martes, 1 de mayo de 2018

MI PADRE



SANTIAGO MARTÍN VILLAREJO
Puente de Vallecas, Madrid, 1938-Vallecas, Madrid, 2011

            Santiago, mi padre, nació un cuatro de abril, durante un bombardeo, en el barrio de Puente de Vallecas, en la fábrica de curtidos, propiedad de Clemente Fernández, donde el abuelo trabajaba como vigilante y portero. Era hijo de Francisco y Bienvenida, el menor de cuatro hermanos.

            Sus padres no tuvieron tiempo de ir al hospital; tampoco hubieran podido ayudarlos. Ese día murieron decenas de personas. Los centros médicos estaban colapsados. Desde el principio Santiago no tuvo mucha suerte. Hay destinos que parecen marcados desde el comienzo de sus vidas y contra los que no puedes luchar.

            Son escasos los recuerdos que conservaba de esa época. En realidad, no vivió la guerra, sino más bien, la victoria del bando franquista. Y tuvo sus consecuencias; sobre todo, en su propio padre. Francisco había sido testigo de un asesinato político. A principios de la guerra, el hijo del propietario, Miguel Fernández, no tuvo tiempo de escapar; trabajadores de la CNT lo apresaron y sin juicio previo le dieron el “paseo”: lo llevaron a un descampado, entre Vallecas y Moratalaz, y le descerrajaron dos tiros en la cabeza.

            Cuando las tropas franquistas entraron, iniciaron una investigación formal sobre el asunto. Buscaron testigos: querían justicia o venganza. O ambas cosas. Francisco sabía quién había sido; conocía sus caras y sus nombres, pero se negó a colaborar. No quiso delatar a unos pobres diablos, al igual que lo había hecho durante tres años, aunque sabía el paradero o el escondite de algún miembro de la Falange. Los vencedores no fueron comprensivos con esta actitud ecuánime y equidistante. Lo acusaron de colaboración. Lo amenazaron con la cárcel. Lo encerraron durante meses.

            Sin trabajo, con su marido en la cárcel y cuatro niños, Bienvenida tuvo que vender la casa familiar que tenían en el barrio de Carabanchel por una miseria. Años después, algunos aprovecharían el solar para levantar un hotel y enriquecerse. Mientras tanto, Francisco sufrió humillaciones, insultos, vejaciones. Es posible que fuera torturado. Y, aún así, no traicionó a nadie. No dijo ningún nombre.

            Otros sí lo hicieron. Un trabajador de la fábrica, Pedro Sánchez, a cambio de dinero y protección, delató a sus antiguos compañeros. Le vieron años después en una portería de la calle Serrano. Tenía un buen sueldo y no sentía ningún arrepentimiento.

            Las declaraciones de este y otros testigos demostraron que Francisco era inocente. Lo dejaron en libertad. Sin embargo, el hombre que salió de la cárcel ya no era el mismo. Se había derrumbado. Su interior era un pozo oscuro, sin fondo.

            El hijo mayor, Luis, nada más terminar la guerra, se había puesto a trabajar en el Matadero. No tendría ni doce años. Francisco, al salir de la cárcel, también consiguió entrar. Era un trabajo duro, mucho más para un hombre como él, avejentado prematuramente. Culpaba a todos de su mala suerte; al salir del Matadero, Luis volvía a casa, a cuidar de sus hermanas y de Santiago. En cambio, Francisco se emborrachaba en el bar de la esquina.

            Durante unos años vivieron muy cerca del Hospital Infantil, el que luego, en los años ochenta, se convertiría en el museo Reina Sofía, a la altura del número 122 del Paseo de las Delicias. En el año 44 se trasladaron al otro lado del Manzanares, a Carabanchel, a la calle Antonio Vicent, número 28, en el bajo.

            Desde pequeño mi padre fue un niño enfermizo. Sobrevivió milagrosamente a afecciones infantiles –una de las lacras de la época-. La dedicación de su madre y sus hermanas fueron decisivas para que pudiera superar la meningitis o la escarlatina. Más que una secuela física, lo que le dejó fue una huella profunda en su carácter: solitario, introvertido, indeciso.

            A los nueve años –como le ocurrió a la que luego sería su esposa, María- perdió a un ser querido. Corría el invierno del año 1948. Fue un invierno muy frío. Las enfermedades pulmonares llenaron los cementerios de tumbas y las lápidas se cubrieron con sus nombres. Luis, una noche, al volver del Matadero, no se sintió bien. Francisco, cuando regresó, medio borracho, le obligó a ir al trabajo al día siguiente. Le llamó vago, le ridiculizó, lo trató como a un hijo mal criado; es posible que lo golpeara. Mi padre no recordaba este último detalle con claridad. O prefería no recordarlo.

            Luis obedeció. Fue al trabajo. Durante una semana la enfermedad le iba minando. Tosía, escupía sangre. Bienvenida convenció finalmente a su marido. Llamaron al médico. Cuando lo auscultó y comprobó el estado del enfermo, el doctor movía la cabeza de un lado a otro. Luis parecía un cadáver. El médico salió de la habitación. Se dirigió a toda la familia, pero sobre todo, al padre.

            -Debían haberme llamado antes. Ya no hay nada que hacer.

            -Pero, ¿no lo puede salvar? –preguntó Francisco, tal vez, arrepentido-.

            -¿Salvar? Lo que me sorprende es que todavía esté vivo.

