sábado, 28 de abril de 2018

EN BUSCA DE UN FUTURO


PAHTE, FELICE, MOHAMED Y OUAFE.

            Supe de Pahte Sabally por una noticia colgada en la red; fue en un frío día de invierno. Me estaba recuperando de una gripe. Descubrí la existencia de Felice en una sala de cine; era un personaje inventado, nacido de la imaginación de dos directores belgas. Y una fotografía, hecha en un centro de internamiento, me descubrió a la pareja que formaban Mohamed y Ouafe.

            Cuatro nombres: Pathe, Felice, Mohamed y Ouafe. Elegidos al azar entre tantas vidas, se cruzaron con la mía.

PAHTE SABALLY
Gambia, 1995-Venecia, 26 enero 2017

            Tendríamos que hablar de ironía o giro desafortunado del destino el que una vida, cualquiera que sea, sólo se la recuerde por su muerte. Y ni siquiera, porque poca gente sabe quién fue Pahte Sabally. Es posible que ni él mismo lo supiera.

            Nacido en Gambia, en Dembandeng, en el distrito de Upper Side, en el año 1995. Sólo conoció en vida a un hombre en el poder, un tal Jammeh, autoritario y despótico, ejemplo y paradigma de los dictadores africanos. Por azares y casualidades, su caída coincidió con la muerte de Pateh, aunque a esas alturas, a nuestro protagonista le importaban muy poco los cambios políticos en su país.

            Dembandeng es un pueblo pobre y humilde. Viven unas doscientas o trescientas personas de la agricultura y ganadería, de la pesca y del turismo –como gran parte de su población-. No se encuentra lejos del río Gambia, que atraviesa de este a oeste la región a la que da nombre.

            La infancia de Pahte no sería muy diferente a la de muchos gambianos. Si has sobrevivido a las enfermedades, la educación queda reducida a aspectos básicos, antes de que tengas que ponerte a trabajar. No sería una infancia trágica –las relaciones familiares y grupales aún permiten una cierta felicidad espiritual, como la denominarían expertos occidentales-, pero tampoco creo que fuera un lecho de rosas. En su caso, debemos explicar los “problemas mentales”, -que, según su primo, le indujeron a tomar esa última decisión-, como síntomas psicológicos de una situación de estrés que comenzó en Europa.

            Todas las fuentes coinciden en que le gustaba nadar desde pequeño. Un recuerdo de infancia. El último gesto que llevaría a cabo… Su padre murió pronto, antes de que cumpliera los diez años. Trabajaba en la tierra, tierra que da pocos frutos. Tenía otros dos hermanos y otras tres hermanas.

            El antiguo dictador perseguía la homosexualidad –esas leyes no han cambiado, aunque ahora Gambia disfrute de una democracia- con penas de muerte –la decapitación, concretamente-, y también a todo aquel que practicara la brujería. No hay constancia por parte de su familia de que esa fuera la razón de su exilio. Es cierto que no mantenía una buena relación con su tío y que su madre lo adoraba, pero no tenemos más datos que corroboren su homosexualidad. Es posible, que si fuera así, ni siquiera él mismo la aceptara.

            Las razones, si no fueron políticas, -es la manera más sencilla de evitar no ser deportado o que te recluyan en un centro de internamiento-, pudieran ser económicas. ¡Quien no buscaría una oportunidad en un país rico para ayudar a los suyos! Y, sin embargo, los motivos se tornan oscuros, cuando nos acercamos al momento en que decidió marcharse de casa.

Algunos de sus primos ya habían hecho la travesía hacia el Norte –sea cruzando el desierto o buscando otras alternativas menos arriesgadas-. Pateh sintió que ya no tenía nada que hacer en Gambia. Con un amigo, se unió a un grupo de refugiados. Atravesaron la frontera en mayo del 2014. Tardaría más de ocho meses en conseguir pasar al otro lado del Mediterráneo, desde Libia, en una barca con otros cuarenta inmigrantes.

