domingo, 6 de mayo de 2018

VIDAS PARALELAS


DIANA LEBRERO ALCAIDE
Alcobendas, Madrid, 1998-Creta, 2088

VERÓNICA CASTRO JIMÉNEZ
Colmenar Viejo, 1998-Madrid, 2028

            Vidas paralelas. ¿Por qué dos vidas, que podrían haber seguido caminos similares, acaban divergiendo de manera tan radical? ¿Cuáles son las razones que nos conducen a tomar determinadas decisiones?


            Diana Lebrero nació en una familia acomodada; su padre Víctor trabajaba en el campo de la arquitectura, encargándose del diseño de proyectos para una empresa del sector. Su madre, Beatriz, era profesora de ciencias en institutos de la Comunidad. Tenía un hermano mayor, José, que se dedicó a las nuevas tecnologías y a su pasión por la música, compartida con su propia hermana y el padre.

            No se puede decir que su infancia fuera complicada; disfrutó del calor y el afecto de las dos ramas de la familia, incluidos sus primos y primas, a los que veía no sólo en los veranos, sino muchos fines de semana. Aún así, toda infancia tiene sus peligros. Y mucho más, cuando la generación de Diana y Verónica, dominan los recursos de internet, pero no han madurado lo suficiente. En una ocasión, Diana mantuvo contactos con un tipo que, tras varias conversaciones muy largas en el chat, la convenció para tener una cita. No ocurrió; en parte, porque su prima y ella se quedaron hablando en un parque y se olvidaron del asunto, pero, por otro lado, es posible que Diana desconfiara. La madre revisó esa tarde las conversaciones y denunció los hechos. Afortunadamente, se tranquilizó cuando vio a su hija volver a casa, sin novedad, pero la hizo prometer que bloquearía a ese hombre. Beatriz no andaba desencaminada; unos meses después el tipo fue detenido y acusado de pedofilia en la red…



            …Verónica no tuvo tanta suerte. Su padre trabajaba en un taller de reparación de coches; su madre en una tienda de ropa como dependienta. Los dos habían llegado de Ecuador y no paraban de esforzarse para que sus hijos, Sandro, el mayor, y Verónica, la menor, salieran adelante, pero no pudieron educarlos como hubieran deseado. No tenían tiempo para ellos. Tampoco ayudó que se divorciaran y su madre se quedara sola. Sandro y Verónica acabarán creciendo sin una figura paterna fuerte y junto a una madre que, aunque hacía lo que podía para marcarles unos límites, al alcanzar la adolescencia, ambos ignoraban.

            Sandro, más avispado, comenzó a robar coches, acompañado de la peor juventud del barrio. Trapicheó con drogas y acabó asaltando chalets. Verónica se rebeló de otra manera. Le aburrían los estudios. Coincidió en la misma clase de 4º de ESO con Diana, pero se trataron poco; sus vidas ya habían tomado rumbos muy diferentes, aunque ellas no lo supieran.

Participó en una pelea de doce personas –grabada por móvil- en la cual golpearon a una chica con otras tres compañeras; es expulsada durante tres meses. Buscó chicos, se acostó con ellos, experimentó. Uno de ellos, mayor que ella, Eugenio, también de familia ecuatoriana, tenía veinte años –Verónica acababa de cumplir los quince- y trabajaba, como el padre de Verónica en un taller. Las discusiones con su madre eran cada vez más fuertes –a esas alturas, Sandro pisaba la cárcel por primera vez- y la convivencia entre las dos se había vuelto insoportable.

