jueves, 3 de mayo de 2018

UNA REDENCIÓN


ARDA DEMIR DENIZ
Ankara, 1985-Mitilene, 2032

            Arda nunca fue un tipo escuchimizado o un hombre débil. Hacía honor a su apellido, Demir, que significa “hierro”, pero el hierro también es inflexible y se oxida, si no se le cuida. Y la sal –su segundo apellido era el de Deniz que significa “mar”- puede convertirlo en un material inútil. A veces los apellidos o los nombres marcan nuestro destino. O se adaptan bien a él, ¡quién sabe!

            El padre de Arda, Kerem, trabajaba de sol a sol en la construcción. Arda lo vio poco durante su infancia. Era un hombre de carácter seco, frío. Su nombre –en turco significa “amable”- no le encajaba. Nunca fue capaz de mostrar afecto y ternura hacia su propio hijo. Es difícil saber por qué se comportó así. Dicen que el abuelo de Arda golpeaba a sus hijos; decía que así les inculcaba unos valores marcados “a sangre y fuego”. Lo necesitaban para sobrevivir a un mundo duro y cruel. Así que el padre de Arda, aunque nunca utilizó la violencia física, como su progenitor, mantuvo con su hijo una inmensa distancia. Arda no le recordaba un abrazo, ni siquiera un beso, después de que cumpliera los ocho años.

            A Kerem se le diagnosticó un cáncer de pulmón en fase terminal. Tardó mucho en ir al médico y cuando lo hizo, era ya demasiado tarde. Arda tendría unos dieciséis años por esas fechas. Fue muy rápido. En unos cuatro meses el hombre fuerte y rudo que conoció se había convertido en un esqueleto, incapaz de moverse. Kerem se negó a morir en un hospital. Se recluyó en su habitación y su esposa, Elif, le cuidó hasta que dejó de respirar. Arda lo vio fumando casi hasta el último día. Recuerda el rostro de su padre por entonces: ojos hundidos, nariz pronunciada y afilada, piel macilenta. Brazos y piernas muy delgados, sin carne. Y con todo, la última mirada que le dirigió tenía una fuerza, una intensidad que le hizo temblar. Su padre nunca le demostró afecto, pero Arda reconocía que fue un cabrón con una voluntad inquebrantable hasta el último suspiro.

            Su madre, Elif –significa “fina, alta” y así lo fue en su juventud e incluso hasta avanzada edad- sobrevivió a su marido. Poco más se puede decir. No era una mujer fácil. Asumió su papel de víctima, pero eso mismo, le permitió soportar los golpes que recibió y la rabia que acumuló. Después convirtió a su hijo en una excrecencia de sí misma, en un apéndice. Tuvo con Arda una relación que podría recordar de manera muy sutil a la que entabló con su propio marido, al que quería controlar, al que agobiaba con sus manías y sus numerosas excentricidades. Como si Elif buscara volver a recuperar en su hijo al hombre del que se enamoró; pero Arda no era Kerem. Y eso, la decepcionaba. Y no dejaba de recordárselo una y otra vez.

            A la muerte de Kerem, Elif decidió irse a Estambul donde vivían dos de sus hermanos. Arda mantuvo el contacto –con cartas y luego por mensajes de texto o wasaps- con un tío paterno, hermano menor de Kerem. Se llamaba Mesut. Y ¿era feliz? –ese es el significado del nombre-. Sí, sin duda. Vivía en la isla de Lesbos y se ocupaba de un restaurante muy apreciado tanto por turistas como por gente del lugar. Arda le quería; le hizo algunas visitas, a veces con su madre; otras veces, por su cuenta, pero Estambul le atrapó como una tela de araña de la que no podía escapar. Estambul y su madre eran un ancla muy pesada, aunque no quisiera reconocerlo.

