viernes, 6 de abril de 2018

UNA VIDA SILENCIOSA

CRÍSPULA SOLERA PÉREZ
Tarancón, 1906-Madrid 1972

            Hija primogénita de Alejandro y Fernanda. Nació en un entorno pobre: una familia de jornaleros. Sólo cuando cumplió los diez años, su padre consiguió el trabajo de peón caminero, que le proporcionaba un sueldo más cuantioso. Antes de que le trasladaran a la zona de Huelves a donde llevaría a todos los suyos, la madre consiguió para Críspula un trabajo como sirvienta con la Condesa de Riánsares. Necesitaban a una chica en el palacete; sustituiría a otra que se iba a casar ese mismo año. Estamos en 1920. Críspula tenía catorce años.

La Condesa, que fue la sexta del tronco familiar, nació en 1911. Sería una niña de ocho o nueve años, cuando Críspula la conoció. Críspula trabajaría primero, para su madre y luego, para la hija, cuyo nombre completo era Patricia Bertrán de Lis y Pidal. Un título, herencia de un famoso braguetazo del duque de Riánsares con la reina Isabel II, adquirido por unos banqueros de larga tradición liberal. Poco más hay de ella que una necrológica en el ABC del 26 de diciembre de 2006 en la que se destaca su espíritu abierto, su sencillez, bondad y cultura. Una mujer dedicada a sus hijos y con lazos familiares muy extensos, entre los que destacan nobles de alcurnia y científicos españoles como Gregorio Marañón. Y un retrato de los años treinta –tendría unos veinte años- con labios sensuales, nariz elegante y fina y unos ojos negros. Rizos en el pelo y un gorrito, ligeramente ladeado.

Quedan fotografías antiguas de esta casa palacete de Tarancón. Dos pisos con balcones enrejados. Un patio interior con columnas toscanas, azulejos, vidrieras, una fuente rematada por lo que parece un pelícano. Fue abandonado y derribado como tantos otros edificios de esta población manchega. ¿Qué habrá sido de todo eso? ¿Dónde acabó? ¿En un vertedero?

La condesa de Retamoso -otro de sus innumerables títulos- se quedaba poco en Tarancón. Debía parecerle una vida muy aburrida la de este pueblo meseteño. Estaba más en Madrid y los veranos los pasaba en Santander. Juan Daguerre era el chofer; conducía un coche de caballos, primero y, después, con motor, y solía llevar a la condesa de Madrid a Tarancón. La Condesa le llamaba Juanito. La familiaridad que se tiene hacia el que se considera de una clase inferior. Sería entonces, cuando Juan y Críspula se vieron por primera vez. Imagino que con el tiempo la condesa se llevaría a Críspula con ella a Madrid y, en verano, al Norte.

Finales de los años veinte. Críspula y Juan ya eran novios; habían ido con sus señores a Santander. En la playa del Sardinero, Críspula se encontraba con otra doncella, cuando vieron a Juanito y a una chica del pueblo, cogidos del brazo. Se reconocieron -él bajó la mirada o la volvió a otro lado-, pero no se dijeron nada en ese momento.

-¿No es ese tu novio? –dijo la compañera.

-Sí -dijo Críspula.

-¿Y no vas a decirle nada?

-Yo no tengo nada que decirle –replicó, orgullosa.

Unas horas después, Juan quiso justificarse ante ella.

-Te habrán dicho que estoy con otra chica. No les hagas caso, porque con la que me voy a casar, va a ser contigo.

Y así fue.

¿Cuándo llegó Críspula a Madrid? En 1924 ya no está empadronada en Tarancón junto a sus padres y hermanos. Por tanto, entre los dieciséis y los dieciocho años debió trasladarse al barrio céntrico, donde la condesa tendría su residencia en Madrid, probablemente en el de Serrano. En 1930 ya se ha casado con Juan y viven en la calle Velázquez.

Sus hijas, María y Valentina, nacieron en el 32 y 34. Juan trabajaba de conductor. Al principio, seguiría con la señora. Después, es posible que se encargara de trasladar los materiales o los productos de los negocios que tendrían sus hermanos a unos metros, en la calle Velázquez, en el número 20. O a Barcelona, a la que, según parece, iba a menudo por el mismo motivo.