Verónica decidió marcharse con el noviete, sin decir a su madre dónde estarían. Durante un mes, vivió en casa de un amigo de Eugenio que les dejó una de las habitaciones. La policía los descubrió y Verónica no tuvo más remedio que volver al hogar materno y al instituto. Como se había marchado por propia voluntad, Eugenio no fue retenido. Y mucho más, cuando la madre retiró la denuncia. Verónica le había confesado que estaba embarazada…



            …Mientras tanto, Diana se convirtió en una estudiante de primera. Su madre pensaba que se dedicaría a las ciencias, pero, sorprendentemente, empezó a sentir una extraña fascinación por dos lenguas muertas: el latín, y, sobre todo, el griego clásico. Y por su cultura. Eligió las letras y la convirtió en una de sus pasiones. La otra, fue la música. La guitarra fue una compañera inseparable desde entonces. Tocar la relajaba e incluso se atrevió a interpretar, delante de públicos más o menos numerosos, y a cantar, junto a algún profesional, íntimo de la familia.

Su padre había empezado también con el saxofón. Llevaba un año aprendiendo el instrumento, cuando sufrió un infarto. No salió del coma. Fueron seis meses duros hasta que Beatriz dio el visto bueno y desconectó los aparatos que le mantenían con vida. Para entonces, no era más que un saco de huesos, nada que ver con el hombre gordo y bonachón con el que había compartido su vida cotidiana.

La muerte de su padre coincidió con el final del bachillerato. Se sobrepuso. Descubrió dentro de sí misma una fuerza y un optimismo desconocidos…


            …Verónica decidió que quería tener a su hijo. También descubrió en ese momento, como Diana, que guardaba en su interior una rabia desconocida, la que necesitaba para sobrevivir. Llamó a su hijo Sergio. Eugenio aceptó irse a vivir con ella. Verónica, por supuesto, ese año no pudo terminar la ESO. Lo conseguiría al año siguiente, con la ayuda de su madre, que cuidó al nieto, fuera del horario de trabajo, tras pedir una jornada reducida. Después, Verónica no tuvo más remedio que ponerse a trabajar. Desde ese momento, se dio cuenta de que había madurado. Se sintió más cerca de su madre; la comprendió…


            …La vida de Diana no tuvo tantos altibajos. Pudo dedicarse al estudio en la universidad de Alcobendas. Empezó a ir todos los veranos a excavaciones arqueológicas donde conoció a algunos amigos y amigas que lo serían para toda la vida, sin dejar de disfrutar del tiempo libre con la familia. Tuvo alguna pareja, pero ninguna duró demasiado tiempo, al menos, durante esta etapa de aprendizaje…


            …Verónica sobrevivía con trabajos basura: camarera en bares o cajera en supermercados. Por las mañanas trabajaba su madre; por las tardes, ella. Pronto comprendió que su marido –se habían casado en una boda relámpago, casi en secreto- era un vago rematado, que prefería los bares a su compañía. Y que además la trataba sin consideración ni respeto con la complacencia de su suegra, que lo justificaba.

Un día sufrió una paliza; acabó con una herida en la frente y una luxación en el codo. Su madre la acompañó al hospital y, luego, a la comisaría. La denuncia por violencia de género dio sus frutos. Tampoco esperaba que le pagara nada; eso sí, a cambio, le impidió ver a su hijo. El padre tampoco protestó demasiado…


            …Diana acabó la carrera y descubrió su camino y proyecto de vida en Italia. Se dedicó profesionalmente a la arqueología. En esto influyó, sobre todo, una profesora de la universidad de Bolonia, que le abrió muchas puertas. Por supuesto, también fue indispensable el trabajo y el esfuerzo que le dedicó. Esta profesora -Daniela se llamaba-, era también una de las mayores expertas en el lineal A. Diana hizo su tesis doctoral con ella. Siempre había tenido un sueño, probablemente irrealizable: traducir el lineal A, descubrir sus secretos. Y si era con la ayuda de su hermano y un programa informático que él tenía en mente y que facilitaría la transcripción de los documentos, mejor…


            …La vida de Verónica sufrió un nuevo vuelco al perder a su madre por culpa de un cáncer de pecho. Su muerte fue para Verónica quizá el golpe más duro que sufrió. Se sintió muy frágil. Eso le acercó a un nuevo hombre; tendría unos cuarenta años. Parecía maduro, sensible, comprensivo. Su nombre, Jorge. Se ató a él como una tabla de salvación. No tardaría en darse cuenta de que se había equivocado…


