FRIEDL-DICKER
BRANDELS
Viena,
1898-Auschwitz-Birkenau, 1944
Me hubiera gustado conocer a la
Sra. Brandels. Dicen que, cuando llegó a Auschwitz, se negó a marcharse con los
“útiles”, aunque tuvo oportunidad, y no quiso separarse de los niños a los que
había dedicado los últimos años de su vida. Ni siquiera entró en el campo; la
enviaron directamente a las cámaras de gas. ¿La conocí en el tren, o al salir,
entre las vías? No puedo asegurarlo; éramos miles de personas. ¡Quién sabe! Sí
conocí a Hélène Berr en la “marcha de la muerte”. Nos dimos calor mutuamente. O
tal vez me confunda. Los muertos tenemos ese privilegio; podemos mentir, si
queremos.
Si yo
hubiera sobrevivido, hubiera escrito sobre sus vidas, sobre la mía. Cuando
entré en el campo de concentración tenía muchos sueños: ser periodista, conocer
América. Sí, sin duda, hubiera escrito muchos libros y los hubiera publicado.
Entonces el
destino de mi padre hubiera sido muy diferente. Nunca hubiera dedicado su vida
a reivindicar mi memoria. Yo lo hubiera hecho por mí misma. No fue posible.
Ahora sólo
soy un personaje más en manos de un escritor; soy un fantasma. Un personaje que
necesita contar en primera persona lo que vivió, porque sólo yo misma puedo
narrar lo que vi en esos últimos meses de mi vida. Y, al mismo tiempo, contar
la vida de Friedl-Dicker Brandels, una compañera de cautiverio, con la que
quizá me hubiera cruzado en alguna ocasión, al venir del campo de trabajo, si
no la hubieran enviado, nada más llegar, a las cámaras de gas, o narrar las
vivencias que no pudo escribir en su diario Hélène Berr, de ese duro invierno
de 1944, que fue el último para las tres.
Friedl-Dicker Brandels nació
en Viena a finales del XIX en el seno de una familia humilde. Hija de Simon
Dicker y Karolina Fanta. Su madre murió cuando Friedl sólo tenía cuatro años de
edad. No puedo imaginar lo que supuso para ella la temprana pérdida de su
madre. Es un vacío y hueco que nunca pudo llenar, sólo tal vez en sus últimos
años dedicándose, como lo hizo, apasionadamente, a cientos de niños, como
maestra en Terezín.
Su infancia sería como la de mis
padres –la que años después recordarían con nostalgia, en sus obras o
películas, hombres a los que no conocí: Max Ophuls o Stefan Zweig-, pero ella
fue una mujer independiente desde muy joven. Y en esos tiempos, como en todos,
pero mucho más en aquellos, una mujer no puede serlo, si no tiene una familia
o, al menos, un padre o una madre o un familiar cercano, que desde sus primeros
años le haga tomar conciencia de su valía. Sé lo que digo; yo la tuve. Hélène
Berr, también. Fuimos afortunadas.
El padre de Friedl trabajaba en
una papelería. Al volver de la escuela pública imagino a Friedl, aburrida, esas
largas tardes de inviernos. Y el padre la entretendría sacando lapiceros,
pinceles, acuarelas. Los tenía a mano. Sería en esa tienda donde Friedl
comenzaría a desarrollar un talento natural para la pintura. En septiembre de
1914, poco después de que estallara la primera guerra mundial, convence a su padre para
que le inscriba en un curso de fotografía en el Instituto de Investigación de
Artes Gráficas de Viena. Tuvo su apoyo, el primer empujón.
Mientras estudiaba, la gran
guerra siguió su curso. Aprovechaba su tiempo libre para colaborar junto a
algunos compañeros en un teatro callejero de marionetas –escribía obras, hacía
los decorados y el vestuario-, con el que ganó un poco de dinero. El siguiente
paso fue apuntarse en el departamento de textil de la escuela de Artes y
Oficios. En 1914 conoció al que sería su primer maestro: Franz Cizek. El que se
fomentara la creatividad libre en ese lugar dejó una huella profunda en lo que
serían más tarde sus propios métodos de enseñanza. En el 1916 ingresó en la
escuela privada de Johannes Itten. Aquí creó vínculos afectivos con Anny
Wottitz, el arquitecto Franz Singer y los músicos Viktor Ulmann y Stefan Wolpe.
