
Monte Aragón y para el recebo, es decir, lo que servía para igualar el firme,
utilizaban piedra sílice, generalmente de El Cantorral, Magadallano y Cepo
Negro. Las dimensiones de la piedra debían ser de entre cinco y ocho
centímetros para la caliza y de tres a cuatro para la sílice. El contratista
tenía entre tres y cuatro años para terminar el tramo. El agua para todas estas
obras venía del río Giguela, Fuente de Uclés y el Arroyo.
Los peones
camineros debían, además, arreglar cualquier tipo de desperfecto, fueran hoyos
o socavones, que rellenaban con arena o cantos rodados. A su disposición tenían
un pico, una azada y un cesto de mimbre para las tareas de mantenimiento. Les
asignaban, generalmente, un tramo de entre cuatro a ocho kilómetros. Su labor
era dura: “desde que salga el sol hasta
que se ponga, se decía.
Cuando
terminaban de comer, a media tarde, los niños se ponían a estudiar. Aprendían a
leer y a escribir. Su madre les solía ayudar en las tareas. O su padre, después
de cenar. Les enseñaban también los números romanos, a sumar y a restar, los
días de la semana, los meses del año, los nombres de los dedos de la mano…
Regina me dijo que por las noches cenaban todos
juntos. En familia. La emocionaba verlos otra vez, aunque sólo fuera en el
recuerdo. En silencio, sin rechistar. Si no se portaban bien en la mesa,
recibían un sopapo o una colleja. El padre era muy estricto. “Eran otros
tiempos”, me confesó, “recibíamos una educación
diferente; tratábamos de Usted a los padres,
no como ahora…”
Todos comían
de la misma olla. Recordaba la alimentación: patatas, algo de verdura, gachas,
una hogaza de pan. Otras veces, ensalada con tomate, fruta, pan, caldo, potaje,
con suerte. Escasa carne y pescado… “agua
y… a dormir”, como se decía. Echaba de menos las patatas guisadas. No
tendrían más que unos platos y cucharas. Algunas sillas o un banco de piedra
corrido, alrededor de la mesa de madera. Y llevarían ropa con decenas de
costurones y descolorida a causa del uso y el paso del tiempo.
Los hermanos
solían dormir juntos en la misma cama. Ella, con Riánsares. Regina recordaba
como a veces escuchaba a un ratoncito por las noches. Roía el serrín de la
madera. A la mañana siguiente había desaparecido. Pensaba en el ratoncito
Pérez, el que dejaba regalos a cambio de un diente de leche.
María, su
sobrina, mi madre, años después, me tranquilizaba, cuando yo perdía uno de
estos dientes, con esta historia infantil. Me dormía, entonces, ilusionado, y a
la mañana siguiente, en lugar del diente, encontraba siempre un dulce o un
chocolate del mismo tamaño.
A finales del 1923 y principios del 1924 volvieron a Tarancón. Allí pasó el resto de su infancia en la calle Marqués
de Remisa, en el número 21. El sueldo del cabeza de familia facilitó que
pudieran comprar un patio, a unos metros de la casa familiar, en el que
tendrían algún burro, conejos, cerdos. Allí se llevarían a cabo muchas comidas
familiares. Iban al cine; veían películas mudas, los domingos por la tarde, sobre todo las de Chaplin.
Trabajaban como costureras en los días de diario.
La llegada de la República
supondría en Tarancón para miles de personas, como en muchas zonas agrícolas, una
esperanza de que hubiera repartos de tierra más justos. No sería hasta bien
entrada la guerra civil cuando se produjo una colectivización de las
propiedades con una evidente fecha de caducidad.
En el 1936 Regina tenía dieciocho
años. Trabajaba por entonces en alguna fábrica textil o en telares privados o
familiares. La parte más cuantiosa de lo que llegaba a la familia lo traían el
padre y el tercer hijo, Alejandro, como jornalero. Los dos mayores ese año ya
vivían lejos de Tarancón. La mayor, Críspula, en Madrid. El segundo, Víctor, mi
abuelo, en Barcelona.
