domingo, 8 de abril de 2018

VÍCTIMAS


FRIEDL-DICKER BRANDELS
Viena, 1898-Auschwitz-Birkenau, 1944

Me hubiera gustado conocer a la Sra. Brandels. Dicen que, cuando llegó a Auschwitz, se negó a marcharse con los “útiles”, aunque tuvo oportunidad, y no quiso separarse de los niños a los que había dedicado los últimos años de su vida. Ni siquiera entró en el campo; la enviaron directamente a las cámaras de gas. ¿La conocí en el tren, o al salir, entre las vías? No puedo asegurarlo; éramos miles de personas. ¡Quién sabe! Sí conocí a Hélène Berr en la “marcha de la muerte”. Nos dimos calor mutuamente. O tal vez me confunda. Los muertos tenemos ese privilegio; podemos mentir, si queremos.

            Si yo hubiera sobrevivido, hubiera escrito sobre sus vidas, sobre la mía. Cuando entré en el campo de concentración tenía muchos sueños: ser periodista, conocer América. Sí, sin duda, hubiera escrito muchos libros y los hubiera publicado.

            Entonces el destino de mi padre hubiera sido muy diferente. Nunca hubiera dedicado su vida a reivindicar mi memoria. Yo lo hubiera hecho por mí misma. No fue posible.

            Ahora sólo soy un personaje más en manos de un escritor; soy un fantasma. Un personaje que necesita contar en primera persona lo que vivió, porque sólo yo misma puedo narrar lo que vi en esos últimos meses de mi vida. Y, al mismo tiempo, contar la vida de Friedl-Dicker Brandels, una compañera de cautiverio, con la que quizá me hubiera cruzado en alguna ocasión, al venir del campo de trabajo, si no la hubieran enviado, nada más llegar, a las cámaras de gas, o narrar las vivencias que no pudo escribir en su diario Hélène Berr, de ese duro invierno de 1944, que fue el último para las tres.


            Friedl-Dicker Brandels nació en Viena a finales del XIX en el seno de una familia humilde. Hija de Simon Dicker y Karolina Fanta. Su madre murió cuando Friedl sólo tenía cuatro años de edad. No puedo imaginar lo que supuso para ella la temprana pérdida de su madre. Es un vacío y hueco que nunca pudo llenar, sólo tal vez en sus últimos años dedicándose, como lo hizo, apasionadamente, a cientos de niños, como maestra en Terezín.

Su infancia sería como la de mis padres –la que años después recordarían con nostalgia, en sus obras o películas, hombres a los que no conocí: Max Ophuls o Stefan Zweig-, pero ella fue una mujer independiente desde muy joven. Y en esos tiempos, como en todos, pero mucho más en aquellos, una mujer no puede serlo, si no tiene una familia o, al menos, un padre o una madre o un familiar cercano, que desde sus primeros años le haga tomar conciencia de su valía. Sé lo que digo; yo la tuve. Hélène Berr, también. Fuimos afortunadas.

El padre de Friedl trabajaba en una papelería. Al volver de la escuela pública imagino a Friedl, aburrida, esas largas tardes de inviernos. Y el padre la entretendría sacando lapiceros, pinceles, acuarelas. Los tenía a mano. Sería en esa tienda donde Friedl comenzaría a desarrollar un talento natural para la pintura. En septiembre de 1914, poco después de que estallara la primera guerra mundial, convence a su padre para que le inscriba en un curso de fotografía en el Instituto de Investigación de Artes Gráficas de Viena. Tuvo su apoyo, el primer empujón.

Mientras estudiaba, la gran guerra siguió su curso. Aprovechaba su tiempo libre para colaborar junto a algunos compañeros en un teatro callejero de marionetas –escribía obras, hacía los decorados y el vestuario-, con el que ganó un poco de dinero. El siguiente paso fue apuntarse en el departamento de textil de la escuela de Artes y Oficios. En 1914 conoció al que sería su primer maestro: Franz Cizek. El que se fomentara la creatividad libre en ese lugar dejó una huella profunda en lo que serían más tarde sus propios métodos de enseñanza. En el 1916 ingresó en la escuela privada de Johannes Itten. Aquí creó vínculos afectivos con Anny Wottitz, el arquitecto Franz Singer y los músicos Viktor Ulmann y Stefan Wolpe. En el 1919 no dudó, junto a casi todos sus amigos, en acompañar a Itten a la escuela de la Bauhaus en Weimar, donde sería estudiante y profesora.