A principios de julio del 36 Críspula y sus hijas se marchan a Torrelavega. Allí vivía gran parte de la familia de Juan: uno de sus hermanos, dos de sus hermanas y sus padres. Juan se quedaría a trabajar todo ese caluroso mes de julio como chofer u obrero conductor –esa es la profesión que aparece en el padrón de ese año- y en agosto tenía la intención de buscar un hueco y pasar un par de semanas con ellas. No pudo ser.

El dieciocho de julio del 36 hubo un golpe de estado; era el comienzo de una guerra civil. Críspula había quedado aislada del resto de la zona republicana, del lugar donde tenían su casa, en Madrid y de sus familiares, en Tarancón. Había que tomar una decisión.

Críspula quería marcharse; sus suegros le aconsejaron que no lo hiciera. Ella no les escuchó; era testaruda. Cuando tomaba una determinación, nadie podía hacerla cambiar de opinión. No estaba dispuesta a quedarse de brazos cruzados. Antes de que los frentes se consolidaran, Críspula se puso a caminar con sus dos hijas. Iba con una maleta y un cesto, un capazo, en los que llevaba ropa y comida a la espalda, mientras protegía a la más pequeña, que apenas tenía un año y medio, apretándola con fuerza a su pecho, y cogía de la mano a María. Su destino sólo podía ser uno: Tarancón, la casa de sus padres. Eso me dijo Loly, sobrina de Críspula. Aunque Valentina, su hija, me aseguraba, que no fueron allí, sino a Barcelona, donde un familiar de Miguel, el marido de Riánsares, los podría acoger. ¿Es una confusión? ¿Quién estaba equivocada? Los recuerdos que ambas describieron son tan creíbles que cualquiera de las dos versiones es posible. Ya no hay testimonios directos. Quienes lo vivieron están muertos. Y Valentina era muy pequeña.

Doy más verosimilitud a que fuera Tarancón el final de ese viaje. Es un camino que ella podía reconocer. Cuando era pequeña e, incluso, más tarde, cuando visitaba a la familia, su padre le enseñaba planos de carreteras. Sentía curiosidad por todos esos datos que a otros aburrían y, casi sin proponérselo, memorizo muchos de ellos. Sabía dónde podía encontrar refugios o casillas. Encontró una utilidad inesperada a lo que en principio sólo era un juego infantil.

No sé cuánto tiempo tardó en recorrer los casi quinientos kilómetros que hay entre la costa y el pueblo que la vio nacer. Tengo en cuenta que no iba sola; llevaba en sus brazos a una niña recién nacida, Valentina. Y de la mano, a otra de cuatro, María. Y un cesto y una maleta con enseres. Una mujer y dos niñas atravesando media España, mientras los cadáveres empezaban a llenar las cunetas de todo el país.

Se escondían de día. Buscaban corrales, refugios abandonados. Evitaban el contacto con soldados o grupos aislados, ocultándose en las montañas. En las primeras semanas los controles de los dos bandos no serían tan exhaustivos, como ocurriría más tarde. Caminaban por la noche. Lo harían con alguna linterna o aprovechando la luz de la luna. Por sendas o carreteras secundarias. Se esconderían, si veían que venía algún vehículo.

Evitó Madrid, donde – seguramente, y con razón- pensó que la presencia militar sería más intensa y buscó zonas menos pobladas, por la provincia de Soria o Guadalajara. Es posible que en algunos tramos recibieran la ayuda de algún buen samaritano o atenciones de las mujeres de los pueblos por los que pasaban y que se compadecían del estado en el que los encontraban. Aunque no creo que ocurriera muy a menudo, si es que sucedió. Cualquiera podría denunciarla y todo su esfuerzo se iría al garete.

¿Qué comerían? Si se llevó alimentos con ella, se acabarían en unos días; tal vez podrían aguantar un par de semanas con fruta, huevos, queso. ¿Cogería frutos del campo, entraría en algún hayedo, olivar o castañar y recogería de noche, sin que nadie la viera, aceitunas, castañas o hayucos? ¿Atravesaría viñedos y se llevaría con ella uvas con las que alimentarse? ¿Buscaría vacas que estuvieran pastando al aire libre y las ordeñaría cuando necesitaba leche para sus hijas? Aunque es una posibilidad, no creo que robara; por la educación que había recibido eso sería un pecado o algo indigno o despreciable. Su orgullo no le hubiera permitido vivir con ese peso en la conciencia. Honradez e integridad, incluso en esas circunstancias. Inflexible y dura como el pedernal. No me la imagino de otra manera.

