sábado, 5 de mayo de 2018

MENTIRAS DE FAMILIA


CARLO BOLLA
Verona, 1951-Cortina d’Ampezzo, 2028

            Los Bolla colgaron en su web oficial una fotografía de familia, hecha a principios de los años noventa. Allí está Sofía, la madre, en silla de ruedas; sus hijos, Giuseppe y Carlo y María Elena, y todos sus nietos, niños y adolescentes: Andrea, Mario, Marina, Carlota. Francesco, el abuelo, había muerto hacía más de diez años. Es Navidad. El salón está decorado, como cualquier otro de clase alta. Los adultos, en segunda fila; los niños y jóvenes, arrodillados, en la primera. La mamma, Sofía Bolla, en el centro, orgullosa de su prole, sonríe.

            Cuando la contemplo, no puedo olvidar todas las mentiras que oculta. Conozco sus secretos; son sonrisas de farsantes que no me engañan. Me pregunto si, en el fondo, ellos mismos creen, al hacerse esta fotografía, en sus embustes. Seguramente, así es.

            Hoy, Carlo Bolla, es un paria, despreciado por aquellos que le encumbraron o que se aprovecharon de su ascenso, pero Carlo fue un hombre importante, poderoso, amigo de políticos corruptos, fueran de la Democracia Cristiana o del Partido Socialista y, más tarde, del partido de Berlusconi o del centro izquierda del Partido Democrático. Su hijo ha heredado esos hilos y los sigue moviendo, tras haber apartado a su padre convenientemente. La herencia en Italia es una tradición consolidada. Se heredan los negocios, todos, aunque no sean legales. Se hereda el carácter, aunque suponga enterrar a tu propio padre. El apellido está por encima. Siempre.

            Carlo Bolla fue hijo de Francesco y Sofía. Francesco levantó junto a su hermano, Pietro, una importante empresa vinícola en la provincia del Véneto que llevó su apellido. Verona fue el centro de operaciones; era su pueblo, su gente. Los italianos son personas muy apegadas a la tierra, a los suyos. Es comprensible que los favoreciera desde el primer momento y que estos se lo agradecieran.

            Francesco y Pietro supieron desenvolverse muy bien. Ganaron mucho dinero. Sabían quién podía ayudarlos y quién no. Ese es el asunto más importante, si quieres que tu negocio funcione. Por supuesto, también trabajaron mucho e consiguieron la mejor uva de la región. Nadie se lo niega. Tampoco nadie niega que en los años sesenta y setenta explotaron a sus trabajadores, pagándoles mucho menos de lo que el convenio les prometía. Eran tiempos convulsos. La familia de Francesco estuvo en la lista negra del grupo terrorista de izquierdas, Brigadas Rojas. Los Bolla recibieron el apoyo de las autoridades. Se callaron bocas, las justas y necesarias. Con dinero o con una bala. Como ya he dicho, eran tiempos duros que requerían hombres a la altura.

            Mis padres trabajaron para los Bolla, o más bien, para la hermana de Sofía, cuidando a sus dos niños de ocho y seis años; vivían en la propiedad vecina a la que los Bolla tenían en la vía Valverde, a unos quinientos metros de la plaza del Anfiteatro. También se ocupaban de los herederos de Francesco, pero entre el año 69 al 71, en el que convivieron con la familia, Carlo ya era universitario y Giuseppe iba a serlo.

            Les pagaron en negro; todo el mundo lo hacía. Ni tenían seguridad social ni cobrarían futuras pensiones. ¿Quién piensa en ellas, cuando es joven? En los años noventa, mi padre exigiría compensaciones a la familia, pero, como no tenía pruebas, le dieron con la puerta en las narices. A esas alturas, Sofía era una mujer decrépita, en silla de ruedas. No reconocía a nadie o prefería “hacerse la tonta”, como me dijo él alguna vez, cuando habló de este asunto con nosotros. Muy lejanos eran los tiempos de bonanza de los Bolla; sin embargo, aún llegaría una época de triunfos para sus retoños, aunque la matriarca no llegara a disfrutarlo.

            Pietro falleció de un cáncer linfático en mayo del 72. No dejó herederos, por lo que Francesco asumió toda la responsabilidad, pero muchas cosas habían cambiado. Las grandes multinacionales, sobre todo las americanas, querían no sólo una porción del negocio en la distribución del vino en América; también deseaban convertirse en propietarias. Mientras vivió Francesco, lo impidió. A su muerte, tras un infarto, presionados por las deudas, cada vez más cuantiosas, sus hijos aceptaron la oferta de la empresa, con dos condiciones: que una parte de los dividendos pasaran a sus herederos, al ser socios minoritarios, y que el negocio continuara manteniendo el nombre de la familia, como así fue.

            Las vidas de los hermanos se separan durante los años siguientes. Supieron reciclarse. Giuseppe inició una aventura personal en la Toscana con un tipo de uva ecológica que, al principio, no le generó muchos beneficios. Fue constante y, con el tiempo, no sólo mejoró la calidad de su producto, sino que consiguió exportarlo fuera de Italia.

             Carlo marchó por otros derroteros. Aupado por las amistades de la familia y apoyándose en apuestas económicas muy arriesgadas, a principios del siglo XXI obtuvo grandes éxitos. El mayor de todos en octubre del 2015: se convirtió en el presidente del banco más importante en la región del Véneto.

             Era muy consciente de lo que había hecho para adquirir ese puesto de responsabilidad. Ahora todo el mundo lo sabe, pero entonces, el hombre sonriente, el que estrechaba la mano de políticos, empresarios, autoridades internacionales o besaba la del Papa Benedicto o la de su sucesor, Francisco, el que recibía los parabienes de los medios de comunicación que le convertían en el modelo de empresario, reflejo y émulo de triunfadores, hombre hecho a sí mismo, era también el que firmaba los cheques sin fondo, el que mantenía conversaciones con políticos corruptos para construir unos apartamentos en espacios protegidos, quemados convenientemente en el verano anterior, el hombre que hacía callar a todo aquel que pudiera amenazar su imperio, dejándole sin trabajo o apartándole de la vida pública, el que “untaba” a senadores de Berlusconi o del partido de Renzi o los de la Liga Norte y esa misma noche, llegaba a acuerdos con abogados, vinculados a la mafia.

            Eran los tiempos de esa fotografía. María Elena, la hermana, la colocó en la portada de su libro, libro en el que los Bolla eran alabados, ensalzados. Hay también un ligero perfume de nostalgia entre sus páginas. Bien es cierto que la escribió “un negro”, pero María Elena se encargó de revisarlo y, como todos sabemos, es en los detalles, donde el autor deja su impronta, aunque no haya escrito ni una sola línea y sólo se encargue de firmar el material.

            Por supuesto, en esta biografía familiar, no se comentaban los asuntos turbios, que muchos en Verona conocían, aunque pocos se atrevían a mencionar. Las redes de Carlo, sus ramificaciones podían acabar con tu carrera, fuera política, empresarial o periodística.

            Nada se decía de los “cuernos” que Carlo y Giuseppe ponían a sus esposas –aunque la cónyuge de Giuseppe hacía lo propio con un joven jinete, ganador de medallas olímpicas,- ni se mencionaban los accidentes y las visitas a la comisaría que el hijo menor, Mario, había perpetrado en esos mismos años. Se pagaba a las víctimas y estas callaban. El dinero lo ocultaba todo. Tenían a una nómina de periodistas a su servicio en el Véneto, a los que llamaban, los Bolliconi.

            Eran tiempos de vacas gordas. Al año de la publicación del libro, en el 2010, Carlo y Giuseppe Colta, recuperaron el negocio familiar. La posición de Carlo y el dinero de ambos, junto a los contactos que mantenían con las autoridades de Roma, hicieron el resto.

            Fueron dos décadas prodigiosas. El dinero y las influencias llovían a espuertas. La crisis financiera no les afectó; más bien, al contrario, la familia aumentó sus beneficios. Italia llegaba a acuerdos con Bruselas y el FMI. Berlusconi, en coalición con Forza Italia, regresaba por sus fueros. Y si era necesario pactar con los “radicales” del Movimiento Cinco Estrellas también se hacía; sin que nadie lo notara, por supuesto.

El mundo seguía girando y las mismas familias controlaban el negocio, utilizando incluso, como en los viejos tiempos, matrimonios entre sus hijos, como ocurrió en mayo del 2017 con Mario que, trasformado en un buen chico, se casó con Eleonora, la primogénita del máximo responsable de los Carabineros en la región. Como siempre había sido, como siempre sería.

            Sin embargo, en 2022, alguien filtró una serie de datos que poco a poco fueron extendiéndose como la brea. Eran conocidos en la red, en medios independientes, pero nadie los había tenido en cuenta. Sólo cuando apareció en un gran medio nacional, Carlo supo que iban a por él. Nunca descubrió al responsable de esas filtraciones. En alguna ocasión, sospechó de su hermano; incluso de su propio hijo. Lo descartó. Ellos se aprovecharon, sin duda, pero debió de ser alguien que estuviera fuera de la familia. Alguien que lo aupó y le hizo caer, cuando decidió que podía ser peligroso para sus intereses. Había demasiada mierda que barrer. Era un hombre viejo y corrupto; necesitaban “carne fresca y limpia”. Ocurre en muchas familias, también en algunas monarquías o en partidos políticos, como bien saben los españoles.

            Las acusaciones son conocidas por todos: un caso de corrupción en la Banca que él preside y explotación laboral de inmigrantes. El primero le obligó a dimitir de su puesto de privilegio; el segundo, le apartó del negocio familiar y estuvo a punto de arrastrarlo a la cárcel. Su dimisión coincidió con el comienzo de la grave crisis financiera y política que afectó a Italia y Europa a lo largo de esa década, y que, como todos sabemos, acabó con la Unión Europea, al menos, con el modelo económico y mercantil que se había construido desde el pasado siglo. Aunque esa es otra historia.

            Su hermano asumió el control de la compañía, aunque fue su hijo, Mario, el chico conflictivo, al que salvó varias veces de la cárcel, el que acabaría por dirigir el negocio en las dos décadas siguientes.

            Carlo fue elegante en la derrota. Le diagnosticaron, por entonces, un cáncer de pulmón. Se apartó. Vivió lejos, en Cortina d´Ampezzo, en una finca, la misma en la que mis padres trabajaron y cuidaron a sus primos.

            Escribió en sus últimos años una biografía cruel, despiadada, un envés, un negativo de la que dos décadas antes había escrito su hermana. En ella no deja títere con cabeza. Ni siquiera su hermano ni su hijo quedan bien parados. Ya no tenía nada que perder. Aunque intentaron impedir su publicación, fue un gran éxito de ventas, cuyas ganancias decidió donar a la Santa Iglesia Católica, por el perdón de sus numerosos pecados, como él mismo afirmaba.

            A pesar de los dolores intensos de su último año de vida –dicen que sólo quedaban de él huesos, tras los intentos de alargarle la vida con quimioterapia y transfusiones- saboreó los frutos de su venganza.

            Expiró un día de octubre del 2028. La lluvia arrasaba los campos. Pronto llegarían a los Alpes las primeras nieves.

           

































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