            Nunca fue buen estudiante. Tuvo que ponerse a trabajar enseguida; los sueldos eran miserables. Su madre le reprochaba su falta de carácter, su holgazanería e indolencia. Dejó esos trabajos; buscó en la calle trapicheos con los turistas. Descubrió que tenía don de gentes, sabía utilizar la palabra para engañar a viajeros despistados, vendiéndoles a más precio objetos como alfombras, lámparas, joyas, que, si hubieran buscado en las tiendas, a unos metros de allí, hubieran encontrado rebajadas. Adquirió muchísima experiencia en estos chanchullos; sólo había que ganarse la confianza del cliente, descubrir su punto flaco y no soltarlo. La mayoría se dejaban hacer –ya fuera por falta de tiempo o porque Arda los enredaba y engatusaba- y compraban el producto en venta. Arda, además, era de un carácter que no admitía réplica; utilizaba argumentos de todo tipo, sabía con recovecos y palabras sutiles atrapar al turista como un pobre insecto. Simulaba darte la mano, pero sin darte cuenta, ya tenía todo el brazo en su poder y estabas perdido. Vampirizaba a su víctima, conseguía lo que quería de ella. Se sentía orgulloso de sus dotes.

            Su madre, no tanto. Cuando llegaba a casa, aunque no sabía exactamente a qué se dedicaba, le reprochaba otra vez no estar a la altura de su padre. Y Arda sentía que todo su cuerpo se le removía. Hubiera deseado insultarla, alejarla de su vida, escapar. No tenía dinero suficiente y tampoco hubiera podido. Unas horas después su madre le pedía ayuda, le decía que estaba enferma y Arda se sentía culpable. El insecto en el interior de su casa era él mismo.

            En la zona de Taksim, detrás de los grandes hoteles, había varios bares de alterne o salas de fiesta. En realidad, tendríamos que hablar de puticlubs elegantes en los que se movía mucho dinero. Alcohol –prohibidos en gran parte de Turquía-, sexo, drogas. El propietario de uno de los locales, el Europa, vio en Arda el talento que necesitaba. Se llamaba Mehmet. Era un hombre pragmático y muy inteligente. Había sabido convertir su negocio en una mina de oro. Le ofreció un puesto en su empresa. Se encargaría de buscar clientes –ricos y adinerados- no tanto por Taksim, sino al otro lado, en la zona histórica, cerca de la Mezquita Azul. Se los traería allí y los desplumarían. Arda aceptó. Al fin y al cabo, a los turistas les sobra el dinero. Las prostitutas eran del Este, la mayoría ucranianas. Venían a Turquía para conseguir mucho dinero en poco tiempo. Primero, tenían que pagar el viaje hasta Turquía y, después, esperaban llevarse una parte de los beneficios que hacían del Europa uno de los bares de alterne más apetecidos por turistas, dispuestos a disfrutar de bailes con prostitutas y, si tenían suficiente dinero, una noche de sexo. Mehmet solía llevarlas, cuando comenzaban, a la isla de Creta. Allí aprendían el idioma, acostándose con los soldados turcos, o con los de la OTAN, y luego, si demostraban su fidelidad al propietario, las traía a Estambul, donde les daba más libertad, aunque nunca perdía el control sobre ellas.

            Arda estuvo a las órdenes de Mehmet durante casi dos años. Interpretaba un papel que fue mejorando con el paso del tiempo. Variaba los detalles, dependiendo si estaba delante de un americano, un inglés, un italiano o un español, pero en líneas generales utilizaba siempre los mismos recursos: ganarse la confianza –les decía que era un turista turco que venía con unos clientes de Arabia Saudí-, se convertía en compañero de viaje de la inocente víctima, a la que le enseñaría lugares atractivos y que no podría descubrir por su cuenta, y tras una o dos horas de charla amigable –a veces cenaban en algunos locales de la zona- los llevaba al bar de alterne, muy lejos de su hotel.

Era el gancho perfecto. Debía mantenerle el mayor tiempo posible en el lugar y, si el turista se daba cuenta e intentaba marcharse, Arda avisaba al propietario y aparecía con una cuenta inflada, malas caras y dos tipos, porteros de discoteca, “armarios” ambulantes que servirían para acobardarlo. Así lo hizo conmigo en abril del 2017.

Sólo en una ocasión Arda recuerda que el turista se rebelara y quisiera llamar a la policía. Acabó con varios golpes en la cara y la amenaza de que recibiría más, si se atrevía a denunciarlo. No lo hizo. Mehmet tenía muchos contactos en la policía; -lo había sido hasta que decidió abrir el negocio-; evitaba situaciones de violencia, a no ser que no tuviera más remedio, pero si sucedían, conocía a muchos compañeros de entonces que le echarían una mano y dejarían en papel mojado cualquier posible denuncia.

