sábado, 5 de mayo de 2018

OPUESTOS


RORY LONG
Pittsburgh, 1952-Laguna Beach, 2017.

BALDWIN ROCHA
Los Ángeles, 1992-Laguna Beach 2017

Rory Long era hijo de Marcus Long; discípulo de Charles Olson. Poeta. Un representante de la llamada poesía oral, bíblica, abierta… Predicador y fundador de varias Iglesias. Alcanzó cierta gloria literaria con un poema en el que aparecíz Leni Riefenstahl haciendo el amor con Jünger. Creía en la renovación de una nueva América. Viajaba a Italia muy a menudo. Decía que su ciudad preferida estaba en Sicilia; se llamaba Agrigento. Amaba esas piedras; más que a sus semejantes. En el último año de vida se destaca por su apoyo incondicional a Donald Trump. Ganó mucho dinero. Fama, abogados, contactos en el Senado y en la administración republicana. Una salud de hierro. En marzo de 2017, un mediodía, recibe dos disparos en la cabeza. El asesino se llamaba Baldwin Rocha y era un joven negro y anarquista.

Me crucé con Rory Long en los Ángeles, un día antes del asesinato. Hacía calor. La temperatura rondaba los treinta grados por el día; de noche, se suavizaba y no pasaba de los diez. En Sunset Boulevard a la altura del Vista Theater, esperaba en un paso de cebra a que el semáforo se pusiera en verde. Pensé, al principio, que el tipo era una estrella de cine, porque una pareja de mediana edad, a unos metros, lo saludó y entabló con él una breve conversación. Estaba claro que no se conocían y que la pareja –más incluso ella que él- admiraba a Rory Long, un tipo de sesenta años, obeso, de nariz afilada y rasgos muy marcados. Fue al día siguiente cuando supe su verdadera identidad.

El semáforo cambió de color. Rory Long prosiguió su camino. Giré la cabeza y me dispuse a cruzar al otro lado de la calle. Noté en ese momento un golpe en el hombro. Un chico negro, joven, de unos veintidós años, acababa de chocar conmigo. Era Baldwin Rocha.

No se disculpó. Ni se había fijado en mí; continuó su persecución, sin inmutarse. Ignoraba que este muchacho seguía desde hacía un par de semanas a Rory Long. Me fijé en algunos detalles de este chico, que luego pude recordar con claridad. Escondía las manos en los bolsillos de una sudadera. Llevaba pantalones vaqueros y una cadenita alrededor del cuello, tal vez un crucifijo. Su mirada estaba llena de odio.

Hijo de un viejo “pantera negra”, que conoció las cárceles y su represión. I`m not your nigger. Su padre James Rocha no se conformó con denunciar las condiciones en las que vivía su raza; fue mucho más lejos. Quiso demostrar que el verdadero enemigo del hombre negro es el capitalismo. Sus posiciones fueron criticadas por algunos de los suyos, aunque admiraran su coherencia. Cuando Baldwin tenía un año, su padre fue asesinado por un ultraderechista, afín a las tesis más radicales del partido conservador.

Su madre quiso proteger a su hijo; intentó evitar que acabara como su padre. Se alejó de los círculos políticos en los que se movía su marido, pero, aún así, cuando Baldwin creció, comenzó a preguntar a sus familiares por su progenitor. Y descubrió a un hombre al que podía admirar. Y a un enemigo al que deseaba eliminar.

A los dieciocho años, con todo, su plan no estaba más que insinuado en su cabeza. Entró en la universidad de Nueva York para estudiar ciencias políticas y filosofía. Se implicó en grupos de presión, participó en todas las movilizaciones de Occupy Wall Street. Estuvo en varias ocasiones en la cárcel. Quema de contenedores, uso de material inflamable, concentraciones ilegales fueron los motivos que adujeron para condenarlo a unos meses de prisión y trabajos para la comunidad.

Al terminar la carrera, buscó empleo en Harlem, sin conseguir que ninguno le durara más de un mes. Los grupos de lucha se fueron dispersando; Occupy Wall Street se transformó en un movimiento sin garra, pacifista. Baldwin propugnaba volver a la violencia como única forma de presión frente a unas multinacionales voraces y crueles. La revolución sería sangrienta o no existiría. Había que acabar con el capitalismo. No tuvo muchos adeptos. Fue aislado, incluso, entre sus propios compañeros. Sintió decepción, rabia, tristeza. Decidió regresar a Los Ángeles. Se apuntó a un curso en la UCLA.

En esas fechas, murió su madre. Era tal vez el único hilo que le mantenía cuerdo. A partir de ese momento, aseguran sus conocidos, entró en una fase diferente, se hundió en un bucle del que ya no saldría con vida.

            Encontró un chivo expiatorio para sus frustraciones y culpas: Rory Long. Era un nazi conocido en las altas esferas, que había sabido adaptarse a los nuevos tiempos. Rory esperó su oportunidad y favoreció la campaña de Trump. No dudaba –así se lo confió a los suyos- de que el tal Trump era un cantamañanas, un bocazas, pero, al mismo tiempo, fue consciente, casi desde el principio de la campaña presidencial –en enero del 2016- de dos claves. La primera es que Trump iba a ganar en las elecciones de noviembre de ese año; lo creyó antes de que lo pensara siquiera la mayor parte de su propio equipo de campaña. La segunda es que sería un hombre muy fácil de manipular y dirigir.

            Así que Rory Long apostó por Trump desde el primer momento. Se convirtió en su mayor valedor en California, aunque era consciente de que allí tendría pocas posibilidades, pero sus contactos en Texas o Florida, sabía que serían claves para su victoria, como así ocurrió.

            Trump se lo agradeció. Colocó a algunos de sus lugartenientes en puestos claves en Washington y desde allí, Rory Long comenzó a mover los hilos. En los pocos meses que disfrutó del gobierno de Trump, llegó a embolsarse con negocios de todo tipo –petróleo, inmobiliarias, gaseoductos- más de mil millones de dólares. Sus herederos supieron ocultar las huellas de estos negocios y aprovecharse de ellos en los años posteriores.

            Fue entonces, cuando se convirtió en el objetivo de Baldwin Rocha, mientras Rory Long blanqueaba su pasado. Aunque era anglosajón puro, su acendrado nazismo debía ser suavizado ante sus nuevos competidores; otros compañeros podrían abanderar, como así lo hicieron meses después en Charlottesville, su ideología; él, como hombre de negocios, moderó su discurso.

            Fue un plan medido, preparado durante meses. Baldwin hizo un seguimiento cuidado y minucioso de Rory Long. Se apartó de cualquier grupo que pudiera permitir un rastreo por parte del FBI. Se veía con muy pocos amigos; no contó hasta el último momento, unos minutos antes de cometer el crimen, el objetivo de sus desvelos. El plan perfecto de un suicida. No esperaba sobrevivir; no volvería a la cárcel. Moriría como su padre, pero esta vez, matando antes.

Rory Long se iba a reunir esa mañana, en la que se cruzó conmigo, con un importante empresario vinculado a Trump, cercano a la Cienciología, a unos pocos metros de su sede central, situada en la misma Sunset Boulevard. Al día siguiente, Rory había quedado con un amigo de ambos, en Laguna Beach. Siempre lo hacía; todos los miércoles a mediodía. Baldwin lo esperaba a unos pasos del restaurante donde solía comer; supo tras muchas dudas que ese era el lugar perfecto para cometer el crimen. Se acercó al famoso empresario y predicador y le descerrajó dos tiros en la cabeza.

Reconocí al joven con el que había chocado, cuando vi su foto en una gran pantalla de video en Union Station, al día siguiente, el jueves. Seguramente el martes también llevaría el revólver guardado en la chaqueta, pensé en ese momento. Un hombre de mediana edad tocaba en un piano de cola una melodía de Schubert. Eso escuchaba de fondo, mientras atendía a la noticia. Aseguraban los testigos que Baldwin no dejó de gritar mientras pateaba el cadáver de Rory Long: “Muerte a Trump, muerte al fascismo”. Cinco minutos después dos policías acabaron con la vida de Baldwin Rocha. Quince tiros. Rocha no disparó ninguna bala.

El jueves, cuando subí al tren de vuelta a San Francisco, noté en la estación más vigilancia. Algunos hablaron de terrorismo islámico, aunque no se encontraron vinculaciones de Rocha con ninguna organización de este tipo o su financiación. Era un joven estudiante de UCLA, obsesivo, sin amigos. Parecía un lobo solitario y encontró en Rory Long un objetivo: nazi, racista, defensor de los valores que él detestaba.

Trump habló de violencia y ataque a la democracia. Lo aprovechó e intentó impulsar su ley contra la inmigración ilegal, incrementó el gasto militar y su participación en Oriente Medio, con una presencia mayor en zonas como Afganistán o Irak, comenzó una campaña para bombardear Siria y aislar a Rusia, declaró que Jerusalén era la capital de Israel, despreciando a los palestinos, y dio los primeros pasos para rechazar el acuerdo de París sobre el cambio climático.

Hubo quienes convirtieron a Rocha en un héroe. Un mes después todo el mundo lo había olvidado. Atentados en Londres, Bélgica, Nueva York, Hamburgo, Barcelona. Guerra en Siria, Yemen, Irak, Afganistán. La gente tenía otros problemas a los que enfrentarse.

A los dos meses, levantaron un monolito conmemorativo en el lugar donde Rory Long fue asesinado. El dinero llegó –o eso se aseguró en algún medio de comunicación- de una de las empresas de Trump. Algunas mañanas el monumento suele aparecer con pintadas anarquistas o de ideología afín que desaparecen, eliminadas pulcramente por los servicios de limpieza, un par de horas después.







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