El estallido del conflicto
coincidió con ese momento en que los hijos empiezan a salir del cascarón
familiar y buscan su propio camino. Regina fue al frente de Teruel, nada más
empezar la guerra. Marchó con milicias anarquistas a la sierra, al límite entre
Teruel y Guadalajara, a la zona de Valdemeca; querían evitar que bajaran los
nacionales desde allí. Es posible, que ella fuera, como apoyo, en calidad de
enfermera.
Regina ayudó desde el principio
en los hospitales de la zona. Hizo “labores
de campo”, y algo de propaganda, aunque no mucha, pero, sobre todo, curó a
cientos de soldados heridos. Intentó hacer cursillos y obtener la titulación
necesaria para hacer realidad su sueño: ser enfermera. Le gustaba, como ella
apuntó en un informe oficial, “el trabajo
sanitario”. En el verano del 1938 con la ayuda económica que le proporcionaba
su afiliación al partido comunista –desde finales del 37- fue a Cuenca para
obtener una acreditación oficial y sacarse la educación primaria. No era buena
estudiante, pero se esforzó. Tampoco las circunstancias económicas y sociales
que vendrían en los años posteriores, le ayudarían. Sería un sueño frustrado.
El final de la guerra la obligó a
buscar un trabajo en Madrid. Quedarse en Tarancón, por otros motivos, -aunque
su implicación política no había pasado de colaboraciones puntuales, las
rencillas personales podían acabar señalándola- sería peligroso, así que Madrid
fue el siguiente paso. No sólo para ella, sino para miles de hombres y mujeres:
instinto de supervivencia en unos tiempos muy duros. Allí, en Madrid, vivía su
hermana Críspula y la acogió en su casa junto a sus hijas Valentina y María y
su marido. A Regina no le fue difícil encontrar un puesto de sirvienta.
Críspula conocía a mucha gente y vivía en el centro de la capital, en la calle
Velázquez, en pleno barrio de Serrano.
La vida de Regina cambió, cuando
conoció a José Sinde Gómez y se enamoró de
él. ¿Cómo contar una historia de amor trágica? No lo sé. A lo mejor
basta hacerlo de manera sencilla, con los datos en la mano. Sí, así será
suficiente.
Los Sinde, los tíos de Pepe,
vivían desde finales de los años veinte en el bajo de la calle Velázquez, en el
número 26. Los Solera, Críspula y su familia, en el ático, desde los años
treinta. Dos nuevos inquilinos ocuparon las viviendas a partir de la caída de
la República, en abril del 39: Regina y Pepe.
Saludos, sonrisas amables, educadas. Los Sinde y los Daguerre-Solera
habían sido vecinos durante más de una década y ninguno de ellos se había
involucrado durante la guerra en organizaciones políticas, sindicales o tenía
delitos de sangre; así que su relación sería respetuosa y cordial. Pepe tenía
su encanto; era simpático y bondadoso. También terco, riguroso, perfeccionista y obsesivo. Por otro lado, no era tímido ni seco de trato; más bien, todo lo
contrario. El carácter de Regina, en ese tiempo, aún sería el de una jovencita
algo ingenua. No tendría la dureza que observo más adelante en otras
fotografías. Aunque eso sí, no dudo que, como todos los Solera, no daría su
brazo a torcer en ningún momento. Eran fuertes, independientes y muy testarudos y
lo siguen siendo, con pocas excepciones.
Al principio, holas y adioses; después, conversaciones más
largas. Hablarían de la familia, del trabajo. Él le hablaría de su Galicia
natal; ella, de Tarancón. Seguramente todo esto en la portería, delante de su
tío o de Críspula, que estarían atentos a todos los detalles o gestos de los
dos jóvenes.
Pasaron meses hasta que Regina dio el sí a una primera cita. Pepe se lo
plantearía una tarde, al volver del trabajo. Regina lo hablaría con su hermana
esa misma noche. La tarde del domingo doce de noviembre de 1939 fue “la
primera salida con Regi”. Así lo escribió Pepe en un trozo de papel. Un
paseo por el Retiro. ¿Se subirían a la barca del lago? ¿La invitaría a algún
dulce o a castañas asadas? Chocolate caliente. Sí, seguramente. Aún no se
cogerían de la mano. Críspula estaría allí con las niñas, seguramente, ojo
avizor.
