La buena letra, la segunda película de Celia Rico, tiene un gran personaje femenino. Basada en un libro de Chirves es una película correcta, bien ambientada y una adaptación que mantiene un ritmo moroso.
¿Sin más? No, hay algo más.
Lo que la hace especial es la interpretación de Loreto Monleon, porque consigue mostrarnos todas las emociones de un personaje silencioso, discreto, en el que nadie se fijaría, pero que tiene, precisamente por eso, una inmensa capacidad de observación. Es un personaje que sufre, que siente envidia, que se deja llevar en algún momento por la mezquindad o la frustración, generoso también y comprensivo, que muchas veces no sabe comunicar lo que se mueve en su interior, que no puede salvar a un hombre, su marido, roto por dentro. Sí, esas fueron nuestras abuelas, las que vivieron la posguerra, olvidadas por la Historia oficial, supervivientes de una época en las que el silencio se imponía por la fuerza y el miedo.
Y la actriz sabe acercarnos a este personaje, entenderlo, hacerlo nuestro. Hay películas que se recuerdan por un personaje, aunque no destaquen en otros aspectos: esta es una de ellas.
Palestina es una vergüenza para todos. Somos impotentes y cobardes para asistir en directo lo que cualquiera, si no se tuviera miedo del poderoso lobby proisraelí, llamaría por su nombre: genocidio.
Y es de agradecer que existan autores como Elia Suleiman.
Elia Suleiman huyó, siendo joven, de Palestina y, aprovechó su exilio para aprender a hacer cine, en Londres y en Nueva York. Volvió en 1993 y, desde entonces, ha dirigido siete películas.
Su estilo es peculiar. Él mismo es el protagonista de sus obras. Es inevitable que Palestina sea su tema central, pero el planteamiento es original. Se decide por la comedia y no una comedia al uso, sino uno que bebe de Tati o Buster Keaton o Kaurimaski o Roy Anderson. No me sorprende que al principio viera en Bresson o Cassavetes referentes.
Sus dos últimas películas profundizan en el conflicto palestino y también en su estilo.
El tiempo que queda hace un recorrido completo desde la guerra de 1948 hasta la actualidad.
El retorno de un exiliado es el punto de partida para contarnos la historia de una familia y es, sobre todo, una mirada irónica, absurda, crítica de ese conflicto eterno en Oriente Medio. Esa sonrisa se podría quebrar; desaparecería, si pensáramos en el sufrimiento. Suleiman no nos permite caer en el pesimismo. La vida es absurda; no hay que ocultar esa realidad, sino transformarlo en un acto de rebeldía. Y la risa o el humor siempre tendría que ser un acto de rebeldía.
Aparecen otros temas: las relaciones padre-hijo; la educación y el discurso oficial; el paso del tiempo.
La última, De repente el paraíso, toma otro rumbo.
Si aparece Palestina es, en este caso, como un marco. Aquí se pregunta cómo les miran desde el extranjero. El director viaja a París o a Nueva York, contempla un mundo civilizado, irreal, una realidad edulcorada, ridícula, estúpida, la que vería un turista o un tipo, como él, que vive en los bordes, en los márgenes, y la contrapone, sin que tenga que mostrarla, a la violencia cotidiana que hay en su entorno. El humor se mantiene y la distancia necesaria para sobrevivir. Este Buster Keaton palestino mira el mundo con una sonrisa, pero es una sonrisa tierna, comprensiva, amable. Nunca encontraremos cinismo o sarcasmo.
De repente, el paraíso termina con el director en Cisjordania contemplando -sabio, tranquilo, epicuro, un cínico a la antigua sin los excesos de Diogenes de Sinope-, a unos jóvenes en una discoteca, bailando y cantando una canción rebelde y reivindicativa: Palestina libre.
Palestina merece una juventud que pueda tener un futuro. Al menos nosotros, mientras el genocidio se confirma, no deberíamos mirar a otro lado. Y que la palabra y el humor sean nuestras armas, las únicas que nos quedan.