Las noches en agosto o septiembre aún no son tan frías ni lluviosas como en otoño, pero los tramos por los que caminaron no serían fáciles. Y si algún día llovió, por la noche encontrarían fango y barro. Cuando amanecía, buscaría un sitio donde refugiarse y esconderse. Y allí pasaría el día, tensa, protegiendo el sueño de sus hijas, rezando para que no las atraparan o mataran. Era una mujer fuerte, decidida, valiente. Se crecía ante la adversidad. No se rindió.

Pongamos que tardaron un mes o más en llegar a Tarancón. A mediados de septiembre.

Críspula llegaría por la carretera, tal vez, al amanecer. Desde hacía unas horas, todo le resultaba conocido: los campos, el cielo, las casillas. Lo primero que encontraría antes de entrar en el pueblo, sería el edificio donde trabajaba su padre. Un vecino la reconoció. Se asustó al verlas.

-¿Está mi padre? –preguntó Críspula.

-No, está en la carretera, cerca de Mela. ¿De dónde vienes, muchacha? –exclamaría el vecino.

Lo que veía era una mujer y dos niñas en un estado lamentable. Estaban famélicas, agotadas, llenas de piojos.

-Te acompaño a la casa. Tu madre tiene que estar allí.

Su madre, Fernanda, la abrazó, nada más verla. No sabía nada, ni de ella ni de las niñas. Alguien le había dicho que ya no estaban en el norte. Se había imaginado lo peor. Críspula se agarraba a la maleta, al cesto, a la ropa como si fuera lo más preciado del mundo. Nadie le iba a arrebatar sus pertenencias más queridas: lo que le había costado salvar con tanto sufrimiento, hambre y dolor. Fernanda hizo que entrara en razón y lo quemaron todo: la maleta, el cesto, la ropa.

Nunca más quiso hablar de ello. Críspula era una mujer, que acababa de cumplir treinta años y que había atravesado media España para salvarse a sí misma y a sus hijas. Hubo muchos actos durante esa guerra: heroicos y viles, generosos y egoístas, brutales y valientes. Críspula protagonizó uno de esos actos, que sólo son posibles, cuando está en juego tu vida y la de los tuyos.

Madrid, en unos meses, sería frente de guerra. ¿Volvieron a su casa de la calle Velázquez? Es posible. Sufrirían los bombardeos. Hay una estación de metro cercana. Imagino que se refugiarían allí. Durante la guerra sé que Juan se alistó o tal vez no tuvo más remedio que participar como miliciano. Quizá en los peores momentos prefirieron que las niñas y Críspula estuvieran en Tarancón, mientras Juan, quizá de conductor, colaboraba con el ejército republicano y se quedaba en la capital.

Lo único seguro es que con el final de la guerra los veo viviendo a los cuatro allí; primero, con Regina y luego, con Pepe. Juan trabaja de conductor para una tienda de la calle Velázquez, 20. Con toda seguridad y teniendo en cuenta que había una lechería, propiedad de su hermano, mientras vivía, y de su cuñada, a su muerte, se ocuparía del transporte de productos lácteos.

No tengo ni una sola fotografía de Críspula de esa época. Ninguna. La primera que tengo es en el patio de Padre Oltra, a los meses del nacimiento de María, su sobrina, mi madre y, más tarde, en la boda de Rosa, su hermana menor. Y eso me impide imaginar cómo sería de joven.

Valentina recordaba de manera borrosa una foto de estudio que tiene en algún lugar, entre sus objetos desperdigados, y que hace años que no ha vuelto a ver: la de la boda de sus padres. Críspula entonces no tendría más de veinte años. Ningún detalle de los rostros le viene a la cabeza; sólo un sombrero extraño que llevó su padre ese día y que le hacía gracia, cuando lo contemplaba.

Unos meses después de que escribiera estas últimas líneas, Loly me mostró una fotografía de estudio. Y me dijo:

-Esta es Críspula, de joven.



Por fin, tenía delante una fotografía de Críspula. No habría cumplido ni los dieciocho en esa foto. Me emocionó. Era guapísima. Nadie podía imaginar, ni siquiera ella, qué aspecto tendría veinte años después; uno, muy diferente. La veo, a excepción de esta fotografía, por tanto, cuando ya tiene más de cuarenta años. Y parece una anciana. Había envejecido prematuramente. No sé por qué no aparece antes. ¿Perdió esas fotos en la odisea que vivió durante la guerra? ¿Las rompió? ¿Se negaba a salir en ellas?

