MERCEDES MARTÍNEZ SANTISTEBAN
Madrid, 1978-Granada, 2055
AINHOA OTXANDIANO CARRANZA
Madrid, 1978-Ainhoa, Iparralde, 2055
Recuerdo e
imagino -¿no es lo mismo muchas veces?- las vidas de dos mujeres a las que amé.
Las de Mercedes y Ainhoa. Dos vidas muy diferentes. O similares.
Mercedes,
del barrio de Moratalaz; Ainhoa, del de Fuencarral. Ambas de clase media. Sus
padres murieron, cuando las dos cumplían veinticinco años.
Ainhoa lo supo, cuando volvía de
Toledo, donde daba clases de arte en un instituto. Contestó la llamada de su
hermana en una gasolinera.
-Un ataque
al corazón… Lo han llevado al hospital… Está muy grave…
Mercedes,
de vacaciones, en Granada, con una amiga. Otra llamada al móvil.
-Se cayó de
un andamio… Ha muerto…
Y las
lágrimas de su madre. Se subió al primer autobús de vuelta. Llegó a tiempo para
enterrarle; nada más.
Ninguna de
las dos tuvo hijos; ni quiso tenerlos. Sus hermanas, sí. Cuidaron bien de sus
sobrinos, pero ellas se negaron a ser madres. O no encontraron al hombre
adecuado o, simplemente, el instinto maternal no iba con ellas.
Hay
diferencias, por supuesto.
Mercedes
tenía un carácter retraído, tímido, inseguro, podríamos decir que obsesivo. Le
costaba girar en redondo, si la vida le llevaba por determinados derroteros.
Ainhoa, por el contrario, necesitaba interpretar un papel; que fuera consciente
o no, eso es ya otra historia. Encajaba la personalidad de ambas con su forma
de vestir. Merce llevaba ropa sobria, colores suaves. Ainhoa destacaba como una
mariposa en primavera: colores brillantes y luminosos. Mercedes era de una
constitución delgada; Ainhoa, año tras año, fue engordando y llegó a tener unas
piernas muy gruesas, característica que hacía prever la enfermedad que le
llevaría a la muerte.
En la elección
de sus parejas también tomaron caminos diferentes. Ainhoa estuvo con un chico,
profesor de instituto, como ella, durante más de cinco años. Luego, rompió con
él y vivió un periodo de libertad, con varios amantes o parejas ocasionales,
sin que se ligara a ellos demasiado.
Mercedes, en cambio, se obsesionó
con un hombre casado –estuvo con él más de seis años-, hasta que decidió
terminar esa relación y buscar algo con más futuro. Lo encontró en un
hombre, mayor que ella, viudo, aunque eso no fue obstáculo para que también lo
abandonara.
El final
coincide. Las dos prefirieron vivir sus últimos años, en soledad, sin que eso
suponga que fueran infelices. Les bastaban los amigos y las parejas puntuales
que iban teniendo a lo largo de sus vidas. Y la familia, con la que mantenían
contactos, aunque se marcharan de sus casas y vivieran a cientos de kilómetros,
en el sur.
Mercedes
eligió Granada, porque conocía a un grupo de amigas, que se habían instalado
allí. Colaboró en colegios e institutos dentro de los departamentos de
orientación. Ainhoa, por otro lado, vivió en Córdoba, y allí trabajó en la
escuela de arte Mateo Inurria. Se sintió a gusto, a pesar de sus dificultades
de movilidad –el sobrepeso y su constitución física
fueron empeorando su salud- y que le obligaron a jubilarse anticipadamente.
Muertes
peculiares. Un verano, Ainhoa, al visitar por segunda vez en su vida el pueblo
que le daba el nombre, al sur de Francia, tropezó y cayó al río. Un accidente
como otro cualquiera. Quedó paralítica. No podía moverse. Cuatro años en una
cama hasta que su cuerpo dijo: ¡basta! La de Mercedes fue más rápida e
imprevista. Estaba leyendo, sentada en una mecedora. Y perdió la conciencia. No
volvió a recuperarla.
Recuerdo la última vez que las
vi. A Ainhoa, en un pasillo del instituto, un poco
antes de presentarme al examen de las oposiciones. Gestos de
incomodidad, sonrisas forzadas. Bueno, no es cierto. Años después, cuando
visitaba Córdoba, la volví a ver, a la salida de un bar, junto a unos compañeros,
cerca del Mateo Inurria. Tenía entre sus brazos a un niño pequeño; era el hijo
de una amiga. No sabía cómo cogerlo. Ella no advirtió mi presencia.
A Mercedes, la recuerdo cerca de una boca de metro, con la mirada pérdida, disculpándose. Incómoda,
desorientada; no había encontrado aún la puerta de salida.
Las perdí de vista. No supe más
de ellas.
Alguna vez,
entre las fotografías, recuperaba una que le hice a Ainhoa, cerca de Marrakech;
era un contraluz, con el desierto, al fondo. U otra de Mercedes, en Donosti,
junto a la barandilla del paseo de la Concha; tenía el pelo enmarañado por el
viento huracanado de ese día de invierno y una sonrisa tímida.
Las miraba, volvía a guardarlas en el cajón y continuaba con mi vida.
Las miraba, volvía a guardarlas en el cajón y continuaba con mi vida.
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