CRISTINA AZORÍN OLIVERAS
Barcelona, 1975-Castelldefels o Altafulla, 2058
Cristina nació en una cama; no en
la de un hospital, sino en la de casa de sus padres, en el barrio del Clot.
Murió en una playa, ochenta y tres años después. Unos mueren vomitando; otros,
intentando respirar como un cerdo. Algunos, tranquilos. Así, de esta última
forma, -sorprendentemente, si tenemos en cuenta la enfermedad que sufrió a lo
largo de su vida-, murió Cristina. Hay ironías trágicas y otras, más amables.
Aunque también deberíamos
mencionar dónde fue engendrada: en el baño de un apartamento privado, a unos
pasos de la playa de Castelldefels. Podríamos describirlo como un polvo rápido
en el verano del 1974.
Sus padres, Paco y Carmen, venían
del hospital; su abuela materna fue ingresada por una indigestión a mediados de
agosto. Dejaron a sus otros dos hijos con las tías y la abuela y volvieron a
casa para echarse la siesta. Ya fuera por el calor, el sudor, la escasa ropa
que llevaban o por los acostumbrados ardores de una tarde de verano, los
padres, nada más llegar a casa, se pusieron manos a la obra.
Su madre, al entrar, buscó el
lavabo. Se agachó. Un poco de agua en el cuello para refrescarse. Él estaba
detrás. Ella lo incitó con una mirada pícara. Su padre, sin esperar más, le
quitó la falda, le bajó las bragas. Un aquí te pillo, aquí te mato. Salvaje,
espontáneo, inesperado. Encima del bidé o del lavabo. Empujándola de cara a la
pared. Jadeos, gemidos, sudor. Atravesada, penetrada. Un orgasmo compartido. No
llegaron a la habitación. Cinco minutos en el baño de una casa de tres
habitaciones, alquilada para quince días. Su madre supo que fue entonces, con
toda seguridad, porque no se volvieron a acostar en dos años. Fue el último
acto sexual que sus padres mantuvieron antes de lo que luego su madre
denominaría “la revelación”. Se convirtió en el último gesto de placer en un
matrimonio que hacía aguas. El destino de Cristina estaba sellado. Sexo y
frustración. Así describiría en dos palabras sus primeros cuarenta años.
A Cristina
le gustaba exagerar. Resumir casi la mitad de una vida en dos palabras es
imposible. Y lo sabía, pero Cristina gustaba de esos gestos de cara a la
galería. No podía evitarlos.
La
personalidad de Cristina –como la de todos- se consolidó en esa etapa tan
ambigua que es la adolescencia. Heredamos los traumas de la infancia, pero
antes de hacernos adultos, asumimos un rol que, ya como adultos, no
traicionamos, ni siquiera aunque seamos conscientes del daño que nos hace.
Padres
ausentes, cada uno a su manera. El padre de día trabajaba en el Corte Inglés de
la Plaza de Cataluña; de noche se iba de “picos pardos”. Era un “viva la
virgen” al que Cristina, cuando era joven, se le encontraba muchas noches,
durante los fines de semana, en bares de alterne. La madre, por otro lado, obsesionada
con los cuernos que le ponía su marido. La relación de los padres dejó huella
en sus hijos. El mayor, Mario, se apartó; mantuvo las distancias, se marchó lo
más lejos que pudo, se refugió en la familia que creó: esposa, dos hijos y
mascota. El segundo, Xavi, después de casarse con una desequilibrada y tener a
un hijo, el Jordi, consiguió con su segundo matrimonio una pareja estable. El
tercero, el menor de los cuatro, artista incomprendido, nunca maduró.
Y volvemos a Cristina. ¿En qué se
convirtió? En una mujer muy insegura, necesitada de cariño constante. Cristina
no aprendió a decir que no. Se dejaba llevar; no tenía ideas propias. Maleable
y manipulable. Hubo aspectos positivos; no se puede negar. Conoció a amigas que
estuvieron con ella toda la vida: Tania, Mara, Carme.
