CRÍSPULA SOLERA PÉREZ
Tarancón, 1906-Madrid 1972
Hija
primogénita de Alejandro y Fernanda. Nació en un entorno pobre: una familia de
jornaleros. Sólo cuando cumplió los diez años, su padre consiguió el trabajo de
peón caminero, que le proporcionaba un sueldo más cuantioso. Antes de que le
trasladaran a la zona de Huelves a donde llevaría a todos los suyos, la madre
consiguió para Críspula un trabajo como sirvienta con la Condesa de Riánsares.
Necesitaban a una chica en el palacete; sustituiría a otra que se iba a casar
ese mismo año. Estamos en 1920. Críspula tenía catorce años.
La Condesa, que fue la sexta del
tronco familiar, nació en 1911. Sería una niña de ocho o nueve años, cuando
Críspula la conoció. Críspula trabajaría primero, para su madre y luego, para
la hija, cuyo nombre completo era Patricia Bertrán de Lis y Pidal. Un título,
herencia de un famoso braguetazo del duque de Riánsares con la reina Isabel II,
adquirido por unos banqueros de larga tradición liberal. Poco más hay de ella
que una necrológica en el ABC del 26 de diciembre de 2006 en la que se destaca
su espíritu abierto, su sencillez, bondad y cultura. Una mujer dedicada a sus
hijos y con lazos familiares muy extensos, entre los que destacan nobles de
alcurnia y científicos españoles como Gregorio Marañón. Y un retrato de los
años treinta –tendría unos veinte años- con labios sensuales, nariz elegante y
fina y unos ojos negros. Rizos en el pelo y un gorrito, ligeramente ladeado.
Quedan fotografías antiguas de
esta casa palacete de Tarancón. Dos pisos con balcones enrejados. Un patio
interior con columnas toscanas, azulejos, vidrieras, una fuente rematada por lo
que parece un pelícano. Fue abandonado y derribado como tantos otros edificios
de esta población manchega. ¿Qué habrá sido de todo eso? ¿Dónde acabó? ¿En un
vertedero?
La condesa de Retamoso -otro de sus innumerables títulos- se quedaba
poco en Tarancón. Debía parecerle una vida muy aburrida la de este pueblo
meseteño. Estaba más en Madrid y los veranos los pasaba en Santander. Juan
Daguerre era el chofer; conducía un coche de caballos, primero y, después, con
motor, y solía llevar a la condesa de Madrid a Tarancón. La Condesa le llamaba
Juanito. La familiaridad que se tiene hacia el que se considera de una clase
inferior. Sería entonces, cuando Juan y Críspula se vieron por primera vez.
Imagino que con el tiempo la condesa se llevaría a Críspula con ella a Madrid
y, en verano, al Norte.
Finales de los años veinte.
Críspula y Juan ya eran novios; habían ido con sus señores a Santander. En la playa
del Sardinero, Críspula se encontraba con otra doncella, cuando vieron a
Juanito y a una chica del pueblo, cogidos del brazo. Se reconocieron -él bajó
la mirada o la volvió a otro lado-, pero no se dijeron nada en ese momento.
-¿No es ese tu novio? –dijo la
compañera.
-Sí -dijo Críspula.
-¿Y no vas a decirle nada?
-Yo no tengo nada que decirle
–replicó, orgullosa.
Unas horas después, Juan quiso
justificarse ante ella.
-Te habrán dicho que estoy con
otra chica. No les hagas caso, porque con la que me voy a casar, va a ser
contigo.
Y así fue.
¿Cuándo llegó
Críspula a Madrid? En 1924 ya no está empadronada en Tarancón junto a sus
padres y hermanos. Por tanto, entre los dieciséis y los dieciocho años debió
trasladarse al barrio céntrico, donde la condesa tendría su residencia en
Madrid, probablemente en el de Serrano. En 1930 ya se ha casado con Juan y
viven en la calle Velázquez.
Sus hijas,
María y Valentina, nacieron en el 32 y 34. Juan trabajaba de conductor. Al
principio, seguiría con la señora. Después, es posible que se encargara de
trasladar los materiales o los productos de los negocios que tendrían sus
hermanos a unos metros, en la calle Velázquez, en el número 20. O a Barcelona,
a la que, según parece, iba a menudo por el mismo motivo.
A principios
de julio del 36 Críspula y sus hijas se marchan a Torrelavega. Allí vivía gran
parte de la familia de Juan: uno de sus hermanos, dos de sus hermanas y sus
padres. Juan se quedaría a trabajar todo ese caluroso mes de julio como chofer
u obrero conductor –esa es la profesión que aparece en el padrón de ese año- y
en agosto tenía la intención de buscar un hueco y pasar un par de semanas con
ellas. No pudo ser.