            …Diana conoció en una de las excavaciones, al que sería su marido, Francesco. Era un tipo campechano y amable. En muchos aspectos, le recordó a su padre. Fuerte, amable, cariñoso. No tardaron en formar un equipo que participó en numerosas excavaciones por Creta e islas vecinas, buscando la piedra Rosetta del Lineal A, es decir, un documento que estuviera parte en griego antiguo, parte en lineal A. Y lo encontraron. Primavera del 2040. Diana estaba embarazada de cuatro meses, de la que sería su única hija, Sofía. El mundo se hundía, en plena crisis económica, la del 39, esa que mataría a millones de personas. Encontró una mañana de abril, en la zona B, en una antigua villa de la isla de Despotikó, su piedra Rosetta, en el mismo lugar donde veinte años antes había participado en su primera excavación…


            …Jorge la convenció para cambiar su ropa –que él consideraba provocativa-; luego, impedía que saliera con sus amigas –si él no estaba presente-; se peleó con alguno de sus compañeros, de los que desconfiaba. Cuando llegó la primera paliza, Verónica se dio cuenta de que no podía seguir con él. Pidió ayuda para ella y su hijo, que en ese momento, aún tenía quince años. La llevaron a un centro de mujeres maltratadas, pero, -nunca se supo cómo lo consiguió-, Jorge descubrió dónde se alojaba.

Una mañana, en la que Verónica acompañaba a su hijo al instituto, Jorge apareció de repente y empezó a discutir con ella. Cuando Verónica intentó pedir ayuda, era demasiado tarde. Jorge la había asestado varias puñaladas en el tórax. Una de ellas, le atravesó el corazón. Verónica murió en el acto. Jorge se suicidó unas horas después en un descampado. Todo el mundo recuerda a Sergio, el hijo de Verónica, intentando taponar las heridas de su madre, en vano…


…Diana vivió feliz en Creta, donde se afincó, en cuanto tuvo oportunidad. Nunca dejó la arqueología. Con ayuda de su marido y su hermano, lograron preparar un exhaustivo y largo estudio sobre el lineal A y se convirtió en una profesional respetada en el pequeño y reducido círculo de la filología y la arqueología. Dicen que en esta época colaboró con grupúsculos de resistencia que luchaban por defender los derechos de los refugiados, expulsados o asesinados legalmente en los campos de concentración que se construyeron tras la gran crisis. Nunca pudo demostrarse, aunque su hija lo admitió sutilmente años después.

Murió al día siguiente de cumplir ochenta años, en el 2080, en los brazos de su marido. O eso dijo su hija, Sofía, en una entrevista que le hizo un reputado escritor que deseaba contar la vida de su madre al gran público.

Sofía, por su parte, prefirió el campo de la medicina. Se doctoró cum laude y consiguió un puesto de responsabilidad en uno de los hospitales más prestigiosos de Londres.

            Una mañana, Sofía llegó con su novio a la isla de Creta. Sería el año 2065. Llevaban varios meses juntos y Sofía estaba muy ilusionada. Era uno de sus compañeros –también doctor-; tenía veinticinco años más que ella, pero eso no sería un obstáculo para ninguno de los dos. Vivirían juntos durante más de treinta años.

Diana los esperaba en la puerta de salida del aeropuerto. Era otoño. Llovía en Creta. El avión había llegado con retraso. Cuando descubrió a su hija entre los pasajeros, Diana corrió hacia ella y la abrazó. Hacía más de un año que no la tenía tan cerca. Después, giró la cabeza y vio por primera vez al que sería su yerno.

            -Mamá, aquí está mi novio. Sergio Castro.

            -Encantado de conocerla, Diana –dijo el hijo de Verónica, con una sonrisa en los labios.



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