SANTIAGO MARTÍN VILLAREJO
Puente de Vallecas, Madrid, 1938-Vallecas, Madrid, 2011
Santiago,
mi padre, nació un cuatro de abril, durante un bombardeo, en el barrio de
Puente de Vallecas, en la fábrica de curtidos, propiedad de Clemente Fernández,
donde el abuelo trabajaba como vigilante y portero. Era hijo de Francisco y
Bienvenida, el menor de cuatro hermanos.
Sus padres
no tuvieron tiempo de ir al hospital; tampoco hubieran podido ayudarlos. Ese
día murieron decenas de personas. Los centros médicos estaban colapsados. Desde
el principio Santiago no tuvo mucha suerte. Hay destinos que parecen marcados
desde el comienzo de sus vidas y contra los que no puedes luchar.
Son escasos
los recuerdos que conservaba de esa época. En realidad, no vivió la guerra,
sino más bien, la victoria del bando franquista. Y tuvo sus consecuencias;
sobre todo, en su propio padre. Francisco había sido testigo de un asesinato
político. A principios de la guerra, el hijo del propietario, Miguel Fernández,
no tuvo tiempo de escapar; trabajadores de la CNT lo apresaron y sin juicio
previo le dieron el “paseo”: lo llevaron a un descampado, entre Vallecas y
Moratalaz, y le descerrajaron dos tiros en la cabeza.
Cuando las
tropas franquistas entraron, iniciaron una investigación formal sobre el
asunto. Buscaron testigos: querían justicia o venganza. O ambas cosas.
Francisco sabía quién había sido; conocía sus caras y sus nombres, pero se negó
a colaborar. No quiso delatar a unos pobres diablos, al igual que lo había
hecho durante tres años, aunque sabía el paradero o el escondite de algún
miembro de la Falange. Los vencedores no fueron comprensivos con esta actitud
ecuánime y equidistante. Lo acusaron de colaboración. Lo amenazaron con la
cárcel. Lo encerraron durante meses.
Sin
trabajo, con su marido en la cárcel y cuatro niños, Bienvenida tuvo que vender
la casa familiar que tenían en el barrio de Carabanchel por una miseria. Años
después, algunos aprovecharían el solar para levantar un hotel y enriquecerse.
Mientras tanto, Francisco sufrió humillaciones, insultos, vejaciones. Es
posible que fuera torturado. Y, aún así, no traicionó a nadie. No dijo ningún
nombre.
Otros sí lo
hicieron. Un trabajador de la fábrica, Pedro Sánchez, a cambio de dinero y
protección, delató a sus antiguos compañeros. Le vieron años después en una
portería de la calle Serrano. Tenía un buen sueldo y no sentía ningún
arrepentimiento.
Las declaraciones de este y otros testigos demostraron que
Francisco era inocente. Lo dejaron en libertad. Sin embargo, el hombre que
salió de la cárcel ya no era el mismo. Se había derrumbado. Su interior era un
pozo oscuro, sin fondo.
El hijo mayor, Luis, nada más terminar la guerra, se
había puesto a trabajar en el Matadero. No tendría ni doce años. Francisco, al salir de la cárcel, también consiguió
entrar. Era un trabajo duro, mucho más para un hombre como él, avejentado
prematuramente. Culpaba a todos de su mala
suerte; al salir del Matadero, Luis volvía a casa, a cuidar de sus hermanas y de
Santiago. En cambio, Francisco se emborrachaba en el bar de la esquina.
Durante unos años vivieron muy cerca del Hospital Infantil,
el que luego, en los años ochenta, se convertiría en el museo Reina
Sofía, a la altura del número 122 del Paseo de las Delicias. En el año 44 se
trasladaron al otro lado del Manzanares, a Carabanchel, a la calle Antonio
Vicent, número 28, en el bajo.
Desde
pequeño mi padre fue un niño enfermizo. Sobrevivió milagrosamente a afecciones
infantiles –una de las lacras de la época-. La dedicación de su madre y sus
hermanas fueron decisivas para que pudiera superar la meningitis o la
escarlatina. Más que una secuela física, lo que le dejó fue una huella profunda
en su carácter: solitario, introvertido, indeciso.
A los nueve
años –como le ocurrió a la que luego sería su esposa, María- perdió a un ser
querido. Corría el invierno del año 1948. Fue un invierno muy frío. Las
enfermedades pulmonares llenaron los cementerios de tumbas y las lápidas se
cubrieron con sus nombres. Luis, una noche, al volver del Matadero, no se
sintió bien. Francisco, cuando regresó, medio borracho, le obligó a ir al
trabajo al día siguiente. Le llamó vago, le ridiculizó, lo trató como a un hijo
mal criado; es posible que lo golpeara. Mi padre no recordaba este último
detalle con claridad. O prefería no recordarlo.
Luis
obedeció. Fue al trabajo. Durante una semana la enfermedad le iba minando.
Tosía, escupía sangre. Bienvenida convenció finalmente a su marido. Llamaron al
médico. Cuando lo auscultó y comprobó el estado del enfermo, el doctor movía la
cabeza de un lado a otro. Luis parecía un cadáver. El médico salió de la
habitación. Se dirigió a toda la familia, pero sobre todo, al padre.
-Debían
haberme llamado antes. Ya no hay nada que hacer.
-Pero, ¿no
lo puede salvar? –preguntó Francisco, tal vez, arrepentido-.
-¿Salvar?
Lo que me sorprende es que todavía esté vivo.
Esa misma noche Luis murió. Trajeron por la mañana a un
fotógrafo profesional. Bienvenida quería una fotografía para poder recordarlo.