Un día de otoño en Madrid. Los conozco. La luz tiene un pálpito especial.
Las hojas del Retiro han cambiado de color. Muchas de ellas ya se encuentran en
el suelo. El barrendero se encarga de limpiar a primera hora de la mañana toda
la hojarasca. La temperatura no superará los diez grados; no hace mucho frío. Aún
así, es conveniente llevar un abrigo. Un mal resfriado o una pulmonía en estos
tiempos, cuando las vacunas escasean o alcanzan precios desorbitados en el
mercado del estraperlo pueden ser muy peligrosos. La simpatía del chico, la
vitalidad de Regina. Nacía una historia de amor. Como tantas otras. Todos
querían olvidar la guerra, que la vida continuara…
Llegó el diez de febrero. Un sábado. Eran las seis de la tarde y treinta
minutos. A esa hora, seguramente, Pepe y Regina volvían del Retiro. Tal vez los
acompañaran Críspula y sus dos hijas. No hay constancia oficial, pero estoy
seguro de que fue detenido delante del portal. Es posible que su tío le
señalara al policía, Don Domiciano Valle, quién era su sobrino. Críspula
apartaría a las niñas y se las llevaría dentro. José Sinde no intentó escapar;
esperaba este momento. Regina no sabría qué hacer. Pepe intentaría
tranquilizarla, le diría que todo se solucionaría.
El número de presos a lo largo de 1940 superó los tres mil. Una epidemia
de tifus exantemático, transmitida por los piojos, se extendió en el invierno
de ese año por la cárcel. Fue necesario reubicar a los penados en los centros
de internamiento de otras provincias. En cualquier momento podía llegar la
orden de traslado. Pepe lo sabía. Eso le alejaría de Regina.
Ella le visitaba casi todos los días, en los meses que Pepe estuvo en
la cárcel de Santa Rita. ¿Cómo serían esas visitas? Entre rejas, trayéndole
mantas, ropa, comida. Quizá se pudieran tocar, cogerse de la mano. Palabras de
consuelo. Promesas en las que se hablaba de esperar, de tener paciencia y
valor.
En noviembre de 1940, fue llevado lejos, a cientos de kilómetros de
Regina, a la cárcel del Dueso, en la provincia de Santander. Allí permaneció
dos años y medio hasta que el catorce de mayo de 1943 fue trasladado de nuevo a
Santa Rita. Veintisiete de enero de 1944. Se le concede la libertad
condicional. Se domicilia en la calle Velázquez, número 26, en el sotabanco.
Pepe tenía a Regina, afortunadamente. Regina trabajaba como sirvienta.
Críspula y Juan lo acogieron en su casa. Ellos serían su nueva familia. Su
felicidad fue corta; Pepe estaba muy enfermo. José Sinde Gómez fue ingresado el
martes doce de junio del 45, sobre las dos de la tarde. Fue colocado en la sala
diez, cama nueve.
Escribió una carta de amor a lápiz, en sucio, carta que debió leer
Regina.
“…solo estoy con mi conciencia y, una vez más, hecho el examen de
conciencia deduzco lo que sigue: que mi amor por Regi es noble y puro; que su
vida es la mía; que mi corazón jamás latirá por ninguna otra mujer; que su
felicidad será la mía; que si su amor me fallara, mi vida terminaría al día
siguiente; que jamás podré ser feliz si tú estás triste; en fin, que prefiero
la muerte mas cruel a la pérdida de su amor…Hoy, cuando mi salud falla y
temo no recuperarla, juro que si mi vida se extingue, no así ocurra a mi amor y
con un solo pensamiento bajaré a la tumba: Regi, mi amor y mi vida.”