Eligió una carrera, la de
Pedagogía. No se arrepintió, pero deseaba más. A los cuarenta empezó la de
Psicología. Tardó mucho tiempo en decidirse. Y pasaron muchas cosas hasta ese
momento.
En primer
lugar, conoció a Albert. Un tipo con ideas claras. Pocas, sin duda, pero
definidas. Sencillo, sin complicaciones. Cristina buscó seguridad y la
encontró. El matrimonio fracasó enseguida. Cristina
no se conformaba con un marido tranquilo, una pareja y los niños: una vida sin
aspiraciones. Necesitaba más.
Un aborto.
Un intento de suicidio. Llamadas de atención. Albert tal vez se lo hubiera
perdonado, pero fue Cristina quien no se lo perdonó a sí misma. Durante años
pensó en esa niña –ella sentía que hubiera sido niña; no tenía dudas, aunque
sólo fuera un feto de ocho semanas-; aparecía en sus pesadillas, en los sueños,
en las miradas de otras niñas –las hijas de sus amigas, las hijas de sus
vecinas- con las que se cruzaba o a las que veía jugar en el parque. La mente
le jugaba malas pasadas. Había terminado con su vida y era castigada por ello.
Albert y
ella se separaron. Albert, años después, encontró a una mujer tranquila con la
que tuvo la parejita. Cristina, por el contrario, a los treinta años, se sintió
libre por primera vez. Conoció a muchos hombres, descubrió su sexualidad y su
cuerpo. Lo disfrutó. Aunque no todo fueron experiencias positivas. Hubo quien
la trató bien; otros, no tanto. Alguno la pisoteó, cuando ella sólo le pedía
cariño y comprensión. Se hizo dependiente; los perseguía, aunque la
despreciaran o intentaran desembarazarse de ella. Otros la cuidaban y la
mimaban, pero terminaba por encontrar algo que no funcionaba: el sexo, la
paciencia, la ternura, asumir su papel en una familia. No conseguía encontrar
una pareja que le durara más de dos años.
A esto se
añadió la enfermedad. Tardaron en diagnosticarle fibromialgia. ¿Enfermedad de
la mente? ¿Del cuerpo? La sensibilidad al dolor. La medicina occidental
controlaba el dolor con medicamentos. La oriental buceaba en su mente, indagaba
las causas profundas. ¿La culpa por el aborto? ¿Los traumas de su infancia
salían a la luz de repente? ¿El conflicto con su padre o con su madre le pasaba
factura? ¿Se sentía culpable? ¿Se aceptaba a sí misma? ¿Tendría la suficiente
fuerza de voluntad para decir no, para rebelarse, para no conformarse con
quejas inútiles que nunca materializaba en cambios profundos?
Tenía miedo
del dolor, de quedar paralítica, de ser una dependiente. No temía a la muerte.
A veces se preparó. Soportaba el dolor; había días que su cuerpo le decía: ¡basta!. A veces lo escuchaba; otras, la presión del trabajo o de los
amigos la impulsaba a cometer errores. Impulsiva. Amenaza con suicidarse; insegura, paranoica. Miedo a que alguien entre en su casa.
-Merezco algo mejor…
Tenía miedo a la oscuridad; miedo a dormir sola, a morir en soledad. ¿Inconsciente atávico de cualquier mujer? O sólo de Cristina. Se dejaba llevar. No sabía decir no. Y
eso le costaba semanas de baja. Volvía a cometer el mismo error. Una y otra
vez. ¿Cuándo aprendería?
A los cuarenta, me conoció. No
estuvimos juntos más de nueve meses. Sin embargo, fue entonces, y en los años
siguientes, cuando, aunque fuera de manera lenta, a rachas, tomó las decisiones
que cambiaron su vida.
El padre envejeció mal; acabó en
una silla de ruedas tras sufrir un ataque al corazón. Ya no era el hombre
fuerte y encantador, mentiroso y manipulador que conoció de niña. Se había
emparejado en sus últimos años con una mujer más joven, de origen ruso, madre
de un niño sin padre, al que Francisco adoptó.
Su madre había rehecho su
vida con otro hombre, Jaime, pero duró poco. Jaime era un hombre mayor,
encantador, amable, cariñoso, pero padeció Alzheimer en el último periodo de su
vida y Carmen por entonces no sabía qué hacer. Se encasquillaba, atrapada en su
dolor y, buscando apoyo y consuelo en Cristina. A veces no la dejaba respirar…
La física cuántica asegura que
existen múltiples mundos posibles, infinitas vidas paralelas. Veo las de
Cristina sobre una mesa de luz. Son decenas, cientos, millares… Su aspecto
físico me resulta familiar. Me recuerda a un rollo fílmico o a esos carretes
fotográficos que se revelaban en el siglo pasado. Imágenes en color, imágenes
fijas y en movimiento.
En algunas,
Cristina se suicida, agotada, cansada del dolor y la angustia. En la mayoría,
consigue el equilibrio y la serenidad. En unas, se queda en Barcelona. En
otras, vive en el campo. En algunas, se dedica profesionalmente a la
psicología.
Elijo una
de ellas; la separo del resto. Contemplo todas las imágenes de esta vida, una
tras otra. Os las voy a contar…
Recuerda que, por entonces, una
mañana de primavera, mientras estaba limpiando la casa, encontró, en una de las esquinas del salón, una mariquita,
boca arriba. No podía moverse. La recogió con mucho cuidado, la colocó en el
alfeizar de la ventana y esperó. Enseguida, levantó las alas y empezó a volar…
No dejó el trabajo –lo
necesitaba para pagar la hipoteca de la casa que había comprado en el barrio de
Guinardó-, pero comenzó a estudiar la carrera de psicología. A los dos años, se
quedó embarazada; el padre, según afirmó, era un estudiante americano con el
que había perdido el contacto.
Hay otra versión que no podré
confirmar; lo que contemplo es confuso. Existe una persona que afirma, sin
aportar pruebas, que Cristina se acostó conmigo, un par de meses antes de que
yo muriera, en una suave noche de primavera, y que, cuando Cristina supo de mi
muerte, aunque no tenía dudas de que yo era el padre de la niña que esperaba,
no quiso que nadie lo supiera e inventó lo del estudiante americano.
Lo único seguro es que esta vez
no abortó. La tuvo. Cuando había perdido la esperanza, iba a ser madre. Se
atrevió a pesar de los miedos que tenía. Los superó. Fue una niña que nació a
principios del 2020; la llamó Mar.
Carmen
perdió a Jaime. Cristina no lo esperaba, pero, para su sorpresa, en ese momento
tan decisivo, su madre la apoyó incondicionalmente. Esta fue la manera que
encontró para superar la profunda depresión en la que cayó por la muerte de su segundo
marido. Mar fue su nieta preferida, a la que cuidó y mimó, mucho más de lo que
lo hizo con su hija.
Carmen vendió el piso de
Barcelona, se retiró a Altafulla, un pueblo de la costa tarraconense, al que
hasta ese momento de su vida sólo había ido en verano, y allí compró un
apartamento. Cristina vendió su piso del barrio de Guinardó y vivió junto al
mar con su madre y su hija. Eso le permitió terminar la carrera de psicología.
Una amiga le propuso montar una consulta con el dinero ahorrado. Un nuevo gesto
de valor. Dio el paso.
Hubo algún
otro hombre en su vida, pero no duraron mucho. Tampoco le importó demasiado.
Había encontrado sus prioridades: una hija y un nuevo trabajo. Y sus sobrinos.