            Esa misma noche Luis murió. Trajeron por la mañana a un fotógrafo profesional. Bienvenida quería una fotografía para poder recordarlo. Lo adecentaron, lo lavaron, colocaron sus manos en el regazo, le cerraron los ojos. El fotógrafo apretó el disparador. Bienvenida amplió el negativo y lo colocó en un medallón. Cuando murió su madre, Santiago se lo llevó. Las hermanas no lo querían. El rostro de Luis era el de un muerto. No soñaba; la impresión para un espectador imparcial –como el de mi hermano, cuando veía la fotografía- era morbosa, desagradable, incómoda. Santiago conservó esa fotografía durante toda su vida. Sólo la perdió tras una de sus numerosas mudanzas, unos meses antes de morir…

…Santiago tuvo que dejar de estudiar. Las enfermedades –alguna pulmonía, resfriados, gripes- le obligaron a quedarse en casa. Cuando quiso volver al colegio, iba muy retrasado. Los niños de su clase se reían de él; escribía con dificultad, cometía faltas de ortografía, le costaba alcanzar el mismo nivel de los compañeros de aula. Sus padres, por tanto, decidieron que se pusiera a trabajar al cumplir los catorce años. Francisco le consiguió un puesto en el Matadero, aunque antes, en los primeros meses, estuvo un corto periodo de tiempo de aprendiz en el mercado de la Latina.

Mi padre nos contaba que una calurosa tarde de mayo, al salir del trabajo o tras ver una película en la Gran Vía, alrededor de las ocho, perdió el tranvía que solía coger cerca de la plaza Mayor y que, bajando la calle de Toledo, llegaba hasta Carabanchel bajo.

Los tranvías, a esa hora, estaban abarrotados; la gente se subía en los estribos y carecían de las mínimas y elementales medidas de seguridad. El coche, esa tarde del 28 de mayo de 1952, había sido apartado por una avería en los frenos, pero aunque el conductor se opuso en un primer momento, los responsables lo pusieron en servicio, ante el gran número de viajeros que esperaban impacientes en la parada. Pensaron que, como siempre ocurría, y a pesar de la cuesta pronunciada que hay entre la glorieta de Pirámides y el puente de Toledo, y la ausencia de un raíl en esta última zona, el coche reduciría su velocidad, al llegar a la explanada del puente.

Sin embargo, esta vez el tranvía no se detuvo, se desplazó hacia la derecha y acabó precipitándose por el pretil y cayendo unos diez metros sobre una zona de huertas, próxima al río Manzanares. Murieron quince personas esa tarde y hubo más de cien heridos –en los días y meses posteriores algunos no sobrevivirían-. Hay que mencionar que el número de plazas disponibles en el vehículo no debería haber superado las cincuenta en condiciones normales.

El asunto se cerró sin que hubiera ningún tipo de responsabilidad judicial, aunque sí fueran obligados a dimitir tanto el alcalde de Madrid como el responsable de la Empresa Municipal de Transportes. Por supuesto, la prensa, como hizo y hace siempre, cuando hay intereses políticos o económicos, ocultó las circunstancias y las razones del accidente: mala conservación del material e instalaciones y vehículos obsoletos. Durante mucho tiempo el lugar por donde se precipitó el tranvía estuvo tapado por un muro pequeño de ladrillos, hasta que, entrado el siglo XXI, reformaron el puente y pusieron un nuevo pretil. Aún así, si te fijabas, podías distinguir las piedras nuevas, colocadas ex profeso, de las más antiguas. Tampoco entonces nadie colocó una placa para recordar la tragedia.

Nuestro padre nos decía siempre, que ese día, al cruzarse con un compañero o porque el jefe le entretuvo o por una causa parecida, fútil, ridícula, que el tranvía se le escapara por los pelos le había dado una segunda oportunidad, “había vuelto a nacer”, según sus propias palabras; que la suerte, esquiva casi siempre con él, le había acompañado.

Trabajó en el Matadero casi diez años. No era un empleo fácil. Se levantaba antes del amanecer. Padre e hijo salían de la casa al mismo tiempo. Su madre le daba un beso. Francisco miraba esta escena con cierta indiferencia. A veces, hacía algún comentario.

-Ya es mayorcito. Lo vas a echar a perder.

Las más, se ponía a andar, sin esperar a su hijo, que tenía que aligerar el paso, si quería pillar a su padre. Caminaban en silencio. Ninguno de los dos tenía ganas a esas horas tan intempestivas de entablar conversación. Tampoco Francisco –como ocurría con muchos padres de la época- acostumbraba a hablar con su hijo y si Santiago lo hacía, se dirigía a él con mucho respeto. Las distancias entre padre e hijo eran insalvables.

El recorrido hasta el Matadero no llegaría al cuarto de hora. Bajaban hasta el paseo del río Manzanares, atravesando Antonio López; a lo lejos, al otro lado, ya verían el complejo. Por entonces, no existía la M30 que se inauguró en 1974. Como mucho, sólo un puente, donde comenzaba la carretera de Toledo, el puente de Andalucía, les separaba de su puesto de trabajo. Contemplaban los cuarenta y ocho edificios que se inauguraron a principios de siglo, en 1924, al que empezaban a llegar camiones, cientos de ellos, con animales encerrados: vacas, corderos, gallinas, cerdos… Antes de entrar en el recinto, escuchabas el cacareo, los mugidos, los balidos: desesperados, lastimeros.