José Sinde Gómez fallece a las
cuatro de la tarde del martes diecinueve de junio de 1945 a la edad de
veintiocho años. Regina se ocupó de adecentarlo un
poco, limpiarlo, lavarlo. Cuando alguien se muere, suelta todos los gases, la
orina, los excrementos. Es una tarea ingrata. Quiso encargarse ella sola, sin
ayuda de las monjas. Ya lo había hecho antes, muchas veces durante la guerra
civil, con los soldados que morían desangrados o por infecciones en el
Hospitalillo de Tarancón.
Pepe fue enterrado, de manera
provisional, según se puede leer en un documento oficial, el veinte de junio de
1945. Ahora, allí, hay un montículo de tierra, sin nombre. Es un lugar
melancólico con lápidas de más de cien años. La maleza, la hierba, el moho han
devorado la piedra y el mármol. Esas son las marcas que deja el tiempo. El
dieciséis de abril de 1956 sus restos acabaron en una fosa común.
La vida de Regina no acabó aquí. Vivió sesenta años más.
Siguió trabajando de sirvienta; entre sus señores tuvo a la familia de
los Borbones. Contaba que alguna vez dio de desayunar al que sería luego el rey
Juan Carlos. Era una monárquica convencida. Recuerdo los cientos de revistas y
recortes que tenía en su casa, en los que aparecían las bodas, bautizos y
comuniones de los reyes y sus hijos. Mi madre heredó este vicio.
En 1946 los juzgados especiales para la represión de la masonería y del
comunismo, buscando entre papeles, encuentran datos sobre las actividades de
Regina en la guerra civil. En marzo del 46, como ocurrió con Pepe en 1940,
estaban muy interesados en descubrir su paradero. Sin embargo, en junio, de
repente, todo el procedimiento es archivado. ¿Qué sucedió? Creo que un fiscal
del Tribunal Supremo, José González Donoso, para el que trabajaba como sirvienta
por esas fechas, tomó cartas en el asunto y presionó para que Regina no fuera a
la cárcel. ¿Por qué lo hizo? Nunca lo sabremos. Pudo ser para no comprometerse
–era un alto cargo y tenía desde hacía varios años a Regina-, que lo
considerara innecesario –ella no tuvo ninguna implicación política desde la
guerra civil- o tal vez porque pensara que Regina ya había sufrido suficiente.
Gracias a sus contactos, consiguió en los años sesenta, seguramente en el
verano del 64 –conservo un carné fechado en julio-, un puesto de portera en el
centro de Madrid, muy cerca de la calle Hortaleza, a unos minutos de la Gran
Vía. Se asentó en la capital, pero no olvidó sus raíces. Volvía frecuentemente
a Tarancón para visitar a sus hermanos; sobre todo a Riánsares y a Rosa.
Regina no pudo tener hijos, aunque los
deseó y mucho. Su última oportunidad llegó con Ángel. Era taxista. Se casaron
el 3 de octubre de 1957; Regina iba a cumplir en ese mismo mes de noviembre los
cuarenta años. Acto desesperado, inútil. Demasiado tarde. El sueño no se hará
realidad. Me hablaron de dos abortos naturales. A los pocos meses de embarazo,
en ambos casos. Vientre vacío, muerto. Aceptación. No los tendrá. No habrá
maternidad. Con Pepe podría haber sido, pero él murió. Pudo ser. No fue.
Olvidemos. Sigamos hacia delante.
La relación con Ángel debió deteriorarse. Ángel buscó a una mujer más
joven. Y esta sí le dio un niño. Todo ha terminado cuando Regina decide volver
a trabajar como portera. Busca su espacio. Ángel ya es pasado. Aunque no podían
divorciarse legalmente, -esa hipocresía de la España franquista, alimentada por
una moralidad enfermiza; estaban separados, pero legalmente seguían casados- a
finales de los sesenta, cada uno tomó su propio camino.
Cuando venía de la casa de Críspula, que todavía vivía en la calle
Velázquez, e iba a su trabajo, se solía bajar en la estación de metro más
cercana, la de José Antonio, la actual Gran Vía. El taquillero con el que
coincidía se llamaba José Luis. Era un hombre atrevido, agradable, de
constitución fuerte y robusta. La piropeaba como se hacía entonces –a veces,
con poco tacto-, y le propuso salir juntos. Había un problema; él estaba
casado. Su mujer, muy enferma.
Regina buscó consejo, como siempre, en Críspula. Le confesó a su hermana
que le gustaba, le parecía atractivo, pero que no le agradaba demasiado la idea
de ser una amante o un lío pasajero. Y empezaba a agobiarle la insistencia de
José Luis. Críspula escuchó. Y al día siguiente bajó a la calle, se dirigió a
la estación de metro, preguntó por José Luis y habló seriamente con él. Fue una
conversación en la que Críspula le dejó las cosas claras. José Luis se apartó.
Cuando murió su esposa, meses después, José Luis volvió a hablar con Regina.
Encontró a una confidente. Y a los pocos meses volvió a proponerle otra cita.
Esta vez no había ningún impedimento. Aceptó.
Cuando
el hijo de José Luis, José, se independizó, y los dos se jubilaron, Regina se
fue a vivir a la casa de él. Mis padres, mi hermano y yo, los días de fiesta y
muchos fines de semana, íbamos a su casa de la calle de Dr. Esquerdo. Además,
pasábamos juntos los veranos en Gandía. En una ocasión, después de comer, José
Luis llamó a mi hermano.
-¡Ven
aquí, Raúl! Te voy a enseñar una cosa.
José
Luis estaba sentado en una hamaca de la terraza; desde allí se veía la primera
línea de playa. Tenía un periódico en las manos.
-¿Qué
crees que es verdad en este periódico?
Raúl lo
miró; le dijo, sin mucha convicción que las noticias internacionales, las de
deportes, sociedad…
-No. Lo
único verdadero es esto –y señaló la fecha del periódico-. Y ni siquiera estoy
seguro. Todo lo que cuentan es mentira.
Pasaron
los años. Regina y José Luis fueron felices, en una vejez tranquila, sin
sobresaltos, hasta que él, cuando llegó a los ochenta y cinco años, empezó a
abandonarse. Un día volvió de su paseo por el Retiro. Le dijo a Regina que ya
no saldría más. Y cumplió su promesa. Después, dejó de hablar, de recordar. Se
convirtió en un cadáver ambulante que Regina intentaba desesperadamente
mantener con vida.
José
Luis murió en su cama, junto a Regina. Ella me contó que esa noche lo habían
traído de una residencia -a donde lo habían trasladado un mes antes para
cuidarle mejor- y que ya estaba muerto o muriéndose, cuando lo dejaron en su
cama; que de noche sintió que su cuerpo se había enfriado.
Ocurrió
en la mañana del 8 de julio del 2006. Regina se ocupó
de adecentarlo un poco, lavarlo, limpiarlo. Había soltado todos los gases, la
orina, los excrementos. Es una tarea ingrata. Lo hizo ella sola. Otra vez. Hubo
que abrir todas las puertas para que el olor a podredumbre y muerte –agrio,
irritante- desapareciera. Cuando levantaron el cadáver, Regina lo
abrazó. Y lloró.
En cuanto José Luis murió, a los seis meses, fue incapaz de valerse por
sí misma. Dejó de cocinar y limpiar la casa. Estaba agotada, cansada,
desconectada del mundo. Ya no podía más. Ella también se había rendido… Perdió
la memoria.
Cuando mi madre y yo la visitábamos en la residencia donde fue ingresada
–al no poder ya mi madre ocuparse de ella-, siempre nos confundía con sus
hermanos, con Riánsares, Saturnino, Rosa, o se preguntaba, de repente, por qué
no la llamaban sus padres; se obsesionaba con personas que ya hacía mucho que
habían muerto y con llamadas de teléfono que nunca llegarían.
Volvía a su infancia. Creía estar de nuevo en Tarancón.
Allí le hice una fotografía, la última que conserva de ella. Las arrugas
cubren todo su rostro. Mira a un lugar indefinido. Ya no hay memoria en el
interior de sus pupilas. Ahora su memoria soy yo.
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