Lloró mi muerte, cuando se
enteró. La leyó en el periódico, una mañana de domingo. “Las noticias importantes, las que han marcado un antes y un después,
en mi vida, siempre me han llegado los domingos”, pensó en una ocasión, en
la orilla del mar, muchos años después. Se llevaba bien conmigo, aunque me hubiera
visto pocas veces desde nuestra ruptura. La vida continuó para ella, para su
hija, para mi hija…
Crisis del sistema en 2039. La
famosa crisis del 39, el 11A, el once de abril.
Fin de las energías como el petróleo o el carbón. Las alternativas son
insuficientes. Primero, en el sur, revueltas, hambrunas. Miles de personas
mueren. La mitad de la población mundial. Recortes. Se buscan estructuras
alternativas. El Norte se protege. Muros.
En el periodo de transición,
durante los años cuarenta, cincuenta, hubo quien defendió métodos de
eliminación parecidos a los de los nazis. Oficialmente, los gobiernos lo
negaban; algunos medios independientes aseguraban que se utilizaban cámaras de
gas experimentales en las zonas fronterizas con los inmigrantes; sobre todo, en
las islas. No se descubrieron pruebas suficientes y si hubo tales cámaras, los
expertos afirman que no llegaron a utilizarse de manera sistemática… Aunque tal
vez los expertos mintieran…
Cristina recuerda que se
encontraba en Polonia. Contempló en Katowice a la gente, golpeándose, ajena,
insensible al sufrimiento del semejante; y todo el sistema desmoronándose…
Creció la idea del nosotros frente al ellos. Ellos no merecían vivir. El nosotros se redujo, fue menguando. En
los países excomunistas muchos volvieron a vivir como
en los viejos tiempos, antes de la Perestroika. El sistema capitalista
también había fracasado. Ironía histórica.
A finales
de la década de los cincuenta, con la mitad de la población mundial eliminada –esa es la palabra que los economistas usaron por entonces-,
se descubrió una nueva forma de energía tras muchos experimentos
frustrados: la implosión de litio mecánico con plasma y el hidrógeno metálico
sólido. Según se dijo, de manera casual. Esa fue la versión oficial; otros
creen que ya se sabía de su existencia mucho antes, pero que se esperó hasta ese
momento para darlo a conocer. Con las nuevas posibilidades que la física
cuántica abría, sobre todo, en la manipulación de los llamados agujeros de
gusano, esta energía nos permitiría viajes interespaciales a sistemas solares
parecidos al nuestro, a la estrella Trappist-1 o a Sigma 4, reubatizadas como
Olimpia y Edén, o, incluso, viajes en el tiempo que evitarían la extinción de
la especie humana.
Mar se había dedicado a la
filología –dominaba más de ocho idiomas, incluido el latín o el griego
antiguo-, pero durante su etapa de aprendizaje no había despreciado el estudio
de los nuevos descubrimientos científicos. Entró con esta preparación, sin
mucha dificultad, en una empresa que investigaba el desarrollo e implementación
de esas nuevas energías, patrocinada por el empresario más sobresaliente de una
importante petrolera. Llegó a ser una de las mayores fortunas del mundo, pero,
una mañana, sufrió una profunda crisis personal tras el suicidio de su hija.
Arrepentido y sintiéndose responsable por el daño que había causado a millones
de seres humanos, abandonó su puesto privilegiado de la noche a la mañana y
puso casi todo su dinero para la consecución de un único objetivo: salvar a la
humanidad. Él lo llamaba su expiación.
Allí, Mar se enamoró de Anna, una
joven francesa, compañera de su grupo de trabajo. Mar tenía treinta y cinco
años por entonces. Anna, diez años menos. En seis meses vivirían juntas.
Cristina vivió estos cambios tan
trascendentales con tranquilidad. Como si esta nueva Cristina aceptara lo que
le llegara a ella o al mundo con más madurez. A los sesenta y cinco años,
Cristina conoció a un hombre con el que compartió la última parte de su vida. Se
llamaba Jaime. Uno de esos nombres que imperceptiblemente marcaban su destino.