Allí se dedicó al diseño textil, encuadernación y tipografía –sin olvidar su gusto por las marionetas- y mantuvo relaciones profesionales con Gropius, Schlemmer y Paul Klee. Hubo una relación extramatrimonial con Franz Singer. Quedó embarazada un par de veces, pero en ningún caso tuvo hijos, ya que él le pidió siempre que abortara. La muerte del hijo que Franz tuvo con su mujer, Emmy Heim, los separó como pareja, aunque no rompieron completamente una relación profesional que mantendrían durante muchos años.

En 1925 Friedl regresó a Viena. Junto a Singer crearon un estudio de arquitectura y diseño que consiguió muchos premios y contratos: encuadernaciones, decorados y vestuario de obras teatrales, creación de juguetes infantiles, mobiliario, diseño de interiores. Desde el 31 –separada ya profesionalmente de Singer- comenzó a abrirse en la mente de Friedl un nuevo interés, tras llevar a cabo un curso para profesores de preescolar: el de la enseñanza.

Siguiendo la metodología de sus maestros, investigó la manera de desarrollar la creatividad de los niños en el campo que ella dominaba: la creación artística. Al mismo tiempo, se implicó en el partido comunista, asistiendo a manifestaciones, condenando los actos de barbarie que se cometían en Alemania, denunciando al régimen nazi. Un año después de que Hitler llegara al poder, en 1934, fue detenida y expulsada a Praga por este motivo.

Allí retomó la relación con su tía materna, la hermana de su madre, Adela Fanta Brandeis. Tenía tres hijos. Friedl se enamoró del menor, Pavel, un contable. Un amor que decidiría su destino. Se casaron en 1936.

Siguió ocupándose del diseño textil y dedicó parte de su tiempo a la pintura, más figurativa que constructivista durante esta época. Combinó en estos años de preguerra, por una parte, el trabajo educativo con cientos de niños y, por otro lado, su participación activa en la vida política de Praga, colaborando en todas las actividades posibles contra un fascismo en alza.

En 1938 la entrada de las tropas alemanas en Checoslovaquia obligó a su marido y a ella a retirarse discretamente a la población de Hronov. Pudo haberse ido a Palestina –una amiga había conseguido un visado para ella-, pero no quiso abandonar a su marido. Consiguió algún premio como diseñadora en 1938 y expuso en Londres en 1940, a pesar de las limitaciones que la guerra imponía.

En 1941 comenzaron las deportaciones. La familia de su marido acabó en campos de concentración; no sobrevivirían. Friedl dejó de pintar y gran parte de sus obras se perdieron o fueron destruidas. En 1942 les tocó el turno a ellos. En diciembre llegaron al campo de Terezín. Comparado con otros, Terezín era un lugar amable. La propaganda nazi lo utilizó para demostrar a la opinión pública internacional que trataba con dignidad a sus presos. Friedl y otros artistas lo aprovecharon para convertirlo, al principio, de manera clandestina, y luego, con el beneplácito de sus captores, en un centro educativo para los cientos de niños, separados de sus familias y hogares.

Friedl les enseñó a pintar, a reflejar sus experiencias con total libertad, les hizo participar en el vestuario y decoración de obras de teatro que preparaban conjuntamente, concibió exposiciones para que tomaran conciencia de sus cualidades creativas. Incluso llegó a decorar las habitaciones de los niños para que se sintieran como en casa. Se han conservado más de cinco mil dibujos de unos seiscientos sesenta niños. Podrían haberse perdido, pero afortunadamente, como ocurrió con mi diario o el de Hélène, no sucedió. Muy pocos de esos niños –unos cincuenta- sobrevivieron al Holocausto.

