Siempre sientes mariposas en el estómago cuando empiezas un viaje. La noche anterior o esta misma mañana. No importa que hayas preparado todo: billetes, alojamiento, equipaje con mucha anticipación; no importa que vayas solo o acompañado; no importa que vayas al pueblo de tus padres o a Japón; no importa que vayas a subirte a un avión o a un autobús o a un coche o a un tren o al metro o a un barco. En un viaje puede haber imprevistos, sorpresas, descubrimientos. Esa es su esencia.
Están las largas esperas en los que se recomienda una lectura, a ser posible del lugar al que viajas, a ser posible del idioma al que vas a enfrentarte en el día a día desde el momento que llegues al destino; están los cambios de última hora, los largos pasillos, los paneles informativos -en unas horas puedes estar en Montreal, Beijing, Marrakech, Buenos Aires, Estambul-, el escáner que decide qué pasa y qué no -los líquidos a la vista, los aparatos electrónicos-; está la facturación, las puertas de embarque, los controles de seguridad, las tiendas y restaurantes, los interminables pasillos, una botella de agua, un poco de comida, eternas esperas, un buen libro, una visita al baño, colas para subir al avión, grupo 1, grupo 2, grupo 3, grupo 4.
Pronto constatas que tu nivel de griego o inglés deja mucho que desear. Escucharás mucho, dirás pocas palabras, las justas y necesarias, implorarás comprensión, cuando abras la boca.
Si vas en avión no olvidemos el hormigueo que sientes en el despegue y el aterrizaje: la elegante entrada en la pista, el repentino incremento de la velocidad, se alza el vuelo suavemente, el avión encuentra su equilibrio natural, se aleja de la tierra firme, allá, a lo lejos; estamos a la altura de las nubes.
Hay tiempo para dormir un rato, beber, leer, comer, y, si tienes ventanilla, echar un vistazo al horizonte, al mar, a las luces de un barco que destaca en la oscuridad o las de una ciudad costera, preludio de un encuentro.
Se te bloquean los oídos, duele, la presión ha cambiado, descendemos, nos acercamos a esas luces que antes observabamos a distancia, un golpe brusco, el contacto con la pista, disminuye de repente la velocidad, a marchas forzadas, saltarías del asiento, si no te hubieras abrochado el cinturón, ya está, despacio, gira, elegante, hay quien aplaude, estamos a salvo.
Llegas al alojamiento en autobús -pasa cada hora- o a pie. El aeropuerto está cerca de la ciudad de Heracleion. ¡Ay, la espalda! Uno a esta edad no está para llevar mochilas. Escuchas los motores de aviones, levantando el vuelo, desde el balcón. Buscas qué cenar, pocos sitios abiertos por los alrededores, hoy aquí es festivo, un kebab te vale, una fiesta familiar en la mesa de enfrente.
Empecé a escribir estas líneas a cientos de kilómetros. Otra cama, otra noche. Las mariposas ya no revolotean.
Si acaso, un mosquito, y este cabronazo sí me va a dar la tabarra.

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