Lo adecentaron, lo lavaron, colocaron sus manos en el regazo, le cerraron los
ojos. El fotógrafo apretó el disparador. Bienvenida amplió el negativo y lo
colocó en un medallón. Cuando murió su madre, Santiago se lo llevó. Las
hermanas no lo querían. El rostro de Luis era el de un muerto. No soñaba; la
impresión para un espectador imparcial –como el de mi hermano, cuando veía la
fotografía- era morbosa, desagradable, incómoda. Santiago conservó esa
fotografía durante toda su vida. Sólo la perdió tras una de sus numerosas
mudanzas, unos meses antes de morir…
…Santiago tuvo que dejar de
estudiar. Las enfermedades –alguna pulmonía, resfriados, gripes- le obligaron a
quedarse en casa. Cuando quiso volver al colegio, iba muy retrasado. Los niños
de su clase se reían de él; escribía con dificultad, cometía faltas de
ortografía, le costaba alcanzar el mismo nivel de los compañeros de aula. Sus
padres, por tanto, decidieron que se pusiera a trabajar al cumplir los catorce
años. Francisco le consiguió un puesto en el Matadero, aunque antes, en los
primeros meses, estuvo un corto periodo de tiempo de aprendiz en el mercado de
la Latina.
Mi padre nos contaba que una
calurosa tarde de mayo, al salir del trabajo o tras ver una película en la Gran
Vía, alrededor de las ocho, perdió el tranvía que solía coger cerca de la plaza
Mayor y que, bajando la calle de Toledo, llegaba hasta Carabanchel bajo.
Los tranvías, a esa hora,
estaban abarrotados; la gente se subía en los estribos y carecían de las mínimas
y elementales medidas de seguridad. El coche, esa tarde del 28 de mayo de 1952,
había sido apartado por una avería en los frenos, pero aunque el conductor se
opuso en un primer momento, los responsables lo pusieron en servicio, ante el
gran número de viajeros que esperaban impacientes en la parada. Pensaron que,
como siempre ocurría, y a pesar de la cuesta pronunciada que hay entre la
glorieta de Pirámides y el puente de Toledo, y la ausencia de un raíl en esta
última zona, el coche reduciría su velocidad, al llegar a la explanada del
puente.
Sin embargo, esta vez el tranvía
no se detuvo, se desplazó hacia la derecha y acabó precipitándose por el pretil
y cayendo unos diez metros sobre una zona de huertas, próxima al río
Manzanares. Murieron quince personas esa tarde y hubo más de cien heridos –en
los días y meses posteriores algunos no sobrevivirían-. Hay que mencionar que
el número de plazas disponibles en el vehículo no debería haber superado las
cincuenta en condiciones normales.
El asunto se cerró sin que hubiera
ningún tipo de responsabilidad judicial, aunque sí fueran obligados a dimitir
tanto el alcalde de Madrid como el responsable de la Empresa Municipal de
Transportes. Por supuesto, la prensa, como hizo y hace siempre, cuando hay
intereses políticos o económicos, ocultó las circunstancias y las razones del
accidente: mala conservación del material e instalaciones y vehículos
obsoletos. Durante mucho tiempo el lugar por donde se precipitó el tranvía
estuvo tapado por un muro pequeño de ladrillos, hasta que, entrado el siglo
XXI, reformaron el puente y pusieron un nuevo pretil. Aún así, si te fijabas,
podías distinguir las piedras nuevas, colocadas ex profeso, de las más
antiguas. Tampoco entonces nadie colocó una placa para recordar la tragedia.
Nuestro padre nos decía siempre,
que ese día, al cruzarse con un compañero o porque el jefe le entretuvo o por
una causa parecida, fútil, ridícula, que el tranvía se le escapara por los
pelos le había dado una segunda oportunidad, “había vuelto a nacer”, según sus propias palabras; que la suerte,
esquiva casi siempre con él, le había acompañado.
Trabajó en el Matadero casi diez
años. No era un empleo fácil. Se levantaba antes del amanecer. Padre e hijo
salían de la casa al mismo tiempo. Su madre le daba un beso. Francisco miraba
esta escena con cierta indiferencia. A veces, hacía algún comentario.
-Ya es mayorcito. Lo vas a echar
a perder.
Las más, se
ponía a andar, sin esperar a su hijo, que tenía que aligerar el paso, si quería
pillar a su padre. Caminaban en silencio. Ninguno de los dos tenía ganas a esas
horas tan intempestivas de entablar conversación. Tampoco Francisco –como
ocurría con muchos padres de la época- acostumbraba a hablar con su hijo y si
Santiago lo hacía, se dirigía a él con mucho respeto. Las distancias entre
padre e hijo eran insalvables.
El recorrido hasta el Matadero no
llegaría al cuarto de hora. Bajaban hasta el paseo del río Manzanares,
atravesando Antonio López; a lo lejos, al otro lado, ya verían el complejo. Por
entonces, no existía la M30 que se inauguró en 1974. Como mucho, sólo un
puente, donde comenzaba la carretera de Toledo, el puente de Andalucía, les
separaba de su puesto de trabajo. Contemplaban los cuarenta y ocho edificios que se
inauguraron a principios de siglo, en 1924, al que empezaban a llegar camiones,
cientos de ellos, con animales encerrados: vacas, corderos, gallinas, cerdos…
Antes de entrar en el recinto, escuchabas el cacareo, los mugidos, los balidos:
desesperados, lastimeros.