En septiembre del 44 su marido fue deportado a Auschwitz. A la primera oportunidad que Brenda tuvo, a primeros de octubre, de manera voluntaria, se apuntó en la lista del siguiente transporte. Quería estar con él. Antes de marcharse guardó en dos maletas todos los dibujos que había logrado recuperar y se las entregó a Raja, una de las encargadas, para que se las hiciera llegar a Hana Brady. Acabarían en manos de una asociación judía y, en la actualidad, una parte de esos dibujos pueden verse en la sinagoga Pinkas.

Junto a otros sesenta niños fue trasladada el día 6 de octubre en el transporte EO-167 hacia Birkenau. Llegaron seguramente entre el 8 o el 9 de octubre, a última hora de la noche o al amanecer. Murió unas horas después en las cámaras de gas…


Esa mañana, lo recuerdo, caminé hacia el campo de trabajo con un nuevo calzado. Me lo había conseguido mi madre la tarde anterior; lo había intercambiado por dos raciones de pan. El viejo estaba tan desgastado, que ya no tenía ni suela. El que ahora llevaba había pertenecido a un chico joven al que habían reventado de una paliza dos guardias de las SS.

Al volver nos pusieron en fila de tres. No nos tuvieron mucho tiempo: sólo una hora. Es posible que alguno de ellos quisiera celebrar su cumpleaños o tuvieron prisa por acostarse con las judías ucranianas que usaban como prostitutas. Ni Margot ni yo nos sentimos bien esta tarde; tendremos que ir a la enfermería. Si no fuera por mamá, me daría igual, pero se preocupará por nosotras. ¡Pobre!

Nos encontramos a los “nuevos” en el pabellón. Algunos de ellos conocían personalmente a Friedl. Este, que voy a contar, fue su final: no es muy diferente a otros miles. La obligaron a desnudarse; les dijeron, como a todos, que iban a ducharse. ¿Sabría lo que le esperaba? No creo. Y si lo intuyó por el trato vejatorio que recibían, engañaría a los niños. El gas Cyclon comenzó a salir de entre los orificios de ventilación. Cientos de personas se aplastaban. Eran cuerpos desnudos que intentaban sobrevivir. En unos minutos, el silencio. Cuando encontraron su cadáver, Friedl-Dicker Brandels apretaba contra sí a dos de “sus niñas”…

Invierno de 1944-45.

            Los bombardeos han inutilizado las vías del tren. Nos hicieron bajar y casi todo el camino –tres días y tres noches- lo hemos hecho a pie. Recorremos regiones arrasadas. Marchamos, casi descalzas, entre la nieve y el fango, ateridas de frío. Miles de personas han muerto por el camino. He visto cadáveres, tendidos, boca abajo o boca arriba. Parecían muñecos, carne descompuesta, ojos abiertos, bocas crispadas. He visto a moribundos que no volvían a levantarse, agotados. No tenemos casi nada; un poco de ropa, alguna manta. Los pies nos queman.

            Por las noches, en las escasas horas en las que nos dejan descansar, nos protegemos del frío con las ramas que encontramos a unos pasos o nos calentamos con nuestros cuerpos, pegados los unos a los otros. Una muchacha de veintitantos años -Hélène se llama, es parisina- ha dormido junto a Margot y yo. Nos hemos dado calor. No nos quedan fuerzas. He sabido, en lo poco que he hablado con ella, que le gusta escribir; a mí, también. Me pregunto si sobreviviremos. Si ella volverá a ver a su novio, Jean, y yo, a mis padres. Heridas en los pies que no supuran; no he podido dormir.

            Nos ordenan, antes de que amanezca, que nos pongamos de nuevo en pie. Quien no se levanta es abandonado. Otros han muerto, mientras dormían, como la mujer mayor, que estaba tumbada, a mi izquierda. Ni siquiera me he dado cuenta de que había dejado de respirar. Aún está caliente. Es una buena forma de morir la suya: mientras duermes. Tengo tiempo de cogerle los guantes, antes de que un soldado me golpeé con la punta de su fusil. Otro, a unos metros, ha disparado a bocajarro a un hombre que ya no podía levantarse. Después del disparo, sólo se escucha el sonido de nuestras pisadas en la nieve...


¿Dónde estoy? ¿Y mi madre? Camastros, suciedad. Dormimos sobre paja. Los piojos nos devoran. Un barracón provisional de tiendas. Los cadáveres se amontonan a la entrada, en el suelo, en los pasillos…

No es el mismo lugar; no es Polonia. Margot y yo estamos solas. Mamá ya no está con nosotras. Papá. ¿Dónde estará papá? ¿Se habrá salvado? ¿Estará vivo?  No quiero engañarme. Ambos están muertos; sólo estamos vivos Margot y yo.

Margot se ha derrumbado; se encuentra muy enferma; no se ha levantado de la litera desde que llegó al campo. Yo también he enfermado. No nos han dado de comer desde hace días. El agua escasea. Hambre, sed, frío. Estamos desnudas. Sólo tengo una manta que me cubre. Tiemblo. Discuto con Margot.

-Tienes que comer, levántate, no te rindas.

Margot no me escucha, refunfuña, gira el cuerpo, me da la espalda, se queda en silencio.

Ayer rompí a llorar.

Me dijeron que una vieja amiga, Hannah, estaba en el campo, al otro lado, en el campamento permanente. Cogí la manta que aún me queda, llena de piojos y garrapatas, y fui para allá. Hablamos; tuvo que notar que me estoy muriendo. Me trajo un poco de comida; me la lanzó desde el otro lado de la valla y, cuando estaba en el suelo e iba a recogerla, una mujer, más delgada incluso que yo, me la quito de las manos. Echó a correr; no tenía fuerzas para perseguirla. Me puse a llorar, me sentía tan impotente. Hannah desde el otro lado, intentó consolarme; me prometió mañana más comida.

Nos dicen que los aliados están cerca, pero no creo que lleguen a tiempo. No para nosotras… Hélène, la chica que conocimos en esa marcha de la muerte, también ha enfermado. Quejidos, el maullido de un gato. Ladridos de perros. Disparos. Ya no hay humo; aquí no hay cámaras de gas. Nos han abandonado; moriremos lentamente, despacio. La vida de Hélène, la de Margot se evaporan; la mía, también…

Me muero. Todos, mi hermana, mi madre, mi padre han muerto. Me muero. Estoy sola. Delgada, con piojos, fiebre: tifus. El mal olor de mi cuerpo; ya no lo noto. No noto la orina, ni las defecaciones, ni la sangre, ni los vómitos. Ni el sudor, ni el crujir de los huesos, ni la carne que se me pudre.

Estoy en un camastro. Veo al otro lado de la ventana cómo amontonan los cadáveres y los queman. Pronto yo también estaré allí. Mi cuerpo estará allí. Tengo fiebre. Estoy quemándome, pido agua. Una mujer desconocida me seca el sudor de la frente. No sé quién es. Es mi madre; me cuida. La llamo: mamá. ¿Llora?
 
Cierro los ojos; sueño que estoy jugando cerca de un riachuelo, que vamos, un domingo de primavera, mi padre, mi hermana, mi madre al bosque y recogemos setas; nos tendemos junto al río y saboreamos la comida que mamá preparó la noche anterior. Mamá cocina muy bien. Es pollo con confituras; huele deliciosamente. Lo pruebo. Parece como si estuviera recién hecho. Saboreo el tomate, la lechuga del huerto de nuestros vecinos, las patatas cocidas, el pastel de manzana…

El estómago lleno. ¡Qué bien se está junto al río! Una suave brisa, la caricia del sol. Sentados en la hierba, reímos…

Estoy soñando mi propia muerte.

La luz ha cambiado; una nube acaba de cubrir el sol. Cierro los ojos; imagino que estoy fuera, en un parque. Se ha levantado una ligera brisa.

Si sobrevivimos, me gustaría visitar los parques de atracciones en todos los países a los que vaya. La alegría debe ser diferente. Dependerá de las personas o los lugares; la alegría donde se ha sufrido y donde no se ha sufrido, la felicidad de quien ha sufrido tanto y de quien no lo ha hecho…

Hace calor en la celda. El sol calienta, quema a mediodía. Un niño llora en la plaza del parque.

¿Tendré hijos algún día? ¿Saldré con un chico? ¿Me invitará al cine? ¿Qué podríamos ver? ¿Una de Ginger Rogers? ¿Cuál será la última que habrá hecho? ¿Y Greta Garbo? ¿Volverá al cine o lo ha dejado para siempre? Echaré de menos las revistas de cine…

Estamos en Nueva York. Paseo con un chico por el Central Park. ¡Está tan bonito en otoño! Me invitará a un helado o, mejor, me invitará a cenar. Una cena en un restaurante de lujo, porque el chico pertenece a una familia de la alta sociedad. Está muy guapo con su traje negro. Mi vestido es largo, amplio, brilla a la luz de las velas. Me ha dicho que estoy muy guapa; yo me he ruborizado. Hablamos de nuestras vidas. Le cuento que me han contratado en el Times. Soy periodista. He escrito varios libros. Me escucha con atención, me ruborizo. Le pregunto cómo ha sido su vida. Me dice que está harto de esas chicas superficiales y egoístas. Le gusta la tristeza de mis ojos.

Paseamos. Me lleva a casa, a unos pasos del Central Park, en Manhattan. En el portal nos detenemos. Quiero que me bese. ¿Lo hará? Le miro a los ojos, me aparta un mechón de pelo. Se acerca. Me va a besar. Sí, lo hace. Besa bien…

No quiero abrir los ojos…

Los abro…

Estoy delante de una cámara fotográfica de fuelle, la que tenía mi padre antes de la guerra. ¿Cuándo me hicieron una fotografía estando libre, sin miedo a que nos detuvieran? Fue hace tanto tiempo. Antes de que llegáramos a Bergen Belsen o estuviéramos en Auschwitz. Antes de que nos encerráramos en la casa de al lado. Sí, he vuelto a ese momento.

Es domingo. Estamos todos de punta en blanco. A papá se le ve muy elegante y mamá está muy guapa. Margot tiene esa belleza tan serena que no ha podido conservar. Yo soy una niña todavía. Hay baile en la plaza del barrio. Mamá nos dice que podemos comprar caramelos. Tenemos de muchos tipos: de menta, de fresa, de limón.

La música suena; las parejas bailan. ¡Qué guapa está Tania!

-¡Qué vestido tan feo lleva Sara! ¡Qué creída es Sara! ¡Qué mal ha tratado a la pobre Tania! ¿Nos dejas subir al tiovivo, mamá?

El tiovivo parece un tobogán. Subimos y bajamos. Reímos y gritamos. Nos bajamos.

-¿Nos hacemos una fotografía?

El hombre nos coloca. Papá y mamá detrás, cogidos de la mano. Nosotras, delante. Papá está muy elegante y mamá, muy guapa. Margot tiene esa belleza tan serena…Yo soy una niña todavía…


8 de agosto de 1944. Ámsterdam.

…Entramos en el vagón; nos pusimos en la parte más cercana a la salida. Me senté junto a la ventanilla; fuera, hacía calor… Cuando quise abrirla, no pude. Papá pidió permiso con un gesto al guardia que teníamos asignado; este se lo concedió. Entonces, mi padre se levantó y consiguió forzar el cierre.

El tren se alejaba de Ámsterdam, de las gaviotas, del mar. Aunque parecía una excursión, todos sabíamos que seguramente nos esperaba la muerte… Estábamos en silencio. Sin embargo, en ese momento yo disfrutaba del paisaje, observaba todo lo que me rodeaba con una sonrisa.

Los campos de trigo aún no se habían secado... Respiraba el aire fresco, disfrutaba del cosquilleo del sol en la cara. Una ligera brisa agitaba mi pelo y el cielo, sin nubes, era azul...






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