              Francisco hacía siempre una parada en la última taberna del camino; en el lado de Carabanchel, antes de cruzar el puente. Desayunaban una tostada y se bebían un café solo, fuerte. El padre de remate se pedía la primera copa del día: un orujo. En unos minutos ficharían y se dirigirían al puesto que les correspondía. En el caso de Santiago y Francisco en la zona de despiezado y manipulación del producto y el del traslado posterior al camión.

Santiago veía todos los días matar a los animales, pero nunca lo llevó a cabo. Una vez vomitó. Los gestos repetidos: varios golpes en la cabeza hasta que el animal perdía el conocimiento. Un corte en el cuello, profesional, rápido, certero. Aunque pudiera haber cobrado más dinero, prefirió quedarse en la zona que le asignaron desde el comienzo. El olor a sangre. Santiago recordaría años después ese olor. Se impregnaba en toda la ropa; duraba hasta que llegabas a casa y te lavabas con agua y jabón. Y aún así, no te librabas de él. Te acompañaba, incluso, cuando te acostabas, se colaba en los sueños, sin que pudieras evitarlo. En esos tiempos no había medidas de seguridad ni cursos de formación. Aprendías porque te enseñaba tu padre o tu hermano o el compañero más avispado. Se debía trabajar a destajo, llevando sacos y sacos de la sala de despiezado al camión o empujando carretillas. Y no eran ligeros. Pesaban lo suyo. Nadie les decía cómo debían llevarlos para evitar dolores de espalda o problemas musculares. Si te dolía, callabas. Si faltabas un día, no llegaría el sueldo a la familia. Nadie se atrevía a exigir derechos laborales. Obedecer y callar. Los pobres no tenían otra opción. Es posible que tampoco la tengan ahora…

El ruido era ensordecedor. Miles de personas, gritando, moviéndose, a un ritmo marcado desde hacía años, que repetían todos los días. Años y años destrozándose la espalda, que se iba encorvando con el paso del tiempo. En los descansos, comían el bocadillo que les había preparado Bienvenida. Santiago miraba a los perros, vagabundos, que buscaban comida entre las sobras. Y junto a los perros veía también a personas sin techo, alguna mujer, niños, que recogían las bolsas que los trabajadores les daban en mano.

Nada sobraba en este templo de la muerte. Todo se utilizaba y aprovechaba. Desde los filetes a la casquería –vísceras, entresijos, asaduras, achuras-. Mercados, tiendas, viviendas privadas serían el destino de todos estos animales sacrificados. La carne llegaba a la casa del pobre que vivía en Carabanchel o Vallecas y, sobre todo, a la del rico, con mesa y mantel, en el barrio de Serrano o Castellana.

Toneladas y toneladas que alimentaban a una España que salía del estraperlo y, en pocos años, con la ayuda americana y la explosión del turismo, viviría la época del desarrollismo y la expansión demográfica. Camiones cubiertos con lonas, cerdos colgados de ganchos, olor a pieles secándose al sol, chillidos de cerdos, gritos de vendedores, rasgados de hachas y cuchillos. Sonidos de vida y muerte.

Al terminar del trabajo, Santiago, como su hermano en la década anterior, volvería a casa, con algunos trozos de carne de cordero, cerdo o vaca, a no ser que tuviera que traerse la nómina –entonces pasaría por el edificio administrativo, la casa del Reloj, aún en pie, a principios del siglo XXI; mi padre pudo ver, antes de morir, cómo todo el complejo se convirtió en un centro artístico con cines, teatros y bibliotecas-.

Los compañeros, en cambio, tomaban una copa para quitarse el sabor amargo de la sangre. Su padre bebía un par de botellas. No regresaba hasta la hora de comer. A veces, hasta bien entrada la tarde. Santiago solía tener esas tardes libres. Las aprovechaba para ir a ver películas. En cines de sesión continua. En esa época Carabanchel tenía hasta siete cines. Los dos más cercanos a la casa de Santiago eran el Cinema España, en la plaza Marqués de Vadillo, al principio de la calle General Ricardos, frente al puente de Toledo y el otro, delante de su puerta –sólo tenía que cruzar la acera- en la esquina de Antonio Vicent con Inmaculada Concepción. Se llamaba cine Bécquer.

La entrada se encontraba en la esquina y había una diminuta ventanilla que servía de taquilla. La sala que no era comparable a las de los cines de la Gran Vía –ni siquiera a las del cinema España-, tenía su público. En las últimas filas se colocaban las parejas –los fines de semana, el acomodador debía estar muy atento para evitar que se propasaran-; mi padre prefería el centro de la sala. Algunas veces había entrado con alguna de sus hermanas o con su madre. Los fines de semana, junto a este compañero o aquel otro, pero la mayor parte de las ocasiones iba solo. Le gustaban todo tipo de películas. Las italianas le encantaban: allí veía las de Mastronianni o Sofía Loren. Las de romanos o históricas no le interesaban mucho. Los dramas le aburrían; ya tenía bastante con la vida diaria. Prefería las comedias.

Al salir, al otro lado de la acera, vería a su padre, durmiendo en la cama la borrachera del día. O deprimido, alejado de sus hijos, distante. O llorando, en algún recodo de la casa, donde nadie le viera. O discutiendo con su madre. Es posible que en alguna ocasión, pegándola a ella, a alguna de sus hermanas o a él mismo, si se le ocurría intervenir. Sin duda, ir al cine, era para Santiago una manera de evadirse del mundo en el que vivía, la única que encontraba. En este aspecto tal vez no era el único en ese barrio, en esa ciudad, en ese país que hacía lo mismo.