Para Arda todo parecía ir viento en popa. Se llevaba bien con algunas de las chicas. Prefería las rubias a las morenas. A veces se acostaba con Iryna, con Xena, con Olha o Mariya. No eran relaciones que pudieran durar mucho; se divertían y punto. Las mujeres turcas le aburrían. Su madre tampoco esperaba que sentara cabeza. Su hijo la tenía que cuidar: era su obligación. Otra mujer no entraba en ese esquema.

Algunas tardes –muy pocas- solía llevar a alguna de sus víctimas potenciales –las que no aceptaban ir al club de alterne- a una salida en barco que recorría el Mar Negro. Les hacía de guía. Le gustaba. Disfrutaba de la brisa y la libertad. No le proporcionaba tanto dinero como el trabajo nocturno, pero para él era mucho más gratificante.

Un día de junio del 2017 Arda volvió a las siete de la mañana a su casa del barrio de Besiktas. Era a esa hora, más o menos, a la que siempre regresaba del trabajo. Cuando abrió la puerta, tuvo un presentimiento. Había demasiado silencio. Su madre solía estar ya levantada y le recibía con el desayuno preparado y las consabidas reprimendas y críticas que le minaban: el palo y la zanahoria. Esta vez no fue así. Entró en la cocina. Los platos no estaban fregados. Comenzó a llamar a su madre. No hubo respuesta. Llegó hasta la puerta de su habitación. La abrió. Estaba a oscuras, con la persiana bajada. Intuyó un bulto en la cama. Se acercó. La tocó. Estaba fría, helada. Supo entonces, antes de levantar la persiana, antes de que viera sus ojos abiertos, mucho antes de que la zarandeara e intentara despertarla, que estaba muerta. Debió de ocurrir nada más acostarse. Un derrame cerebral, dijo el forense.

Arda cambió. Como no podía ser de otra manera. Los tíos de Estambul no le ayudaron demasiado. Su madre y él habían vivido en una burbuja durante más de diez años y decidió mantenerse en ella. En unos meses su vida diaria se resumía en seguir engañando a turistas por las noches, dormir por las mañanas y pasear sin rumbo fijo por las tardes. Se quedó sin amigos, sin familiares. Rompió el contacto con los pocos que tenía.

Por las noches arriesgaba más de la cuenta, cometía errores. Un turista estuvo a punto de darle una paliza; otro le denunció a la policía, pero escapó en el último momento. Además, empezó a trapichear con drogas. Se las ofrecía a los clientes a espaldas del propietario del Europa. Cuando Mahmet lo supo, Arda recibió un primer aviso. No le hizo caso. Al mes, cuando pensaba que lo había engañado, los dos “armarios” le visitaron en su casa. No salió muy bien parado. Le rompieron una costilla y un brazo. Arda sabía que había llegado el momento de marcharse.

¿Dónde podía ir? Recordó a su tío paterno, Mesut. La última vez que le vio había estado en el entierro de su madre y le dijo que si necesitaba ayuda podía ir a Lesbos, que sería bienvenido. No lo pensó mucho. Todavía con el brazo escayolado y la costilla soldándose, compró un billete de autobús en la zona oriental para Esmirna. Allí, al llegar, tomaría un ferry para Lesbos. Avisó a su tío. Mesut le respondió que le recibiría con los brazos abiertos. Arda se emocionó; pensaba, antes de llamarle, que le daría la espalda, pero, cuando habló con él, descubrió que aún tenía una familia. Tal vez podría empezar de nuevo. Al colgar, lloró y se sintió un poco mejor.

Fue un viaje largo. Un día entero desde Estambul. Su tío le esperaba en la estación de autobuses de Esmirna. Le abrazó con firmeza. Fuera por el cansancio acumulado o por la tensión que había soportado, Arda notó que todo su cuerpo temblaba. Esta vez se aguantó las lágrimas.

Mitilene es la mayor población de la isla. Mesut tenía su restaurante en la zona antigua, muy cerca del puerto. Estaba casado con una mujer que ya rondaba, como Mesut, los cincuenta años. Había sido el hermano menor de la familia y no sufrió los golpes y humillaciones de su padre. Al contrario que su hermano mayor, Kerem, era un hombre tierno y amable. Se había casado con una mujer de carácter, Aziza, que admiraba a su marido. No pudieron tener hijos; ella los hubiera deseado, pero fue imposible. A cambio, en el restaurante acogía a muchos y los trataba como si lo fueran. La comida no era el único aliciente para entrar en el local. Eran muy queridos.