En el 1919 no dudó, junto a casi todos sus amigos, en acompañar a Itten a la
escuela de la Bauhaus en Weimar, donde sería estudiante y profesora.
Allí se dedicó al diseño textil,
encuadernación y tipografía –sin olvidar su gusto por las marionetas- y mantuvo
relaciones profesionales con Gropius, Schlemmer y Paul Klee. Hubo una relación
extramatrimonial con Franz Singer. Quedó embarazada un par de veces, pero en
ningún caso tuvo hijos, ya que él le pidió siempre que abortara. La muerte del
hijo que Franz tuvo con su mujer, Emmy Heim, los separó como pareja, aunque no
rompieron completamente una relación profesional que mantendrían durante muchos
años.
En 1925
Friedl regresó a Viena. Junto a Singer crearon un estudio de arquitectura y
diseño que consiguió muchos premios y contratos: encuadernaciones, decorados y
vestuario de obras teatrales, creación de juguetes infantiles, mobiliario,
diseño de interiores. Desde el 31 –separada ya profesionalmente de Singer-
comenzó a abrirse en la mente de Friedl un nuevo interés, tras llevar a cabo un
curso para profesores de preescolar: el de la enseñanza.
Siguiendo la metodología de sus
maestros, investigó la manera de desarrollar la creatividad de los niños en el
campo que ella dominaba: la creación artística. Al mismo tiempo, se implicó en
el partido comunista, asistiendo a manifestaciones, condenando los actos de
barbarie que se cometían en Alemania, denunciando al régimen nazi. Un año
después de que Hitler llegara al poder, en 1934, fue detenida y expulsada a
Praga por este motivo.
Allí retomó la relación con su
tía materna, la hermana de su madre, Adela Fanta Brandeis. Tenía tres hijos.
Friedl se enamoró del menor, Pavel, un contable. Un amor que decidiría su
destino. Se casaron en 1936.
Siguió ocupándose del diseño
textil y dedicó parte de su tiempo a la pintura, más figurativa que
constructivista durante esta época. Combinó en estos años de preguerra, por una
parte, el trabajo educativo con cientos de niños y, por otro lado, su
participación activa en la vida política de Praga, colaborando en todas las
actividades posibles contra un fascismo en alza.
En 1938 la entrada de las tropas
alemanas en Checoslovaquia obligó a su marido y a ella a retirarse
discretamente a la población de Hronov. Pudo haberse ido a Palestina –una amiga
había conseguido un visado para ella-, pero no quiso abandonar a su marido.
Consiguió algún premio como diseñadora en 1938 y expuso en Londres en 1940, a
pesar de las limitaciones que la guerra imponía.
En 1941 comenzaron las
deportaciones. La familia de su marido acabó en campos de concentración; no
sobrevivirían. Friedl dejó de pintar y gran parte de sus obras se perdieron o
fueron destruidas. En 1942 les tocó el turno a ellos. En diciembre llegaron al
campo de Terezín. Comparado con otros, Terezín era un lugar amable. La
propaganda nazi lo utilizó para demostrar a la opinión pública internacional
que trataba con dignidad a sus presos. Friedl y otros artistas lo aprovecharon
para convertirlo, al principio, de manera clandestina, y luego, con el
beneplácito de sus captores, en un centro educativo para los cientos de niños,
separados de sus familias y hogares.
Friedl les enseñó a pintar, a
reflejar sus experiencias con total libertad, les hizo participar en el
vestuario y decoración de obras de teatro que preparaban conjuntamente,
concibió exposiciones para que tomaran conciencia de sus cualidades creativas.
Incluso llegó a decorar las habitaciones de los niños para que se sintieran
como en casa. Se han conservado más de cinco mil dibujos de unos seiscientos
sesenta niños. Podrían haberse perdido, pero afortunadamente, como ocurrió con
mi diario o el de Hélène, no sucedió. Muy pocos de esos niños –unos cincuenta-
sobrevivieron al Holocausto.
En septiembre del 44 su marido
fue deportado a Auschwitz. A la primera oportunidad que Brenda tuvo, a primeros
de octubre, de manera voluntaria, se apuntó en la lista del siguiente
transporte. Quería estar con él. Antes de marcharse guardó en dos maletas todos
los dibujos que había logrado recuperar y se las entregó a Raja, una de las
encargadas, para que se las hiciera llegar a Hana Brady. Acabarían en manos de
una asociación judía y, en la actualidad, una parte de esos dibujos pueden
verse en la sinagoga Pinkas.
Junto a otros sesenta niños fue
trasladada el día 6 de octubre en el transporte EO-167 hacia Birkenau. Llegaron
seguramente entre el 8 o el 9 de octubre, a última hora de la noche o al
amanecer. Murió unas horas después en las cámaras de gas…
Esa mañana, lo recuerdo, caminé
hacia el campo de trabajo con un nuevo calzado. Me lo había conseguido mi madre
la tarde anterior; lo había intercambiado por dos raciones de pan. El viejo
estaba tan desgastado, que ya no tenía ni suela. El que ahora llevaba había
pertenecido a un chico joven al que habían reventado de una paliza dos guardias
de las SS.
Al volver nos pusieron en fila de
tres. No nos tuvieron mucho tiempo: sólo una hora. Es posible que alguno de
ellos quisiera celebrar su cumpleaños o tuvieron prisa por acostarse con las
judías ucranianas que usaban como prostitutas. Ni Margot ni yo nos sentimos
bien esta tarde; tendremos que ir a la enfermería. Si no fuera por mamá, me
daría igual, pero se preocupará por nosotras. ¡Pobre!
Nos encontramos a los “nuevos” en
el pabellón. Algunos de ellos conocían personalmente a Friedl. Este, que voy a contar, fue su
final: no es muy diferente a otros miles. La obligaron a desnudarse; les
dijeron, como a todos, que iban a ducharse. ¿Sabría lo que le esperaba? No creo.
Y si lo intuyó por el trato vejatorio que recibían, engañaría a los niños. El
gas Cyclon comenzó a salir de entre los orificios de ventilación. Cientos de
personas se aplastaban. Eran cuerpos desnudos que intentaban sobrevivir. En
unos minutos, el silencio. Cuando encontraron su cadáver, Friedl-Dicker
Brandels apretaba contra sí a dos de “sus niñas”…
Invierno de 1944-45.
Los bombardeos han inutilizado las vías del tren. Nos
hicieron bajar y casi todo el camino –tres días y tres noches- lo hemos hecho a
pie. Recorremos regiones arrasadas. Marchamos, casi descalzas, entre la nieve y
el fango, ateridas de frío. Miles de personas han muerto por el camino. He
visto cadáveres, tendidos, boca abajo o boca arriba. Parecían muñecos, carne
descompuesta, ojos abiertos, bocas crispadas. He visto a moribundos que no
volvían a levantarse, agotados. No tenemos casi nada; un poco de ropa, alguna
manta. Los pies nos queman.
Por las noches, en las escasas horas en las que nos dejan
descansar, nos protegemos del frío con las ramas que encontramos a unos pasos o
nos calentamos con nuestros cuerpos, pegados los unos a los otros. Una muchacha
de veintitantos años -Hélène se llama, es parisina- ha dormido junto a Margot y
yo. Nos hemos dado calor. No nos quedan fuerzas. He sabido, en lo poco que he
hablado con ella, que le gusta escribir; a mí, también. Me pregunto si
sobreviviremos. Si ella volverá a ver a su novio, Jean, y yo, a mis padres.
Heridas en los pies que no supuran; no he podido dormir.
Nos ordenan, antes de que amanezca, que nos pongamos de
nuevo en pie. Quien no se levanta es abandonado. Otros han muerto, mientras
dormían, como la mujer mayor, que estaba tumbada, a mi izquierda. Ni siquiera
me he dado cuenta de que había dejado de respirar. Aún está caliente. Es una
buena forma de morir la suya: mientras duermes. Tengo tiempo de cogerle los
guantes, antes de que un soldado me golpeé con la punta de su fusil. Otro, a
unos metros, ha disparado a bocajarro a un hombre que ya no podía levantarse.
Después del disparo, sólo se escucha el sonido de nuestras pisadas en la nieve...
¿Dónde estoy? ¿Y mi madre? Camastros, suciedad. Dormimos
sobre paja. Los piojos nos devoran. Un barracón provisional de tiendas. Los
cadáveres se amontonan a la entrada, en el suelo, en los pasillos…
No es el mismo lugar; no es Polonia. Margot y yo estamos
solas. Mamá ya no está con nosotras. Papá. ¿Dónde estará papá? ¿Se habrá
salvado? ¿Estará vivo? No quiero
engañarme. Ambos están muertos; sólo estamos vivos Margot y yo.
Margot se ha derrumbado; se encuentra muy enferma; no se ha
levantado de la litera desde que llegó al campo. Yo también he enfermado. No
nos han dado de comer desde hace días. El agua escasea. Hambre, sed, frío.
Estamos desnudas. Sólo tengo una manta que me cubre. Tiemblo. Discuto con
Margot.
-Tienes que comer, levántate, no te rindas.
Margot no me escucha, refunfuña, gira el cuerpo, me da la
espalda, se queda en silencio.
Ayer rompí a llorar.
Me dijeron que una vieja amiga, Hannah, estaba en el campo,
al otro lado, en el campamento permanente. Cogí la manta que aún me queda,
llena de piojos y garrapatas, y fui para allá. Hablamos; tuvo que notar que me
estoy muriendo. Me trajo un poco de comida; me la lanzó desde el otro lado de
la valla y, cuando estaba en el suelo e iba a recogerla, una mujer, más delgada
incluso que yo, me la quito de las manos. Echó a correr; no tenía fuerzas para
perseguirla. Me puse a llorar, me sentía tan impotente. Hannah desde el otro
lado, intentó consolarme; me prometió mañana más comida.
Nos dicen que los aliados están cerca, pero no creo que
lleguen a tiempo. No para nosotras… Hélène, la chica que conocimos en esa
marcha de la muerte, también ha enfermado. Quejidos, el maullido de un gato.
Ladridos de perros. Disparos. Ya no hay humo; aquí no hay cámaras de gas. Nos
han abandonado; moriremos lentamente, despacio. La vida de Hélène, la de Margot
se evaporan; la mía, también…
Me muero. Todos, mi hermana, mi madre, mi padre han muerto.
Me muero. Estoy sola. Delgada, con piojos, fiebre: tifus. El mal olor de mi
cuerpo; ya no lo noto. No noto la orina, ni las defecaciones, ni la sangre, ni
los vómitos. Ni el sudor, ni el crujir de los huesos, ni la carne que se me
pudre.
Estoy en un camastro. Veo al otro lado de la ventana cómo
amontonan los cadáveres y los queman. Pronto yo también estaré allí. Mi cuerpo
estará allí. Tengo fiebre. Estoy quemándome, pido agua. Una mujer desconocida
me seca el sudor de la frente. No sé quién es. Es mi madre; me cuida. La llamo:
mamá. ¿Llora?
Cierro los ojos; sueño que estoy jugando cerca de un riachuelo,
que vamos, un domingo de primavera, mi padre, mi hermana, mi madre al bosque y
recogemos setas; nos tendemos junto al río y saboreamos la comida que mamá
preparó la noche anterior. Mamá cocina muy bien. Es pollo con confituras; huele
deliciosamente. Lo pruebo. Parece como si estuviera recién hecho. Saboreo el
tomate, la lechuga del huerto de nuestros vecinos, las patatas cocidas, el
pastel de manzana…
El estómago lleno. ¡Qué bien se está junto al río! Una
suave brisa, la caricia del sol. Sentados en la hierba, reímos…
Estoy soñando mi propia muerte.
La luz ha cambiado; una nube acaba de cubrir el sol. Cierro
los ojos; imagino que estoy fuera, en un parque. Se ha levantado una ligera
brisa.
Si sobrevivimos, me gustaría visitar los parques de atracciones
en todos los países a los que vaya. La alegría debe ser diferente. Dependerá de
las personas o los lugares; la alegría donde se ha sufrido y donde no se ha
sufrido, la felicidad de quien ha sufrido tanto y de quien no lo ha hecho…
Hace calor en la celda. El sol calienta, quema a mediodía.
Un niño llora en la plaza del parque.
¿Tendré hijos algún día? ¿Saldré con un chico? ¿Me invitará
al cine? ¿Qué podríamos ver? ¿Una de Ginger Rogers? ¿Cuál será la última que
habrá hecho? ¿Y Greta Garbo? ¿Volverá al cine o lo ha dejado para siempre?
Echaré de menos las revistas de cine…
Estamos en Nueva York. Paseo con un chico por el Central
Park. ¡Está tan bonito en otoño! Me invitará a un helado o, mejor, me invitará
a cenar. Una cena en un restaurante de lujo, porque el chico pertenece a una
familia de la alta sociedad. Está muy guapo con su traje negro. Mi vestido es
largo, amplio, brilla a la luz de las velas. Me ha dicho que estoy muy guapa;
yo me he ruborizado. Hablamos de nuestras vidas. Le cuento que me han contratado
en el Times. Soy periodista. He escrito varios libros. Me escucha con atención,
me ruborizo. Le pregunto cómo ha sido su vida. Me dice que está harto de esas
chicas superficiales y egoístas. Le gusta la tristeza de mis ojos.
Paseamos. Me lleva a casa, a unos pasos del Central Park,
en Manhattan. En el portal nos detenemos. Quiero que me bese. ¿Lo hará? Le miro
a los ojos, me aparta un mechón de pelo. Se acerca. Me va a besar. Sí, lo hace.
Besa bien…
No quiero abrir los ojos…
Los abro…
Estoy
delante de una cámara fotográfica de fuelle, la que tenía mi padre antes de la
guerra. ¿Cuándo me hicieron una fotografía estando libre, sin miedo a que nos
detuvieran? Fue hace tanto tiempo. Antes de que llegáramos a Bergen Belsen o
estuviéramos en Auschwitz. Antes de que nos encerráramos en la casa de al lado.
Sí, he vuelto a ese momento.
Es
domingo. Estamos todos de punta en blanco. A papá se le ve muy elegante y mamá
está muy guapa. Margot tiene esa belleza tan serena que no ha podido conservar.
Yo soy una niña todavía. Hay baile en la plaza del barrio. Mamá nos dice que
podemos comprar caramelos. Tenemos de muchos tipos: de menta, de fresa, de
limón.
La música
suena; las parejas bailan. ¡Qué guapa está Tania!
-¡Qué
vestido tan feo lleva Sara! ¡Qué creída es Sara! ¡Qué mal ha tratado a la pobre
Tania! ¿Nos dejas subir al tiovivo, mamá?
El
tiovivo parece un tobogán. Subimos y bajamos. Reímos y gritamos. Nos bajamos.
-¿Nos
hacemos una fotografía?
El hombre
nos coloca. Papá y mamá detrás, cogidos de la mano. Nosotras, delante. Papá
está muy elegante y mamá, muy guapa. Margot tiene esa belleza tan serena…Yo soy
una niña todavía…
8
de agosto de 1944. Ámsterdam.
…Entramos en el vagón; nos pusimos en la parte más cercana
a la salida. Me senté junto a la ventanilla; fuera, hacía calor… Cuando quise
abrirla, no pude. Papá pidió permiso con un gesto al guardia que teníamos
asignado; este se lo concedió. Entonces, mi padre se levantó y consiguió forzar
el cierre.
El tren se alejaba de Ámsterdam, de las gaviotas, del mar.
Aunque parecía una excursión, todos sabíamos que seguramente nos esperaba la
muerte… Estábamos en silencio. Sin embargo, en ese momento yo disfrutaba del
paisaje, observaba todo lo que me rodeaba con una sonrisa.
Los campos de trigo aún no se habían secado... Respiraba el
aire fresco, disfrutaba del cosquilleo del sol en la cara. Una ligera brisa
agitaba mi pelo y el cielo, sin nubes, era azul...
No hay comentarios:
Publicar un comentario