ARDA DEMIR DENIZ
Ankara, 1985-Mitilene, 2032
Arda nunca
fue un tipo escuchimizado o un hombre débil. Hacía honor a su apellido, Demir,
que significa “hierro”, pero el hierro también es inflexible y se oxida, si no
se le cuida. Y la sal –su segundo apellido era el de Deniz que significa “mar”-
puede convertirlo en un material inútil. A veces los apellidos o los nombres
marcan nuestro destino. O se adaptan bien a él, ¡quién sabe!
El padre de
Arda, Kerem, trabajaba de sol a sol en la construcción. Arda lo vio poco
durante su infancia. Era un hombre de carácter seco, frío. Su nombre –en turco
significa “amable”- no le encajaba. Nunca fue capaz de mostrar afecto y ternura
hacia su propio hijo. Es difícil saber por qué se comportó así. Dicen que el
abuelo de Arda golpeaba a sus hijos; decía que así les inculcaba unos valores
marcados “a sangre y fuego”. Lo necesitaban para sobrevivir a un mundo duro y
cruel. Así que el padre de Arda, aunque nunca utilizó la violencia física, como
su progenitor, mantuvo con su hijo una inmensa distancia. Arda no le recordaba
un abrazo, ni siquiera un beso, después de que cumpliera los ocho años.
A Kerem se
le diagnosticó un cáncer de pulmón en fase terminal. Tardó mucho en ir al
médico y cuando lo hizo, era ya demasiado tarde. Arda tendría unos dieciséis
años por esas fechas. Fue muy rápido. En unos cuatro meses el hombre fuerte y
rudo que conoció se había convertido en un esqueleto, incapaz de moverse. Kerem
se negó a morir en un hospital. Se recluyó en su habitación y su esposa, Elif,
le cuidó hasta que dejó de respirar. Arda lo vio fumando casi hasta el último
día. Recuerda el rostro de su padre por entonces: ojos hundidos, nariz
pronunciada y afilada, piel macilenta. Brazos y piernas muy delgados, sin
carne. Y con todo, la última mirada que le dirigió tenía una fuerza, una
intensidad que le hizo temblar. Su padre nunca le demostró afecto, pero Arda
reconocía que fue un cabrón con una voluntad inquebrantable hasta el último
suspiro.
Su madre,
Elif –significa “fina, alta” y así lo fue en su juventud e incluso hasta
avanzada edad- sobrevivió a su marido. Poco más se puede decir. No era una
mujer fácil. Asumió su papel de víctima, pero eso mismo, le permitió soportar
los golpes que recibió y la rabia que acumuló. Después convirtió a su hijo en
una excrecencia de sí misma, en un apéndice. Tuvo con Arda una relación que
podría recordar de manera muy sutil a la que entabló con su propio marido, al
que quería controlar, al que agobiaba con sus manías y sus numerosas
excentricidades. Como si Elif buscara volver a recuperar en su hijo al hombre
del que se enamoró; pero Arda no era Kerem. Y eso, la decepcionaba. Y no dejaba
de recordárselo una y otra vez.
A la muerte
de Kerem, Elif decidió irse a Estambul donde vivían dos de sus hermanos. Arda
mantuvo el contacto –con cartas y luego por mensajes de texto o wasaps- con un tío paterno, hermano
menor de Kerem. Se llamaba Mesut. Y ¿era feliz? –ese es el significado del
nombre-. Sí, sin duda. Vivía en la isla de Lesbos y se ocupaba de un restaurante
muy apreciado tanto por turistas como por gente del lugar. Arda le quería; le
hizo algunas visitas, a veces con su madre; otras veces, por su cuenta, pero
Estambul le atrapó como una tela de araña de la que no podía escapar. Estambul
y su madre eran un ancla muy pesada, aunque no quisiera reconocerlo.
Nunca fue
buen estudiante. Tuvo que ponerse a trabajar enseguida; los sueldos eran
miserables. Su madre le reprochaba su falta de carácter, su holgazanería e
indolencia. Dejó esos trabajos; buscó en la calle trapicheos con los turistas.
Descubrió que tenía don de gentes, sabía utilizar la palabra para engañar a
viajeros despistados, vendiéndoles a más precio objetos como alfombras,
lámparas, joyas, que, si hubieran buscado en las tiendas, a unos metros de
allí, hubieran encontrado rebajadas. Adquirió muchísima experiencia en estos
chanchullos; sólo había que ganarse la confianza del cliente, descubrir su
punto flaco y no soltarlo. La mayoría se dejaban hacer –ya fuera por falta de
tiempo o porque Arda los enredaba y engatusaba- y compraban el producto en
venta. Arda, además, era de un carácter que no admitía réplica; utilizaba
argumentos de todo tipo, sabía con recovecos y palabras sutiles atrapar al
turista como un pobre insecto. Simulaba darte la mano, pero sin darte cuenta,
ya tenía todo el brazo en su poder y estabas perdido. Vampirizaba a su víctima,
conseguía lo que quería de ella. Se sentía orgulloso de sus dotes.
Su madre,
no tanto. Cuando llegaba a casa, aunque no sabía exactamente a qué se dedicaba,
le reprochaba otra vez no estar a la altura de su padre. Y Arda sentía que todo
su cuerpo se le removía. Hubiera deseado insultarla, alejarla de su vida,
escapar. No tenía dinero suficiente y tampoco hubiera podido. Unas horas
después su madre le pedía ayuda, le decía que estaba enferma y Arda se sentía
culpable. El insecto en el interior de su casa era él mismo.
En la zona
de Taksim, detrás de los grandes hoteles, había varios bares de alterne o salas
de fiesta. En realidad, tendríamos que hablar de puticlubs elegantes en los que
se movía mucho dinero. Alcohol –prohibidos en gran parte de Turquía-, sexo,
drogas. El propietario de uno de los locales, el Europa, vio en Arda el talento
que necesitaba. Se llamaba Mehmet. Era un hombre pragmático y muy inteligente.
Había sabido convertir su negocio en una mina de oro. Le ofreció un puesto en
su empresa. Se encargaría de buscar clientes –ricos y adinerados- no tanto por
Taksim, sino al otro lado, en la zona histórica, cerca de la Mezquita Azul. Se
los traería allí y los desplumarían. Arda aceptó. Al fin y al cabo, a los
turistas les sobra el dinero. Las prostitutas eran del Este, la mayoría
ucranianas. Venían a Turquía para conseguir mucho dinero en poco tiempo.
Primero, tenían que pagar el viaje hasta Turquía y, después, esperaban llevarse
una parte de los beneficios que hacían del Europa
uno de los bares de alterne más apetecidos por turistas, dispuestos a disfrutar
de bailes con prostitutas y, si tenían suficiente dinero, una noche de sexo.
Mehmet solía llevarlas, cuando comenzaban, a la isla de Creta. Allí aprendían
el idioma, acostándose con los soldados turcos, o con los de la OTAN, y luego,
si demostraban su fidelidad al propietario, las traía a Estambul, donde les
daba más libertad, aunque nunca perdía el control sobre ellas.
Arda estuvo
a las órdenes de Mehmet durante casi dos años. Interpretaba un papel que fue
mejorando con el paso del tiempo. Variaba los detalles, dependiendo si estaba
delante de un americano, un inglés, un italiano o un español, pero en líneas
generales utilizaba siempre los mismos recursos: ganarse la confianza –les
decía que era un turista turco que venía con unos clientes de Arabia Saudí-, se
convertía en compañero de viaje de la inocente víctima, a la que le enseñaría lugares
atractivos y que no podría descubrir por su cuenta, y tras una o dos horas de
charla amigable –a veces cenaban en algunos locales de la zona- los llevaba al
bar de alterne, muy lejos de su hotel.
Era el gancho perfecto. Debía
mantenerle el mayor tiempo posible en el lugar y, si el turista se daba cuenta
e intentaba marcharse, Arda avisaba al propietario y aparecía con una cuenta
inflada, malas caras y dos tipos, porteros de discoteca, “armarios” ambulantes
que servirían para acobardarlo. Así lo hizo conmigo en abril del
2017.
Sólo en una ocasión Arda recuerda
que el turista se rebelara y quisiera llamar a la policía. Acabó con varios
golpes en la cara y la amenaza de que recibiría más, si se atrevía a
denunciarlo. No lo hizo. Mehmet tenía muchos contactos en la policía; -lo había
sido hasta que decidió abrir el negocio-; evitaba situaciones de violencia, a
no ser que no tuviera más remedio, pero si sucedían, conocía a muchos
compañeros de entonces que le echarían una mano y dejarían en papel mojado
cualquier posible denuncia.
Para Arda todo parecía ir viento
en popa. Se llevaba bien con algunas de las chicas. Prefería las rubias a las
morenas. A veces se acostaba con Iryna, con Xena, con Olha o Mariya. No eran
relaciones que pudieran durar mucho; se divertían y punto. Las mujeres turcas
le aburrían. Su madre tampoco esperaba que sentara cabeza. Su hijo la tenía que
cuidar: era su obligación. Otra mujer no entraba en ese esquema.
Algunas tardes –muy pocas- solía
llevar a alguna de sus víctimas potenciales –las que no aceptaban ir al club de
alterne- a una salida en barco que recorría el Mar Negro. Les hacía de guía. Le
gustaba. Disfrutaba de la brisa y la libertad. No le proporcionaba tanto dinero
como el trabajo nocturno, pero para él era mucho más gratificante.
Un día de junio del 2017 Arda
volvió a las siete de la mañana a su casa del barrio de Besiktas. Era a esa
hora, más o menos, a la que siempre regresaba del trabajo. Cuando abrió la
puerta, tuvo un presentimiento. Había demasiado silencio. Su madre solía estar
ya levantada y le recibía con el desayuno preparado y las consabidas
reprimendas y críticas que le minaban: el palo y la zanahoria. Esta vez no fue
así. Entró en la cocina. Los platos no estaban fregados. Comenzó a llamar a su
madre. No hubo respuesta. Llegó hasta la puerta de su habitación. La abrió.
Estaba a oscuras, con la persiana bajada. Intuyó un bulto en la cama. Se
acercó. La tocó. Estaba fría, helada. Supo entonces, antes de levantar la
persiana, antes de que viera sus ojos abiertos, mucho antes de que la
zarandeara e intentara despertarla, que estaba muerta. Debió de ocurrir nada
más acostarse. Un derrame cerebral, dijo el forense.
Arda cambió. Como no podía ser de
otra manera. Los tíos de Estambul no le ayudaron demasiado. Su madre y él
habían vivido en una burbuja durante más de diez años y decidió mantenerse en
ella. En unos meses su vida diaria se resumía en seguir engañando a turistas
por las noches, dormir por las mañanas y pasear sin rumbo fijo por las tardes.
Se quedó sin amigos, sin familiares. Rompió el contacto con los pocos que
tenía.
Por las noches arriesgaba más de
la cuenta, cometía errores. Un turista estuvo a punto de darle una paliza; otro
le denunció a la policía, pero escapó en el último momento. Además, empezó a
trapichear con drogas. Se las ofrecía a los clientes a espaldas del propietario
del Europa. Cuando Mahmet lo supo,
Arda recibió un primer aviso. No le hizo caso. Al mes, cuando pensaba que lo
había engañado, los dos “armarios” le visitaron en su casa. No salió muy bien
parado. Le rompieron una costilla y un brazo. Arda sabía que había llegado el
momento de marcharse.
¿Dónde podía ir? Recordó a su tío
paterno, Mesut. La última vez que le vio había estado en el entierro de su
madre y le dijo que si necesitaba ayuda podía ir a Lesbos, que sería
bienvenido. No lo pensó mucho. Todavía con el brazo escayolado y la costilla
soldándose, compró un billete de autobús en la zona oriental para Esmirna.
Allí, al llegar, tomaría un ferry para Lesbos. Avisó a su tío. Mesut le
respondió que le recibiría con los brazos abiertos. Arda se emocionó; pensaba,
antes de llamarle, que le daría la espalda, pero, cuando habló con él,
descubrió que aún tenía una familia. Tal vez podría empezar de nuevo. Al
colgar, lloró y se sintió un poco mejor.
Fue un viaje largo. Un día entero
desde Estambul. Su tío le esperaba en la estación de autobuses de Esmirna. Le
abrazó con firmeza. Fuera por el cansancio acumulado o por la tensión que había
soportado, Arda notó que todo su cuerpo temblaba. Esta vez se aguantó las
lágrimas.
Mitilene es la mayor población de
la isla. Mesut tenía su restaurante en la zona antigua, muy cerca del puerto.
Estaba casado con una mujer que ya rondaba, como Mesut, los cincuenta años.
Había sido el hermano menor de la familia y no sufrió los golpes y
humillaciones de su padre. Al contrario que su hermano mayor, Kerem, era un
hombre tierno y amable. Se había casado con una mujer de carácter, Aziza, que
admiraba a su marido. No pudieron tener hijos; ella los hubiera deseado, pero
fue imposible. A cambio, en el restaurante acogía a muchos y los trataba como
si lo fueran. La comida no era el único aliciente para entrar en el local. Eran
muy queridos.
Llegar allí para Arda fue un
choque. Mitilene no era Estambul. Adaptarse fue complicado. Aunque Mesut y
Aziza eran pacientes, muchas veces pensaron en decirle que se marchara, pero
afortunadamente, Arda se fue dando cuenta de que no podía seguir así. Colaboró
todo lo que pudo en el restaurante y, al final, encontró un trabajo en un barco
turístico que recorría la isla. Eso le ayudó a ir encontrando su espacio y
calmó las cosas. Alquiló una habitación cerca del centro para tener
independencia. Cuando no estaba en el barco, ayudaba en el restaurante de su
tío. Empezó a sentirse mejor, más equilibrado, a aceptarse tal como era.
Perdonó a su madre y a su padre. Los comprendió.
En una salida con unos amigos
–compañeros del barco- conoció a Özlem, -“la largo tiempo deseada, esperada”-.
Rondaría los treinta años. Ojos negros, nariz pequeña, un cuerpo joven, fino,
cuidado. Era atrevida, tenía un aire occidental que no podía ocultar. Nacida en
Mitilene, había vuelto con sus padres hacía medio año. Intentó ser modelo en
una agencia de prestigio. Consiguió algunos trabajos, pero el mundillo la
decepcionó. Nunca quiso hablar mucho de las experiencias que tuvo. Algunos
decían que se había prostituido. En un pueblo -y Mitilene lo es, aunque no lo
parezca-, hay siempre muchos rumores. Arda nunca se lo preguntó. No necesitaba
saberlo o prefería ignorarlo. Eso lo apreció Özlem. El Arda que conoció ya no
era el mismo al que hubiera tratado en Estambul. Arda se daba cuenta. Antes no
hubiera buscado en Özlem una complicidad que, como muchos hombres árabes,
educados en un machismo ancestral, detestaba cuando trataba con otras mujeres.
Se confesaba a su lado y Özlem hacía lo mismo. Eran amigos. En un par de meses
la amistad se transformó en amor. Arda la pidió en matrimonio a sus padres. Se
casaron en abril del 2022.
Sus últimos años de vida fueron
tranquilos. Dicen que fue feliz. Engendró dos niños. El hijo mayor se llamó
Mesut, como su tío. A la niña la llamaron Habiba. Fue un buen padre, mientras
pudo serlo. Intentó ser afectuoso y cercano. Su esposa y sus hijos cuando
hablaban de él, así lo recordaban.
Con sus más y sus menos -¡qué
familia no los tiene!- Özlem se integró perfectamente en el entorno de Arda.
Desde el principio colaboró en el restaurante de los tíos, al tiempo que criaba
a sus hijos. Poco a poco fue asumiendo más responsabilidad en el negocio,
mientras Mesut y Aziza descubrían –casi a los sesenta años- que podían delegar
en Özlem, encargarse del cuidado de los niños –a los que mimaban como si fueran
sus nietos- y disfrutar juntos de más tiempo libre.
En el mes de junio del año 2032
Arda sufrió un ataque al corazón. Estaba solo en su taller –anexo a la
vivienda-, y disfrutaba de una afición adquirida en sus últimos años:
la carpintería. Cayó sobre el entarimado. No podía levantarse. Tuvo tiempo para
llamar por el móvil a Özlem y, luego, se quedó sentado en una esquina del
local, dejó sus gafas en el lado derecho, junto a él, en el suelo, y esperó a
su esposa y a la ambulancia. Özlem llegó enseguida, unos minutos antes que el
servicio médico. Su esposa no dejaba de decirle, temblando como una hoja: “Piensa en los niños, cariño. Todo irá bien”.
Fue lo último que escuchó.
Arda no perdió del todo la conciencia
hasta que lo llevaron al hospital. Fue operado, pero desgraciadamente los daños
eran irreversibles. No salió del coma. Su esposa estuvo con él todas las
mañanas, todas las noches, hasta el último momento. Falleció en el mes de
octubre de ese mismo año.
Fue enterrado en el cementerio de
Mitilene, mirando al mar, como él hubiera deseado.
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