El dieciocho
de julio del 36 hubo un golpe de estado; era el comienzo de una guerra civil.
Críspula había quedado aislada del resto de la zona republicana, del lugar donde
tenían su casa, en Madrid y de sus familiares, en Tarancón. Había que tomar una
decisión.
Críspula
quería marcharse; sus suegros le aconsejaron que no lo hiciera. Ella no les
escuchó; era testaruda. Cuando tomaba una determinación, nadie podía hacerla
cambiar de opinión. No estaba dispuesta a quedarse de brazos cruzados. Antes de
que los frentes se consolidaran, Críspula se puso a caminar con sus dos hijas.
Iba con una maleta y un cesto, un capazo, en los que llevaba ropa y comida a la
espalda, mientras protegía a la más pequeña, que apenas tenía un año y medio, apretándola
con fuerza a su pecho, y cogía de la mano a María. Su destino sólo podía ser
uno: Tarancón, la casa de sus padres. Eso me dijo Loly, sobrina de Críspula.
Aunque Valentina, su hija, me aseguraba, que no fueron allí, sino a Barcelona,
donde un familiar de Miguel, el marido de Riánsares, los podría acoger. ¿Es una
confusión? ¿Quién estaba equivocada? Los recuerdos que ambas describieron son
tan creíbles que cualquiera de las dos versiones es posible. Ya no hay
testimonios directos. Quienes lo vivieron están muertos. Y Valentina era muy
pequeña.
Doy más
verosimilitud a que fuera Tarancón el final de ese viaje. Es un camino que ella
podía reconocer. Cuando era pequeña e, incluso, más tarde, cuando visitaba a la
familia, su padre le enseñaba planos de carreteras. Sentía curiosidad por todos
esos datos que a otros aburrían y, casi sin proponérselo, memorizo muchos de
ellos. Sabía dónde podía encontrar refugios o casillas. Encontró una utilidad
inesperada a lo que en principio sólo era un juego infantil.
No sé cuánto
tiempo tardó en recorrer los casi quinientos kilómetros que hay entre la costa
y el pueblo que la vio nacer. Tengo en cuenta que no iba sola; llevaba en sus
brazos a una niña recién nacida, Valentina. Y de la mano, a otra de cuatro,
María. Y un cesto y una maleta con enseres. Una mujer y dos niñas atravesando
media España, mientras los cadáveres empezaban a llenar las cunetas de todo el
país.
Se escondían
de día. Buscaban corrales, refugios abandonados. Evitaban el contacto con
soldados o grupos aislados, ocultándose en las montañas. En las primeras
semanas los controles de los dos bandos no serían tan exhaustivos, como
ocurriría más tarde. Caminaban por la noche. Lo harían con alguna linterna o
aprovechando la luz de la luna. Por sendas o carreteras secundarias. Se
esconderían, si veían que venía algún vehículo.
Evitó Madrid,
donde – seguramente, y con razón- pensó que la presencia militar sería más
intensa y buscó zonas menos pobladas, por la provincia de Soria o Guadalajara.
Es posible que en algunos tramos recibieran la ayuda de algún buen samaritano o
atenciones de las mujeres de los pueblos por los que pasaban y que se
compadecían del estado en el que los encontraban. Aunque no creo que ocurriera
muy a menudo, si es que sucedió. Cualquiera podría denunciarla y todo su
esfuerzo se iría al garete.
¿Qué comerían?
Si se llevó alimentos con ella, se acabarían en unos días; tal vez podrían
aguantar un par de semanas con fruta, huevos, queso. ¿Cogería frutos del campo,
entraría en algún hayedo, olivar o castañar y recogería de noche, sin que nadie
la viera, aceitunas, castañas o hayucos? ¿Atravesaría viñedos y se llevaría con
ella uvas con las que alimentarse? ¿Buscaría vacas que estuvieran pastando al
aire libre y las ordeñaría cuando necesitaba leche para sus hijas? Aunque es
una posibilidad, no creo que robara; por la educación que había recibido eso
sería un pecado o algo indigno o despreciable. Su orgullo no le hubiera
permitido vivir con ese peso en la conciencia. Honradez e integridad, incluso
en esas circunstancias. Inflexible y dura como el pedernal. No me la imagino de
otra manera.