En los años cuarenta recibió en su casa a Regina. La protegió. Nadie sabía si irían a por ella ya que la habían tenido unas horas en un centro de detención, en Tarancón. Se temió lo peor y se marchó a Madrid. Críspula le buscó un trabajo en la calle Velázquez.

Críspula conoció a José Sinde, casi al mismo tiempo que Regina. Vivió, desde el principio, la historia de amor de su hermano y Pepe. Regina le pidió permiso –Críspula era la hermana mayor y, en ausencia de sus padres, sus hermanas Regina, Riansares, Dolores y Rosa confiaban en ella- y Críspula se lo concedió.

Cuando Pepe fue encarcelado, apoyó a Regina. Incluso, cuando la familia de Pepe se negó a acogerlo, años después, al salir de la cárcel, muy enfermo. Críspula no lo dudó. Pepe era un hombre honrado y valiente; no merecía acabar en la calle. Le facilitó una habitación –en la que estaban sus hijas hasta entonces-, mientras Regina dormía como interna en la casa donde trabajaba, la de un fiscal del Tribunal Supremo.

Juan y Críspula hicieron todo lo posible para que Pepe estuviera con Regina, pero no vivió, tras salir de la cárcel, más de año y medio. Lo llevaron al hospital, cuando ya no había esperanzas, para que sus hijas no lo vieran morir; estuvieron con él hasta que perdió el conocimiento. Lo lloraron y lo enterraron.

A finales de los sesenta, Regina buscó consejo, como siempre, en Críspula. Se había casado, años antes, con Ángel, un hombre que la abandonó, en cuanto supo que no podría darle hijos. Ya no vivían juntos.

Unos meses después de la separación formal –no existía el divorcio; no sería legal hasta los años ochenta-, le confesó a su hermana que le gustaba un hombre, José Luis. Le parecía atractivo, pero no le agradaba demasiado la idea de ser su amante o un lío pasajero. Él tenía mujer, pero estaba en el hospital, muy enferma: cáncer de pecho. Le daban unos meses de vida. Parecía que José Luis buscaba un hombro donde llorar. Regina se sentía halagada, pero no sabía a qué atenerse y empezaba a agobiarle su insistencia.

Críspula la escuchó. Y al día siguiente bajó a la calle, se dirigió a la estación de metro donde trabajaba José Luis, como taquillero, y habló con él. Fue una conversación en la que Críspula le dejó las cosas claras. Debió decirle algo parecido a esto.

-Mientras estés casado, ¡deja en paz a mi hermana! Si no, atente a las consecuencias.

O así me lo imagino. Críspula era de armas tomar. “Evitaremos el escándalo”, pensó José Luis. A partir de ese día no volvió a molestar a Regina. Cuando murió su esposa, esta vez sí, Regina aceptó salir con José Luis, cuando se lo volvió a proponer.

En los años cincuenta y sesenta, encuentro más a menudo a Críspula en las fotografías conservadas. Siempre viste de negro. Muy sencilla y sobria. Con el pelo recogido por delante, en lo que sería una permanente. Una boca fina y una nariz bastante pronunciada. Valentina, su hija, me contó cómo era ella. Lo dirigía todo, organizaba la casa en cada uno de sus detalles. Nada escapaba a su control.

De carácter serio y responsable. Y muy discreta. Dura y exigente consigo misma y con los demás. Trabajadora hasta la extenuación. Seca, cortante, si se lo proponía. De pocas palabras. Creo que asumió desde el principio la responsabilidad y la carga que suponía ser la primogénita: proteger a su familia y a sus hermanas.

Cuando su papel de madre quedó en segundo plano, la veo más relajada en las fotos, como si pudiera confiarse y permitiera que una cámara mostrara un rostro más amable, menos tenso. Tampoco descarto que, en el fondo, fuera simplemente una mujer tímida. Timidez que nunca superó y que protegía tras una coraza de fortaleza y hosquedad ante la gran mayoría de los que la conocían. Para sus hermanas, sus hijas y su marido, era, en cambio, una mujer más sensible y tierna de lo que aparentaba.


            Fuera como fuera, no puedo más que admirarla. Asistió a mi bautizo, en septiembre del 72. Fue su último acto familiar, porque esta vida silenciosa, esta mujer a la que no conocí, murió en diciembre de ese mismo año, cuatro meses después de mi nacimiento. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario