LEÓN LEVY
Tesalónica, 1926-Kalampaka, 2016
Conocí a
León Levy una tarde de abril, a principios de este siglo. Fue un encuentro
casual. Ya no dudo, a mis años, que las casualidades suceden porque de alguna
manera, consciente o inconscientemente, deseamos que ocurran.
León Levy es –como su nombre y
apellido deja entrever- judío y también –y de eso estaba igual de orgulloso-
griego. Formó parte en su infancia de la importante comunidad judía de
Tesalónica. Entre marzo de 1943 y el verano del 44 más de cincuenta mil judíos
fueron enviados a campos de concentración, como el de Auschwitz o Birkenau.
León Levy, junto a otros judíos griegos, acabó limpiando el ghetto de Varsovia
tras la revuelta. Al regresar a Grecia, en 1946, se integró durante la guerra
civil en el ejército anticomunista hasta 1950. Su tío, el único familiar que
había sobrevivido, que fue escondido por una familia ortodoxa cerca de Atenas,
había conseguido un terreno cerca de Meteora y con ayuda de un monje trabajaba
una tierra que era suya, que nadie podría quitarle; le propuso vivir con él.
Aceptó. Allí León conoció a la que sería su mujer y tuvo a sus dos hijos. Uno,
el mayor, se quedó con él; el menor emigró a Atenas. A finales de los noventa,
decidieron abrir un alojamiento para turistas y un
restaurante, aunque siguieron trabajando los terrenos, a unos pocos metros de
la población de Kalampaka.
Conocí a
León, al bajar de uno de los monasterios que acababa de visitar. Lo encontré
limpiando hierbajos en un huerto. Me asombró que un hombre de su edad –rondaría
casi los ochenta años- conservara tanta fuerza en sus manos. Empezamos a hablar
en una mezcla extraña de idiomas: español sefardí, griego, inglés. Me fijé en
el número que llevaba tatuado en el brazo. Tras unas pocas palabras supe que era
el padre del propietario del alojamiento en el que dormía. Como también tenían
un restaurante, volví a verlo en la cena. León y su hijo me invitaron después
de cenar a un ouzo. León se sentó conmigo y empezamos a hablar…
Las
habitaciones de los inquilinos se encontraban en la primera y segunda planta.
Todas miraban a dos rocas que se alzaban sobre Kalambaka. Salir a la terraza y
contemplar ese panorama a primera hora de la mañana lo tengo entre mis
recuerdos más queridos. La familia vivía en la planta baja, al fondo, debajo de
la escalera, muy cerca del salón, transformado en restaurante. Al subir los
peldaños encontrabas en las paredes de los pasillos iconos –extraño, aunque lo entendías al
saber que la mujer del hijo mayor era una creyente ortodoxa- y muchas fotografías
en blanco y negro. Fotografías familiares de los años 30 –León era el niño de
diez años que miraba a la cámara, asustado-. Casi todos los que aparecían en
esas imágenes junto a él, en pocos años, morirían en las cámaras de gas.
¿Qué sentiría León al ver estas
fotos? No me atreví a preguntárselo. Sí le hice otra pregunta. ¿Por qué las había
colocado por todo el caserón, incluso en lugares por donde pasábamos
desconocidos?
-¿Por qué
no? Ya no son sólo mi familia; forman parte de la historia, ¿no?
Prefería no
hablar de los años vividos en Polonia o de las últimas palabras que intercambió con
su padre, la última caricia de su madre, las miradas perdidas…
-No quiero
remover más esos recuerdos.
Su mujer
había muerto hace diez años. Empezamos a hablar de la comunidad judía en la
zona: quedaban pocos, pero todavía sobrevivían unos cuantos. Tras un par de
copitas de ouzo, León se animó y recordó la actitud de los griegos no judíos,
de los polacos civiles, de su antisemitismo.
-Nos decían que los judíos se
merecían lo que les pasaba. No hubo mucha solidaridad con nosotros, ni por
parte de los griegos ni por parte de los polacos. No colaboraban con los nazis,
pero tampoco hicieron mucho para salvarnos. La gran mayoría. Algunos ayudaron,
pero más en el sur.
León los entiende; cada uno debe
mirar para lo suyo. Pocos judíos, aunque no lo quieran admitir, hubieran
arriesgado su pellejo, si otros ocuparan su lugar. La naturaleza humana es así:
egoísta.
-Y luego, la guerra civil. No se
habla mucho de ella; casi todo el mundo la ha olvidado, pero no fueron tiempos
fáciles. Me alistaron a la fuerza; no tuve más remedio que luchar contra los
comunistas. Tampoco me vino mal; los monárquicos acabaron ganando. Hubo muchos
colaboracionistas que apoyaron a los británicos contra los comunistas… La
familia de la reina de España, la Sofía, era de ideología nazi… Todo el mundo
lo sabe…
León bebe el ouzo. Como si esto
que va a decir se le atragantara un poco…
-Conocí incluso a uno que había
participado en el transporte de mi familia a Birkenau; lo volví a ver como
comandante en el ejército monárquico. No creo que me reconociera. Yo, sí. Hay
rostros que no olvidas nunca. Seguía teniendo esa mirada de superioridad, la
que decide la vida y la muerte, orgullosa, cruel.
-¿Y no le denunció? –pregunté con
cierta ingenuidad.
-¿Para qué? Hubo quien, si no se
había implicado mucho y no tenía delitos de sangre y, además se había buscado
amigos entre los británicos, era intocable. ¿Qué iba a hacer, denunciarlo?
Nadie me hubiera hecho caso. Supieron hacerse perdonar. ¿No os ha pasado lo
mismo en tu país? Los que gobernaron durante cuarenta años, hicieron una
transición a su medida. Y sus hijos y sus nietos continúan mandando… Aquí, más
o menos, lo mismo. Cuando en los sesenta, llegó el tiempo de retirarse
discretamente, estos tipos se buscaron una finca y allí dejaron pasar sus
últimos días, sin que nadie los molestara. Como mucho, nosotros sí pudimos echar
a los reyes… No hemos conseguido más.
-Son historias muy interesantes.
-¿Usted cree? Sí, es posible. Mis
hijos y mis nietos están un poco cansados de escucharlas. De todas formas,
nunca me ha interesado hacer como otros judíos: escribir un libro o contar mis
experiencias por el mundo.
-Hay quien habla de lo que vivió.
-¿Para qué?
-Para no olvidar…
-Los testimonios están bien, pero
no me ha interesado.
-En España la gente ha tenido
miedo de hablar durante años.
-Nosotros, no, pero ¿qué quiere? ¿Que
fuera dando conferencias hablando de mi experiencia? Hice mi vida y punto…
Nadie me ha obligado a vivir como he vivido. La elegí yo… Hay mucha hipocresía.
Ahora llegan muchos refugiados de Siria y los mandamos al Norte de Europa para
que no nos molesten. O los dejamos en las islas o en el puerto del Pireo, entre
rejas o vallas. El otro día contaron que uno de ellos se había ahorcado, cuando
estaban a punto de expulsarlo. Y otro que se tiró a la laguna de Venecia y se
ahogó. Normal. Vi eso en los años cuarenta. La gente también pierde la
esperanza.
-Pero no es lo mismo. No son campos de concentración, como los que sufrió
usted.
-¿No? ¿Está seguro? Son muy
parecidos. No los llaman así, pero es lo que son. ¿Hemos cambiado? ¿Sirve de
algo contar mi experiencia, si en el fondo seguimos actuando igual?
El hijo
interviene.
-No somos fascistas.
Te olvidas cuando ayudamos a esa mujer…
-Sí,
ayudamos a una mujer con su hijo. Querían llegar a Alemania. Les dimos refugio,
un poco de ropa y algo de comida. No podía dejar de ayudar a una mujer que
pasaba hambre. Cuando me quiso pagar con un vaso de cristal –me dijo que era
una herencia de su familia- mi hijo quiso negarse, pero yo lo acepté. ¿Sabe por
qué?
Niego con la cabeza.
-Porque no tenía dinero, pero con
ese gesto me estaba diciendo que aún tenía dignidad. Y lo último que has de
perder –bien lo viví yo- es la dignidad. Si pierdes eso, ya no eres nada ni
nadie. Estás muerto.
Me ofrece otro ouzo; lo acepto,
aunque empieza a darme vueltas la cabeza.
-Sé lo que es eso, no tener nada…
pero hay muchos también aquí que no los quieren. Lo que te decía antes. La
gente va a lo suyo; tiene miedo y es egoísta. No habría que esperar mucho de
nosotros.
-Pero hay gente generosa que los
ayuda.
-Son los menos; siempre serán
menos. Es nuestra naturaleza.
Al día siguiente me levanté
temprano. Como ese día no podía volver a Atenas, a primera hora me quedé un
rato con él; me estuvo enseñando cómo cultivaba lechugas y pepinos y tomates.
Intentaba que todo fuera lo más natural posible. Me confesó que para evitar
plagas lo mejor, en su opinión, era un vaso de agua mezclado con una planta de
ortiga.
El resto del tiempo lo aproveché
para dar una vuelta por el pueblo y curiosear. Me crucé con muchos jóvenes,
adolescentes que esperaban a sus padres, cerca de alguna iglesia, o quedaban en
el banco de un parque o en la plaza del pueblo con sus amigos. No vi a muchos
turistas, a no ser en los alrededores de los monasterios. Uno de ellos había
aparcado una autocaravana a unos metros del que llaman Gran Meteora, y comenzó
a interpretar con su guitarra una canción de Pink Floyd. No me pareció
incoherente; es más, encajaba en el entorno. Las melodías no conocen fronteras.
Algunas de ellas, por supuesto.
Me asombró el paisaje, agreste y,
al mismo tiempo, acogedor. Puedo entender porqué unos monjes decidieron alejarse
del mundo en estos parajes. Ahora, como tantos otros, invadidos por turistas
que llegan en autobuses y se marchan en menos de una hora. Me fijé en la
decoración de estos monasterios. Advertí una y otra vez los mismos elementos
visuales en las pinturas de las capillas: el juicio final, los martirios, la
vida de María, la de Jesús, su muerte y resurrección, el concepto de vanitas,
el desprecio del mundo. Símbolos que llegaron de Occidente o, tal vez, al
revés, que fueron a Occidente para ser reinterpretados.
Al salir de los monasterios,
vuelves a la naturaleza, la recuperas. Siempre hay otras rutas, senderos por
los que puedes descubrir la soledad que llenaron estos roquedales de eremitas,
ascetas, penitentes, hombres esquivos, hace tiempo ya desaparecidos. En su
lugar, escaladores que trepan por huecos imposibles, capillas que se sostienen
de manera milagrosa, luz de primavera, rocas de arcilla que se descomponen en
formas más diminutas. Y risas de mujeres. Volví por la carretera que comunica
Kalambaka con la vecina población de Kastraki. Vi a un perro mayor, tranquilo,
que descansaba a un lado de la carretera, como si esperara sólo el momento de
pasar al otro lado. A esas horas, comenzaba a hacer calor, aunque no demasiado.
A la altura de Kastraki, observé en el arcén a un gato muerto, atropellado
seguramente esa misma noche. Tenía los ojos cerrados; dormía un sueño eterno.
Esa tarde comí y bebí a gusto.
Una ensalada con ingredientes de la zona –aceite de oliva, pimientos rojos,
tomates naturales, aceitunas- y una musaca
con carne picada de cordero y berenjenas. Y dos vasos de ouzo que acabaron
emborrachándome –aguanto poco desde pequeño-. Me tendí en la cama, medio
adormilado. Me relajé haciéndome una paja –suele sentarme muy bien tras comidas
tan opíparas-. Cuando terminé de asearme, borrando los restos de semen y
poniéndome unos calzoncillos limpios, me quedé dormido en la cama.
Esa noche volvimos a conversar
León y yo. Fue diferente. Parecía más cansado, menos interesado en recordar su
pasado. Le hablé más del mío. Me escuchó con atención, sin decir palabra. No me
juzgó, ni hizo ningún comentario. Sólo dejó que mis palabras se mezclaran con
su silencio. Miré esa noche de forma diferente las fotografías del
salón comedor. Reconocí a León con cuarenta años junto a su mujer. O a León con
veinte años y un uniforme de soldado. Y a su familia, en una fiesta judía. O
frente a una iglesia ortodoxa.
Y las rocas de Meteora, siempre
presentes. No cambian tan rápido como nosotros. Siempre parecían las mismas,
las que contemplaría esa misma mañana cuando abrí por última vez la ventana que
daba a la terraza, antes de marcharme de Kalambaka y despedirme de León.
Prometí que seguiría en contacto
y que le escribiría. Reconozco que no lo hice. Puso su mano en mi hombro; me
dirigió una sonrisa franca. Se despidió, diciéndome en español, el que había heredado de sus
antepasados sefardíes, expulsados de España por los Reyes Católicos:
-¡Suerte y buen viaje!
No volví a verlo. Años después
tuvo una pulmonía. Su hijo me dijo que en marzo del 2016 fue
ingresado en el hospital de la localidad de Trikala y que a los pocos días
falleció. Lamenté su muerte.
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