Las noches en
agosto o septiembre aún no son tan frías ni lluviosas como en otoño, pero los
tramos por los que caminaron no serían fáciles. Y si algún día llovió, por la
noche encontrarían fango y barro. Cuando amanecía, buscaría un sitio donde
refugiarse y esconderse. Y allí pasaría el día, tensa, protegiendo el sueño de
sus hijas, rezando para que no las atraparan o mataran. Era una mujer fuerte,
decidida, valiente. Se crecía ante la adversidad. No se rindió.
Pongamos que
tardaron un mes o más en llegar a Tarancón. A mediados de septiembre.
Críspula
llegaría por la carretera, tal vez, al amanecer. Desde hacía unas horas, todo
le resultaba conocido: los campos, el cielo, las casillas. Lo primero que
encontraría antes de entrar en el pueblo, sería el edificio donde trabajaba su
padre. Un vecino la reconoció. Se asustó al verlas.
-¿Está mi
padre? –preguntó Críspula.
-No, está en
la carretera, cerca de Mela. ¿De dónde vienes, muchacha? –exclamaría el vecino.
Lo que veía
era una mujer y dos niñas en un estado lamentable. Estaban famélicas, agotadas,
llenas de piojos.
-Te acompaño a
la casa. Tu madre tiene que estar allí.
Su madre,
Fernanda, la abrazó, nada más verla. No sabía nada, ni de ella ni de las niñas.
Alguien le había dicho que ya no estaban en el norte. Se había imaginado lo
peor. Críspula se agarraba a la maleta, al cesto, a la ropa como si fuera lo
más preciado del mundo. Nadie le iba a arrebatar sus pertenencias más queridas:
lo que le había costado salvar con tanto sufrimiento, hambre y dolor. Fernanda
hizo que entrara en razón y lo quemaron todo: la maleta, el cesto, la ropa.
Nunca más
quiso hablar de ello. Críspula era una mujer, que acababa de cumplir treinta
años y que había atravesado media España para salvarse a sí misma y a sus
hijas. Hubo muchos actos durante esa guerra: heroicos y viles, generosos y
egoístas, brutales y valientes. Críspula protagonizó uno de esos actos, que
sólo son posibles, cuando está en juego tu vida y la de los tuyos.
Madrid, en
unos meses, sería frente de guerra. ¿Volvieron a su casa de la calle Velázquez?
Es posible. Sufrirían los bombardeos. Hay una estación de metro cercana.
Imagino que se refugiarían allí. Durante la guerra sé que Juan se alistó o tal
vez no tuvo más remedio que participar como miliciano. Quizá en los peores
momentos prefirieron que las niñas y Críspula estuvieran en Tarancón, mientras
Juan, quizá de conductor, colaboraba con el ejército republicano y se quedaba
en la capital.
Lo único
seguro es que con el final de la guerra los veo viviendo a los cuatro allí;
primero, con Regina y luego, con Pepe. Juan trabaja de conductor para una
tienda de la calle Velázquez, 20. Con toda seguridad y teniendo en cuenta que
había una lechería, propiedad de su hermano,
mientras vivía, y de su cuñada, a su muerte, se ocuparía del transporte de
productos lácteos.
No tengo ni una
sola fotografía de Críspula de esa época. Ninguna. La primera que tengo es en
el patio de Padre Oltra, a los meses del nacimiento de María, su sobrina, mi
madre y, más tarde, en la boda de Rosa, su hermana menor. Y eso me impide
imaginar cómo sería de joven.
Valentina
recordaba de manera borrosa una foto de estudio que tiene en algún lugar, entre
sus objetos desperdigados, y que hace años que no ha vuelto a ver: la de la
boda de sus padres. Críspula entonces no tendría más de veinte años. Ningún
detalle de los rostros le viene a la cabeza; sólo un sombrero extraño que llevó
su padre ese día y que le hacía gracia, cuando lo contemplaba.
Unos meses
después de que escribiera estas últimas líneas, Loly me mostró una fotografía
de estudio. Y me dijo:
-Esta es
Críspula, de joven.
Por fin, tenía
delante una fotografía de Críspula. No habría cumplido ni los dieciocho en esa
foto. Me emocionó. Era guapísima. Nadie podía imaginar, ni siquiera ella, qué
aspecto tendría veinte años después; uno, muy diferente. La veo, a excepción de
esta fotografía, por tanto, cuando ya tiene más de cuarenta años. Y parece una
anciana. Había envejecido prematuramente. No sé por qué no aparece antes.
¿Perdió esas fotos en la odisea que vivió durante la guerra? ¿Las rompió? ¿Se
negaba a salir en ellas?