            En este viaje tuvo suerte. Muchos se quedaron en el camino. Entre ellos, su amigo, enfermo de disentería. Tal vez fuera entonces, cuando su mente comenzó a quebrarse. Fue acogido en Pozzalo, en la zona sudoriental de la isla de Sicilia. Tenemos constancia de que pasó un tiempo muy breve en Lleida, aunque nunca contactó en ese periodo con uno de sus primos, Saidou, que había conseguido un puesto de camarero más o menos fijo. Se sabe que estuvo en el Norte de Italia, trabajando en los invernaderos, pero tampoco vio a otro de sus primos, Tijan Sabally, que residía en Frosinone.

Volvió a Sicilia sin dinero. Catania, Siracusa, Pozzalo. Ocho meses de trabajos eventuales, sin derechos, amenazado por las autoridades. Cualquier día podría ser deportado. Los turistas disfrutan de las playas de Pozzalo en verano; algunos inmigrantes encuentran trabajo en ese sector, aunque tienen más posibilidades en los numerosos invernaderos de la comarca. La gran mayoría, sin embargo, desea marcharse y pasar a la península, pero sus circunstancias legales suponen siempre un riesgo de expulsión, si son detenidos por la Gendarmería.

            Dos años esperando un permiso en centros de acogida, rodeados de mugre, suciedad. O durmiendo en habitaciones alquiladas, compartidas con otras cinco o seis personas. Explotados por tipos sin escrúpulos. La mente de Pateh se fue deteriorando. Las relaciones con su familia eran escasas. Algunos primos en Alemania; otro, en Milán; su madre y el tío en Gambia. Llamadas, cartas, correos electrónicos. No tenía amigos en Pozzalo. Se fue aislando. Era tímido, educado. Sin medios de subsistencia. Se sentía avergonzado de vivir en la pobreza. Con su primo Tijan, cuando contactaba con él por teléfono, no hablaba más que de fútbol y de la familia.

            En enero del 2017 le concedieron un permiso de residencia por razones humanitarias. Para él hubiera podido ser el principio de una nueva vida. Y, sin embargo, no fue así. Se obsesionó con una idea. Tomó un tren en dirección a Milán. Hay uno, todos los días, que llega a Roma. En Roma se subiría a otro. Sería media noche, cuando Pateh durmió, cubierto por una manta y unos cartones, en los alrededores de la estación de Milán, unos meses después de que yo mismo me alojara durante dos noches en uno de los hoteles de la zona. Cuando pasaba por allí, de camino al hotel, veía a esos hombres, intentando protegerse del frío y del hambre.

Su primo Tijan aún se pregunta por qué no le llamó entonces. Hubiera hablado con él; lo hubiera salvado. Pateh no lo hizo.

            A la mañana siguiente se sube al último tren que tenía como destino final, Venecia. Llega a primera hora de la tarde. Nada más salir, deja su mochila en la escalinata de entrada, busca un puente y, sin mediar palabra, se tira al canal.

Era enero. El agua estaba congelada. Alguien intentó salvarlo, ofreciéndole un remo o un salvavidas desde un vaporetto, que pasaba a escasos metros de él. Ninguno de los turistas ni los responsables del barco se atrevió a tirarse al agua de la laguna.

            Él se negaba, moviendo la cabeza, haciendo gestos extraños e incomprensibles. No quería vivir. Rechazaba la ayuda. Oponía resistencia.

            Muchos lo insultaron. “Negro”. “África”. “Este es tonto”. “¡Vuelve a tu casa!” Sonidos guturales, imitando a un mono. Lo grabaron con sus teléfonos móviles de última generación y lo colgaron en la red. Pateh se hundió una, dos veces. Ya no volvió a la superficie. Una hora después, sacaron su cuerpo.

            El suicidio, casi siempre, es una llamada de atención que no hemos escuchado. Una acción desesperada. Un sirio llamado Ahmed, dos meses después, en marzo, se ahorcó en el centro de acogida del Pireo, en una de las terminales del puerto de Atenas. Llevaba allí más de un año, sin respuestas, sin escapatoria. Había cumplido los veinticinco años. Llevaba en la mano la documentación de su solicitud de asilo.

