lunes, 29 de diciembre de 2025

LABERINTOS

 


El 28 de diciembre de 1895, hace ciento treinta años, se celebró la primera sesión del cinematógrafo, ese nuevo invento de los hermanos Lumière. George Meliès asistió a la proyección. Tal vez solo él fue consciente de lo que los Lumière tenían entre manos.

Hace más de tres mil años, nos cuenta un mito, Pasifae se unió con un toro. Nace el Minotauro y con él su laberinto.


En invierno Cnosos es una ciudad desierta. Echa de menos tiempos mejores: el calor asfixiante, hordas de turistas; en cambio, ahora, los hoteles, las tiendas de regalos, los restaurantes están cerrados. Tres turistas despistados nos bajamos del bus que nos ha traído de Heraclion; un par de coches en el aparcamiento; a unos pocos más, que contrataron una agencia de viajes, les espera un conductor relajado: consulta mensajes en el móvil, sonríe, responde.
Una fila de olivos, uno detrás de otro, en lo alto de una colina, esperando su turno. Hay más olivos que turistas en el llano, frente a la taquilla. Un picacho imponente, observador imparcial durante milenios. Y gatos y pavos reales. 

¿Por qué aquí estos pavos reales? ¿Habrá cerca un templo de Hera que los proteja? Los gatos parecen aceptar de manera displicente esta forzada convivencia. Y estos gatos cretenses te buscan, se acercan a ti, sin que tengas que llamarles. En Atenas, huyen. Aquí maullan, comunicativos, exigen tu atención y esperan el premio a sus desvelos. ¿Será que se han adaptado al carácter de los humanos con los que conviven o es una forma autóctona de supervivencia, transmitida de generación en generación a lo largo de milenios?

¿Qué ocurriría si los humanos dejaran de alimentarlos? Si hicieran este experimento no quedarían de estas aves ni las plumas. Mientras tanto, los gatos esperan pacientemente que llegue su momento. 

Cnosos es, en gran parte, una invención de Evans, su descubridor. No le bastaban las ruinas, los trozos de pinturas o columnas; necesitaba completarlas, darles vida. La imaginación, ya se sabe, lo quiere todo; es un amante insatisfecho. Una posible cisterna no era suficiente: necesitaba que fuera una sala donde se realizaran rituales de purificación. Quería la habitación de un rey, de una reina y de un príncipe. Quería un gran patio donde jóvenes de ambos sexos lucharan contra un toro. Quería a una gran sacerdotisa, adorada por su pueblo, diosa y reina. ¿Podemos recriminárselo? Los arqueólogos profesionales, que deben seguir métodos científicos, pueden hacerlo; nosotros, que no lo somos, le agradecemos que nos hiciera creer de nuevo en un mundo que había desaparecido por completo a finales del segundo milenio antes de Cristo. 

No importa que ese mundo, cuando entró en crisis, cometiera sacrificios abominables: esclavos y niños para calmar la ira de los dioses. ¿Podemos juzgarles? 

Quien desee la realidad áspera puede visitar Festos. Se pueden contar con los dedos de la mano sus visitantes en un lunes invernal. Los gatos se aburren. Su persecución es perseverante. Solitarios acompañando a un solitario. Del mar llegaban las riquezas de Egipto, al sur, y hacia el resto del mundo conocido los minoicos enviaban las suyas: su vino, su aceite, su cerámica, sus brillantes sellos dorados, sus joyas de amatista. 

La carretera que te lleva de Heraclion a Matala es el ruido de fondo. A cada kilómetro, a un lado del arcén, capillas en miniatura: hermas protectoras de los viajeros. 

Me recoge, mientras regreso a pie desde Hagia Triada, una amable mujer de unos sesenta años. En el corto trayecto en coche a Meiras, hablamos en un griego muy básico del tiempo: κρύο πρωί και νύχτα, ημέρα δεν. Nos deseamos, al despedirnos, un καλη χρονιά. 

El olivo es el rey incontestable, cientos, miles. Algunas vides espaciadas, algún naranjo y limonero puntean el paisaje. La zona montañosa, entre barrancos, escalonada por altozanos. 

Y algunos de ellos, como Festos, sirvieron para levantar palacios minoicos, residencias reales, zonas sagradas donde se celebraban rituales que solo intuimos por las pinturas, esculturas o joyas conservadas en los museos; depositos en los que se encontraron los enormes pithoi, esos que guardaban en su interior la tríada mediterránea: aceite, vino, trigo y que enriqueció a esta primera civilización y de la que no podemos saber cómo pensaban, porque su lenguaje, oculto en las tablillas de lineal A o en el extraño disco de Festo nos es desconocido. ¿Qué ocurrió alrededor de 1450 A. C? ¿Fueron terremotos o un gran maremoto, revueltas internas, la invasión de los micénicos? Los incendios de estos palacios protegieron esas tablillas de barro, petrificaron esos apuntes de escribas, cuadernos en sucio de funcionarios, transformados en eternas memorias, incomprensibles para nosotros. 

A un día soleado, primavera adelantada, le sigue otro nublado, ventoso. La mar rizada en miles de bucles; despeinada, lleva mal la resaca de la noche anterior. 

Escapo de las calles y las luces de Navidad, huyo del capitalismo triunfante. Los aviones despegan y aterrizan sobre el fuerte veneciano, las murallas bizantinas, los templos ortodoxos. En un palacete abandonado ondea la bandera anarquista. Dos gatos, uno, joven, otro, más maduro, vigilan la entrada; nuevos barqueros, portadores de almas. Debes pagar el peaje, si quieres atravesar el Aqueronte. 

Las adolescentes de aquí se parecen a las de allí: risas incontrolables; el móvil, aparato imprescindible para informarse o divertirse, gustos musicales a la moda. No hay distancia entre ellas. Una mujer de mediana edad se persigna, al pasar delante de un monasterio. 

Los Lumière hicieron del cine un espejo con el que mostrar el mundo tal cómo era o como pensaban que debía ser. Meliès entendió que la imaginación ha de ser capaz de crear mundos alternativos. Hace ciento treinta años nacieron las dos únicas formas de interpretar y entender el cine. 

Louis Lumière, recogiendo una palabra inventada por un creador frustrado, Leon Bouly, decidió llamar a este nuevo aparato cinematógrafo : "el que escribe el movimiento". 

Acostumbrados a esas imágenes en perpetuo movimiento, tiempo que se nos escurre entre las manos, atrapados en nuestros laberintos, redes infinitas, extrañas y complejas, reflejos distorsionados de los palacios minoicos, es muy difícil explicar un mundo en el que la realidad se describía con imágenes fijas o con palabras, signos y símbolos, un universo cuyos fundamentos eran los mitos y las leyendas, los dioses y sus rituales. 

Es un mundo que ya no entendemos. El tiempo es la única frontera inalcanzable, imposible, irrevocable. Nos separa definitivamente. 


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