En los años
cuarenta recibió en su casa a Regina. La protegió. Nadie sabía si irían a por
ella ya que la habían tenido unas horas en un centro de detención, en Tarancón.
Se temió lo peor y se marchó a Madrid. Críspula le buscó un trabajo en la calle
Velázquez.
Críspula conoció
a José Sinde, casi al mismo tiempo que Regina. Vivió, desde el principio, la
historia de amor de su hermano y Pepe. Regina le pidió permiso –Críspula era la
hermana mayor y, en ausencia de sus padres, sus hermanas Regina, Riansares,
Dolores y Rosa confiaban en ella- y Críspula se lo concedió.
Cuando Pepe
fue encarcelado, apoyó a Regina. Incluso, cuando la familia de Pepe se negó a
acogerlo, años después, al salir de la cárcel, muy enfermo. Críspula no lo
dudó. Pepe era un hombre honrado y valiente; no merecía acabar en la calle. Le
facilitó una habitación –en la que estaban sus hijas hasta entonces-, mientras
Regina dormía como interna en la casa donde trabajaba, la de un fiscal del
Tribunal Supremo.
Juan y
Críspula hicieron todo lo posible para que Pepe estuviera con Regina, pero no
vivió, tras salir de la cárcel, más de año y medio. Lo llevaron al hospital,
cuando ya no había esperanzas, para que sus hijas no lo vieran morir;
estuvieron con él hasta que perdió el conocimiento. Lo lloraron y lo
enterraron.
A finales de los sesenta, Regina
buscó consejo, como siempre, en Críspula. Se había casado, años antes, con
Ángel, un hombre que la abandonó, en cuanto supo que no podría darle hijos. Ya
no vivían juntos.
Unos meses después de la
separación formal –no existía el divorcio; no sería legal hasta los años
ochenta-, le confesó a su hermana que le gustaba un hombre, José Luis. Le
parecía atractivo, pero no le agradaba demasiado la idea de ser su amante o un
lío pasajero. Él tenía mujer, pero estaba en el hospital, muy enferma: cáncer
de pecho. Le daban unos meses de vida. Parecía que José Luis buscaba un hombro
donde llorar. Regina se sentía halagada, pero no sabía a qué atenerse y
empezaba a agobiarle su insistencia.
Críspula la escuchó. Y al día
siguiente bajó a la calle, se dirigió a la estación de metro donde trabajaba
José Luis, como taquillero, y habló con él. Fue una conversación en la que
Críspula le dejó las cosas claras. Debió decirle algo parecido a esto.
-Mientras estés casado, ¡deja en
paz a mi hermana! Si no, atente a las consecuencias.
O así me lo imagino. Críspula era
de armas tomar. “Evitaremos el escándalo”,
pensó José Luis. A partir de ese día no volvió a molestar a Regina. Cuando
murió su esposa, esta vez sí, Regina aceptó salir con José Luis, cuando se lo
volvió a proponer.
En los años
cincuenta y sesenta, encuentro más a menudo a Críspula en las fotografías
conservadas. Siempre viste de negro. Muy sencilla y sobria. Con el pelo
recogido por delante, en lo que sería una permanente. Una boca fina y una nariz
bastante pronunciada. Valentina, su hija, me contó cómo era ella. Lo dirigía
todo, organizaba la casa en cada uno de sus detalles. Nada escapaba a su
control.
De carácter
serio y responsable. Y muy discreta. Dura y exigente consigo misma y con los
demás. Trabajadora hasta la extenuación. Seca, cortante, si se lo proponía. De
pocas palabras. Creo que asumió desde el principio la responsabilidad y la
carga que suponía ser la primogénita: proteger a su familia y a sus hermanas.
Cuando su
papel de madre quedó en segundo plano, la veo más relajada en las fotos, como
si pudiera confiarse y permitiera que una cámara mostrara un rostro más amable,
menos tenso. Tampoco descarto que, en el fondo, fuera simplemente una mujer
tímida. Timidez que nunca superó y que protegía tras una coraza de fortaleza y
hosquedad ante la gran mayoría de los que la conocían. Para sus hermanas, sus
hijas y su marido, era, en cambio, una mujer más sensible y tierna de lo que
aparentaba.
Fuera como
fuera, no puedo más que admirarla. Asistió a mi bautizo, en septiembre del 72.
Fue su último acto familiar, porque esta vida silenciosa, esta mujer a la que
no conocí, murió en diciembre de ese mismo año, cuatro meses después de mi
nacimiento.
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