Francisco hacía siempre una parada en la última taberna del
camino; en el lado de Carabanchel, antes de cruzar el puente. Desayunaban una
tostada y se bebían un café solo, fuerte. El padre de remate se pedía la
primera copa del día: un orujo. En unos minutos ficharían y se dirigirían al
puesto que les correspondía. En el caso de Santiago y Francisco en la zona de
despiezado y manipulación del producto y el del traslado posterior al camión.
Santiago veía todos los días
matar a los animales, pero nunca lo llevó a cabo. Una vez vomitó. Los gestos
repetidos: varios golpes en la cabeza hasta que el animal perdía el
conocimiento. Un corte en el cuello, profesional, rápido, certero. Aunque
pudiera haber cobrado más dinero, prefirió quedarse en la zona que le asignaron
desde el comienzo. El olor a sangre. Santiago recordaría años después ese olor.
Se impregnaba en toda la ropa; duraba hasta que llegabas a casa y te lavabas
con agua y jabón. Y aún así, no te librabas de él. Te acompañaba, incluso,
cuando te acostabas, se colaba en los sueños, sin que pudieras evitarlo. En
esos tiempos no había medidas de seguridad ni cursos de formación. Aprendías
porque te enseñaba tu padre o tu hermano o el compañero más avispado. Se debía
trabajar a destajo, llevando sacos y sacos de la sala de despiezado al camión o
empujando carretillas. Y no eran ligeros. Pesaban lo suyo. Nadie les decía cómo
debían llevarlos para evitar dolores de espalda o problemas musculares. Si te
dolía, callabas. Si faltabas un día, no llegaría el sueldo a la familia. Nadie
se atrevía a exigir derechos laborales. Obedecer y callar. Los pobres no tenían
otra opción. Es posible que tampoco la tengan ahora…
El ruido era ensordecedor. Miles
de personas, gritando, moviéndose, a un ritmo marcado desde hacía años, que
repetían todos los días. Años y años destrozándose la espalda, que se iba
encorvando con el paso del tiempo. En los descansos, comían el bocadillo que
les había preparado Bienvenida. Santiago miraba a los perros, vagabundos, que
buscaban comida entre las sobras. Y junto a los perros veía también a personas
sin techo, alguna mujer, niños, que recogían las bolsas que los trabajadores
les daban en mano.
Nada sobraba en este templo de la
muerte. Todo se utilizaba y aprovechaba. Desde los filetes a la casquería
–vísceras, entresijos, asaduras, achuras-. Mercados, tiendas, viviendas
privadas serían el destino de todos estos animales sacrificados. La carne
llegaba a la casa del pobre que vivía en Carabanchel o Vallecas y, sobre todo,
a la del rico, con mesa y mantel, en el barrio de Serrano o Castellana.
Toneladas y toneladas que
alimentaban a una España que salía del estraperlo y, en pocos años, con la
ayuda americana y la explosión del turismo, viviría la época del desarrollismo
y la expansión demográfica. Camiones cubiertos con lonas, cerdos colgados de
ganchos, olor a pieles secándose al sol, chillidos de cerdos, gritos de
vendedores, rasgados de hachas y cuchillos. Sonidos de vida y muerte.
Al terminar del trabajo,
Santiago, como su hermano en la década anterior, volvería a casa, con algunos
trozos de carne de cordero, cerdo o vaca, a no ser que tuviera que traerse la
nómina –entonces pasaría por el edificio administrativo, la casa del Reloj, aún
en pie, a principios del siglo XXI; mi padre pudo ver, antes de morir, cómo
todo el complejo se convirtió en un centro artístico con cines, teatros y
bibliotecas-.
Los compañeros, en cambio,
tomaban una copa para quitarse el sabor amargo de la sangre. Su padre bebía un
par de botellas. No regresaba hasta la hora de comer. A veces, hasta bien
entrada la tarde. Santiago solía tener esas tardes libres. Las aprovechaba para
ir a ver películas. En cines de sesión continua. En esa época Carabanchel tenía
hasta siete cines. Los dos más cercanos a la casa de Santiago eran el Cinema
España, en la plaza Marqués de Vadillo, al principio de la calle General
Ricardos, frente al puente de Toledo y el otro, delante de su puerta –sólo
tenía que cruzar la acera- en la esquina de Antonio Vicent con Inmaculada
Concepción. Se llamaba cine Bécquer.
La entrada se encontraba en la
esquina y había una diminuta ventanilla que servía de taquilla. La sala que no
era comparable a las de los cines de la Gran Vía –ni siquiera a las del cinema
España-, tenía su público. En las últimas filas se colocaban las parejas –los
fines de semana, el acomodador debía estar muy atento para evitar que se
propasaran-; mi padre prefería el centro de la sala. Algunas veces había
entrado con alguna de sus hermanas o con su madre. Los fines de semana, junto a
este compañero o aquel otro, pero la mayor parte de
las ocasiones iba solo. Le gustaban todo tipo de películas. Las
italianas le encantaban: allí veía las de Mastronianni o Sofía Loren. Las de
romanos o históricas no le interesaban mucho. Los dramas le aburrían; ya tenía
bastante con la vida diaria. Prefería las comedias.
Al salir, al otro lado de la
acera, vería a su padre, durmiendo en la cama la borrachera del día. O deprimido, alejado de sus hijos, distante. O llorando, en algún recodo de la casa, donde nadie le viera. O discutiendo con su madre. Es posible que en alguna ocasión, pegándola a ella, a
alguna de sus hermanas o a él mismo, si se le ocurría intervenir. Sin duda, ir
al cine, era para Santiago una manera de evadirse del mundo en el que vivía, la
única que encontraba. En este aspecto tal vez no era el único en ese barrio, en
esa ciudad, en ese país que hacía lo mismo.
Mientras trabajó en el Matadero
pidió prorrogas en el servicio militar –existía la eximente por ayuda familiar,
o como decía la legislación, “que
ocasione un grave deterioro en la situación socioeconómica de su grupo
familiar”-, pero en marzo del 60 no hubo más excusas. Debía presentarse
cuanto antes, en el cuartel que le correspondía, muy cerca de su vivienda.
Consiguió, como muchos otros,
protectores, fuera y dentro del cuartel. Los favores eran el pan nuestro de
cada día. En España siempre lo han sido, -en ese aspecto no hemos cambiado- pero
en la sociedad franquista tener amigos influyentes podía suponer una ventaja
con respecto a otros y había que aprovecharla.
En el trabajo, entre los
responsables del Matadero, algunos de sus jefes eran compañeros de capitanes y
sargentos. Apreciaban el trabajo, el esfuerzo y la discreción de Santiago.
Miraba a otro lado, cuando había que hacerlo. Ayudaba en lo que podía. Señalaba
al que se escaqueaba y se lo comentaba a sus superiores. Por supuesto, lo
recomendaron. No tuvo que hacer ejercicios físicos muy sangrantes. Enseguida le
asignaron a la cocina o al entorno administrativo. Lo protegieron, lo trataron
como a un hijo. Guardias nocturnas, las justas. Incluso, consiguió que a los
pocos meses, excepto en contadas ocasiones –una guardia o algún evento
extraordinario-, al caer la tarde, todos los días, le dejaran volver a casa y
dormir en su propia cama.
El ejército español colaboraba
con las grandes superproducciones americanas. Y Hollywood aprovechaba el bajo
coste que suponía tener a miles de extras por un precio irrisorio –sólo un
bocadillo y agua-. Durante el rodaje de El
Cid de Anthony Mann, interpretado por Charlton Heston y Sofía Loren,
trasladaron a mi padre y a sus compañeros a un campo de batalla, a las afueras
de Madrid, cerca de Toledo. Siempre recordó ese día con cariño. Su única
participación en el cine. Fue uno de esos extras que, en su caso, vestido de
cristiano, combatía con una armadura medieval y una espada de mentira. Al
terminar la “mili”, le devolvieron su puesto en el Matadero, en julio del 61,
pero no estuvo mucho tiempo. Un trabajo como este te destroza, te agota física
y mentalmente. Había madurado. Necesitaba otro tipo de trabajo. Y muchos de sus
compañeros pensaban lo mismo. En el verano del 62 buscó otros menos exigentes
físicamente o en los que, al menos, cobrará un poco más.
Los encontró en empresas
familiares –que no siempre presentaron nóminas a la seguridad social; bastante
más habitual de lo que se piensa, tanto entonces como en la actualidad-:
Vicente Cervera, Jesús Frutos y Cía, José Gallifa. Eran contratos temporales
para la selección y el transporte de tripas de carnero o de cerdo. El sueldo
mejoró. Ahorraba. Tenía un objetivo a medio plazo: trabajar en el extranjero.
Antes de que pudiera obtener el
suficiente, su padre enfermó gravemente. Fue en el verano del 65. Tenía el
hígado destrozado: cirrosis. Nada se podía hacer. El proceso fue rápido. No
tardó ni un mes en fallecer desde su ingreso en el hospital. Santiago lamentó
la muerte de su padre. Le quería, aunque también le temiera. Sus hermanas, que
por entonces ya se habían casado y tenían un hogar propio, no lloraron
demasiado.
Entonces surgió la oportunidad de
marcharse a Canadá. Unos compañeros le comentaron que buscaban plazas de
camarero en hoteles y casas de lujo. Un año entero: temporada de invierno y
verano. Hubiera aceptado ese empleo, pero su madre le pidió que no se fuera tan
lejos. Se quedaba sola. Y la relación con sus hijas iba de mal en peor.
Necesitaba tiempo para adaptarse. Santiago se quedó. No podía abandonar a su
madre. Sus lazos con ella eran más intensos y fuertes de lo que pensaba.
Al año siguiente, en el verano
del 66, otros compañeros le hablaron de un hotel en Suiza. Se encontraba en uno
de los cantones del sur, en Brissago. Tuvo que insistir mucho, repetir los
mismos argumentos a su madre. Una y otra vez.
-Sólo serán tres meses. Volveré
cuando termine la temporada de verano… Mis hermanas estarán aquí, no te
encontrarás sola.
Finalmente su madre aceptó a
regañadientes que nuestro padre se marchara. Ella no dejó de escribirle cartas
o de llamarle por teléfono, cuando podía, desde la casa de una amiga. Se
quejaba una y otra vez ante su hijo de dolores de cadera, de sus achaques, del
mal carácter de sus hijas, de los padecimientos, de cómo se sentía: sola y
abandonada. ¿Qué podía hacer el hijo? Escucharla pacientemente y en silencio.
Tranquilizarla. ¿Podía decirle que se sentía a gusto y que hubiera preferido
establecerse allí, porque el sueldo era mucho mejor? Su madre le hacía sentirse
culpable, de una manera sutil, pero constante. Si Santiago pensó en quedarse
más tiempo en Suiza, la insistencia de su madre le hizo cambiar de opinión.
Y tenemos de nuevo a Santiago en
España. Vuelve a trabajar con las mismas empresas, pero a estas alturas,
físicamente le repercute en su salud. Necesita cambiar de aires…
…Una mañana, Bienvenida resbala,
al subir unas escaleras. Tendrán que escayolarle la pierna. Es trasladada al
Hospital del barrio, situado al otro lado de la carretera de Toledo. Comparte
la habitación con otra mujer que se ha roto la muñeca en un mal gesto, al
levantar una caja de patatas. Se llama Pilar.
Son vecinas. Pilar vive un poco
más arriba, en la calle Inmaculada Concepción, en el número 19. Esperan la
visita de sus hijos. Ambos están solteros. Comentan entre ellas que estaría
bien que pudieran conocerse. Cuando llega María, la hija de Pilar, las dos
hacen todo lo posible para que se quede hasta que Santiago vuelva del trabajo.
Y allí los tenemos, uno frente al
otro. Las madres presentan a sus hijos. Dos besos en la mejilla. Se conocen de
vista. Ninguno de los dos ha tenido relación formal. María, mi madre, busca a
un hombre trabajador, responsable y serio. A Santiago, mi padre, le gusta la
vitalidad de la muchacha, su espontaneidad. Tendrán una primera cita ese mismo
domingo. A las cinco de la tarde proyectan en el cinema España, Dr. Zhivago.
Santiago era muy tímido. No había
tratado con muchas mujeres, a excepción de las de su familia. No había besado a
ninguna. Las miraba, pero cuando tenía que dar el paso, temblaba de los pies a
la cabeza y no sabía qué decir. Ni siquiera había ido “de putas”, como muchos
de sus compañeros de trabajo. En esos tiempos pocos conseguían acostarse con
las novias, hasta que no estuvieran casados por la iglesia. Así que se
desfogaban yendo a algún prostíbulo o bar de alterne.
En el trato con las chicas,
Santiago titubeaba. Otros eran echados palante.
Él no era capaz. Sin embargo, a algunas mujeres, ese carácter que podía
confundirse con sensibilidad y delicadeza, mucho más discreto, y que
contrastaba con la arrogancia y los modos bastos y burdos de muchos hombres de
la época con los que trataban, despertaba en ellas curiosidad, ternura y un
cierto instinto maternal.
Para Santiago, por primera vez,
con María le fue más fácil. Ella llevaba la voz cantante. No paraba de contarle
su vida, sus historias, sus sueños. Santiago la escuchaba y se sentía a gusto.
Le hacía reír. Se divertía con sus chascarrillos y su humor ingenuo. A María, por
otro lado, le gustaba que la escucharan, que la hicieran sentirse importante.
El silencio de Santiago, su discreción, a veces le imponía, pero, al mismo
tiempo, le atraía.
Santiago no cejaba en su empeño
de marcharse a Suiza. Después de darse el primer beso, se lo propuso a María.
Al día siguiente, mi madre, tras hablarlo con su madre y con Regina, su tía –en
la que confiaba ciegamente-, aceptó.
Santiago se encargó de preparar
todo el papeleo; los dos tenían dinero ahorrado. Sería suficiente para la boda
y el viaje de ida. En Brissago mi padre conocía a otro español que había
trabajado durante el invierno en Arosa, una localidad del Norte de Suiza, en la
zona de habla alemana. Contactó con él y éste le comentó que en el hotel Merkur
buscaban a una pareja para la temporada de invierno. Debían ponerse a trabajar
a mediados de diciembre. Así que la boda tendría que celebrarse, a más tardar,
a finales de noviembre.
En su último trabajo, en labores
administrativas, tuvo como compañera, en el puesto de secretaria, a una gallega
muy guapa. Se llamaba Marina. Cuando supo que Santiago se iba a casar esta
mujer pensó en él de manera diferente. Le preguntaba por su estado de ánimo, lo
buscaba a la salida del trabajo, se cruzaba con él en la calle. De vez en cuando
quedaban en un bar del otro lado del Manzanares para que ningún conocido los
viera.
Sutilmente, con palabras a
medias, Marina le decía que a principios de año se marcharía a Galicia.
Volvería a su tierra, un pueblecito cerca de Lugo. Montaría un pequeño negocio
con el dinero que había ahorrado. A Santiago le halagaba este interés; no la
alejó. Tal vez su silencio hizo que Marina concibiera falsas ilusiones.
Santiago dejó el trabajo, cuando
faltaba un mes para la boda. No volvió a saber de Marina hasta un par de días
antes de casarse. Sonó el teléfono de su casa. Marina estaba al otro lado. Le
confesaba que no había dejado de pensar en él, que quería volver a verlo; le
habló otra vez de su retorno a Galicia. Le insinuó su deseo: que la acompañara.
Marina dijo un lugar y una hora. Santiago no se negó a ir, no se atrevió a
rechazarla. Colgó.
Su madre había estado atenta a la
conversación telefónica. Él aún dudaba. Bienvenida le quitó esa idea de la
cabeza.
-No te metas en líos. Sé cómo son
esas mujeres. Te hará daño. ¡Olvídate de ella! Vas a tener una buena mujer.
Santiago no fue a esa cita. Nunca
más supo de Marina. La recordó de repente veinte años después, cuando su
matrimonio hacía aguas, en una noche en la que ni yo ni él podíamos dormir. Acababa
de tener una pesadilla; mi corazón latía muy rápido. Mi padre, entonces, me
preparó una tila, se sentó a mi lado y me tranquilizó, recordando a esa mujer,
contándome esa historia. Después, volvió a olvidarla.
Marina esperó una hora en el
lugar de la cita. Cuando se dio cuenta de que él no vendría, regresó a la casa
que alquilaba con otras compañeras, se encerró en su habitación y lloró. Marina
–aunque Santiago lo ignoró- dejó el trabajo unos días después, pidió la
indemnización correspondiente y volvió al pueblo de sus padres. Se refugió
allí, pero no se amilanó. Era una mujer fuerte. Levantó un bar con el dinero
que tenía, muy cerca de la carretera. Se casó con un joven del pueblo vecino,
trabajador y responsable. Tuvo dos hijos. Uno de ellos moriría años después,
atropellado por un borracho. El otro le dio nietos.
Y olvidó también a Santiago.
La boda se celebró sin más
contratiempos. Cuando Santiago subió al avión junto a María doce días después,
se sintió libre, completamente libre. Por primera vez.
Santiago disfrutó de esa libertad
durante los dos años y medio que vivió entre Suiza e Italia. No dejaba de
recordarlos cuando, de vuelta a España, no sabía cómo adaptarse a su nueva
situación.
Primero, Arosa. Después,
Brissago. Allí conocieron a los Bolla. María quería trabajar con ellos en
Italia.
Los Bolla eran una pareja
burguesa de clase alta, bien posicionados en el entramado económico de Verona.
Eran agradables, pero, desde el principio, pusieron las cartas sobre la mesa.
Les pagarían en negro. ¿No lo hacían también en España? Santiago dudó. En Suiza
todo estaba reglado; cotizaban por la seguridad social. En Italia, los Bolla,
contratándoles de esta manera, se ahorraban dinero y así evitaban el pago de
impuestos o complejidades administrativas que les supondrían muchos dolores de
cabeza. Y ellos cobraban un poco más. Todos salían ganando.
A Santiago los cambios le
costaban. Les tenía miedo. Nunca sabes a dónde pueden llevarte. En cambio,
María se lanzaba de cabeza. No se acobardaba. Al final, mi padre aceptó, fueron
a Italia y durante más de año y medio convivieron con los Bolla. Los inviernos,
en Cortina d’Ampezzo. Durante la primavera y el otoño, en Verona.
En los veranos les correspondía
su mes de vacaciones. Hicieron visitas a Annecy, donde trabajaba Víctor, el
hermano de María, desde los años sesenta, o a Tarancón y Madrid. María y su
mundo ocuparon el espacio que Santiago había protegido durante toda su
juventud: los huecos de un solitario se llenaron.
Por otro lado, la situación de su
madre había empeorado. Fue en esa época cuando Bienvenida empezó a comportarse
de manera extraña e incoherente. Sólo eran avisos de lo que luego se agravaría.
A principios del 71 mis padres
habían ahorrado el dinero suficiente para volver a España, comprar un piso y
tener hijos. Santiago hubiera preferido quedarse más tiempo en Italia, pero
María necesitaba volver con su familia. Para ella era tan importante como el
aire que respiraba. Santiago accedió, transigió, como tantas otras veces. No
tenía carácter; nunca lo tuvo. ¿Volver? De acuerdo. ¿Una casa en Móstoles? Sí,
parece que está bien. ¿Hijos? ¿Tan pronto? María quería tenerlos. Y los
tendría. Aunque Santiago no se sintiera preparado, pero ¿qué padre lo está?
Santiago buscó trabajo en
Móstoles y Madrid. Empresas de limpieza, alguna portería. Aunque el trabajo
físicamente no hubiera debido plantearle dificultades, los años en el Matadero
habían dejado su huella en un cuerpo que ya se quejaba. En unos años, los
médicos le recomendarían reposo.
Mientras tanto, María se quedó
embarazada. De un niño al que llamarían como su padre. Dicen que los hombres
maduran cuando tienen un hijo. Para Santiago, sin embargo, fue el comienzo de
su proceso de decadencia. Aunque tal vez empezara unos meses antes, con la muerte
de su madre.
Para Santiago fue duro observar
la evolución de su enfermedad. Sus conversaciones con ella ya no tenían
sentido. Las voces que escuchaba Bienvenida eran las de su marido, las de su
hijo Luis. De madrugada se levantaba y transformaba los susurros en palabras,
voces que la protegían o amenazaban. Soñaba con ellos. La avisaban de su propia
muerte.
Y así fue. Una mañana la
encontraron tirada en el pasillo. Un derrame cerebral. No debió sufrir mucho.
Santiago la enterró en un nicho en el cementerio Sur de Carabanchel. Cuando
muere una madre, un hilo muy fino, invisible se rompe. Santiago se sintió solo,
desamparado, huérfano…
…A los cuatro meses, nací yo.
Entonces Santiago debería de haber cerrado página. Lo intentó, pero en una vida
siempre hay obsesiones de las que no se puede escapar; algunos lo llaman
rachas. Otros, destino.
Entre el año 73 y 74 las bajas
laborales fueron cada vez más frecuentes. Finalmente a finales del 75 se le
concedió la jubilación anticipada. ¿Qué puede hacer con tanto tiempo libre un
hombre, que aún era joven, con treinta y seis años? ¿Y si María insistía que quería tener la parejita? Que un
niño no era suficiente.
Quedó otra vez embarazada; su
segundo hijo, Raúl, mi hermano, nacería en septiembre del 76. Nada más tenerlo,
ella se puso a trabajar. Santiago se ocuparía de las labores domésticas y del
cuidado de los niños. Yo ya estaba crecidito con cuatro años, y a Raúl, con
unos pocos meses, podría llevárselo a veces al trabajo. Decidió no amamantarlo;
le daría leche concentrada.
Nos encontramos con un hombre que
asume un papel diferente al tradicional. Su enfermedad le obligaba a aceptar un
rol algo incómodo. No era tan habitual como lo sería en la generación de sus
hijos. Le costó. Y se fue abandonando. ¿No ocurre lo mismo cuando es la mujer
la que no trabaja? ¿No acaba sacrificando sus expectativas personales por el
tiempo que dedica a sus hijos, mientras crecen? A Santiago le ocurrió lo mismo.
Su cuerpo era el reflejo de cambios más profundos: engordó más de diez kilos,
su piel perdió la frescura y se agrietó. Dejaba que las decisiones más
importantes las siguiera tomando María: en qué se gastarían esto, cuánto dinero
tendremos para eso otro, dónde iremos el domingo, a qué familiar visitaremos.
Santiago se refugió en un mundo
cada vez más pequeño. Y, casi sin darse cuenta, hizo que sus hijos también
buscaran en ese microcosmos una falsa seguridad, ilusoria y engañosa, porque
les impedía enfrentarse al exterior con los recursos que hubieran necesitado,
si no hubieran estado tan protegidos.
La infancia termina. Y los niños
se hacen mayores. Y cuando crecimos, quisimos descubrir nuestro propio camino.
Santiago se dio cuenta, -demasiado tarde- que nos necesitaba. Que sin nosotros,
-como suele ocurrir con las mujeres que han dedicado años a sus hijos- tendría
que encontrar un camino propio, un proyecto de futuro para su propia vida. Y no
vio más que soledad, un páramo vacío.
Se rebeló. Amenazó a sus hijos
–sobre todo, al mayor-, a su pareja –a la que ya no soportaba-; se negó a
aceptar que debía cambiar. Tuvieron que obligarlo. Le sacaron unos policías de
la burbuja que había construido. Se encontraba en la calle. El primer lugar al
que llegó, donde buscó un nuevo refugio, fue a la casa de una mujer, Irene, que
alquilaba habitaciones.
Las relaciones con su exmujer
fueron ásperas, y más tarde, distantes. Con sus hijos fue diferente. No
concibió vivir una vida sin ellos. Se obsesionó. Los persiguió, se agarró a
ellos como una lapa. Los necesitaba. Sus
hijos, en cambio, no. Estudiaban, buscaban trabajo, viajaban, creaban nuevas
amistades, construían un mundo propio. Y su padre estaba demasiado cerca; los
agobiaba. Necesitaban un espacio que él no podía darles.
Poco a poco el menor fue
comprendiendo a su padre; tal vez, porque supo distinguir, en esa necesidad, un
calor y un afecto que él deseaba compartir con ellos. El mayor, en cambio, lo
rechazó hasta el final de su vida… Y, aunque, con el paso del tiempo fuimos
suavizando asperezas, nunca fui capaz de perdonarle, no supe comprender a mi
propio padre...
Aunque Santiago no dejó de girar
alrededor de la vida de sus hijos –alquilaba pisos muy caros para su situación
económica, cerca de donde vivían, en Puente de Vallecas-, buscó recursos que le
permitieran sobrevivir. Llamó a muchas puertas, molestó a todo aquel que le
escuchara, pidió préstamos –a sus hermanas, a sus hijos, a los pocos amigos que
le quedaban- que casi nunca devolvía.
Empezaron a cerrarse puertas. Sus
hermanas dejaron de hablarle; sus hijos, a veces, le colgaban el teléfono… Yo,
incluso, no quise verle durante meses y cuando no tenía más remedio, en los
cumpleaños o en las fiestas de Navidad, intentaba estar el menor tiempo
posible, aunque notaba el esfuerzo y el tiempo que mi padre dedicaba a hacer la
comida o a que nos sintiéramos a gusto. Eso no impedía que en el fondo no
dejara de despreciarlo...
Los prestamistas –amigos o
conocidos- le pedían la devolución del dinero. Él se escaqueaba o daba largas.
Irene lo ayudó. Era una mujer generosa, pero con problemas mentales. Le ayudó,
porque vio en Santiago a un hombre desesperado, solitario. Como era ella misma.
Había roto también sus lazos familiares. Heredó la casa de su madre, pero sus
excentricidades –recogía todo lo que encontraba y lo traía a su casa- puso en
peligro su propia supervivencia. Algunos de sus hermanos querían declararla
incapaz. Lo evitó con argucias legales, por lo menos, hasta unos años después
de la muerte de Santiago.
Junto a Santiago iban a comedores
sociales o la Cruz Roja. Los conocían todos: los del centro de Madrid y alguno
de las afueras. Mientras tanto, Santiago tuvo la oportunidad de comprar un piso
de protección oficial. Tuvo que pedir un préstamo a Irene que embargó su casa.
Y para devolver el préstamo, tuvo que pedir otro. Y para pagar este último,
volvió a vender el piso, por mucho menos, al que estuvo más cuco.
De nuevo, alquileres en los que
fue malgastando el dinero de esta última venta. Se quedó sin nada. Desahucios,
juicios. Volvió a casa de Irene. Para entonces su cuerpo se derrumbó. Las
depresiones, una alimentación deficiente, la tensión de vivir en la cuerda
floja le pasó factura. En los últimos dos años de su vida estuvo en cuatro
hospitales. No era un buen enfermo; quería marcharse enseguida y a los pocos
meses, otra vez terminaba en una habitación de Urgencias.
Se le veía cada vez más delgado.
Con problemas de azúcar. Apoyado en un bastón. Los ojos hundidos. Aún sonreía,
como si pensara que aún pudiera salir adelante, se rebelaba. No se rendía.
-Te prepararé una tortilla de
patatas. Te la llevo mañana…
Escuché esas palabras en una
llamada de teléfono. Acababa de entrar, como alquilado en una habitación, a
cinco minutos de nuestra casa. Cuando colgué, le olvidé.
A los dos días, de noche, en la
madrugada, alguien llamó a la puerta. No paraba de golpearla. ¿Quién sería?
Cuando la abrimos, al otro lado estaba Irene. Nos dijo que Santiago había sido
ingresado otra vez en el Hospital de Vallecas, que se encontraba en coma
inducido. Nos dijo el número de habitación. Esta vez, no fuimos a verlo ninguno
de los dos.
Un mes después, los médicos nos
comentaron que habían decidido despertarlo, pero necesitaban nuestra
autorización. Se la dimos. Raúl vio a su padre en alguna ocasión; yo me negaba
a verlo. Sólo Irene estaba con él todos los días.
Finalmente, el 20 de marzo del
2011, los dos, Raúl y yo, lo visitamos.
El cuerpo de mi padre casi ni
podía sostenerse en pie; ya no estaba intubado, pero aún conservaba el agujero
que le habían hecho en la garganta y no podía hablar. Para comunicarse,
escribía en una libreta que tenía a su lado.
Nos despedimos con un beso en la
frente. Yo, que me irritaba cada vez que lo veía, seco, cortante, de repente,
me acerqué a él y le di un beso. Mi padre sonrió; “sus hijos, los dos, le querían”, pensó.
Unos meses después de su muerte,
escribí estas palabras en mi diario, recordando este momento y el que vendría
cuatro días después, en el tanatorio:
“…el cadáver de mi padre. El maquillaje; esa sensación de que ya no es
él, de que ya no está. Sólo una representación de lo que fue. Sólo he visto
tres cadáveres en mi vida: el de mi abuela, el de mi tío-abuelo, el de mi
padre… El cuerpo sin vida ya no es él, ni ella, no tiene nombre, ni pasado, ni
futuro.
El tanatorio es un lugar aséptico, limpio, pulcro. Profesionales que te
tratan con respeto en un momento de dolor y tristeza, pero con la distancia
suficiente como para recordar que vives en un sueño, un dolor del que ellos no
forman parte y un mundo que les resulta ajeno e indiferente.
Su cadáver. Ahí estaba. Parecía enfadado, con el mentón más marcado; no
era tranquilidad lo que veía, aunque yo lo hubiera deseado. Le besé en la
frente, como hice el último día que le vi. Dos besos en cinco días. Este no lo
sentiría ya. Ni le vería sonreír como hizo cuando me vio entrar en la
habitación del hospital días antes. Le acaricié el pelo.
“Te echaremos de menos”. A pesar de tus ilusiones, tus medias verdades; aunque
no supieras vivir con los que te querían y a los que querías, te echaremos de
menos…”
Irene le pedía que tuviera
paciencia, pero Santiago quería marcharse del hospital. Se negaba a morir en
esa habitación, pero, aunque lo intentara evitar, no podría hacerlo.
En la mañana del día 24 de marzo
del 2011 sus pulmones dejaron de enviar oxígeno al cerebro y al corazón.
Durante más de una hora los médicos y las enfermeras intentaron salvarle la
vida, ante la atenta mirada de Irene, que llegó al amanecer. Santiago dejó de
respirar a las ocho y cinco minutos. ¿Pensaría en sus hijos antes de aspirar el
último gramo de aire? ¿En su madre? ¿En su hermano mayor, Luis?
Fue incinerado al día siguiente.
Sólo sus hijos, su exesposa, María, acompañada de G., el segundo marido, y una
de sus hermanas, junto a su hijo mayor, asistieron a la ceremonia. Muchas
sillas vacías. Santiago se había quedado solo.
Irene no asistió porque era
discreta y respetaba a sus hijos. Pidió una misa por su alma. En el testamento,
Santiago les dejaba todo a ellos y a Irene. Decidieron de común acuerdo
rechazarlo, por si tuviera deudas que no deseaban heredar. Unos meses después,
Irene les abrió la puerta de su casa: era un lugar desordenado, con cajas y
todo tipo de cosas, recogidas en los cubos de la basura, contenedores o
vertederos. En una habitación, que daba a una plaza
moderna y anodina, -habitación en la que Santiago vivió en los últimos
meses, antes de su traslado a la habitación alquilada-, se encontraban los
pocos objetos que aún conservaba y que no hubiera perdido en las numerosas
mudanzas de la última década: papeles que guardaba entre los cajones o en
carpetas de cartón deshilachadas, números de teléfono, fotografías de sus dos
hijos, palabras de dolor, masculladas en una hoja de papel…
Si muero, no me enterréis. Quiero que me incineren... Adiós, hijos…
Años después, Irene llamó otra
vez a mi puerta. Me pidió ayuda.
Necesitaba el teléfono de una mujer. Deseaba hablar con ella para que le
proporcionara ayuda legal. No quería perder su casa. Se lo di. Nunca más volví
a verla. En esa última conversación me habló de un pueblo de Asturias, entre
las montañas, su lugar de nacimiento. Es posible que se marchara allí. ¡Ojalá
lo hiciera!
Los restos de Santiago fueron
repartidos por sus hijos en varios lugares. Algunos eran sitios en los que su
padre se sintió a gusto en los últimos años: la Rosaleda, en el Retiro, o el
jardín de Atocha. Sus hijos eligieron otros dos: un pequeño árbol, a la sombra,
junto a un riachuelo artificial, en el mismo Retiro, o la tierra de un tiesto
que perteneció a su abuela materna.
Años después, aún quedaban
algunas cenizas: un tercio. Las habían guardado, porque pensaron que algún
lugar de Suiza o Italia, donde sus padres vivieron al principio de su relación,
sería un buen sitio en el que esparcirlas. Cinco años después, los dos hermanos
viajaron a Arosa. Y las dispersaron allí, en la orilla de uno de los lagos de
este pueblo suizo, rodeado de montañas, en ese lugar donde en sus años de
juventud, se sintió libre y fue –si eso existe realmente- feliz.
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