Mientras trabajó en el Matadero pidió prorrogas en el servicio militar –existía la eximente por ayuda familiar, o como decía la legislación, “que ocasione un grave deterioro en la situación socioeconómica de su grupo familiar”-, pero en marzo del 60 no hubo más excusas. Debía presentarse cuanto antes, en el cuartel que le correspondía, muy cerca de su vivienda.

Consiguió, como muchos otros, protectores, fuera y dentro del cuartel. Los favores eran el pan nuestro de cada día. En España siempre lo han sido, -en ese aspecto no hemos cambiado- pero en la sociedad franquista tener amigos influyentes podía suponer una ventaja con respecto a otros y había que aprovecharla.

En el trabajo, entre los responsables del Matadero, algunos de sus jefes eran compañeros de capitanes y sargentos. Apreciaban el trabajo, el esfuerzo y la discreción de Santiago. Miraba a otro lado, cuando había que hacerlo. Ayudaba en lo que podía. Señalaba al que se escaqueaba y se lo comentaba a sus superiores. Por supuesto, lo recomendaron. No tuvo que hacer ejercicios físicos muy sangrantes. Enseguida le asignaron a la cocina o al entorno administrativo. Lo protegieron, lo trataron como a un hijo. Guardias nocturnas, las justas. Incluso, consiguió que a los pocos meses, excepto en contadas ocasiones –una guardia o algún evento extraordinario-, al caer la tarde, todos los días, le dejaran volver a casa y dormir en su propia cama.

El ejército español colaboraba con las grandes superproducciones americanas. Y Hollywood aprovechaba el bajo coste que suponía tener a miles de extras por un precio irrisorio –sólo un bocadillo y agua-. Durante el rodaje de El Cid de Anthony Mann, interpretado por Charlton Heston y Sofía Loren, trasladaron a mi padre y a sus compañeros a un campo de batalla, a las afueras de Madrid, cerca de Toledo. Siempre recordó ese día con cariño. Su única participación en el cine. Fue uno de esos extras que, en su caso, vestido de cristiano, combatía con una armadura medieval y una espada de mentira. Al terminar la “mili”, le devolvieron su puesto en el Matadero, en julio del 61, pero no estuvo mucho tiempo. Un trabajo como este te destroza, te agota física y mentalmente. Había madurado. Necesitaba otro tipo de trabajo. Y muchos de sus compañeros pensaban lo mismo. En el verano del 62 buscó otros menos exigentes físicamente o en los que, al menos, cobrará un poco más.

Los encontró en empresas familiares –que no siempre presentaron nóminas a la seguridad social; bastante más habitual de lo que se piensa, tanto entonces como en la actualidad-: Vicente Cervera, Jesús Frutos y Cía, José Gallifa. Eran contratos temporales para la selección y el transporte de tripas de carnero o de cerdo. El sueldo mejoró. Ahorraba. Tenía un objetivo a medio plazo: trabajar en el extranjero.

Antes de que pudiera obtener el suficiente, su padre enfermó gravemente. Fue en el verano del 65. Tenía el hígado destrozado: cirrosis. Nada se podía hacer. El proceso fue rápido. No tardó ni un mes en fallecer desde su ingreso en el hospital. Santiago lamentó la muerte de su padre. Le quería, aunque también le temiera. Sus hermanas, que por entonces ya se habían casado y tenían un hogar propio, no lloraron demasiado.

Entonces surgió la oportunidad de marcharse a Canadá. Unos compañeros le comentaron que buscaban plazas de camarero en hoteles y casas de lujo. Un año entero: temporada de invierno y verano. Hubiera aceptado ese empleo, pero su madre le pidió que no se fuera tan lejos. Se quedaba sola. Y la relación con sus hijas iba de mal en peor. Necesitaba tiempo para adaptarse. Santiago se quedó. No podía abandonar a su madre. Sus lazos con ella eran más intensos y fuertes de lo que pensaba.

Al año siguiente, en el verano del 66, otros compañeros le hablaron de un hotel en Suiza. Se encontraba en uno de los cantones del sur, en Brissago. Tuvo que insistir mucho, repetir los mismos argumentos a su madre. Una y otra vez.

-Sólo serán tres meses. Volveré cuando termine la temporada de verano… Mis hermanas estarán aquí, no te encontrarás sola.

Finalmente su madre aceptó a regañadientes que nuestro padre se marchara. Ella no dejó de escribirle cartas o de llamarle por teléfono, cuando podía, desde la casa de una amiga. Se quejaba una y otra vez ante su hijo de dolores de cadera, de sus achaques, del mal carácter de sus hijas, de los padecimientos, de cómo se sentía: sola y abandonada. ¿Qué podía hacer el hijo? Escucharla pacientemente y en silencio. Tranquilizarla. ¿Podía decirle que se sentía a gusto y que hubiera preferido establecerse allí, porque el sueldo era mucho mejor? Su madre le hacía sentirse culpable, de una manera sutil, pero constante. Si Santiago pensó en quedarse más tiempo en Suiza, la insistencia de su madre le hizo cambiar de opinión.

Y tenemos de nuevo a Santiago en España. Vuelve a trabajar con las mismas empresas, pero a estas alturas, físicamente le repercute en su salud. Necesita cambiar de aires…

…Una mañana, Bienvenida resbala, al subir unas escaleras. Tendrán que escayolarle la pierna. Es trasladada al Hospital del barrio, situado al otro lado de la carretera de Toledo. Comparte la habitación con otra mujer que se ha roto la muñeca en un mal gesto, al levantar una caja de patatas. Se llama Pilar.

Son vecinas. Pilar vive un poco más arriba, en la calle Inmaculada Concepción, en el número 19. Esperan la visita de sus hijos. Ambos están solteros. Comentan entre ellas que estaría bien que pudieran conocerse. Cuando llega María, la hija de Pilar, las dos hacen todo lo posible para que se quede hasta que Santiago vuelva del trabajo.

Y allí los tenemos, uno frente al otro. Las madres presentan a sus hijos. Dos besos en la mejilla. Se conocen de vista. Ninguno de los dos ha tenido relación formal. María, mi madre, busca a un hombre trabajador, responsable y serio. A Santiago, mi padre, le gusta la vitalidad de la muchacha, su espontaneidad. Tendrán una primera cita ese mismo domingo. A las cinco de la tarde proyectan en el cinema España, Dr. Zhivago.

Santiago era muy tímido. No había tratado con muchas mujeres, a excepción de las de su familia. No había besado a ninguna. Las miraba, pero cuando tenía que dar el paso, temblaba de los pies a la cabeza y no sabía qué decir. Ni siquiera había ido “de putas”, como muchos de sus compañeros de trabajo. En esos tiempos pocos conseguían acostarse con las novias, hasta que no estuvieran casados por la iglesia. Así que se desfogaban yendo a algún prostíbulo o bar de alterne.

En el trato con las chicas, Santiago titubeaba. Otros eran echados palante. Él no era capaz. Sin embargo, a algunas mujeres, ese carácter que podía confundirse con sensibilidad y delicadeza, mucho más discreto, y que contrastaba con la arrogancia y los modos bastos y burdos de muchos hombres de la época con los que trataban, despertaba en ellas curiosidad, ternura y un cierto instinto maternal.

Para Santiago, por primera vez, con María le fue más fácil. Ella llevaba la voz cantante. No paraba de contarle su vida, sus historias, sus sueños. Santiago la escuchaba y se sentía a gusto. Le hacía reír. Se divertía con sus chascarrillos y su humor ingenuo. A María, por otro lado, le gustaba que la escucharan, que la hicieran sentirse importante. El silencio de Santiago, su discreción, a veces le imponía, pero, al mismo tiempo, le atraía.

Santiago no cejaba en su empeño de marcharse a Suiza. Después de darse el primer beso, se lo propuso a María. Al día siguiente, mi madre, tras hablarlo con su madre y con Regina, su tía –en la que confiaba ciegamente-, aceptó.

Santiago se encargó de preparar todo el papeleo; los dos tenían dinero ahorrado. Sería suficiente para la boda y el viaje de ida. En Brissago mi padre conocía a otro español que había trabajado durante el invierno en Arosa, una localidad del Norte de Suiza, en la zona de habla alemana. Contactó con él y éste le comentó que en el hotel Merkur buscaban a una pareja para la temporada de invierno. Debían ponerse a trabajar a mediados de diciembre. Así que la boda tendría que celebrarse, a más tardar, a finales de noviembre.

En su último trabajo, en labores administrativas, tuvo como compañera, en el puesto de secretaria, a una gallega muy guapa. Se llamaba Marina. Cuando supo que Santiago se iba a casar esta mujer pensó en él de manera diferente. Le preguntaba por su estado de ánimo, lo buscaba a la salida del trabajo, se cruzaba con él en la calle. De vez en cuando quedaban en un bar del otro lado del Manzanares para que ningún conocido los viera.

Sutilmente, con palabras a medias, Marina le decía que a principios de año se marcharía a Galicia. Volvería a su tierra, un pueblecito cerca de Lugo. Montaría un pequeño negocio con el dinero que había ahorrado. A Santiago le halagaba este interés; no la alejó. Tal vez su silencio hizo que Marina concibiera falsas ilusiones.

Santiago dejó el trabajo, cuando faltaba un mes para la boda. No volvió a saber de Marina hasta un par de días antes de casarse. Sonó el teléfono de su casa. Marina estaba al otro lado. Le confesaba que no había dejado de pensar en él, que quería volver a verlo; le habló otra vez de su retorno a Galicia. Le insinuó su deseo: que la acompañara. Marina dijo un lugar y una hora. Santiago no se negó a ir, no se atrevió a rechazarla. Colgó.

Su madre había estado atenta a la conversación telefónica. Él aún dudaba. Bienvenida le quitó esa idea de la cabeza.

-No te metas en líos. Sé cómo son esas mujeres. Te hará daño. ¡Olvídate de ella! Vas a tener una buena mujer.

Santiago no fue a esa cita. Nunca más supo de Marina. La recordó de repente veinte años después, cuando su matrimonio hacía aguas, en una noche en la que ni yo ni él podíamos dormir. Acababa de tener una pesadilla; mi corazón latía muy rápido. Mi padre, entonces, me preparó una tila, se sentó a mi lado y me tranquilizó, recordando a esa mujer, contándome esa historia. Después, volvió a olvidarla.

Marina esperó una hora en el lugar de la cita. Cuando se dio cuenta de que él no vendría, regresó a la casa que alquilaba con otras compañeras, se encerró en su habitación y lloró. Marina –aunque Santiago lo ignoró- dejó el trabajo unos días después, pidió la indemnización correspondiente y volvió al pueblo de sus padres. Se refugió allí, pero no se amilanó. Era una mujer fuerte. Levantó un bar con el dinero que tenía, muy cerca de la carretera. Se casó con un joven del pueblo vecino, trabajador y responsable. Tuvo dos hijos. Uno de ellos moriría años después, atropellado por un borracho. El otro le dio nietos.

Y olvidó también a Santiago.

La boda se celebró sin más contratiempos. Cuando Santiago subió al avión junto a María doce días después, se sintió libre, completamente libre. Por primera vez.

Santiago disfrutó de esa libertad durante los dos años y medio que vivió entre Suiza e Italia. No dejaba de recordarlos cuando, de vuelta a España, no sabía cómo adaptarse a su nueva situación.

Primero, Arosa. Después, Brissago. Allí conocieron a los Bolla. María quería trabajar con ellos en Italia.

Los Bolla eran una pareja burguesa de clase alta, bien posicionados en el entramado económico de Verona. Eran agradables, pero, desde el principio, pusieron las cartas sobre la mesa. Les pagarían en negro. ¿No lo hacían también en España? Santiago dudó. En Suiza todo estaba reglado; cotizaban por la seguridad social. En Italia, los Bolla, contratándoles de esta manera, se ahorraban dinero y así evitaban el pago de impuestos o complejidades administrativas que les supondrían muchos dolores de cabeza. Y ellos cobraban un poco más. Todos salían ganando.

A Santiago los cambios le costaban. Les tenía miedo. Nunca sabes a dónde pueden llevarte. En cambio, María se lanzaba de cabeza. No se acobardaba. Al final, mi padre aceptó, fueron a Italia y durante más de año y medio convivieron con los Bolla. Los inviernos, en Cortina d’Ampezzo. Durante la primavera y el otoño, en Verona.

En los veranos les correspondía su mes de vacaciones. Hicieron visitas a Annecy, donde trabajaba Víctor, el hermano de María, desde los años sesenta, o a Tarancón y Madrid. María y su mundo ocuparon el espacio que Santiago había protegido durante toda su juventud: los huecos de un solitario se llenaron.

Por otro lado, la situación de su madre había empeorado. Fue en esa época cuando Bienvenida empezó a comportarse de manera extraña e incoherente. Sólo eran avisos de lo que luego se agravaría.

A principios del 71 mis padres habían ahorrado el dinero suficiente para volver a España, comprar un piso y tener hijos. Santiago hubiera preferido quedarse más tiempo en Italia, pero María necesitaba volver con su familia. Para ella era tan importante como el aire que respiraba. Santiago accedió, transigió, como tantas otras veces. No tenía carácter; nunca lo tuvo. ¿Volver? De acuerdo. ¿Una casa en Móstoles? Sí, parece que está bien. ¿Hijos? ¿Tan pronto? María quería tenerlos. Y los tendría. Aunque Santiago no se sintiera preparado, pero ¿qué padre lo está?

Santiago buscó trabajo en Móstoles y Madrid. Empresas de limpieza, alguna portería. Aunque el trabajo físicamente no hubiera debido plantearle dificultades, los años en el Matadero habían dejado su huella en un cuerpo que ya se quejaba. En unos años, los médicos le recomendarían reposo.

Mientras tanto, María se quedó embarazada. De un niño al que llamarían como su padre. Dicen que los hombres maduran cuando tienen un hijo. Para Santiago, sin embargo, fue el comienzo de su proceso de decadencia. Aunque tal vez empezara unos meses antes, con la muerte de su madre.

Para Santiago fue duro observar la evolución de su enfermedad. Sus conversaciones con ella ya no tenían sentido. Las voces que escuchaba Bienvenida eran las de su marido, las de su hijo Luis. De madrugada se levantaba y transformaba los susurros en palabras, voces que la protegían o amenazaban. Soñaba con ellos. La avisaban de su propia muerte.

Y así fue. Una mañana la encontraron tirada en el pasillo. Un derrame cerebral. No debió sufrir mucho. Santiago la enterró en un nicho en el cementerio Sur de Carabanchel. Cuando muere una madre, un hilo muy fino, invisible se rompe. Santiago se sintió solo, desamparado, huérfano…

…A los cuatro meses, nací yo. Entonces Santiago debería de haber cerrado página. Lo intentó, pero en una vida siempre hay obsesiones de las que no se puede escapar; algunos lo llaman rachas. Otros, destino.

Entre el año 73 y 74 las bajas laborales fueron cada vez más frecuentes. Finalmente a finales del 75 se le concedió la jubilación anticipada. ¿Qué puede hacer con tanto tiempo libre un hombre, que aún era joven, con treinta y seis años? ¿Y si María insistía que quería tener la parejita? Que un niño no era suficiente.

Quedó otra vez embarazada; su segundo hijo, Raúl, mi hermano, nacería en septiembre del 76. Nada más tenerlo, ella se puso a trabajar. Santiago se ocuparía de las labores domésticas y del cuidado de los niños. Yo ya estaba crecidito con cuatro años, y a Raúl, con unos pocos meses, podría llevárselo a veces al trabajo. Decidió no amamantarlo; le daría leche concentrada.

Nos encontramos con un hombre que asume un papel diferente al tradicional. Su enfermedad le obligaba a aceptar un rol algo incómodo. No era tan habitual como lo sería en la generación de sus hijos. Le costó. Y se fue abandonando. ¿No ocurre lo mismo cuando es la mujer la que no trabaja? ¿No acaba sacrificando sus expectativas personales por el tiempo que dedica a sus hijos, mientras crecen? A Santiago le ocurrió lo mismo. Su cuerpo era el reflejo de cambios más profundos: engordó más de diez kilos, su piel perdió la frescura y se agrietó. Dejaba que las decisiones más importantes las siguiera tomando María: en qué se gastarían esto, cuánto dinero tendremos para eso otro, dónde iremos el domingo, a qué familiar visitaremos.

Santiago se refugió en un mundo cada vez más pequeño. Y, casi sin darse cuenta, hizo que sus hijos también buscaran en ese microcosmos una falsa seguridad, ilusoria y engañosa, porque les impedía enfrentarse al exterior con los recursos que hubieran necesitado, si no hubieran estado tan protegidos.

La infancia termina. Y los niños se hacen mayores. Y cuando crecimos, quisimos descubrir nuestro propio camino. Santiago se dio cuenta, -demasiado tarde- que nos necesitaba. Que sin nosotros, -como suele ocurrir con las mujeres que han dedicado años a sus hijos- tendría que encontrar un camino propio, un proyecto de futuro para su propia vida. Y no vio más que soledad, un páramo vacío.

Se rebeló. Amenazó a sus hijos –sobre todo, al mayor-, a su pareja –a la que ya no soportaba-; se negó a aceptar que debía cambiar. Tuvieron que obligarlo. Le sacaron unos policías de la burbuja que había construido. Se encontraba en la calle. El primer lugar al que llegó, donde buscó un nuevo refugio, fue a la casa de una mujer, Irene, que alquilaba habitaciones.

Las relaciones con su exmujer fueron ásperas, y más tarde, distantes. Con sus hijos fue diferente. No concibió vivir una vida sin ellos. Se obsesionó. Los persiguió, se agarró a ellos como una lapa. Los necesitaba. Sus hijos, en cambio, no. Estudiaban, buscaban trabajo, viajaban, creaban nuevas amistades, construían un mundo propio. Y su padre estaba demasiado cerca; los agobiaba. Necesitaban un espacio que él no podía darles.

Poco a poco el menor fue comprendiendo a su padre; tal vez, porque supo distinguir, en esa necesidad, un calor y un afecto que él deseaba compartir con ellos. El mayor, en cambio, lo rechazó hasta el final de su vida… Y, aunque, con el paso del tiempo fuimos suavizando asperezas, nunca fui capaz de perdonarle, no supe comprender a mi propio padre...

Aunque Santiago no dejó de girar alrededor de la vida de sus hijos –alquilaba pisos muy caros para su situación económica, cerca de donde vivían, en Puente de Vallecas-, buscó recursos que le permitieran sobrevivir. Llamó a muchas puertas, molestó a todo aquel que le escuchara, pidió préstamos –a sus hermanas, a sus hijos, a los pocos amigos que le quedaban- que casi nunca devolvía.

Empezaron a cerrarse puertas. Sus hermanas dejaron de hablarle; sus hijos, a veces, le colgaban el teléfono… Yo, incluso, no quise verle durante meses y cuando no tenía más remedio, en los cumpleaños o en las fiestas de Navidad, intentaba estar el menor tiempo posible, aunque notaba el esfuerzo y el tiempo que mi padre dedicaba a hacer la comida o a que nos sintiéramos a gusto. Eso no impedía que en el fondo no dejara de despreciarlo...

Los prestamistas –amigos o conocidos- le pedían la devolución del dinero. Él se escaqueaba o daba largas. Irene lo ayudó. Era una mujer generosa, pero con problemas mentales. Le ayudó, porque vio en Santiago a un hombre desesperado, solitario. Como era ella misma. Había roto también sus lazos familiares. Heredó la casa de su madre, pero sus excentricidades –recogía todo lo que encontraba y lo traía a su casa- puso en peligro su propia supervivencia. Algunos de sus hermanos querían declararla incapaz. Lo evitó con argucias legales, por lo menos, hasta unos años después de la muerte de Santiago.

Junto a Santiago iban a comedores sociales o la Cruz Roja. Los conocían todos: los del centro de Madrid y alguno de las afueras. Mientras tanto, Santiago tuvo la oportunidad de comprar un piso de protección oficial. Tuvo que pedir un préstamo a Irene que embargó su casa. Y para devolver el préstamo, tuvo que pedir otro. Y para pagar este último, volvió a vender el piso, por mucho menos, al que estuvo más cuco.

De nuevo, alquileres en los que fue malgastando el dinero de esta última venta. Se quedó sin nada. Desahucios, juicios. Volvió a casa de Irene. Para entonces su cuerpo se derrumbó. Las depresiones, una alimentación deficiente, la tensión de vivir en la cuerda floja le pasó factura. En los últimos dos años de su vida estuvo en cuatro hospitales. No era un buen enfermo; quería marcharse enseguida y a los pocos meses, otra vez terminaba en una habitación de Urgencias.

Se le veía cada vez más delgado. Con problemas de azúcar. Apoyado en un bastón. Los ojos hundidos. Aún sonreía, como si pensara que aún pudiera salir adelante, se rebelaba. No se rendía.

-Te prepararé una tortilla de patatas. Te la llevo mañana…

Escuché esas palabras en una llamada de teléfono. Acababa de entrar, como alquilado en una habitación, a cinco minutos de nuestra casa. Cuando colgué, le olvidé.

A los dos días, de noche, en la madrugada, alguien llamó a la puerta. No paraba de golpearla. ¿Quién sería? Cuando la abrimos, al otro lado estaba Irene. Nos dijo que Santiago había sido ingresado otra vez en el Hospital de Vallecas, que se encontraba en coma inducido. Nos dijo el número de habitación. Esta vez, no fuimos a verlo ninguno de los dos.

Un mes después, los médicos nos comentaron que habían decidido despertarlo, pero necesitaban nuestra autorización. Se la dimos. Raúl vio a su padre en alguna ocasión; yo me negaba a verlo. Sólo Irene estaba con él todos los días.

Finalmente, el 20 de marzo del 2011, los dos, Raúl y yo, lo visitamos.

El cuerpo de mi padre casi ni podía sostenerse en pie; ya no estaba intubado, pero aún conservaba el agujero que le habían hecho en la garganta y no podía hablar. Para comunicarse, escribía en una libreta que tenía a su lado.

Nos despedimos con un beso en la frente. Yo, que me irritaba cada vez que lo veía, seco, cortante, de repente, me acerqué a él y le di un beso. Mi padre sonrió; “sus hijos, los dos, le querían”, pensó.

Unos meses después de su muerte, escribí estas palabras en mi diario, recordando este momento y el que vendría cuatro días después, en el tanatorio:

“…el cadáver de mi padre. El maquillaje; esa sensación de que ya no es él, de que ya no está. Sólo una representación de lo que fue. Sólo he visto tres cadáveres en mi vida: el de mi abuela, el de mi tío-abuelo, el de mi padre… El cuerpo sin vida ya no es él, ni ella, no tiene nombre, ni pasado, ni futuro.

El tanatorio es un lugar aséptico, limpio, pulcro. Profesionales que te tratan con respeto en un momento de dolor y tristeza, pero con la distancia suficiente como para recordar que vives en un sueño, un dolor del que ellos no forman parte y un mundo que les resulta ajeno e indiferente.

Su cadáver. Ahí estaba. Parecía enfadado, con el mentón más marcado; no era tranquilidad lo que veía, aunque yo lo hubiera deseado. Le besé en la frente, como hice el último día que le vi. Dos besos en cinco días. Este no lo sentiría ya. Ni le vería sonreír como hizo cuando me vio entrar en la habitación del hospital días antes. Le acaricié el pelo. “Te echaremos de menos”. A pesar de tus ilusiones, tus medias verdades; aunque no supieras vivir con los que te querían y a los que querías, te echaremos de menos…”

Irene le pedía que tuviera paciencia, pero Santiago quería marcharse del hospital. Se negaba a morir en esa habitación, pero, aunque lo intentara evitar, no podría hacerlo.

En la mañana del día 24 de marzo del 2011 sus pulmones dejaron de enviar oxígeno al cerebro y al corazón. Durante más de una hora los médicos y las enfermeras intentaron salvarle la vida, ante la atenta mirada de Irene, que llegó al amanecer. Santiago dejó de respirar a las ocho y cinco minutos. ¿Pensaría en sus hijos antes de aspirar el último gramo de aire? ¿En su madre? ¿En su hermano mayor, Luis?

Fue incinerado al día siguiente. Sólo sus hijos, su exesposa, María, acompañada de G., el segundo marido, y una de sus hermanas, junto a su hijo mayor, asistieron a la ceremonia. Muchas sillas vacías. Santiago se había quedado solo.

Irene no asistió porque era discreta y respetaba a sus hijos. Pidió una misa por su alma. En el testamento, Santiago les dejaba todo a ellos y a Irene. Decidieron de común acuerdo rechazarlo, por si tuviera deudas que no deseaban heredar. Unos meses después, Irene les abrió la puerta de su casa: era un lugar desordenado, con cajas y todo tipo de cosas, recogidas en los cubos de la basura, contenedores o vertederos. En una habitación, que daba a una plaza moderna y anodina, -habitación en la que Santiago vivió en los últimos meses, antes de su traslado a la habitación alquilada-, se encontraban los pocos objetos que aún conservaba y que no hubiera perdido en las numerosas mudanzas de la última década: papeles que guardaba entre los cajones o en carpetas de cartón deshilachadas, números de teléfono, fotografías de sus dos hijos, palabras de dolor, masculladas en una hoja de papel…

Si muero, no me enterréis. Quiero que me incineren... Adiós, hijos…

Años después, Irene llamó otra vez a mi puerta. Me pidió ayuda.  Necesitaba el teléfono de una mujer. Deseaba hablar con ella para que le proporcionara ayuda legal. No quería perder su casa. Se lo di. Nunca más volví a verla. En esa última conversación me habló de un pueblo de Asturias, entre las montañas, su lugar de nacimiento. Es posible que se marchara allí. ¡Ojalá lo hiciera!

Los restos de Santiago fueron repartidos por sus hijos en varios lugares. Algunos eran sitios en los que su padre se sintió a gusto en los últimos años: la Rosaleda, en el Retiro, o el jardín de Atocha. Sus hijos eligieron otros dos: un pequeño árbol, a la sombra, junto a un riachuelo artificial, en el mismo Retiro, o la tierra de un tiesto que perteneció a su abuela materna.

Años después, aún quedaban algunas cenizas: un tercio. Las habían guardado, porque pensaron que algún lugar de Suiza o Italia, donde sus padres vivieron al principio de su relación, sería un buen sitio en el que esparcirlas. Cinco años después, los dos hermanos viajaron a Arosa. Y las dispersaron allí, en la orilla de uno de los lagos de este pueblo suizo, rodeado de montañas, en ese lugar donde en sus años de juventud, se sintió libre y fue –si eso existe realmente- feliz.





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