ABEL ROMERO BUENDÍA
Santiago de Chile, 1948-Montevideo, 2032
Es difícil
de contar la vida de este hombre, Abel Romero Buendía. ¿Fue un policía al
servicio de Allende? ¿Un exiliado? ¿Un asesino a sueldo? ¿El responsable de una
funeraria de prestigio? ¿Un kirchneriano de pro? Sí, fue todo eso, y también,
es posible que no lo fuera. ¡Quién puede conocer la vida de otro!
Poco se
sabe de su infancia; dicen que su madre, Andrea, era de la Patagonia y su
padre, Ramiro, del Boca. No hay más datos sobre sus orígenes. Se ignora por qué
se encargó de hacerlos desaparecer, incluso de los archivos. ¿Qué motivos
podría tener? ¿Económicos, vergüenza? Alguno asegura que su padre era un
antiguo nazi que robó un apellido para integrarse mejor en la sociedad
bonaerense –a la que llegó, nada más terminar la guerra, desde Alemania- y,
posteriormente, cuando se trasladaron al otro lado de los Andes, en la de
Santiago de Chile. Otros, que su madre, en su juventud, fue amante de Carlos
Gardel. No dejan de ser suposiciones sin ningún fundamento. Acabaron los dos viviendo
en Chile, gracias a que un amigo muy cercano de su madre, en otro tiempo, pareja
y amante de grato recuerdo, les proporcionó a los dos un trabajo en la
Administración.
Los
primeros datos que tenemos es que, cuando cumplió los veinte años, entró en el
cuerpo de la policía. Un año después, sus padres murieron en un accidente de
tráfico, en circunstancias que quedaron sin aclarar. Hay quien asegura que su
padre, en realidad, asesinó a su madre en un arrebato de celos. Y que Abel
ocultó ese hecho a las autoridades, borrando todas las pruebas, recreando un
falso accidente.
Al llegar Allende al poder era ya
inspector de la policía en uno de los distritos más populosos de la ciudad.
Dicen que su afiliación al partido comunista –afiliación que nunca conocieron
sus padres- ayudó, pero Abel era inteligente y concienzudo. Investigó dos
asesinatos peculiares que se hicieron famosos en los periódicos de la época. La
resolución era de sentido común en ambos casos, pero, aún así, le sirvió para
alcanzar una gloria inmerecida.
El golpe de
estado le pilló en un día que libraba. Cuando escuchó la voz de Allende en la
radio, supo que si se quedaba, no saldría vivo. Se enrolló el petate, se subió
a la máquina y, buscando las rutas más complicadas, llegó a la frontera esa
misma noche y se pasó a la Argentina. Nunca más volvió a Chile, al menos,
oficialmente.
Su vida en
el exilio fue rocambolesca y, probablemente, la parte más desconocida de su
biografía, -si olvidamos su infancia-. Se asegura que estuvo en casi todos los
países del Sur de América: Venezuela, Colombia, Perú, Ecuador, Bolivia,
Uruguay. Era un hombre práctico. Evitaba cualquier tipo de encuentro con grupos
de izquierda, aunque mantenía con algunos de ellos muy buenas relaciones. Y,
con todo, también sabía moverse en las altas esferas de las democracias
corruptas o las dictaduras en ciernes. Nunca fue detenido.
¿En qué
trabajaba? Algunos consideran que fue entonces, cuando comenzó su carrera como
asesino a cambio de cuantiosas pagas. Podía ser una mujer que deseaba la muerte
del marido para heredar su fortuna o un amante que quería eliminar a su rival.
Evitaba los asesinatos políticos; eso, curiosamente, le permitió moverse con
mayor libertad. En aquellos tiempos, el poder estaba más interesado en grupos
insurgentes. Un asesino “privado” concitaba menos interés e, incluso, hasta
indiferencia.
Sus métodos
eran muy profesionales; no solía dejar huellas de ningún tipo y abandonaba el
lugar, en cuanto cometía el crimen. Eso explicaría el número de países en los
que estuvo durante esos años. Él, sin embargo, negaba los hechos: sólo se
dedicaba a la compra y venta de objetos de segunda mano, según aseguró a sus
más allegados.
Cuando las
dictaduras argentina y chilena cayeron, nuevos clientes llamaron a su puerta.
Le ofrecieron mucho dinero si encontraba y eliminaba a antiguos torturadores,
que se habían ocultado en Europa. Aceptó, porque, en el fondo, sentía cierta
aversión hacia este tipo de monstruos, a la par que fascinación por algunos.
Estuvo en Francia, Grecia, Italia, Marruecos, España. Era un hombre
concienzudo; ninguno de ellos supo nunca quien lo ejecutaba. No sintió ningún
tipo de remordimiento.
En cierta
ocasión se detuvo a comer en una cantina muy cerca de la carretera nacional que
lleva a Buenos Aires. Le habían asignado días antes un caso peculiar. El hombre
al que tenía que encontrar y ejecutar era no sólo un torturador y un asesino,
sino también un poeta, Carlos Ramírez Hoffmann. Había desaparecido, pero dejaba
pistas en revistas literarias especializadas, poemas extraños e incoherentes. Ese
sería el hilo que seguiría Abel ya que en una semana tenía pensado trasladarse
a Europa para iniciar su investigación.
Se sentó en
una mesa de caoba, cerca de la puerta, y pidió el menú más sencillo. No
esperaba mucho. El lugar era oscuro y lúgubre; no invitaba a quedarse demasiado
tiempo. Cuando comenzaba el primer plato, unas papas grasientas y sin
sustancia, se sentó a su lado un hombre mayor; tendría alrededor de unos
setenta años. Manos callosas, pelo blanco, arrugas infinitas. Le dejó hablar.
Llevaba horas en la carretera y escuchar una voz humana, pensó, no le vendría
mal. No sabe cómo pero la conversación derivó de improviso en una historia que
despertó el interés de Abel.
A pocas
millas de la cantina había una pequeña población rural que atesoraba, como
tantas otras de la zona, atractivas leyendas. Una de ellas contaba que en
tiempos de los españoles o de la Independencia –había división de opiniones en
este aspecto- se enterraron lingotes de oro en cuevas, agujeros, recovecos; es
decir, que debajo de las calles del pueblo, los suelos de las casas y las
piedras de las iglesias, se escondía un tesoro. Algunos aseguraban que aún
estaba allí para quien quisiera desenterrarlo.
Hace unos años un periodista, un escritor
que colaboraba en la gaceta local comenzó a publicar varios artículos en los
que demostraba con hechos, datos y testimonios anónimos que esos lingotes existían.
Todo el pueblo esperaba los artículos con impaciencia; querían saber más. Muchos
creyeron a pies juntillas lo que el periodista contaba. En realidad, sólo era
una creación literaria. Cuando el asunto escapó de su control, decidió revelar
la verdad. Muchos se sintieron decepcionados y no le perdonaron.
Abel quiso
conocer a este escritor. Le preguntó al anciano dónde podría encontrarle.
- Murió…
-dudó, antes de continuar-… bueno, se suicidó. Asuntos personales… ¡Quien sabe
lo que hay dentro de cada uno de nosotros! ¿No cree?
Abel no
dejó de dar vueltas a esta historia en los meses siguientes. Una noche, en una
pensión de Barcelona, a unos pasos de las Ramblas, en pleno barrio del Raval,
tomó la decisión de retirarse. Había conseguido el dinero suficiente para
levantar una funeraria. Le parecía un negocio floreciente –Abel Romero siempre
conservó un fino sentido del humor- y quería legar a su familia algo más que un
recuerdo difuso y lejano.
Se había
casada con una uruguaya de la ciudad de Montevideo, Clara. Mujer paciente,
silenciosa, nunca preguntaba demasiado. Eso siempre le agradó a Abel. Tuvieron
un hijo y una hija. Serían sus herederos. Su apellido no se perdería como el de
sus padres. Partía de cero. Era un hombre nuevo, sin pasado. Le gustaba esa
idea.
Abel no se
equivocó. El negocio que empezó en una de las calles más sucias de Buenos Aires
se extendió con filiales en cada uno de los barrios de la ciudad y, por
supuesto, con alguna en Montevideo. Él prefería vivir en Buenos Aires –era una
ciudad más viva y dinámica que la de su mujer-, pero los veranos se pasaba al
otro lado y disfrutaba de unas semanas de vacaciones en una finca que había
comprado para su familia, a unos kilómetros de la capital uruguaya. Llegó a ser
vecino de José Mújica y, cuando los dos se jubilaron –alrededor del 2015, el
político; en el 2017, Abel- intercambiaban largas conversaciones, al calor del
fuego o en una terraza, acariciando a sus gatos, disfrutando de un buen mate…
Conocí a Abel en diciembre del
2014. Mi madre había muerto en Buenos Aires por esas fechas de manera
imprevista. Se llevaron su cuerpo a una funeraria, situada al otro lado de la
Avenida 9 de Julio, en el barrio de San Telmo.
En una de las visitas que hicimos
mi hermano y yo, durante los días en los que intentábamos acelerar los
trámites, observé cómo un tipo achaparrado, de gestos vivos y precisos, hablaba
con el encargado. Supe enseguida que era el propietario de la empresa. Me
pareció un tipo desapasionado, un verdadero profesional. No sabía que me
encontraba ante Abel Romero, policía chileno que adquirió cierta fama en época
de Allende y que luego, muchos años después en 1998, siendo investigador,
asesinó en Lloret de Mar a Carlos Ramírez Hoffmann, poeta nazi y torturador
durante el golpe militar, con la inestimable ayuda de un poeta chileno, alter
ego de Roberto Bolaño.
Con el dinero que recibió por
este último servicio, había levantado una empresa funeraria cerca del barrio de
la Boca, donde tenía algunos contactos; luego, con las ganancias obtenidas,
decidió ampliar su negocio a otros barrios de la capital. Esta que hacía era
una visita rutinaria y ni siquiera se fijó en nosotros; nos preguntó si éramos
españoles, comentó que conocía Barcelona y dejó que su empleado se ocupara del
asunto por el que veníamos, sentándose, mientras tanto, en la mesa y revisando
algunos papeles.
Volvió
a saber de nosotros cuando recibió una queja –más bien, era una petición de
explicaciones- por parte de la aseguradora española con la que mantenían un
convenio que les reportaba pingües beneficios. Su encargado le había comentado
problemas en esta aseguradora –no eran nuevos en los últimos años: trabajaban
con becarios que tenían sueldos miserables y los recortes, como era de suponer,
incidían en la calidad del servicio-, pero le sorprendió saber que parte de
esas quejas también les afectaba a ellos. Leyó el documento.
Nosotros
asegurábamos que el cadáver no había sido embalsamado adecuadamente. Respondió
de inmediato con una sarta de argumentos seudocientíficos y tópicos enrevesados
que se sabía al dedillo. Nadie le replicaría; las pruebas a estas alturas se
habrían borrado. Estuvo en lo cierto; no presentamos más quejas. Sin embargo,
Abel Romero sabía que tal fraude sí existió. Era habitual. Para conservar los
cadáveres solían utilizar un líquido especial, pero como era caro, casi siempre
reducían la cantidad. Prometían al cliente que el cuerpo se conservaría meses;
por supuesto, en condiciones como las de aquel diciembre bonaerense
–temperaturas que superaban los treinta o cuarenta grados- a los siete días el
cuerpo empezaría a descomponerse, pero nadie era enterrado con tanto retraso.
En este caso, ocurrió.
Abel Romero era un hombre serio.
Despidió al encargado. Por incompetencia. Por no saber distinguir entre un
cliente al que engañar y otro que merecía más atención y que desconfiaría, si
hacían lo de siempre. No pensó en cambiar la norma de la empresa –seguirían
utilizando menos líquido del necesario; en eso no transigiría. Los tiempos no
estaban para derroches y, además, todo el mundo lo hacía-; pero necesitaba a
alguien que supiera adelantarse a los problemas o, al menos, que le consultara
a él, en caso de duda. Colocó a su nieto, que acababa de salir de la
universidad, en el puesto y, a continuación, preparó las maletas. Ese fin de semana
tenía que asistir al Congreso de Funerarias que se celebraba en Montevideo.
Abel era un
kirchnerista convencido: de ella, no de él. Siempre pensó que Cristina era más
inteligente que su marido y la apoyó en todos las aventuras políticas que
emprendió, proporcionando dinero a sus campañas. La llegada de Macri coincidió
con el principio de su jubilación; así que, Abel, un hombre pragmático como
pocos, se retiró, dejando a su hija la responsabilidad de un inmenso imperio
funerario.
Como la
Kirchner volvió a la política, Abel volvió a apoyarla, aunque en este caso, lo
hizo más moviendo hilos entre las bambalinas del poder, desprestigiando a sus
rivales, sacando a la luz los negocios oscuros del partido de Macri.
Decidió
escribir una biografía en la que revelaba sus secretos, incluso hasta los más
turbios, proporcionando nombres y apellidos de personajes influyentes que, en
otro tiempo, habían sido sus clientes. Se decía que entre ellos había
presidentes, ministros y funcionarios de la judicatura de varios países de
Latinoamérica y alguno europeo. Insinuaba en esa biografía que gran parte de
las ganancias de sus últimos años las había adquirido teniéndolos bajo cuerda.
Bastaba con una ligera amenaza de que saldrían a la luz papeles comprometedores
y en unos días conseguía una contrata donde otros necesitaban meses.
A su
muerte, se publicó una edición espurgada, corregida. Sus hijos recibieron
presiones y decidieron sacar a la luz sólo aquello que no les hubiera costado
pérdidas millonarias en los juzgados o que pudieran
afectar a su salud personal. Aún así, en internet se filtró la versión
original, muy leída y comentada en las redes.
Fue un tipo
peculiar hasta en su muerte. Cuando enfermó de cáncer y le confirmaron que no
viviría más de un par de meses, cerró todos sus asuntos, se despidió de su
familia –con una cena opípara, vino y un postre exquisito bañado en dulce de
leche-, se encerró en el baño, disfrutó de un mate, y, mientras leía un
opúsculo de Séneca, se cortó las venas. Fue una muerte dulce…
A
principios de este siglo en un pueblo de la Pampa una empresa petrolífera –o
eso decía ser- comenzó unas prospecciones. Decían que estaba detrás un chavo de
Buenos Aires o de Montevideo; hay división de opiniones sobre este particular.
Muchos creían que lo que buscaba en realidad era “el tesoro”. A los cuatro
meses la empresa se evaporó…
Hay quienes
piensan que encontró los lingotes y que con ese dinero se construyeron
hospitales públicos, centros sociales y se dieron miles de becas durante los
gobiernos de los Kirchner en Argentina y de José Mújica en Uruguay. Se dice…
Tal vez sólo sea eso: otra leyenda.
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