Llegar allí para Arda fue un choque. Mitilene no era Estambul. Adaptarse fue complicado. Aunque Mesut y Aziza eran pacientes, muchas veces pensaron en decirle que se marchara, pero afortunadamente, Arda se fue dando cuenta de que no podía seguir así. Colaboró todo lo que pudo en el restaurante y, al final, encontró un trabajo en un barco turístico que recorría la isla. Eso le ayudó a ir encontrando su espacio y calmó las cosas. Alquiló una habitación cerca del centro para tener independencia. Cuando no estaba en el barco, ayudaba en el restaurante de su tío. Empezó a sentirse mejor, más equilibrado, a aceptarse tal como era. Perdonó a su madre y a su padre. Los comprendió.

En una salida con unos amigos –compañeros del barco- conoció a Özlem, -“la largo tiempo deseada, esperada”-. Rondaría los treinta años. Ojos negros, nariz pequeña, un cuerpo joven, fino, cuidado. Era atrevida, tenía un aire occidental que no podía ocultar. Nacida en Mitilene, había vuelto con sus padres hacía medio año. Intentó ser modelo en una agencia de prestigio. Consiguió algunos trabajos, pero el mundillo la decepcionó. Nunca quiso hablar mucho de las experiencias que tuvo. Algunos decían que se había prostituido. En un pueblo -y Mitilene lo es, aunque no lo parezca-, hay siempre muchos rumores. Arda nunca se lo preguntó. No necesitaba saberlo o prefería ignorarlo. Eso lo apreció Özlem. El Arda que conoció ya no era el mismo al que hubiera tratado en Estambul. Arda se daba cuenta. Antes no hubiera buscado en Özlem una complicidad que, como muchos hombres árabes, educados en un machismo ancestral, detestaba cuando trataba con otras mujeres. Se confesaba a su lado y Özlem hacía lo mismo. Eran amigos. En un par de meses la amistad se transformó en amor. Arda la pidió en matrimonio a sus padres. Se casaron en abril del 2022.

Sus últimos años de vida fueron tranquilos. Dicen que fue feliz. Engendró dos niños. El hijo mayor se llamó Mesut, como su tío. A la niña la llamaron Habiba. Fue un buen padre, mientras pudo serlo. Intentó ser afectuoso y cercano. Su esposa y sus hijos cuando hablaban de él, así lo recordaban.

Con sus más y sus menos -¡qué familia no los tiene!- Özlem se integró perfectamente en el entorno de Arda. Desde el principio colaboró en el restaurante de los tíos, al tiempo que criaba a sus hijos. Poco a poco fue asumiendo más responsabilidad en el negocio, mientras Mesut y Aziza descubrían –casi a los sesenta años- que podían delegar en Özlem, encargarse del cuidado de los niños –a los que mimaban como si fueran sus nietos- y disfrutar juntos de más tiempo libre.

En el mes de junio del año 2032 Arda sufrió un ataque al corazón. Estaba solo en su taller –anexo a la vivienda-, y disfrutaba de una afición adquirida en sus últimos años: la carpintería. Cayó sobre el entarimado. No podía levantarse. Tuvo tiempo para llamar por el móvil a Özlem y, luego, se quedó sentado en una esquina del local, dejó sus gafas en el lado derecho, junto a él, en el suelo, y esperó a su esposa y a la ambulancia. Özlem llegó enseguida, unos minutos antes que el servicio médico. Su esposa no dejaba de decirle, temblando como una hoja: “Piensa en los niños, cariño. Todo irá bien”. Fue lo último que escuchó.

Arda no perdió del todo la conciencia hasta que lo llevaron al hospital. Fue operado, pero desgraciadamente los daños eran irreversibles. No salió del coma. Su esposa estuvo con él todas las mañanas, todas las noches, hasta el último momento. Falleció en el mes de octubre de ese mismo año.


Fue enterrado en el cementerio de Mitilene, mirando al mar, como él hubiera deseado. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario