domingo, 6 de mayo de 2018

MI MADRE


MARÍA SOLERA MARTÍN
Madrid, 1945-Buenos Aires, 2014

            Mi madre, María Fernanda Solera Martín, Mari, hija de Víctor Solera y Pilar Martín, nació el primer día de septiembre, unos días después de que terminara la segunda guerra mundial, en la planta baja del número 47 de la calle Amparo, en el barrio de Lavapiés. Un hecho –el segundo que he mencionado- que le hacía sentirse muy orgullosa, como si el lugar donde nació le diera un título de nobleza adquirida.

Sin embargo, no hubiera debido despreciar el primero tan a la ligera. Sin el final de esa guerra, que ganaron los americanos y los rusos, no hubiera existido el mundo que hoy conocemos. ¿Nadie ha imaginado cómo hubiera sido nuestra vida cotidiana si los nazis y los japoneses hubieran derrotado a sus enemigos? Muchos tiemblan sólo de pensar cómo sería esa realidad paralela. Ni la infancia ni la juventud de María hubiera sido la misma. O tal vez, teniendo en cuenta quien gobernó durante más de cuarenta años en su país, quienes le sustituyeron y el modelo económico en el que vivimos, es posible que no hubiera habido tantas diferencias...

            Volviendo a lo que para ella sí era motivo de orgullo, María nació en el barrio más castizo de Madrid. Y aunque murió muy lejos de su tierra, fue una madrileña de pro hasta el último día de su vida. Eso se lo puedo asegurar al lector sin ningún género de duda. Aunque no vivió mucho tiempo en esa calle. A los pocos meses, sus padres, Víctor y Pilar, decidieron trasladarse a una población limítrofe que en unos años, en 1948, se integraría en Madrid: Carabanchel.

            Carabanchel fue un barrio que había sufrido los embates de la guerra civil más que ningún otro. El río Manzanares separó de manera natural la zona republicana y la nacional. La población no tuvo más remedio que abandonar sus casas: disparos, obuses, bombas caídas desde el cielo, lanzadas por aviones de fabricación rusa o alemana. Al final de la guerra en el 39 la zona estaba devastada: casas derruidas, paredes acribilladas a balazos, huecos y huellas, memorias de sangre, dolor y muerte.

            La reconstrucción llevó su tiempo. En el 46 todavía no había transcurrido el lapso suficiente para que el barrio borrara completamente los restos de la masacre y sus ruinas. Y muchas de las antiguas calles no existían. Los vecinos volvían. Y construían casas de manera caótica y desordenada, viviendas que se diseminaban a lo largo y ancho de la colina donde se situaba el barrio. Calles sin asfaltar, arena y grava. Muy pocos vehículos se atrevían a pasar por zonas que se embarraban cada dos por tres en los meses de invierno.

            Los padres de María alquilaron una casa en la calle Jacinto Benavente. En los años setenta cambió de nombre: en la actualidad se llama Padre Oltra. En el número 52; más tarde, el 50. Eran tres viviendas separadas por un pasillo exterior y estrecho, sin techumbre, desprotegido de las inclemencias del tiempo y cubierto de baldosines. Como no había baño o ducha en aquel entonces, solían lavarse allí mismo; sobre la cuerda, que utilizaban para tender la ropa, extendían una manta o una cortina y, así podían disfrutar de cierta privacidad. Mi madre, de pequeña, lo hacía en una tinaja o un cubo grande de cinc; bañarse en el Manzanares -aunque algunos, en verano, lo hicieran- estaba prohibido.

Vivían, por tanto, en espacios muy pequeños: una sala de estar de un tamaño medio, cocina y dos habitaciones, como mucho; en esas viviendas habitaban familias enteras. Puede sorprendernos que eso ocurriera hace setenta años, cuando la mayoría de nosotros vivimos en la actualidad en pisos más amplios; sin embargo, aún hoy en día, existen ese patio, ese pasillo y esas viviendas y las ocupan familias inmigrantes, parejas de etnia gitana o jóvenes con empleos precarios.

¿Cómo sería un domingo entonces? Los niños jugaban; los maridos se ocupaban de tareas domésticas como reparar algún grifo o cañería, mientras las mujeres hablaban con las vecinas de las novedades del barrio.

Entre el río y esta calle sólo se encontraba, en los años cuarenta, una cuesta arrasada, una campa que los niños aprovechaban para llevar a cabo todo tipo de juegos y travesuras. Se prohibía el baño en el Manzanares por su insalubridad, pero ya se sabe que las prohibiciones están para quebrantarlas. Sobre todo, si eres un crío. Y el hermano mayor de María, Víctor, nacido en el 38 en Barcelona, en alguna ocasión, huyendo de la policía, volvió a casa sin ropa, sólo con los calzones puestos, recibiendo una buena tunda de su madre.

            Hasta los nueve años la infancia de María fue idílica. No creo que todavía se diera cuenta de las dificultades económicas de sus padres. Sería más tarde cuando, tras la muerte del cabeza de familia, tomara conciencia del valor que tienen las cosas, de la importancia del ahorro; pero esa idea se grabó en su carácter y en el de toda una generación de una manera exagerada, obsesiva.

Víctor traía el jornal a casa; Pilar se encargaba de los niños. Hasta aquí, el rol tradicional de la época. Aunque el padre, en este caso, tenía un trabajo que debiera de haberle reportado mayor seguridad económica: era policía. Desde el 34 pertenecía a la Guardia de Asalto. En el 35 recibió una medalla por participar durante el bienio negro en la represión de una revuelta anarquista. En julio del 36 se encontraban en Barcelona. Allí vivieron la guerra, en zona republicana. En el 39 los que no habían huido, muerto y superaran la investigación que los vencedores impusieron a los vencidos, se integraron en los nuevos cuerpos policiales. Hasta finales del 43 Víctor no pudo volver a Madrid. Jerez de la Frontera fue su primer destino, antes de que le devolvieran a la capital, donde ya vivía el resto de la familia.

            Su sueldo era mejor que otros en esa época, pero no suficiente para alimentar a tres criaturas. Algún conflicto  –tenía mucho carácter y no podía soportar el talante autoritario y arbitrario de sus superiores- le supuso días de calabozo y alguna reducción en el jornal. Buscó otro trabajo en una fábrica de pastas.

El que tuviera dos trabajos y que en uno, seguramente, cobrara su sueldo en negro, era una tesitura en la que muchos españoles se hallaban y, tantos años después, nos sigue resultando muy familiar. Entre las mañanas en la comisaría, cerca de Arguelles, y las tardes en la fábrica, Víctor llegaba a casa agotado. Y le pasó factura. Su corazón empezó a fallarle.

            Víctor era de los pocos que tenían una cámara de fotos: una Kodak con fuelle. La compró a mediados del 36 o en enero del 37. Sólo hacía fotos familiares –a sus hijos: a Víctor, el mayor, a María, a Lorenzo, el menor, que nacería en el 48; al hijo que murió de meningitis, Alejandro, a los pocos meses de nacer- o a los amigos, aprovechando los momentos de ocio. María y su madre, Pilar, conservaron todas esas fotografías. La madre se las enseñaba a sus hijos. Y María, años después, se las llevó, las heredó e hizo lo mismo con los suyos. Le servían para recordar su infancia, idealizada entre esa niebla tan particular que el olvido se encarga de extender en nuestra memoria.

            El final de la infancia de María está ligada a la muerte de su padre y a su primera comunión. Veintiún días –tres semanas exactas- separaron ambos acontecimientos. Un sábado feliz. Un sábado trágico.

            La mañana del sábado 22 de mayo María hizo su primera comunión. Fue un día extraño. Las fotos no las hacía su padre, sino uno de sus tíos. Sus tías, Regina, Riansares, y su propia madre vestían de negro porque dos de sus hermanos, Dolores y Severiano, habían fallecido meses antes. Dolores, en una intervención a corazón abierto, en la misma sala de operaciones. Severiano, a causa de las esquirlas de una bomba; desde la guerra las tuvo muy cerca de los pulmones, en la caja torácica, y ninguno de los doctores a los que consultó fue capaz de sacarlas. El propio movimiento del cuerpo y el paso del tiempo fueron agravando su estado y una noche dejó de respirar.

            El negro del duelo contrastaba con el blanco del vestido de María. A esto habría que añadir otro dato: su padre se quedó en cama. Que no pudiera ir a la primera comunión de su hija hace sospechar el estado de salud en el que se encontraba; un hombre que en sus años mozos disfrutaba de una forma física envidiable. Los doctores le administraban unas pastillas para reducir la fatiga y mejorar el ritmo cardiaco. Es probable que hubiera necesitado algo más, pero ni la sanidad española tenía en esos momentos los medios apropiados, ni una familia de clase media baja podía permitirse gastos tan cuantiosos.

            María recordó siempre el momento en que volvió a casa con el traje de primera comunión para que le viera su padre. Le hizo una fotografía, tal vez fue la última vez en la que Víctor apretó el disparador de su cámara.

            Tres sábados después, la tarde del 12 de junio de 1954, Pilar se acercó a la cama donde se había tumbado un par de horas antes su marido. La cena estaba hecha.Víctor había salido con los amigos; bailaba en la verbena. Los niños, María y Lorenzo, jugaban en el patio. Atardecía. Pilar le llamó. No hubo respuesta. Entró en la habitación. Entre las sombras, no podía verle el rostro. Se acercó. Tocó su cuerpo: estaba frío. Su muerte debió de ser rápida. Un derrame masivo.

            En unas horas, los vecinos y los familiares consolarían a la viuda. Pasarían muchos por esa habitación, iluminada en ese momento por la luz de las velas o por una bombilla: el médico para certificar el fallecimiento, los amigos, las mujeres que junto a Pilar se encargarían de adecentarlo, limpiarlo, vestirle con el uniforme reglamentario. Avisarían a Mario. A las hermanas de Víctor, a sus hermanos: unos –Regina, Riansares- vinieron del centro de Madrid donde trabajaban como sirvientas; Críspula, con sus hijas de la calle Velázquez, residencia familiar desde los años treinta; el resto desde Tarancón, el pueblo de los padres de Víctor. Lo enterrarían al día siguiente en la Almudena.

Años después, cuando alzaron la losa para hacer sitio y ampliar el hueco de la tumba, abrieron el féretro. Durante unos segundos, según le dijo Críspula a su hija Valentina, todos se asombraron, no creían lo que estaban viendo. Víctor se conservaba como cuando le enterraron, con su uniforme gris de policía. Y, de repente, sopló una ráfaga de viento. Su rostro, el cuerpo, el uniforme, todo, se convirtió en polvo. Desapareció para siempre…

            María estaría en estado de shock. Ese día vio a mucha gente que lamentaba la muerte de su padre; a partir de ese momento toda su vida cambiaría. Nada sería lo mismo. Huérfana a los nueve años.

            Los padres mueren antes que sus hijos; es ley de vida, pero María lo perdió demasiado pronto. Los muertos son idealizados. Casi todos. Y mucho más, cuando no has tenido oportunidad, ni tiempo para conocerlos.

Para María hasta que murió, -como su padre, en la cama de una habitación, al lado de un patio interior, en una planta baja-, su padre era perfecto. Pilar también prefirió mantener ese recuerdo. Olvidó el carácter fuerte de su marido, las discusiones cuando ella iba a la iglesia y la llamaba beata. Víctor, el mayor, no olvidó; simplemente, lo perdonó. Con el tiempo dejó a un lado los roces con su padre, cuando volvía tarde, algún golpe en la cara o con el cinturón. Era la educación de esos tiempos: las relaciones entre un padre y su hijo, adolescente y rebelde.

Para Víctor, mi abuelo, en cambio, su hija era la niña de sus ojos. Y para María, era el padre que se marchó muy pronto. El padre divertido, encantador, gracioso. El que sabía bailar y cantar como nadie. Un hombre lleno de vida. Y así lo quiso recordar hasta el final…

La muerte de Víctor dejó a la familia en una situación económica difícil. Pilar no tuvo más remedio que ponerse a trabajar. Las tías Regina y Riansares no los abandonaron. La ayudaron a encontrar un empleo. Eran las madrinas, las otras madres de María; ya tenían, por entonces, numerosos contactos con familias adineradas, porque desde el 39 vivieron y trabajaron en muchas casas de la burguesía y la nobleza madrileña, como sirvientas.

¿Y los niños? ¿Cuál sería su futuro? Lorenzo, aún muy pequeño, viviría en casa de su abuela materna, en Lozoyuela, hasta que pudiera ir al colegio, a los siete años. María, en septiembre, después del verano, fue internada en el colegio de huérfanos de la Policía.

El edificio aún existía en el 2040. Hasta los años 80 del siglo XX fue centro educativo. Posteriormente la Policía lo aprovechó para realizar cursos de promoción. Construido durante los años de la República, funcionó como hospital en la guerra civil. Tras muchas dudas y varios proyectos fallidos, finalmente en el año 53 entraron los primeros huérfanos.

El pabellón central –hasta que un bombardeo y el incendio posterior en el 2055 obligó a su derrumbe definitivo- se dividía en dos alas a las que se añadieron otras construcciones anexas tanto a la entrada del recinto, como en su parte posterior. Las más cercanas a la entrada servían de alojamiento para las monjas y algunos profesores, mientras los de la parte posterior eran sobre todo un teatro, que servía como sala de cine los domingos, y una capilla en la que asistían todas las mañanas y tardes a los oficios obligatorios. Más tarde habría una piscina cubierta y una pista de atletismo.

Nada más pasar la puerta central, te encontrabas con la zona administrativa y la sala de visitas, diminuta, con un par de ventanas que miraban a una campa, a la plaza de Carabanchel bajo y a su iglesia. Si te adentrabas en el complejo, no tenías más remedio que atravesar los pasillos, decorados con azulejos de vivos colores. Hasta el 61, en el que el colegio dejó de ser mixto, el ala izquierda fue asignado a las chicas; el derecho, para los chicos. Separados por patios y pasillos. En los dos casos, la primera planta servía para desarrollar todas las actividades lectivas y educativas y la segunda alojaba a los internos e internas. Cuando el número de huérfanos creció no tuvieron más remedio que habilitar los pasillos de esta segunda planta, llenándose de camas. Al fondo, en el lado opuesto a la entrada, se encontraban dos amplios salones, muy bien iluminados, donde se servían el desayuno, la comida y la cena.

Ni siquiera entonces se veían los chicos y las chicas. Estaba prohibido cualquier tipo de contacto entre sexos, excepto en la misa o los domingos por la tarde, en el cine. E incluso, allí, en lugares diferentes. Ellas, arriba; ellos, en la parte de abajo. Tampoco los hermanos podían verse. Por supuesto, los chicos, sobre todo, buscaban tretas para poder verlas. Y ellas facilitaban el contacto visual cuando tenían la mínima oportunidad. Se acercaban a una esquina del patio, donde verían jugar a los chicos. En la misa o en el cine, se pasaban mensajes en papelitos o echaban una miradita o guiñaban el ojo, teniendo cuidado de que  la monja o el profesor de turno no los pillara. Por supuesto, ningún tipo de educación sexual. Prohibiciones que generaciones siguientes considerarían absurdas y surrealistas. Represión hasta límites insospechados: cartas que se censuraban, normas morales del estilo: “Nunca mirarás a un chico directamente”. Y eso repercutía en todas las relaciones que años después entablarían como pareja con el otro sexo. Y de alguna manera, más adelante, en la forma de educar a sus hijos. 

María, a pesar de estos inconvenientes, conservó un buen recuerdo del centro. No sufrió esa parte brutal y cruel, la que suponían los castigos físicos. Y otros, más sutiles y humillantes. Los chicos recibían -más que ellas- los cachetes o los golpes en la cabeza o en las manos con una palmeta. El más habitual era el que llamaban “plantón”. Los obligaban a mantenerse en pie, de cara a la pared; a veces, hasta horas. Hubo quien, a causa del calor, perdió el conocimiento y tuvo que ser llevado a la enfermería. Lorenzo, el hermano de María, recordaba que en alguna ocasión lo encerraron en una habitación a oscuras. Horas y horas sin saber dónde estaba. No lo olvidó nunca. Ni los perdonó. El rencor es un sentimiento que deja una huella muy profunda, más de lo que querríamos admitir.

Los castigos a las chicas no eran tan duros físicamente, pero podían ser más crueles. Quien se levantara con las sabanas mojadas, debía llevarlas a la hora de la comida por el comedor de los chicos; no sólo las verían sus compañeras, también ellos. Las humillaban ante todos. Para los chicos, ver a su hermana así, también era un baldón, una vergüenza. Otros castigos como no salir un fin de semana o no ir al cine, comparados con estos, no dejaban de ser una minucia.

María, como muchos de su generación, se quedó con lo positivo. Se llevó bien con las monjas. Además, en los años de posguerra, un número muy reducido de familias podía proporcionar a sus hijos la educación que este colegio les ofrecía. Y tenían tres comidas. Puede parecer sorprendente, si lo miramos desde la perspectiva de un niño que haya nacido en el siglo XXI, en una Europa en paz, pero en esa época comer con dos platos y postre era un privilegio del que muy pocos disfrutaban.

La infancia de María, por tanto, se desarrolló en un ambiente enclaustrado, aunque ella se sintiera a gusto. Fue una infancia feliz. Se comportaba, seguía las reglas, trabajaba y se esforzaba. No concluyó sus estudios, -no olvidemos que pocas mujeres llegaban a la universidad en esos tiempos o terminaban la secundaria-, pero aprendió las labores del hogar básicas, las que le servirían para buscar trabajo, cuando saliera del centro.

Era alegre y extrovertida. Nunca dejó de ser optimista; su vitalidad asombraba a todos. Mantuvo el contacto con algunas de sus compañeras, aunque luego, el paso del tiempo las fuera alejando. Entre los objetos que conservó hasta su muerte, tenía misales en los que guardaba esos mensajes de amistad para toda la vida, las de la adolescente primeriza –que casi nunca se cumplen- y algunas fotografías. Nunca tiró unos patines que sólo debió usar por entonces. Patinar le gustaba tanto como nadar. En la piscina cubierta aprendió todos los estilos: crol, mariposa, libre... Y años después enseñó a sus hijos, aunque ya en un entorno distinto, a mar abierto.

Pilar trabajaba todos los días; incluso, a veces, los fines de semana. María y Lorenzo salían entonces para estar con su madre o con sus tías. Si las vacaciones eran largas o en verano, se iban a Lozoyuela o a Tarancón. Víctor trabajaba desde los catorce años en un taller mecánico. A veces, cuando Pilar no podía, iba a recoger en moto a sus hermanos a la puerta del centro y los llevaba a casa.

Pilar era una persona amable, tierna, con ideas fijas, sencilla. Se sacrificaba por sus hijos. Iba a misa todos los domingos. No ponía nada en tela de juicio ni tenía espíritu crítico. Respetaba las costumbres, cocinaba muy bien. Era buena persona. Aunque recibió alguna proposición, nunca volvió a casarse.

Cuando las niñas fueron trasladadas a otros centros y sólo se quedaron los chicos en el colegio, en septiembre del 61, María ya se había puesto a trabajar. Sus funciones no eran complicadas: se encargaría del telar, el lavado y planchado de la ropa, coser. Eran empresas familiares, cercanas a casa, que le permitirían llevar algo de dinero y aliviar el duro trabajo de su madre.

Los fines de semana María saldría con las amigas y alguna prima a los bailes o guateques del barrio, ya fueran en un salón recreativo o una sala de fiestas, como el Embarcadero, donde llegó a ver a Antonio Machín, o en la terraza o la vivienda de algún vecino. No tuvo novios, aunque imagino que algún chico se acercaría a ella con intenciones de ese tipo. A veces las acompañaban a casa. Otros les pedían un baile. Ninguno le atrajo demasiado. O no le parecieron muy serios o le aburrieron.

Muy pronto descubrió su pasión por el viaje. Con el dinerillo extra que ganaba en tómbolas y sorteos, -participando en cursillos de corte y confección o taquigrafía de una asociación religiosa que organizaba viajes a sus sedes en Galicia y Cádiz-, pasaba una parte del verano fuera de Madrid. Conoció Ceuta, Santiago de Compostela, Oporto, Gibraltar, Fátima. En Ceuta se compró la cámara con una funda de color carne que utilizó durante mucho tiempo hasta que las digitales se impusieron. Con ella haría las fotografías de sus años de juventud, los de sus primeros años de casada, las de la infancia y adolescencia de sus hijos.

Hay canciones que se te quedan grabadas en el cerebro. Se convierten en una parte de ti misma, y ya nunca más podrás olvidarlas. Cuando el Dúo Dinámico publicó Quince años tiene mi amor, casualmente, mi madre cumplía quince años. Fue fiel a este grupo toda la vida. Los fines de semana, mientras limpiaba la casa, con la música a todo trapo, a los veinte, a los treinta, a los cuarenta años; ya fuera en la radio, en un disco de vinilo, en una casete o en un cedé, con su madre o con su marido y sus dos hijos, cantaba y bailaba. Era todo un espectáculo verla, vestida con una bata y llevando en la mano el plumero o el trapo del polvo, al tiempo que tarareaba esa u otras canciones del grupo…

Hay encuentros fundamentales a lo largo de una vida. Deciden tu destino. El encuentro con Santiago, mi padre, el que sería su primer marido, fue uno de ellos. Ocurrió un catorce de mayo del 68. Pasado el mediodía, dos mujeres de unos cincuenta años comparten una habitación de hospital. Han tenido el típico accidente de hogar: una caída y algún hueso roto. Son vecinas; viven en el mismo barrio, en la misma calle, a unos metros. Una de ellas es Pilar; tiene enyesada la muñeca y una parte del brazo. La otra, Bienvenida, la pierna. Reciben la visita de sus hijos. María ha llegado antes. Conoce a Bienvenida de vista; sabe que tiene un hijo, de la misma edad que su hermano Víctor, pero no le ha tratado mucho. Es bastante tímido; tiene pocos amigos.

Al llegar Santiago, las madres los presentan. Mientras esperaban a sus hijos, han estado hablando entre ellas. Bienvenida quiere que su hijo se case; Pilar también piensa que María debería ennoviarse con un chico trabajador y responsable. Antes de que sus hijos se conozcan, ya han decidido hacer todo lo posible para que esa relación salga adelante.

Las madres dieron el primer empujón y mis padres se dejaron hacer. ¿Por qué no?, debieron pensar. Acababan de estrenar la última de David Lynch, Dr. Zhivago. Santiago, esa misma tarde, al salir de la habitación, donde aún se encontraban sus madres, invitó a María a la sesión de las cinco en el cinema España. María aceptó.

Al día siguiente era la fiesta del santo patrón, San Isidro. A las cuatro de la tarde, Santiago fue a buscarla a su casa. Saludó a Lorenzo. Pilar volvería del hospital el lunes; su propia madre, el martes. Hablarían del tiempo, mientras bajaban a la plaza de Marqués de Vadillo. Tal vez comentaran que después del cine podrían quedar con Lorenzo y su novia para tomar algo en una de las terrazas de la campa de San Isidro.

Caminaron despacio en dirección al cine. No había más de seiscientos metros entre la calle donde vivían, Inmaculada Concepción, y el antiguo Cinema España. Comprarían la entrada, pedirían unas palomitas. Se sentarían en mitad de la sala; habría sitio suficiente.

Se empezaron a conocer. Aún no verían sus defectos; se irían gustando poco a poco. Santiago era un chico amable, educado, serio, formal. María derrochaba alegría, vitalidad. Encajaban. Santiago le comentó que estuvo en Suiza unos meses, que quería volver. Si seguían juntos, podrían pensar en irse a trabajar y ganar algo de dinero. María pensó en Víctor. Su hermano mayor, desde el 63, trabajaba en Annecy. Incluso ya uno de sus hijos, el mayor, Alan, había nacido allí. Le apetecía la idea: Suiza o Italia. Sus sueños coincidieron.

Cuando Dr. Zhivago murió otra vez en la pantalla y la melodía de Lara se extendió por la sala, para entonces, aunque no lo supieran, ya eran pareja. Las luces se encendieron. Mi madre sonrió.

Durante el verano lo decidieron todo: la boda, el viaje, el lugar donde empezarían a trabajar. Arosa, en invierno; Brissago, en verano. Se ocuparon de todo: pasaportes, documentación, visitas a la iglesia para preparar el enlace, al restaurante donde celebrarían el convite –ambos en el barrio, muy cerca de donde vivían-, presentaciones a la familia, que en el caso de la de María suponía ir a Tarancón y saludar a los primos, tíos y amigos que eran muchos. Santiago tardó menos en cumplir este requisito.

Se casaron a finales de noviembre del 68. En quince días, María se subía a un tren. Mientras se ponía en marcha, María apretó con fuerza la mano de su marido.

¿Qué puedes decir de una pareja joven y feliz, mucho más, si fueron tus padres? ¿Estaban enamorados? Sí, es posible. Si pensamos que el amor es una reacción química que manipula nuestros sentidos y deforma nuestra percepción de la realidad, sí, debían estar enamorados. Alguien, evitando esta interpretación tan cínica, diría que habían encontrado a otro ser humano que los entendía o con el que se compenetraban plenamente. Fuera como fuera, estaban a gusto. En el fondo, quizá era lo único que importaba.

Arosa se encuentra a unos doscientos kilómetros de Zurich, en uno de los cantones de habla alemana más conocidos, a unos tres cuartos de hora en coche de Chur, la capital de la región. La única manera de llegar a Arosa desde Chur es una carretera empinada con giros y meandros: una pesadilla para quien se suela marear en un coche, como le ocurrió a mi hermano. Eso sí, cuando llegas al valle, el panorama merece tal sacrificio. Otra opción, más turística, es subir a un tren de montaña. Tardas una hora u hora y cuarto, pero si no tienes prisa, disfrutas mucho más.

María y Santiago trabajaron durante seis meses en un hotel que en esos momentos se llamaba Merkur. El hotel tenía un restaurante. Ella se encargaba de la limpieza de habitaciones o de la cocina. Él servía los platos a los clientes.

Ese invierno hizo frío, mucho frío. María ya conocía la nieve –la primera vez que la vio fue en el colegio de Huérfanos un día de enero; las dejaron salir al patio y jugaron con ella-, pero nunca había contemplado metros de nieve –tres o cuatro de altura- ni que se mantuviera durante tantos días.

María, al pensar en Arosa, años después, recordaba cómo caía la nieve al otro lado de la ventana o, cuando se tiraban al suelo y resbalaban por una cuesta, como si tuvieran un trineo. Parecían dos niños con zapatos nuevos. O la casa de cuento en la que vivían con una terraza y unas vistas a las montañas nevadas. Es posible que eso sea el enamoramiento: sólo distingues el brillo de la persona que tienes a tu lado. La convivencia del día a día, los defectos del otro aún no han debilitado su relación de pareja; en esos momentos los dos piensan que será para siempre.

Al invierno de Arosa le siguió la primavera de Brissago, al borde de un lago en uno de los cantones del sur. El carácter y el idioma de los lugareños era más cercano al suyo. Muchos italianos abiertos, extrovertidos. El calor suaviza las asperezas. Otro hotel con un jardín, que como en Arosa, daba a la calle principal. Encargarse de la limpieza y el restaurante. El ritmo de un pueblo: las campanas de la iglesia, las noches tranquilas, el aroma de las flores.

A finales de julio o principios de agosto conocieron a los Bolla. Se alojaban en el hotel. Él, Francesco, se había convertido en uno de los vinicultores más conocidos de la comarca de Verona. Ella, Sofía, había heredado de sus padres una cuantiosa fortuna. Era una pareja agradable; sus hijos ya eran adolescentes. Uno de ellos, Carlo Bolla, iría a la universidad al año siguiente.

La mujer y María entablaron una relación muy cálida desde el primer momento. La Sra. Bolla les ofreció –alabó sus ganas de trabajar, el esfuerzo, su simpatía- cuidar a sus sobrinos –que aún eran unos niños- y encargarse de la limpieza y el mantenimiento de su casa de campo en Cortina d´Ampezzo durante el invierno y de la de Verona, cuando regresaran en la primavera siguiente. El pago de sus sueldos sería en negro –eso ahorraría a los Bolla tener que hacer papeleos innecesarios y, al fin y al cabo, todos sus amigos de clase alta lo hacían-, pero eso no les importó, al menos entonces, a María o a Santiago. Aceptaron la oferta. Cambiarían Suiza por Italia.

A María se le daban bien los niños. Tenía un instinto maternal muy acusado y natural. Ella quería tener hijos; Santiago dudaba. Es posible que hubiera preferido no tenerlos: ponía excusas, le daba largas. “Cuando volvamos… y tengamos dinero suficiente. Podríamos quedarnos aquí más tiempo”.

María esperó. Es cierto. Cuando volvieran tendrían que hacerlo con dinero, no regresarían con las manos vacías. Santiago deseaba quedarse en Italia; no había tantas cosas que le ataran a su familia. María, en cambio, de vez en cuando, se entristecía, sentía nostalgia porque no podía ver a su madre, a su hermano; echaba de menos a sus tías, a Regina y Riansares, o a sus amigas. Las postales, las cartas, alguna llamada de teléfono no aligeraban el sentimiento que despierta la ausencia de lo que deseas. En marzo del 71 comunicaron a los Bolla que en junio volverían a España. Santiago no pudo convencer a María. Ella quería regresar y así lo hicieron.

Antes de volver hicieron ese viaje de novios que habían retrasado durante tanto tiempo: Venecia y Roma. María retornaría a esas ciudades, lugares para enamorados, que años después, yo mismo recomendaría a un coreano, cuando me pidió, en un albergue de Barcelona, muy cerca de la estación de Sants, que le dijera a qué ciudades de Europa debería ir con su mujer, después de casarse.

María volvería a esos lugares con otro hombre, su segundo marido. El tiempo es cíclico, no es lineal. Los espacios se repiten en la memoria o en el momento que vivimos. Volvemos a ellos, aunque ya no seamos los mismos. Veo a la joven, todavía enamorada, a pesar de las rarezas de su marido. Y contemplo a la otra mujer, mayor, sesentona, con arrugas y muchas vivencias en la mochila y, otra vez, enamorada.

San Marcos, el Vaticano, el puente de los suspiros, el Panteón, el Lido, el Coliseo. Mapas que se despliegan y se recogen. Pizza y pasta. Italianos, parejas de españoles con las que se cruzan.

-Hemos trabajado un par de años fuera; este verano regresamos a nuestra tierra…

-He pedido la jubilación el año pasado; estuve aquí cuando tenía veinticinco años…

Móstoles era una de esas poblaciones –ciudades dormitorio las llamaban por entonces- en franca expansión. Un villorrio de dos mil personas en diez años había pasado a convertirse en una ciudad de doscientas mil. Las transformaciones y las dificultades que eso conlleva necesitarían de mucho más que una novela o una biografía al uso para poderlas explicar. Miles de extremeños, andaluces, manchegos, madrileños -la inmigración a finales del siglo XX y principios del XXI cambiaría: marroquíes, ecuatorianos, colombianos, rumanos-. En los años sesenta y setenta, clase obrera que busca pisos baratos donde vivir o empezar su vida. Parejas que tienen hijos –una media de dos-; colegios que hay que levantar, uno tras otro –diez o doce en el plazo de diez años-. Protestas vecinales. Centros médicos, hospitales –hasta los noventa no se construiría uno en Móstoles-, tiendas, supermercados, aparcamientos, comisarías. La mayoría trabajaba en Madrid. El autobús –la Brasa lo llamaban, porque la empresa que se encargaba del transporte tenía este nombre- no era suficiente; se aprovechó una antigua línea ferroviaria que comunicaba Madrid con Navalcarnero. A finales de los setenta y principios de los ochenta, como suele ocurrir, la expansión demográfica también trajo marginación, pobreza, drogas e inseguridad. Encontrarse litronas en los parques era tan habitual durante mi infancia como descubrir alguna jeringuilla entre los escombros o en el vertedero.

Fue allí donde María y Santiago decidieron continuar su vida en común tras el paso por Suiza e Italia. Asentarse en un lugar, formar una familia: el objetivo de tantos y tantos españoles. Eligieron la calle San Marcial, céntrica, a dos pasos del casco histórico –del que ya sólo quedaban unas cuantas casas. Quizá la más importante la vivienda del alcalde que firmó el primer decreto contra el ejército napoleónico en 1808-, y a cinco minutos andando del que, en unos años, sería la estación de Cercanías.

El edificio en el que vivían tenía un patio bastante grande que los niños del barrio utilizaban para sus juegos: partidos de fútbol o baloncesto, canicas o chapas, saltar a la comba. Levantadas en ladrillo rojo, modelo repetido hasta la saciedad en todos los barrios periféricos del país. Era un tercero con una escalera sin ascensor. Se lo compraron a una pareja que quería marcharse a otra zona del extrarradio.

Para María sería su hogar durante más de veinte años. Su cocina, su salón, su habitación. Su televisor en color –el primero que tendría- sus cubiertos, ollas, platos, el horno, el armario, las fotografías de sus padres, tías, hermanos, sobrinos, las mesillas de noche, lámparas, alfombras… Empapeló las paredes, cubrió de objetos todos los espacios, los llenó de una memoria suya, compartida, sin que se diera cuenta, sin tener conciencia de hacerlo. Santiago, por supuesto, colaboró, pero María puso más empeño, creó un lugar seguro para ella y los hijos que vendrían. Ahora sólo faltaba llenar de vida esos espacios. Lo intentaron durante meses: finalmente, a principios del 72, María estaba embarazada.

Santiago encontró un trabajo de portero en un edificio de Telefónica; también se encargaba de limpiar algún complejo de oficinas de la localidad. Su espalda empezó a resentirse. De naturaleza enfermiza, su cuerpo se quebró. En unos años tendría que pedir una jubilación anticipada. María no se preocupó en exceso. Estaba acostumbrada a trabajar. Lo había hecho desde pequeña; tenía como modelo a su propia madre o a sus tías. Cambiarían los roles, si fuese necesario. Por el momento, habría que pensar en el hijo que vendría. Deseaba que fuera niña, pero nací yo.

Por otro lado, la madre de Santiago, en ese invierno del 71-72, perdía la cabeza. Mi madre la vio un par de veces. Decía incoherencias, contaba conversaciones con muertos, escuchaba ruidos extraños que la inquietaban. María, de manera intuitiva, se alejó de su suegra, mantuvo las distancias. Intentaba estar el menor tiempo posible cerca de ella. La abuela paterna no llegaría a conocer a su nieto. Una mañana de domingo sus hijas la encontraron muerta, con los ojos abiertos, sin vida.

Abrí por primera vez los ojos el diez de agosto del 72. María, como primeriza que era, tuvo un parto difícil. Una noche larga de contracciones y dolores hasta que, a las seis de la mañana, al amanecer, dio a luz. Nada más nacer me dio de mamar.

María se ocupó de su hijo. Noches sin dormir, lloros, enfermedades, alguna visita al hospital, preocupados por una fiebre alta de madrugada; vacunas, los primeros pasos, palabras intuidas, pensamientos simples: comer, beber, cagar… Crecía. Y al mismo tiempo, mi padre se encorvaba.

El médico le diagnosticó una enfermedad crónica: dolores de espalda insoportables, lumbalgia que no fue tratada a tiempo, trastornos musculo-esqueléticos, manipulación incorrecta de cargas –durante sus años mozos había trabajado en el Matadero de Madrid-, lesiones lumbares. En el 75 se le concedió la jubilación anticipada. Necesitarían un sueldo extra.

María ya había buscado trabajo en alguna casa de Madrid, pero no podía quedarse todo el día. Y la idea de tener la parejita o, al menos, intentarlo, rondaba en su cabeza. A principios del 76 volvió a quedarse embarazada. La niña tampoco llegó esta vez; en una revista del corazón leyó un nombre, Raúl. Así lo llamaría.

Nada más nacer su segundo hijo, encontró por fin un trabajo estable en una clínica privada, Covesa, situada en el barrio de Serrano, en la calle Príncipe de Vergara. Se integró como limpiadora en el equipo de mantenimiento del material sanitario: sabanas, colchas, almohadas, cortinas. En turnos partidos. Volvía muy tarde. En invierno, ya había anochecido. En verano, sólo le quedaba tiempo para preparar la cena.

Santiago asumió un nuevo papel: el de ama de casa. No supo adaptarse. La enfermedad le volvió inseguro, dubitativo, obsesivo. Y eso repercutió en la educación de sus hijos. Trasladó esas obsesiones, dudas e inseguridades, tanto a mí como a mi hermano. Que los fines de semana estuviera María o que todas las noches los arropara antes de irse a dormir no evitaron que Santiago influyera mucho más y, me temo, negativamente en sus hijos. Lo hizo involuntariamente, pero así fue. Les impedía salir a jugar con otros niños; les decía que podía pasarles cualquier cosa. Que el mundo era peligroso. No quería perder el control sobre sus vidas. Ni sobre la suya propia. Alimentó su miedo y sus dudas. Las de él mismo y las de sus hijos.

María, en cambio, alimentaba sus ansias de libertad. Aunque trabajaba y mucho, aprovechaba los fines de semana y las vacaciones –aunque fuera un puente- para viajar. Y sus hijos viajarían con ella. No tenían coche; ni Santiago ni María se atrevieron a sacarse el carné o no tuvieron oportunidad de hacerlo, pero María, como había hecho de joven, descubrió que en la iglesia del barrio –que conservaba una torre de origen mudéjar, aún en pie en 2055,- organizaban viajes de todo tipo. Y se apuntaba a los que podía. O ella los organizaba, si tenían la oportunidad de ir en transporte público y con tiempo para volver en el mismo día.

Segovia, Ávila, Toledo, Alcalá, El Escorial, Aranjuez, Salamanca. O más lejos, Sevilla, Cádiz, Granada, Valencia. Iban a Gandía todos los veranos. El mar era su lugar preferido; se sentía libre. El mar y el sol del verano. Se convertía en otra mujer.

No dejaba de volver, en el resto del año,  a los espacios familiares, a los espacios de su infancia: Lozoyuela o Tarancón. Regina y Riansares. Bodas, bautizos, comuniones. Nacimientos y muertes. Entierros: la tía Críspula, la tía Rosa. Los rituales de una familia: el paso del tiempo. El ciclo de la vida…

Raúl y yo crecimos en una infancia feliz, que María intentaba proteger a toda costa: el diente de leche del ratoncito Pérez, las canciones de su infancia, -como Las mañanitas del rey David-, los reyes Magos; rituales mágicos que María aprendió de boca de las monjas, en el colegio de huérfanos, y que recreaban un misterio, cuando los llevabas a cabo, como el pitido en el oído –si veías un objeto pasar a tu lado, en el momento en que escuchabas ese ruido, en la inicial de ese objeto descubrirías la inicial de la persona que estaba pensando bien en ti-, o tocar una roca, donde acababa la playa, en el espigón, o una pared, al final del paseo marítimo, para regresar a ese mismo lugar al día siguiente, al año siguiente…

María hizo todo lo posible para que sus hijos no dejaran de creer en un mundo maravilloso; tal vez les dejara como herencia ese poso ligero, suave. Imaginación y admiración ante lo que les rodeaba que, -puedo afirmarlo-, nunca perderían del todo.

La clínica Covesa cerró. Tuvo que buscar trabajos en casas de políticos, empresarios, médicos, profesionales de clase alta. La trataron bien, en general. Y si no lo hacían, cerraba la puerta y buscaba otro lugar. Nunca le faltó un sitio. Cuidaba a niñas que se hacían mayores, limpiaba la casa, trabajaba de mañana y de tarde. Con el tiempo, consiguió tener las tardes libres y se las dedicaba a su familia. Para entonces, había transcurrido casi una década. Sus hijos crecieron; eran adolescentes. Se alejaban, vivían su vida. Y su marido ya no era el hombre del que se había enamorado, veinte años atrás.

Aunque el divorcio fue legal, a partir de los años ochenta, entre la clase obrera –la de Móstoles en particular - aún no se había extendido como una mancha de aceite. Para que una mujer se divorciara necesitaba de una independencia económica que muchas aún no tenían. El rol tradicional –hombre que trabaja, mujer que cuida la casa- era más habitual de lo que sería en la siguiente generación. Sin embargo, en este caso, María disfrutaba de una ventaja de la que otras carecían. Era ella la que traía el dinero a casa; la pensión de Santiago era irrisoria. Sólo le impedía tomar esa decisión la educación católica que había recibido.

-Hay que tener paciencia… el matrimonio es para toda la vida… harás daño a tus hijos.

Eso le decían. Retrasó su resolución. Cuando sus hijos alcanzaron la mayoría de edad, llegó el momento de dar el paso. Tal vez lo debió hacer antes y, aún así, recibió críticas veladas de algunas amigas. Amigas que, en unos años, harían lo mismo.

Los divorcios son traumáticos. Sobre todo, si una de las partes no acepta la separación. Aunque no había amor entre ellos, Santiago puso todas las trabas posibles. Se aferró con uñas y dientes a un contrato que ya no tenía validez. Juicios, denuncias, gritos, peleas… Silencios, tensión, dolor, rabia…

La policía se llevó a Santiago; lo echó de su casa. María consiguió mantenerle lejos. No era suficiente. Tenían que marcharse de Móstoles. Su hermano, Lorenzo, vivía desde principios de los años ochenta, en el Puente de Vallecas, con su mujer y sus dos hijos. María encontró un piso cerca del de su hermano. Vendió el de Móstoles y repartió las ganancias con su exmarido. Compró el de Puente de Vallecas. Se trasladó allí.

Mantuvo un cordón de seguridad con Santiago. Rehizo su vida. Los hijos, a su vez, empezaron a construir la suya. Convivía con ellos, les preguntaba por sus estudios o sus trabajos, pero ya no eran niños, aunque ella siempre los viera como tales. Fue madre de las niñas a las que cuidaba, de Irene, Rocío o de las gemelas Elena y Alicia. No pudo dejar de serlo. Ella era así.

En Gandía conoció al que sería su segundo marido, un hombre mayor, que nunca tuvo relaciones de pareja muy estables y que se acababa de jubilar. Se llamaba G. Un tipo tímido, inseguro, esquivo. Y, con todo, María supo ver detrás de esa coraza a una persona sensible y tierna. En un año se fueron a vivir juntos a Madrid, pero ella quería, en cuanto pudiera, establecerse en Gandía, comprarse un piso, disfrutar del sol del verano y del clima suave del invierno.

Su madre, Pilar, murió un día de mayo de 2002. Su avanzada edad la había obligado a vivir con su hija. Estaba cocinando cuando notó un intenso dolor de cabeza y se sintió cansada. Se sentó, cerró los ojos y ya no volvió a abrirlos. Fue María quien, al salir del baño –acababa de llegar del trabajo- vio cómo se derrumbaba y perdía el conocimiento. Era un derrame cerebral. No pudieron salvarla. Tenía ochenta y nueve años.

La muerte de Pilar separó a Lorenzo y a María. Dos hermanos que habían sido uña y carne, acabaron por no hablarse. Herencias, dinero o joyas, gestos, malos entendidos. Avaricia, egoísmos cotidianos. Y defectos que ambos tenían. María y Lorenzo no supieron proteger sus lazos; los dinamitaron en muy poco tiempo. Sin la suavidad de su madre que limaba asperezas, acabaron convirtiéndose en dos desconocidos. Nunca más volvieron a hablarse.

A los sesenta años, cuando tuvo oportunidad, María dejó de trabajar y llevó a cabo su proyecto. Se fue con G. Sus hijos se quedaron en el piso de Madrid. Ahora tenía tiempo libre para poder disfrutarlo. Viajes. Muchos. Por España y por Europa. Pirineos, Asturias, Andalucía, Cataluña… Praga, Viena, París, Roma…

A G. le diagnosticaron cáncer de próstata. A tiempo. Lo curaron. María no lo perdería. No estaría sola en sus últimos años. Murieron sus tías. Primero, Riánsares. Luego, Regina. Recibió una cuantiosa herencia. Aseguró su futuro. Dejó un testamento abierto, motivo de disputas, porque pensó que no moriría tan pronto. Se equivocó.

Disfrutaba del mar, del salitre, de la brisa, en las noches de verano. Con G., con sus hijos, cuando venían a visitarla. Era feliz. A su manera. No olvidaba las rencillas con su hermano. También era rencorosa. A cambio, se desvivía por aquellos a los que amaba.

Se preocupó por su hijo menor. El mayor aprobó unas oposiciones y se convirtió en un funcionario, profesor de secundaria. Sin embargo, Raúl no encontraba un trabajo estable. Lo ayudó económicamente, en su viaje a México y, luego, cuando buscó trabajo en Argentina.


Hizo un último viaje a Buenos Aires. Pasaríamos las Navidades todos juntos. Raúl, G., ella y yo. Pilló un resfriado común, seis días antes. El día que teníamos que subir al avión en Madrid, notó dolor en el pecho. Dejó de toser. Se mareaba; no podía mantenerse en pie. No la llevé a un centro médico. Ella tampoco pensó que fuera grave. O quiso creerlo.

Estuvo entre el sueño y la vigilia durante las doce horas del avión. No podía pensar. No recordaba los sueños que tuvo, si es que pudo tener alguno. Se caía, perdía el equilibrio. Al salir del avión, esperó a Raúl, de pie, sin quejarse tras un par de horas en las largas colas de la aduana. Cuando vio a su hijo, a la salida, María sonrió. Había envejecido diez años. Se sentía muy cansada.

Llegamos a una casa de la calle Moreno, en una planta baja. Un patio interior, como el de su infancia. Eso podía ver desde la ventana de su habitación. Esa misma noche, la del veinticuatro de diciembre, no comió con nosotros. Le hicimos una tortilla; le pelamos una manzana. Nada más. Tenía gastroenteritis. Le costaba caminar. Volvió a la cama.

A las cinco horas y cincuenta minutos del día de Navidad del 2014 dejó de respirar. Se llevaron su cuerpo a una funeraria, situada al otro lado de la Avenida 9 de Julio, en el barrio de San Telmo.

En una de las visitas que hicimos a la funeraria, durante los días en los que intentábamos acelerar los trámites, conversaba con el encargado un hombre de unos sesenta años, el propietario de la empresa. Me pareció un tipo desapasionado, profesional. Achaparrado, de gestos vivos y precisos. No sabía que me encontraba ante Abel Romero, policía chileno que adquirió cierta fama en época de Allende y que luego, muchos años después en 1998, siendo investigador, asesinó en Lloret de Mar a Carlos Ramírez Hoffman, poeta nazi y torturador durante el golpe militar, con la inestimable ayuda de un poeta chileno, alter ego de Roberto Bolaño.

Tres semanas tardó el cuerpo de María en volar a Madrid. Trámites burocráticos, huelgas de celo, vacaciones de Navidad. Cuando abrimos el féretro en Madrid –cerrado por normativa en Argentina- nos encontramos con su cuerpo en descomposición y un olor podrido y amargo que se quedó impregnado en nuestras ropas, en nuestros pensamientos, en nuestros sueños…


            En Madrid, a miles de kilómetros, los hijos de Mari enterraron su cuerpo en el cementerio de la Almudena. Una mañana fría de enero. Y allí descansa junto a sus padres, Pilar y Víctor. Una vez al mes su hijo mayor deja una docena de claveles, blancos y rojos, sobre su lápida.



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