            Hay una fotografía, una de las últimas que se hizo Pateh con un móvil. Mira a cámara. Parece un selfi. Hay un reflejo luminoso en las pupilas; alguien pensaría que son lágrimas. Es posible que sólo sea, simplemente, un reflejo. Una nariz pronunciada, una barba incipiente. Lleva bigote. Pelo corto, peinado hacia atrás. No es el retrato de un hombre que vaya a suicidarse.

            Los medios lo olvidaron a las tres semanas. Se preocuparon más, en los artículos de opinión, por la falta de humanidad de los turistas que le insultaron. Tampoco le dedicaron titulares; era sólo una anécdota a pie de página.

Cuentan que su madre, cuando supo la noticia de su muerte, se encerró en su habitación y lloró en silencio.

FELICE KAOMBA
Gabón, 1998-Lieja, 2016

            Expongo las razones que pudo tener Felice Kaomba para abandonar Gabón y buscar una oportunidad en Bélgica: corrupción generalizada de las élites políticas, explotación de los recursos por parte de las grandes multinacionales, pobreza en la mayor parte de la población. Sí, hubo razones para que Felice intentara llegar a Europa. No fue la primera en la familia; antes lo había hecho su hermana.

            Nacida en Libreville, sus padres no pudieron darle una educación adecuada. Su hermana mayor, Marieh Kaomba, pudo salir antes, ya que su marido, Omar Ngondet, consiguió un permiso de residencia en el país, y aprovechó para traerse a su mujer. Felice tuvo que buscarse, con ayuda del dinero que le envió Marieh, otro camino. Junto a un primo de la familia, comenzó el viaje en enero del 2014.

            No fue fácil. El primo se aprovechó de ella; la violó. A cambio, la protegía de los ataques de otros desconocidos. Esa fue su primera lección de supervivencia. Marruecos. Una patera. Sur de España, París, Bruselas. Febrero del 2015.

            En Bruselas, escapó de su primo y buscó a su hermana. No estuvo demasiado tiempo con ella. Discutían constantemente. Mientras vivió en Gabón, las dos hermanas habían sido uña y carne. Felice había idealizado a Marieh y Marieh todavía pensaba que Felice era una niña. Chocaron. No podía ser de otra manera. Marieh nunca se perdonó el que entonces no hubiera sido más comprensiva con Felice. Debió entender lo que había sufrido para llegar hasta allí. Era sólo una adolescente, rebelde y demasiado madura para su edad. La dejó marcharse. Y perdió el contacto con ella.

            La encontramos en Lieja, un mes después. Su primo había conseguido trabajo en una sala de fiestas o, más bien, habría que llamarlo, un club de alterne. Necesitaban mujeres; sus clientes pertenecían a todas las clases sociales. Felice se agarró a esa posibilidad. No tenía a nadie. ¿Qué hubiera podido hacer?

            En enero del año siguiente, uno de sus clientes se encaprichó de ella; la prometió divorciarse de su mujer y casarse. Al final, acabó harta y le pidió que la dejara en paz. No cejó. Continuó persiguiéndola. Una noche de enero del 2016, la golpeó. Consiguió escapar e intentó pedir ayuda. Los portales estaban cerrados. Vio luz en el interior de un centro médico. Llamó desesperadamente al timbre, una sola vez; aunque hubiera podido hacerlo, la doctora, una joven de treinta años, se lo impidió a su ayudante.

-Ya hemos cerrado -le dijo-. Volverá mañana.

            En ese momento, llegó un coche. Era el del tipo; la había encontrado. Felice se alejó de allí. El hombre la atrapó, a unos metros, cerca de una dársena. Los golpes la hicieron perder el conocimiento; él la arrastró unos metros. Ella despertó, al borde del río. El tipo le mandó callarse; la violó. Apretó con demasiado fuerza el cuello de Felice, que se rompió. Asustado, el hombre huyó. Unos operarios encontraron el cuerpo a la mañana siguiente.

