sábado, 5 de mayo de 2018

REGINA

REGINA SOLERA PÉREZ
Tarancón, 1917-Gandía, 2010

            Hija de Alejandro Caballero y Fernanda Pérez, Regina fue la quinta de nueve hermanos. De los primeros años en Tarancón no recordaba nada. Alguna imagen suelta, que tal vez confundía con otras más tardías, en las mismas calles o casas. En 1921 la familia se trasladó a una casilla de Huelves; el padre, peón caminero, trabajaba por los alrededores.

Y es entonces, cuando ella tendría cinco, seis años, es allí, a ese momento, a ese lugar al que vuelve al final de su vida. Imágenes de felicidad, pobreza compartida, idealizada. Todos jóvenes, juntos, unidos. Le venía a la mente como un flash la imagen de la carretera. Riánsares, Víctor, Severiano y ella jugaban a unos metros de una casilla, que no tenía ni agua, ni luz, ni electricidad. Su madre los llamaba la atención para que no se acercaran demasiado al camino, cuando pasaba un carro o algún vehículo. En ese momento, no dejaba de ser un proyecto, un esbozo de lo que sería la A-40 o la nacional 400. Jugaban con alguna pepona, muñecas de porcelana o de cartón. Regina recordaba un pequeño huerto donde plantaban lechugas o tomates.

            Se lavaban en cubos de agua, traídos del pozo. No tenían retrete. Hacían sus necesidades a unos metros, en el campo, en un diminuto cubículo de madera. Se quitaban los piojos y las liendres con paciencia. Se sentaban en una silla y la madre o la hermana, por detrás, iba cogiéndolas una a una y aplastándolas, a continuación, con el dedo gordo.

            Los niños no veían a su padre en todo el día. Su madre, cuando podía, le llevaba la comida al marido. Cuando Alejandro volvía del trabajo, montado en bici, si le trasladaban a unos cuantos kilómetros, o a pie, si estaba cerca, solía traerles, dependiendo de la temporada, nueces, higos o almendras, estrujados en la cartera.

Mi bisabuelo se ocupaba de limpiar las cunetas y de apartar a un lado la vegetación o malezas que estorbaran en el tramo que le asignaban. Entonces, las carreteras estaban hechas de piedra machacada o piedra caliza, que en el caso de Cuenca llegaban de zonas limítrofes como el Cerro Molino, Fuente Pinilla, Cepo Negro, Monte Aragón y para el recebo, es decir, lo que servía para igualar el firme, utilizaban piedra sílice, generalmente de El Cantorral, Magadallano y Cepo Negro. Las dimensiones de la piedra debían ser de entre cinco y ocho centímetros para la caliza y de tres a cuatro para la sílice. El contratista tenía entre tres y cuatro años para terminar el tramo. El agua para todas estas obras venía del río Giguela, Fuente de Uclés y el Arroyo.

Los peones camineros debían, además, arreglar cualquier tipo de desperfecto, fueran hoyos o socavones, que rellenaban con arena o cantos rodados. A su disposición tenían un pico, una azada y un cesto de mimbre para las tareas de mantenimiento. Les asignaban, generalmente, un tramo de entre cuatro a ocho kilómetros. Su labor era dura: “desde que salga el sol hasta que se ponga, se decía.

Cuando terminaban de comer, a media tarde, los niños se ponían a estudiar. Aprendían a leer y a escribir. Su madre les solía ayudar en las tareas. O su padre, después de cenar. Les enseñaban también los números romanos, a sumar y a restar, los días de la semana, los meses del año, los nombres de los dedos de la mano…

Regina me dijo que por las noches cenaban todos juntos. En familia. La emocionaba verlos otra vez, aunque sólo fuera en el recuerdo. En silencio, sin rechistar. Si no se portaban bien en la mesa, recibían un sopapo o una colleja. El padre era muy estricto. Eran otros tiempos”, me confesó, “recibíamos una educación diferente; tratábamos de Usted a los padres, no como ahora…

Todos comían de la misma olla. Recordaba la alimentación: patatas, algo de verdura, gachas, una hogaza de pan. Otras veces, ensalada con tomate, fruta, pan, caldo, potaje, con suerte. Escasa carne y pescado… “agua y… a dormir”, como se decía. Echaba de menos las patatas guisadas. No tendrían más que unos platos y cucharas. Algunas sillas o un banco de piedra corrido, alrededor de la mesa de madera. Y llevarían ropa con decenas de costurones y descolorida a causa del uso y el paso del tiempo.

Los hermanos solían dormir juntos en la misma cama. Ella, con Riánsares. Regina recordaba como a veces escuchaba a un ratoncito por las noches. Roía el serrín de la madera. A la mañana siguiente había desaparecido. Pensaba en el ratoncito Pérez, el que dejaba regalos a cambio de un diente de leche.

María, su sobrina, mi madre, años después, me tranquilizaba, cuando yo perdía uno de estos dientes, con esta historia infantil. Me dormía, entonces, ilusionado, y a la mañana siguiente, en lugar del diente, encontraba siempre un dulce o un chocolate del mismo tamaño.

A finales del 1923 y principios del 1924 volvieron a Tarancón. Allí pasó el resto de su infancia en la calle Marqués de Remisa, en el número 21. El sueldo del cabeza de familia facilitó que pudieran comprar un patio, a unos metros de la casa familiar, en el que tendrían algún burro, conejos, cerdos. Allí se llevarían a cabo muchas comidas familiares. Iban al cine; veían películas mudas, los domingos por la tarde, sobre todo las de Chaplin. Trabajaban como costureras en los días de diario.

La llegada de la República supondría en Tarancón para miles de personas, como en muchas zonas agrícolas, una esperanza de que hubiera repartos de tierra más justos. No sería hasta bien entrada la guerra civil cuando se produjo una colectivización de las propiedades con una evidente fecha de caducidad.

En el 1936 Regina tenía dieciocho años. Trabajaba por entonces en alguna fábrica textil o en telares privados o familiares. La parte más cuantiosa de lo que llegaba a la familia lo traían el padre y el tercer hijo, Alejandro, como jornalero. Los dos mayores ese año ya vivían lejos de Tarancón. La mayor, Críspula, en Madrid. El segundo, Víctor, mi abuelo, en Barcelona.

El estallido del conflicto coincidió con ese momento en que los hijos empiezan a salir del cascarón familiar y buscan su propio camino. Regina fue al frente de Teruel, nada más empezar la guerra. Marchó con milicias anarquistas a la sierra, al límite entre Teruel y Guadalajara, a la zona de Valdemeca; querían evitar que bajaran los nacionales desde allí. Es posible, que ella fuera, como apoyo, en calidad de enfermera.

Regina ayudó desde el principio en los hospitales de la zona. Hizo “labores de campo”, y algo de propaganda, aunque no mucha, pero, sobre todo, curó a cientos de soldados heridos. Intentó hacer cursillos y obtener la titulación necesaria para hacer realidad su sueño: ser enfermera. Le gustaba, como ella apuntó en un informe oficial, “el trabajo sanitario”. En el verano del 1938 con la ayuda económica que le proporcionaba su afiliación al partido comunista –desde finales del 37- fue a Cuenca para obtener una acreditación oficial y sacarse la educación primaria. No era buena estudiante, pero se esforzó. Tampoco las circunstancias económicas y sociales que vendrían en los años posteriores, le ayudarían. Sería un sueño frustrado.

El final de la guerra la obligó a buscar un trabajo en Madrid. Quedarse en Tarancón, por otros motivos, -aunque su implicación política no había pasado de colaboraciones puntuales, las rencillas personales podían acabar señalándola- sería peligroso, así que Madrid fue el siguiente paso. No sólo para ella, sino para miles de hombres y mujeres: instinto de supervivencia en unos tiempos muy duros. Allí, en Madrid, vivía su hermana Críspula y la acogió en su casa junto a sus hijas Valentina y María y su marido. A Regina no le fue difícil encontrar un puesto de sirvienta. Críspula conocía a mucha gente y vivía en el centro de la capital, en la calle Velázquez, en pleno barrio de Serrano.

La vida de Regina cambió, cuando conoció a José Sinde Gómez y se enamoró de  él. ¿Cómo contar una historia de amor trágica? No lo sé. A lo mejor basta hacerlo de manera sencilla, con los datos en la mano. Sí, así será suficiente.

Los Sinde, los tíos de Pepe, vivían desde finales de los años veinte en el bajo de la calle Velázquez, en el número 26. Los Solera, Críspula y su familia, en el ático, desde los años treinta. Dos nuevos inquilinos ocuparon las viviendas a partir de la caída de la República, en abril del 39: Regina y Pepe.
Saludos, sonrisas amables, educadas. Los Sinde y los Daguerre-Solera habían sido vecinos durante más de una década y ninguno de ellos se había involucrado durante la guerra en organizaciones políticas, sindicales o tenía delitos de sangre; así que su relación sería respetuosa y cordial. Pepe tenía su encanto; era simpático y bondadoso. También terco, riguroso, perfeccionista y obsesivo. Por otro lado, no era tímido ni seco de trato; más bien, todo lo contrario. El carácter de Regina, en ese tiempo, aún sería el de una jovencita algo ingenua. No tendría la dureza que observo más adelante en otras fotografías. Aunque eso sí, no dudo que, como todos los Solera, no daría su brazo a torcer en ningún momento. Eran fuertes, independientes y muy testarudos y lo siguen siendo, con pocas excepciones.
Al principio, holas y adioses; después, conversaciones más largas. Hablarían de la familia, del trabajo. Él le hablaría de su Galicia natal; ella, de Tarancón. Seguramente todo esto en la portería, delante de su tío o de Críspula, que estarían atentos a todos los detalles o gestos de los dos jóvenes.
Pasaron meses hasta que Regina dio el sí a una primera cita. Pepe se lo plantearía una tarde, al volver del trabajo. Regina lo hablaría con su hermana esa misma noche. La tarde del domingo doce de noviembre de 1939 fue “la primera salida con Regi”. Así lo escribió Pepe en un trozo de papel. Un paseo por el Retiro. ¿Se subirían a la barca del lago? ¿La invitaría a algún dulce o a castañas asadas? Chocolate caliente. Sí, seguramente. Aún no se cogerían de la mano. Críspula estaría allí con las niñas, seguramente, ojo avizor.
Un día de otoño en Madrid. Los conozco. La luz tiene un pálpito especial. Las hojas del Retiro han cambiado de color. Muchas de ellas ya se encuentran en el suelo. El barrendero se encarga de limpiar a primera hora de la mañana toda la hojarasca. La temperatura no superará los diez grados; no hace mucho frío. Aún así, es conveniente llevar un abrigo. Un mal resfriado o una pulmonía en estos tiempos, cuando las vacunas escasean o alcanzan precios desorbitados en el mercado del estraperlo pueden ser muy peligrosos. La simpatía del chico, la vitalidad de Regina. Nacía una historia de amor. Como tantas otras. Todos querían olvidar la guerra, que la vida continuara…
Llegó el diez de febrero. Un sábado. Eran las seis de la tarde y treinta minutos. A esa hora, seguramente, Pepe y Regina volvían del Retiro. Tal vez los acompañaran Críspula y sus dos hijas. No hay constancia oficial, pero estoy seguro de que fue detenido delante del portal. Es posible que su tío le señalara al policía, Don Domiciano Valle, quién era su sobrino. Críspula apartaría a las niñas y se las llevaría dentro. José Sinde no intentó escapar; esperaba este momento. Regina no sabría qué hacer. Pepe intentaría tranquilizarla, le diría que todo se solucionaría.
El número de presos a lo largo de 1940 superó los tres mil. Una epidemia de tifus exantemático, transmitida por los piojos, se extendió en el invierno de ese año por la cárcel. Fue necesario reubicar a los penados en los centros de internamiento de otras provincias. En cualquier momento podía llegar la orden de traslado. Pepe lo sabía. Eso le alejaría de Regina.
Ella le visitaba casi todos los días, en los meses que Pepe estuvo en la cárcel de Santa Rita. ¿Cómo serían esas visitas? Entre rejas, trayéndole mantas, ropa, comida. Quizá se pudieran tocar, cogerse de la mano. Palabras de consuelo. Promesas en las que se hablaba de esperar, de tener paciencia y valor.
En noviembre de 1940, fue llevado lejos, a cientos de kilómetros de Regina, a la cárcel del Dueso, en la provincia de Santander. Allí permaneció dos años y medio hasta que el catorce de mayo de 1943 fue trasladado de nuevo a Santa Rita. Veintisiete de enero de 1944. Se le concede la libertad condicional. Se domicilia en la calle Velázquez, número 26, en el sotabanco.
Pepe tenía a Regina, afortunadamente. Regina trabajaba como sirvienta. Críspula y Juan lo acogieron en su casa. Ellos serían su nueva familia. Su felicidad fue corta; Pepe estaba muy enfermo. José Sinde Gómez fue ingresado el martes doce de junio del 45, sobre las dos de la tarde. Fue colocado en la sala diez, cama nueve.
Escribió una carta de amor a lápiz, en sucio, carta que debió leer Regina.
“…solo estoy con mi conciencia y, una vez más, hecho el examen de conciencia deduzco lo que sigue: que mi amor por Regi es noble y puro; que su vida es la mía; que mi corazón jamás latirá por ninguna otra mujer; que su felicidad será la mía; que si su amor me fallara, mi vida terminaría al día siguiente; que jamás podré ser feliz si tú estás triste; en fin, que prefiero la muerte mas cruel a la pérdida de su amorHoy, cuando mi salud falla y temo no recuperarla, juro que si mi vida se extingue, no así ocurra a mi amor y con un solo pensamiento bajaré a la tumba: Regi, mi amor y mi vida.”
José Sinde Gómez fallece a las cuatro de la tarde del martes diecinueve de junio de 1945 a la edad de veintiocho años. Regina se ocupó de adecentarlo un poco, limpiarlo, lavarlo. Cuando alguien se muere, suelta todos los gases, la orina, los excrementos. Es una tarea ingrata. Quiso encargarse ella sola, sin ayuda de las monjas. Ya lo había hecho antes, muchas veces durante la guerra civil, con los soldados que morían desangrados o por infecciones en el Hospitalillo de Tarancón.
Pepe fue enterrado, de manera provisional, según se puede leer en un documento oficial, el veinte de junio de 1945. Ahora, allí, hay un montículo de tierra, sin nombre. Es un lugar melancólico con lápidas de más de cien años. La maleza, la hierba, el moho han devorado la piedra y el mármol. Esas son las marcas que deja el tiempo. El dieciséis de abril de 1956 sus restos acabaron en una fosa común.
La vida de Regina no acabó aquí. Vivió sesenta años más.
Siguió trabajando de sirvienta; entre sus señores tuvo a la familia de los Borbones. Contaba que alguna vez dio de desayunar al que sería luego el rey Juan Carlos. Era una monárquica convencida. Recuerdo los cientos de revistas y recortes que tenía en su casa, en los que aparecían las bodas, bautizos y comuniones de los reyes y sus hijos. Mi madre heredó este vicio.
En 1946 los juzgados especiales para la represión de la masonería y del comunismo, buscando entre papeles, encuentran datos sobre las actividades de Regina en la guerra civil. En marzo del 46, como ocurrió con Pepe en 1940, estaban muy interesados en descubrir su paradero. Sin embargo, en junio, de repente, todo el procedimiento es archivado. ¿Qué sucedió? Creo que un fiscal del Tribunal Supremo, José González Donoso, para el que trabajaba como sirvienta por esas fechas, tomó cartas en el asunto y presionó para que Regina no fuera a la cárcel. ¿Por qué lo hizo? Nunca lo sabremos. Pudo ser para no comprometerse –era un alto cargo y tenía desde hacía varios años a Regina-, que lo considerara innecesario –ella no tuvo ninguna implicación política desde la guerra civil- o tal vez porque pensara que Regina ya había sufrido suficiente.
Gracias a sus contactos, consiguió en los años sesenta, seguramente en el verano del 64 –conservo un carné fechado en julio-, un puesto de portera en el centro de Madrid, muy cerca de la calle Hortaleza, a unos minutos de la Gran Vía. Se asentó en la capital, pero no olvidó sus raíces. Volvía frecuentemente a Tarancón para visitar a sus hermanos; sobre todo a Riánsares y a Rosa.
Regina no pudo tener hijos, aunque los deseó y mucho. Su última oportunidad llegó con Ángel. Era taxista. Se casaron el 3 de octubre de 1957; Regina iba a cumplir en ese mismo mes de noviembre los cuarenta años. Acto desesperado, inútil. Demasiado tarde. El sueño no se hará realidad. Me hablaron de dos abortos naturales. A los pocos meses de embarazo, en ambos casos. Vientre vacío, muerto. Aceptación. No los tendrá. No habrá maternidad. Con Pepe podría haber sido, pero él murió. Pudo ser. No fue. Olvidemos. Sigamos hacia delante.
La relación con Ángel debió deteriorarse. Ángel buscó a una mujer más joven. Y esta sí le dio un niño. Todo ha terminado cuando Regina decide volver a trabajar como portera. Busca su espacio. Ángel ya es pasado. Aunque no podían divorciarse legalmente, -esa hipocresía de la España franquista, alimentada por una moralidad enfermiza; estaban separados, pero legalmente seguían casados- a finales de los sesenta, cada uno tomó su propio camino.
Cuando venía de la casa de Críspula, que todavía vivía en la calle Velázquez, e iba a su trabajo, se solía bajar en la estación de metro más cercana, la de José Antonio, la actual Gran Vía. El taquillero con el que coincidía se llamaba José Luis. Era un hombre atrevido, agradable, de constitución fuerte y robusta. La piropeaba como se hacía entonces –a veces, con poco tacto-, y le propuso salir juntos. Había un problema; él estaba casado. Su mujer, muy enferma.
Regina buscó consejo, como siempre, en Críspula. Le confesó a su hermana que le gustaba, le parecía atractivo, pero que no le agradaba demasiado la idea de ser una amante o un lío pasajero. Y empezaba a agobiarle la insistencia de José Luis. Críspula escuchó. Y al día siguiente bajó a la calle, se dirigió a la estación de metro, preguntó por José Luis y habló seriamente con él. Fue una conversación en la que Críspula le dejó las cosas claras. José Luis se apartó. Cuando murió su esposa, meses después, José Luis volvió a hablar con Regina. Encontró a una confidente. Y a los pocos meses volvió a proponerle otra cita. Esta vez no había ningún impedimento. Aceptó.

Cuando el hijo de José Luis, José, se independizó, y los dos se jubilaron, Regina se fue a vivir a la casa de él. Mis padres, mi hermano y yo, los días de fiesta y muchos fines de semana, íbamos a su casa de la calle de Dr. Esquerdo. Además, pasábamos juntos los veranos en Gandía. En una ocasión, después de comer, José Luis llamó a mi hermano.

-¡Ven aquí, Raúl! Te voy a enseñar una cosa.

José Luis estaba sentado en una hamaca de la terraza; desde allí se veía la primera línea de playa. Tenía un periódico en las manos.

-¿Qué crees que es verdad en este periódico?

Raúl lo miró; le dijo, sin mucha convicción que las noticias internacionales, las de deportes, sociedad…

-No. Lo único verdadero es esto –y señaló la fecha del periódico-. Y ni siquiera estoy seguro. Todo lo que cuentan es mentira.

Pasaron los años. Regina y José Luis fueron felices, en una vejez tranquila, sin sobresaltos, hasta que él, cuando llegó a los ochenta y cinco años, empezó a abandonarse. Un día volvió de su paseo por el Retiro. Le dijo a Regina que ya no saldría más. Y cumplió su promesa. Después, dejó de hablar, de recordar. Se convirtió en un cadáver ambulante que Regina intentaba desesperadamente mantener con vida.

José Luis murió en su cama, junto a Regina. Ella me contó que esa noche lo habían traído de una residencia -a donde lo habían trasladado un mes antes para cuidarle mejor- y que ya estaba muerto o muriéndose, cuando lo dejaron en su cama; que de noche sintió que su cuerpo se había enfriado.

Ocurrió en la mañana del 8 de julio del 2006. Regina se ocupó de adecentarlo un poco, lavarlo, limpiarlo. Había soltado todos los gases, la orina, los excrementos. Es una tarea ingrata. Lo hizo ella sola. Otra vez. Hubo que abrir todas las puertas para que el olor a podredumbre y muerte –agrio, irritante- desapareciera. Cuando levantaron el cadáver, Regina lo abrazó. Y lloró.
En cuanto José Luis murió, a los seis meses, fue incapaz de valerse por sí misma. Dejó de cocinar y limpiar la casa. Estaba agotada, cansada, desconectada del mundo. Ya no podía más. Ella también se había rendido… Perdió la memoria.

Cuando mi madre y yo la visitábamos en la residencia donde fue ingresada –al no poder ya mi madre ocuparse de ella-, siempre nos confundía con sus hermanos, con Riánsares, Saturnino, Rosa, o se preguntaba, de repente, por qué no la llamaban sus padres; se obsesionaba con personas que ya hacía mucho que habían muerto y con llamadas de teléfono que nunca llegarían.
Volvía a su infancia. Creía estar de nuevo en Tarancón.
Allí le hice una fotografía, la última que conserva de ella. Las arrugas cubren todo su rostro. Mira a un lugar indefinido. Ya no hay memoria en el interior de sus pupilas. Ahora su memoria soy yo.











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