A esas alturas, sus padres habían muerto. Sus tres
hermanos vivían en el mismo barrio con sus parejas. Los sobrinos habían
elegido el campo. El Jordi, su sobrino preferido, residía en un pueblo de
Girona, Monells. Cristina se enamoró de ese lugar. Siempre le había gustado. Se
jubiló, alquiló a una pareja el piso de Altafulla y Jaime y ella se fueron a
vivir allí.
Fueron años felices, aunque el
mundo se viniera abajo. Vivían con poco. Estaba bien, a gusto. Un huerto, un
sitio donde pasear. Si querían ver alguna película o una obra de teatro, cogían
el coche y en una hora estaban en Barcelona. Duró muy poco tiempo. Jaime murió
en el 2052 de un ataque al corazón.
Su hija Mar, lejos, en una base
espacial, al borde del Mar Negro, concebía en esa época unas esperanzas que en
poco tiempo se harían realidad; participaría y colaboraría en la preparación
del primer viaje interplanetario. La humanidad debía elegir si quería
sobrevivir o desaparecer. Cristina no lo vería. Tampoco le importó.
No llegó a conocer a su nieto,
nacido por inseminación artificial en el planeta Sigma 4, casi una década
después, a finales de los años sesenta, al que su hija y Anne llamaron Santiago.
Hay nombres que se repiten a lo largo de una vida, aunque aparezcan en los
lugares más insospechados.
Cristina aceptó, una mañana de
domingo, que su vida se terminaba. Unos días antes acababa de estallar una
guerra en Cataluña, que por entonces, como el País Vasco, era ya un país
independiente. Se mezclaban en ese conflicto el enfrentamiento con unos
vecinos, Francia y España, en plena descomposición y un levantamiento social de los inmigrantes
y las clases menos favorecidas, como también sucedía en otros países del sur de
Europa. Habían buscado un trozo de tierra donde morir, obligados por un primer
mundo insensible, convertidos en los “nuevos judíos”, asesinados en campos de
concentración. Y ahora se rebelaban. Italia, España, Francia, Grecia se
desintegraban en guerras civiles, desde el 39, sin que nadie pudiera evitarlo.
Los países del Norte de Europa, aterrados, se protegían levantando muros más
altos.
Terminó ese domingo de escribir
un diario; deseaba que lo leyera su hija Mar. Consiguió que el Jordi, que tenía
el mando de una unidad rebelde, la llevara cerca del mar, a una zona más
segura, en Altafulla o Castelldefels. No puedo confirmar adonde fueron; no lo veo con claridad. Si al lugar en el que fue engendrada –entonces, tendríamos
que hablar de un círculo que se cierra- o al lugar donde disfrutó de muchos
veranos, cerca del apartamento comprado por su madre, en el que cuido y
protegió, con sus errores y aciertos, la infancia de Mar.
Serenidad de Cristina ante la
muerte. Se deja llevar. Esa mañana siente que su cuerpo no le responde. Imagina
que es un ictus cerebral, provocado por un medicamento que ha tomado unas horas
antes para acelerar el proceso. ¿Es un suicidio? Posiblemente lo fuera. No
tenemos testimonios que lo confirmen.
Intenta recordar cómo ha sido su vida. Y está
bien. Se alegra de haber vivido, de haber tenido varias vidas, de haberlas
sufrido y celebrado.
Tararea la
canción de Nina Simone. I got life.
Cierra los ojos. Se duerme. Y muere plácidamente, apoyada en el murete de un
antiguo paseo marítimo, mirando al mar, un día de otoño del 2058. Su sobrino la
enterró a unos metros, en tierra blanda, debajo de un árbol. Cuando Jordi
volvió unos meses después, habían crecido de manera natural, salvaje,
espontáneamente, un ramillete de clavelinas, su flor preferida…
Dejo esta
vida de Cristina sobre una mesa de luz, mezclada con las otras: decenas,
cientos, miles, infinitas… Apago el
proyector. Sus vidas, posibles, hipotéticas se quedan allí, esperando la luz, en la oscuridad.
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