            Un comisario y la doctora, arrepentida por la acción de la noche anterior, hicieron investigaciones. Nadie conocía su identidad. El cuerpo de esta mujer desconocida podría acabar en una fosa común. Tras muchas pesquisas encontraron al primo. A condición de que no le molestaran en sus negocios, el primo les facilitó el nombre y los datos que necesitaban para su identificación. Al final, descubrieron al asesino, un honrado padre de familia que ocultaba a la mujer y al hijo, adolescente, sus escarceos sexuales y que acabó en la cárcel. No sería por mucho tiempo: homicidio involuntario, abuso sexual. Un buen abogado le libró de la acusación de violación premeditada. Nadie se interesó mucho por este caso. No hubo protestas en la calle ni cambios legislativos. 

            Unas semanas después de la muerte de Felice, Marieh, su hermana, habló con el comisario y la doctora. Les agradeció, en nombre de la familia, todos sus esfuerzos. Ahora podría enviar su cuerpo a Gambia y enterrarla con dignidad. 

            Marieh visitó a la doctora en el centro médico donde trabajaba. Intercambiaron unas pocas palabras; antes de separarse, se abrazaron.
           

MOHAMED Y OUAFE
Siria, 1995-Liverpool, 2045 y Rabat, 1997-Liverpool, 2055

            Se han conocido en Tánger. Acaban de tener un hijo. Lo llamarán Ahmed. Él es su esperanza…

Mohamed es sirio. Ha huido de una guerra que no termina nunca. Dos de sus primos y uno de sus hermanos participarán en un atentado islamista, en Bélgica, años después. Mohamed asegurará a los medios que les lavaron el cerebro y se aprovecharon de su ingenuidad. Él nunca fue un fanático. La religión era una manera de entender el mundo; no confiaba en cambiarlo.

Ouafe es marroquí; quisieron casarla con un hombre al que no amaba. Su padre pertenecía a un clan, muy cercano a la familia real. Se había enriquecido con favores y negocios. Como tantos otros, había medrado, aprovechándose de la corrupción generalizada y las ayudas de Occidente. Ouafe, asqueada, se rebeló. No estaba dispuesta a aceptar lo que su madre había sufrido en silencio.

Lograron pasar a Melilla; él, saltando por la valla. Ella, en un pequeño barco pesquero. Coincidieron en el mismo centro de inmigrantes.

            A él le concedieron el visado. Podría ir a Inglaterra. Y alcanzó las costas de la isla, pero, a miles de kilómetros, se dio cuenta de que no podía vivir sin ella y, en un gesto impulsivo, que podemos llamar romántico, decidió volver a Melilla. Se reencontraron y, unos días después, se casaron. Ella se quedó embarazada enseguida.

            Y allí están los dos, en el año 2017, esperando que a ella también le concedan el visado. Tardarán unos meses, pero, al final, lo obtendrá. Ahmed, un bebé de cinco meses, está en los brazos de su padre…


            Mohamed, cuando puedan entrar en Inglaterra, montará un restaurante de comida rápida en Liverpool. Ouafe dará clases de inglés. Tendrán tres hijos más: dos niños y una niña. Se integrarán en la sociedad inglesa hasta que esta los rechace. Se seguían queriendo cuando Mohamed murió de un ataque al corazón a los cincuenta años de edad.

Diez años después, su hijo Ahmed no podrá asistir al entierro de su madre. Tras la crisis económica del 39, se ha procedido en los países del Norte de  Europa a la eliminación sistemática de los refugiados, inmigrantes de primera y segunda generación y de todos aquellos que supongan un peligro para los “ciudadanos de bien”. A otros, los que huían de las guerras del sur de Europa, las que han estallado en Grecia, España o Italia y en el Norte de África, a lo largo de esta última década, se les traslada a campos de concentración.

Ahmed por su activismo político es un héroe para algunos y un terrorista para el resto del mundo. Perseguido por la policía, vive en la clandestinidad desde hace años.



Han pasado cinco semanas desde la muerte de Ouafe. Es una agradable noche de marzo. Ahmed ha conseguido entrar en el cementerio árabe, sin que nadie se haya dado cuenta. Se arrodilla delante de la tumba de sus padres. Una ligera brisa se levanta en el cementerio. La oscuridad le protege. Reza por sus padres, durante un cuarto de hora, mirando a la Meca, y les deja, antes de irse, sobre la tierra húmeda que los cubre, dos piedrecitas, una junta a la otra.

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