JOSÉ SINDE GÓMEZ
Doniños, El Ferrol, 1917-Madrid, 1945
Conocí a
Valentina hace un par de años. Bueno, no fue exactamente entonces la primera vez. Tuvimos
encuentros esporádicos en esas celebraciones familiares que nos sitúan en el
tiempo, mucho mejor, a veces, que los grandes momentos históricos colectivos:
el 11M, el 23F, el 15M, el 11S…
Ella me
recordaba, bailando en una esquina como Michael Jordan, apartado. Tímido, no
quería que nadie se fijara en mí. Y, cuando me di cuenta de que Valentina me
estaba observando, dejé de bailar, avergonzado. No tendría más de diez años.
Volví a
verla hace poco. Tras el fallecimiento de mi madre, había encontrado unas
fotografías y deseaba saber quiénes eran los familiares que aparecían en ellas.
Y Valentina, como demostró enseguida, tenía muy buena memoria...
Al principio, no me puso pegas, aunque le hice cientos de
preguntas. Imagino que le pareció curioso mi interés: que alguien –un
desconocido, al que no veía desde hace más de treinta años- quisiera saber tanto
de sus padres o de sus tíos. Es cierto que tenía una forma muy elegante y
elusiva de decirme que deseaba terminar las conversaciones que manteníamos por
teléfono.
-Estoy en el pasillo y aquí hace mucho frío. Me voy a congelar.
O recordaba, de repente, sus dolencias.
-Me empiezan a molestar las articulaciones de estar así, tanto tiempo con
el teléfono.
No insistía.
-Ya te llamo otro día.
En cualquier momento podría decirme –y lo acabó haciendo- que ya no
querría contestar más preguntas sobre el pasado. Mientras tanto, estuvo dispuesta
a contarme todo lo que recordara. A su manera.
-¿Dormía Regina con vosotros, con él, en la casa?
Valentina piensa que le ha preguntado si dormían Pepe –así llama siempre
a José Sinde Gómez -y Regina en la misma cama.
-¿Dormir juntos? Entonces las mujeres éramos decentes –me dice,
enfadándose – antes del matrimonio no nos acostábamos con el novio; no como ahora.
Sonrío. No voy ahora a defender las ventajas de conocerse antes del
matrimonio. Los tiempos eran otros…
Valentina recuerda a un Pepe –así le llama siempre- tierno, muy cercano.
-¿José? No, para nosotros era Pepe.
Valentina continúa escarbando entre sus recuerdos.
-Llegaba a casa y era el único que me preguntaba qué había hecho en la
escuela. Me sentaba en el borde de su cama y hablábamos un rato…
El primer recuerdo que tiene de Pepe es de cuando estaba en la cárcel.
-Lo visitamos en la cárcel de Carabanchel. La estaban construyendo. Le
llevábamos chorizo y pan. Yo estaba impresionada…
-¿Cómo era la visita? ¿De qué te acuerdas?...
-Había que pasar una verja y luego nos hacían esperar. No podíamos
tocarle. Le pasábamos lo que le traíamos, pero no había ningún tipo de
contacto. No lo permitían.
Era gallego. ¿Se le notaría?
-No, no tenía acento. Lo que sí recuerdo ahora es que dibujaba muy bien.
Era amable, cálido, simpático… buena persona. Por eso murió tan pronto…
Le pregunto si Regina lo olvidó. No nos hablaba mucho de él.
-No. Nunca le olvidó. De eso estoy seguro. Eso nunca se olvida.
-¿El qué?
-El primer amor… Sí, luego se casó con su marido, Ángel. Tuvo los dos
abortos. Él se buscó a otra. Después vino José Luis, pero el primer amor es el
primero. Y más si termina de esa manera tan triste… ¡Pobre hombre! Se lo
llevaron un poco antes de que muriera. No querían que nosotras, que éramos unas
niñas, lo viéramos morir…
José Sinde Gómez nació a las dieciséis horas del 5 de mayo de 1917 en la
parroquia de Doniños, anexa a la localidad de Serantes, a unos kilómetros de El
Ferrol, provincia de la Coruña. Hijo de Benito, labrador, y de Josefa, y
hermano de Eduardo y Celestina. No tengo datos sobre su infancia; el único, el
lugar donde vivieron, en la calle Cabana, número cuatro, en una casa que aún se conserva y desde donde se puede
ver el puerto de El Ferrol. Eduardo, el hermano mayor, seguiría viviendo allí
hasta los años setenta.
Como muchos de sus contemporáneos, Pepe, de joven, a los diecisiete años,
en septiembre de 1934, decidió incorporarse al ejército; Eduardo, años antes,
había hecho el servicio militar y, seguramente, conservaba algunos contactos y
amistades; eso le permitió a Pepe conseguir un puesto relativamente tranquilo
en la banda de música del regimiento de infantería.
Se encontraba en el Ferrol cuando estalló la guerra civil. Su ideología
era republicana, pero los mandos se unieron a los golpistas y él tuvo que
callar sus inclinaciones, al menos, hasta que tuviera la ocasión de cruzar al
otro lado. Es posible que si tuviera dudas, desaparecieran cuando vio la
represión brutal del bando franquista en el Ferrol o en Galicia. En las
primeras semanas fueron ejecutados –muchos, sin juicio previo- más de tres mil
personas. Sintió asco y rabia.
Y llegó esa oportunidad el 23 de enero de 1937. Su regimiento había sido
trasladado del norte al frente de Madrid; se comenzaban a cavar trincheras.
Madrid había resistido el ataque franquista; la guerra sería larga. Ese día buscó
la colaboración de dos compañeros, Emilio y Benito, y una noche fría y húmeda,
por la zona de Villanueva de la Cañada, se pasó a las filas republicanas. Tres
hombres arriesgaban su vida... Se puede imaginar la tensión, los silencios, la
respiración, algún disparo lejano, oscuridad... En dos días, en Alcalá
colaboraba en el interrogatorio, facilitando todos los datos sobre las
posiciones del enemigo. Disfrutó de unas semanas de descanso.
Fue trasladado a Valencia, al regimiento número diez. Ascendió a sargento
en agosto de 1937, interviniendo, al año siguiente, en los sectores de Morata
de Tajuña, Aranjuez y, finalmente, en la Ciudad Universitaria de Madrid. Al
terminar la guerra se refugió en la portería de su tío, José Ramón, situada en
la calle de Velázquez, número 26, de Madrid. Este vivía allí con su esposa e
hijas desde 1927. Su tío negó en el posterior juicio militar conocer las
circunstancias de su sobrino y que hubiera desertado del bando nacional. Tal
vez prefiriera no saberlo.
Allí vivió nuestro José Sinde Gómez, esperando que se olvidaran de él, y
sin que tuviera ninguna posibilidad de escapar ni de volver a el pueblo para
ver a los suyos. En cualquier momento, podrían detenerlo. Vería los
fusilamientos; escucharía, como todos, los disparos, en los muros de los
cementerios. La venganza de los vencedores había comenzado.
Seguramente en el descansillo o en las escaleras conoció a Regina Solera
Pérez, nacida en Tarancón, provincia de Cuenca, el 17 de octubre de 1917, hija
de Alejandro, peón caminero, y de Fernanda y hermana de Severiano, Saturnino,
Riansares, Dolores, Rosa, Víctor y Críspula.
Durante la guerra civil había sida enfermera en el Hospitalillo de
Tarancón. El final de la guerra hizo imposible que pudiera estudiar una carrera
de medicina o enfermería, lo que hubiera sido su deseo. Tuvo que entrar como
empleada de hogar en una casa de Madrid. Críspula, su hermana mayor, que se
había casado en 1930 con Juan Daguerre y que tenía dos hijos, vivía en el piso
cuarto o sotabanco -lo que ahora llamaríamos ático- exterior, izquierda de la
calle Velázquez, en el número 26. Y allí fue acogida por la familia, mientras
encontraba un sitio mejor.
Imagino los primeros saludos entre Regina y José. Tímidos, educados,
tranquilos. Algunas palabras: “Buenos días, buenas tardes, buenas noches,
¿cómo está? ¿qué tal el día?”, miradas de reconocimiento, sonrisas amables.
Eran jóvenes, de la misma edad. Tenían veinte años.
El domingo 12 de noviembre de 1939 Regina y Pepe salieron juntos. ¿Verían
alguna película? ¿Pasearían por el Retiro? ¿Tomarían chocolate en la churrería
de la esquina? Se hicieron novios. Tres meses de salidas y citas, probablemente,
sólo los fines de semana, cuando ella tenía tiempo libre.
Él no podía encontrar un trabajo estable, dada su situación. Le saldría
alguna faena como pintor de brocha gorda o ayudaría a su tío en la portería.
Oficialmente aparece como estudiante. Regina no ignoraba el pasado de Pepe; él
debió contárselo, desde el principio. Aún así, se arriesgó, aceptó el
compromiso. Le debió atraer el romanticismo que destilaban sus cartas, los
regalos que le hacía –sencillos poemas con un estilo algo rebuscado, muy propio
de esa época-, el idealismo, la seguridad de sus convicciones...
A las dieciocho horas y treinta minutos del día 10 de febrero de 1940, un
sábado, José Sinde Gómez fue detenido por la policía. ¿Estaría con Regina? Tal
vez volvían de dar un paseo por el Retiro. Unos minutos antes, ella se apoyaría
en su hombro o él la abrazaría con ternura o se cogían de la mano. Los
separaban.
Tres días después, el trece de febrero, José Sinde hizo la declaración
ante el juzgado permanente número 22, situado en la plaza Mayor, número cinco,
y delante del juez instructor, Mariano Lela. Su número de expediente sería el
59.726. Se atiene a los hechos y no intenta ocultar nada. Es conducido de
inmediato a la cárcel de Santa Rita.
Sería de noche. Lo suben a un camión junto a otros detenidos. Se dirigen
a Carabanchel. Un pensamiento fugaz pasaría por la mente de todos. Tal vez nos
lleven al cementerio; tal vez nos fusilen. No, el camión toma otra dirección.
Al poco tiempo, el vehículo reduce la velocidad. Se han parado en una calle
larga y estrecha, frente a un edificio de grandes dimensiones. Del portalón
sale un grupo de soldados que rodea el camión. Van sacando a los detenidos, de
uno en uno; traspasan la puerta, les quitan las esposas. En el patio en el que
se encuentran, escasamente iluminado, han colgado en las paredes, unos retratos
de José Antonio y Franco y una panorámica del Alcázar de Toledo.
Están rodeados de altos muros: ladrillo rojo, rematado por alambres de
cuchillas. Esos muros aún se conservan, son los del colegio de Santa Rita. El
edificio, en los años cincuenta, volvió a ser un centro católico de la
fundación de los Amigonianos; algunos de sus sacerdotes habían sido fusilados
al comienzo de la guerra. Una placa los recuerda. En cambio, no hay ninguna
mención a los que fueron encerrados o murieron entre sus muros, años después.
La memoria siempre es parcial.
El 24 de febrero, fue fusilado un tío de José Sinde, que como él, se
llamaba Pepe. El 12 de marzo su tía Gloria fue condenada a treinta años de
cárcel. En la de Santa Rita, Pepe estuvo durante todo el año de 1940, esperando
el traslado. Regina y él se verían a través de las rejas; tal vez, en las
visitas que le hacía ella, se acariciaban el rostro o la mano...
El treinta de marzo, fue juzgado y condenado a la última pena bajo la
acusación de auxilio a la rebelión, aunque, finalmente, el doce de mayo firmó
veinte años de prisión mayor. El doce de septiembre, Pepe escribe una carta a
Regina, enviada a escondidas junto a un paquete, en el que hace una declaración
política en toda regla: lo llama su última voluntad.
Llama asesinos a los Nacionales y se siente orgulloso de todo lo que hizo
con la República. Le dice a Regina que tenga cuidado y sea discreta, que recoja
una maleta, dejada en casa de sus tíos, y se quede con la máquina fotográfica
de marca Poker Kodak y envíe las fotografías y el resto de la documentación a
casa de sus padres; en cuanto a la ropa, “que hagan con ella lo que
quieran”.
El número de presos a lo largo de 1940 superó los tres mil. Una epidemia
de tifus exantemático, transmitida por los piojos, se extendió en el invierno
de ese año por las numerosas cárceles provisionales de la capital; se fue
reubicando a los penados en los centros de internamiento de otras provincias.
En cualquier momento podía llegar la orden de traslado. Pepe lo sabía. Eso le
alejaría de Regina.
Regina, mientras tanto, durante los meses que Pepe estuvo en Santa Rita,
intentaba visitarle casi todos los días. ¿Cómo serían esas visitas? Pasándose
paquetes con ropa, mantas, comida y cartas, sin que los vigilantes, que estaban
a un metro o dos escasos, los vieran o mientras miraban a otro lado. Gritaban
para hacerse entender. Decenas de presos, a un lado; decenas de familiares, al
otro. Una reja los separaba. Quizá se pudieran tocar, cogerse de la mano. Que
les trajeran una comida mejor de la que tenían en la cárcel que era un mejunje
asqueroso, y, si era posible, caliente, sería la primera petición que les hacían
los presos a sus familias. Pepe comería pan, leche, arroz, caldo, ponches de
huevo, preparados por Regina o Críspula.
Tal vez tuviera suerte y los dos se pudieran ver en alguna comunicación
semanal, los martes, en una sala donde había más tranquilidad. Miradas de
tristeza. Dolor. Palabras de consuelo.
Lo trasladaron a cientos de kilómetros de Regina, a la cárcel del Dueso, cerca
de Santoña, en noviembre de 1940. Ignoro si Regina pudo visitarle en alguna
ocasión; es posible, aunque
lo dudo, porque el viaje supondría un gran desembolso de dinero.
En el Dueso, los
fusilamientos de los penados, se llevaban a cabo en la tapia del cementerio de
Berria y, más tarde, en Santander. Por otro lado, la alimentación en esos
primeros años fue escasa e irregular. Los testimonios aseguran que “por las
mañanas recibíamos un caldo de simiente de algarroba molida y hervida con
harina o de huesos de animales cocidos, que llamaban café… por encima,
una capa blancuzca maloliente de gusanillos”.
A mediodía y
por la noche, un cazo con lechugas hervidas, coles, remolacha ozanahoria, cubierto
de tierra, sin limpiar y con algún animalejo, que identificaban como babosas. No comían
ni patatas, ni cereales ni legumbres. Ni pan y, si lo recibían, de un tamaño
insignificante.
Golpes,
abandono generalizado, desprecio; no se les proporcionaba ni ropanueva ni calzado. El
hacinamiento producía chinches, piojos, pulgas y ladillas. Y todo tipo de enfermedades
entre las que destacaban pulmonías y bronquitis que acababan con la vida de los más
débiles.
Ha sobrevivido una carta, la del diez de octubre de 1942, escrita desde
allí. Menciona a Regina, a su hermana Dolores, a la que llama Lolita, que
tendría en ese momento veinte años. Habla de la libertad, de gozar de las
delicias del amor y que “nadie tenga que señalarnos con el dedo”. Le
pide a Regina que no pierda el humor ni decaiga en su ánimo, “estamos en el
último peldaño y muy pronto seremos completamente felices”.
Durante ese periodo, el padre de
Pepe murió. No creo que ni su madre ni sus hermanos pudieran visitarle; sí hay
constancia de que les escribió cartas y mantuvo el contacto con ellos. La
familia de Pepe, al menos, mientras estuvo en la cárcel, también se carteaba
con Regina.
Fue trasladado de nuevo a Santa Rita el catorce de mayo de 1943, a
petición propia. Su salud se había deteriorado tras su paso por la cárcel. Tenía
una enfermedad crónica llamada lupus eritematoso sistémico. Se le formaban
costras en la piel que se extendían por todo el cuerpo; además, padecía de
problemas en la vista. Al no ser tratado convenientemente, empezó a extendérsele
a los órganos internos, más concretamente, a sus riñones.
El 26 de enero de 1944, seguramente, por dichas razones de salud,
consiguió la libertad condicional. Debía presentarse cada mes en la comisaría
de Buenavista. Su tío no volvió a acogerlo. Regina ya no vivía en el cuarto con
su hermana y la familia, así que Críspula habilitó una habitación para Pepe.
Críspula y Juan lo acogieron en su casa. Ellos serían su nueva familia.
Veintisiete de enero de 1944. Se domicilia en la calle Velázquez, número
26, en el sotabanco. Pepe y Regina se hicieron fotografías, acompañados de otra
pareja, Severiano, el hermano de Regina y su esposa, en marzo de 1944,
probablemente cerca de la calle Velázquez. Pepe llevaba un bastón; se
encontraba visiblemente demacrado y muy delgado, pero los dos sonreían. Estaban
otra vez juntos.
La alegría de los primeros días se fue disipando. Pepe estaba muy
enfermo. El 13 de mayo de 1944, un sábado, ingresó por primera vez en el
Hospital de San Juan, el que luego, tras ser demolido, se convertiría en el
Gregorio Marañón. A lo largo de un mes, le hicieron numerosas pruebas. A esas
alturas sus riñones no podían soportar mucho más.
Tengo unas palabras, escritas apresuradamente, en un pequeño cuadernillo,
en el que Pepe asegura que su corazón, más allá de la muerte, será para Regina.
Aún así, en esa ocasión, fue dado de alta.
Escribió otra carta de amor a lápiz, en sucio, carta que debió leer
Regina.
“…Hoy, cuando mi salud falla y temo no recuperarla, juro que si mi
vida se extingue, no así ocurra a mi amor y con un solo pensamiento bajaré a la
tumba: Regi, mi amor y mi vida.”
Me pregunto cómo serían los últimos meses de su vida. Sólo conservo una
fotografía. Es un día de invierno. Distingo a Pepe y Regina, muy abrigados,
rodeados por la nieve. Se la enseño a Valentina.
-Es donde ahora está el palacio de deportes, el de Goya. Antes había un
descampado… Hacía mucho frío. Jugábamos a tirarnos bolas de nieve… Estuvimos esa
mañana con ellos…
-¿Quiénes?
-Mi madre, mi hermana María y yo. Imagino que mi madre pensaría que no
podían estar solos y que era mejor acompañarlos. O nos sacaron para que nos
divirtiéramos…
¿Tal vez creían que cuando se casaran, vivirían allí, en los nuevos pisos
que se construían? Los dos posan. Regina lleva un abrigo negro, el mismo del
año anterior. Ninguno de los dos sonríe; están muy serios. Él la abraza y se
sostiene, se apoya en ella.
Tres meses antes de que naciera mi madre, el doce de junio de 1945, sobre
las dos de la tarde, fue ingresado por última vez en el Hospital de San Juan. Se
le colocó en la sala diez, cama nueve. Falleció de nefritis crónica, seis días
después, el 19 de junio. Al día siguiente fue enterrado en el cementerio de la Almudena, en la zona antigua. Años después, sus restos acabaron en una fosa común.
De niño, íbamos a la casa de Regina muy a menudo. Después de comer, mi
madre y ella, alguna vez, nos contaban la historia de un chico muy enfermo, al
que Regina amó, cuando era joven. Pasaron los años y olvidé su nombre…
Cuando murió mi madre, descubrí entre
los objetos y recuerdos que Regina había
guardado, una cámara fotográfica, marca Poker
Kodak. Volví a utilizarla; la hice mía, le devolví la vida. Encontré también algunos
recuerdos y anotaciones de un hombre al que nunca conocí. Regina los protegió
para que hoy les cuente su historia, la de José Sinde Gómez, la de Pepe, la de una
vida corriente que no quiero que quede sepultada por el tiempo y el olvido…
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