domingo, 8 de abril de 2018

UNA LEYENDA


ABEL ROMERO BUENDÍA
Santiago de Chile, 1948-Montevideo, 2032
           
            Es difícil de contar la vida de este hombre, Abel Romero Buendía. ¿Fue un policía al servicio de Allende? ¿Un exiliado? ¿Un asesino a sueldo? ¿El responsable de una funeraria de prestigio? ¿Un kirchneriano de pro? Sí, fue todo eso, y también, es posible que no lo fuera. ¡Quién puede conocer la vida de otro!

            Poco se sabe de su infancia; dicen que su madre, Andrea, era de la Patagonia y su padre, Ramiro, del Boca. No hay más datos sobre sus orígenes. Se ignora por qué se encargó de hacerlos desaparecer, incluso de los archivos. ¿Qué motivos podría tener? ¿Económicos, vergüenza? Alguno asegura que su padre era un antiguo nazi que robó un apellido para integrarse mejor en la sociedad bonaerense –a la que llegó, nada más terminar la guerra, desde Alemania- y, posteriormente, cuando se trasladaron al otro lado de los Andes, en la de Santiago de Chile. Otros, que su madre, en su juventud, fue amante de Carlos Gardel. No dejan de ser suposiciones sin ningún fundamento. Acabaron los dos viviendo en Chile, gracias a que un amigo muy cercano de su madre, en otro tiempo, pareja y amante de grato recuerdo, les proporcionó a los dos un trabajo en la Administración.

            Los primeros datos que tenemos es que, cuando cumplió los veinte años, entró en el cuerpo de la policía. Un año después, sus padres murieron en un accidente de tráfico, en circunstancias que quedaron sin aclarar. Hay quien asegura que su padre, en realidad, asesinó a su madre en un arrebato de celos. Y que Abel ocultó ese hecho a las autoridades, borrando todas las pruebas, recreando un falso accidente.

Al llegar Allende al poder era ya inspector de la policía en uno de los distritos más populosos de la ciudad. Dicen que su afiliación al partido comunista –afiliación que nunca conocieron sus padres- ayudó, pero Abel era inteligente y concienzudo. Investigó dos asesinatos peculiares que se hicieron famosos en los periódicos de la época. La resolución era de sentido común en ambos casos, pero, aún así, le sirvió para alcanzar una gloria inmerecida.

            El golpe de estado le pilló en un día que libraba. Cuando escuchó la voz de Allende en la radio, supo que si se quedaba, no saldría vivo. Se enrolló el petate, se subió a la máquina y, buscando las rutas más complicadas, llegó a la frontera esa misma noche y se pasó a la Argentina. Nunca más volvió a Chile, al menos, oficialmente.

            Su vida en el exilio fue rocambolesca y, probablemente, la parte más desconocida de su biografía, -si olvidamos su infancia-. Se asegura que estuvo en casi todos los países del Sur de América: Venezuela, Colombia, Perú, Ecuador, Bolivia, Uruguay. Era un hombre práctico. Evitaba cualquier tipo de encuentro con grupos de izquierda, aunque mantenía con algunos de ellos muy buenas relaciones. Y, con todo, también sabía moverse en las altas esferas de las democracias corruptas o las dictaduras en ciernes. Nunca fue detenido.

            ¿En qué trabajaba? Algunos consideran que fue entonces, cuando comenzó su carrera como asesino a cambio de cuantiosas pagas. Podía ser una mujer que deseaba la muerte del marido para heredar su fortuna o un amante que quería eliminar a su rival. Evitaba los asesinatos políticos; eso, curiosamente, le permitió moverse con mayor libertad. En aquellos tiempos, el poder estaba más interesado en grupos insurgentes. Un asesino “privado” concitaba menos interés e, incluso, hasta indiferencia.

            Sus métodos eran muy profesionales; no solía dejar huellas de ningún tipo y abandonaba el lugar, en cuanto cometía el crimen. Eso explicaría el número de países en los que estuvo durante esos años. Él, sin embargo, negaba los hechos: sólo se dedicaba a la compra y venta de objetos de segunda mano, según aseguró a sus más allegados.

            Cuando las dictaduras argentina y chilena cayeron, nuevos clientes llamaron a su puerta. Le ofrecieron mucho dinero si encontraba y eliminaba a antiguos torturadores, que se habían ocultado en Europa. Aceptó, porque, en el fondo, sentía cierta aversión hacia este tipo de monstruos, a la par que fascinación por algunos. Estuvo en Francia, Grecia, Italia, Marruecos, España. Era un hombre concienzudo; ninguno de ellos supo nunca quien lo ejecutaba. No sintió ningún tipo de remordimiento.

            En cierta ocasión se detuvo a comer en una cantina muy cerca de la carretera nacional que lleva a Buenos Aires. Le habían asignado días antes un caso peculiar. El hombre al que tenía que encontrar y ejecutar era no sólo un torturador y un asesino, sino también un poeta, Carlos Ramírez Hoffmann. Había desaparecido, pero dejaba pistas en revistas literarias especializadas, poemas extraños e incoherentes. Ese sería el hilo que seguiría Abel ya que en una semana tenía pensado trasladarse a Europa para iniciar su investigación.

            Se sentó en una mesa de caoba, cerca de la puerta, y pidió el menú más sencillo. No esperaba mucho. El lugar era oscuro y lúgubre; no invitaba a quedarse demasiado tiempo. Cuando comenzaba el primer plato, unas papas grasientas y sin sustancia, se sentó a su lado un hombre mayor; tendría alrededor de unos setenta años. Manos callosas, pelo blanco, arrugas infinitas. Le dejó hablar. Llevaba horas en la carretera y escuchar una voz humana, pensó, no le vendría mal. No sabe cómo pero la conversación derivó de improviso en una historia que despertó el interés de Abel.

            A pocas millas de la cantina había una pequeña población rural que atesoraba, como tantas otras de la zona, atractivas leyendas. Una de ellas contaba que en tiempos de los españoles o de la Independencia –había división de opiniones en este aspecto- se enterraron lingotes de oro en cuevas, agujeros, recovecos; es decir, que debajo de las calles del pueblo, los suelos de las casas y las piedras de las iglesias, se escondía un tesoro. Algunos aseguraban que aún estaba allí para quien quisiera desenterrarlo.

Hace unos años un periodista, un escritor que colaboraba en la gaceta local comenzó a publicar varios artículos en los que demostraba con hechos, datos y testimonios anónimos que esos lingotes existían. Todo el pueblo esperaba los artículos con impaciencia; querían saber más. Muchos creyeron a pies juntillas lo que el periodista contaba. En realidad, sólo era una creación literaria. Cuando el asunto escapó de su control, decidió revelar la verdad. Muchos se sintieron decepcionados y no le perdonaron.

            Abel quiso conocer a este escritor. Le preguntó al anciano dónde podría encontrarle.

            - Murió… -dudó, antes de continuar-… bueno, se suicidó. Asuntos personales… ¡Quien sabe lo que hay dentro de cada uno de nosotros! ¿No cree?

            Abel no dejó de dar vueltas a esta historia en los meses siguientes. Una noche, en una pensión de Barcelona, a unos pasos de las Ramblas, en pleno barrio del Raval, tomó la decisión de retirarse. Había conseguido el dinero suficiente para levantar una funeraria. Le parecía un negocio floreciente –Abel Romero siempre conservó un fino sentido del humor- y quería legar a su familia algo más que un recuerdo difuso y lejano.

            Se había casada con una uruguaya de la ciudad de Montevideo, Clara. Mujer paciente, silenciosa, nunca preguntaba demasiado. Eso siempre le agradó a Abel. Tuvieron un hijo y una hija. Serían sus herederos. Su apellido no se perdería como el de sus padres. Partía de cero. Era un hombre nuevo, sin pasado. Le gustaba esa idea.

            Abel no se equivocó. El negocio que empezó en una de las calles más sucias de Buenos Aires se extendió con filiales en cada uno de los barrios de la ciudad y, por supuesto, con alguna en Montevideo. Él prefería vivir en Buenos Aires –era una ciudad más viva y dinámica que la de su mujer-, pero los veranos se pasaba al otro lado y disfrutaba de unas semanas de vacaciones en una finca que había comprado para su familia, a unos kilómetros de la capital uruguaya. Llegó a ser vecino de José Mújica y, cuando los dos se jubilaron –alrededor del 2015, el político; en el 2017, Abel- intercambiaban largas conversaciones, al calor del fuego o en una terraza, acariciando a sus gatos, disfrutando de un buen mate…


Conocí a Abel en diciembre del 2014. Mi madre había muerto en Buenos Aires por esas fechas de manera imprevista. Se llevaron su cuerpo a una funeraria, situada al otro lado de la Avenida 9 de Julio, en el barrio de San Telmo.

En una de las visitas que hicimos mi hermano y yo, durante los días en los que intentábamos acelerar los trámites, observé cómo un tipo achaparrado, de gestos vivos y precisos, hablaba con el encargado. Supe enseguida que era el propietario de la empresa. Me pareció un tipo desapasionado, un verdadero profesional. No sabía que me encontraba ante Abel Romero, policía chileno que adquirió cierta fama en época de Allende y que luego, muchos años después en 1998, siendo investigador, asesinó en Lloret de Mar a Carlos Ramírez Hoffmann, poeta nazi y torturador durante el golpe militar, con la inestimable ayuda de un poeta chileno, alter ego de Roberto Bolaño.

Con el dinero que recibió por este último servicio, había levantado una empresa funeraria cerca del barrio de la Boca, donde tenía algunos contactos; luego, con las ganancias obtenidas, decidió ampliar su negocio a otros barrios de la capital. Esta que hacía era una visita rutinaria y ni siquiera se fijó en nosotros; nos preguntó si éramos españoles, comentó que conocía Barcelona y dejó que su empleado se ocupara del asunto por el que veníamos, sentándose, mientras tanto, en la mesa y revisando algunos papeles.

            Volvió a saber de nosotros cuando recibió una queja –más bien, era una petición de explicaciones- por parte de la aseguradora española con la que mantenían un convenio que les reportaba pingües beneficios. Su encargado le había comentado problemas en esta aseguradora –no eran nuevos en los últimos años: trabajaban con becarios que tenían sueldos miserables y los recortes, como era de suponer, incidían en la calidad del servicio-, pero le sorprendió saber que parte de esas quejas también les afectaba a ellos. Leyó el documento.

Nosotros asegurábamos que el cadáver no había sido embalsamado adecuadamente. Respondió de inmediato con una sarta de argumentos seudocientíficos y tópicos enrevesados que se sabía al dedillo. Nadie le replicaría; las pruebas a estas alturas se habrían borrado. Estuvo en lo cierto; no presentamos más quejas. Sin embargo, Abel Romero sabía que tal fraude sí existió. Era habitual. Para conservar los cadáveres solían utilizar un líquido especial, pero como era caro, casi siempre reducían la cantidad. Prometían al cliente que el cuerpo se conservaría meses; por supuesto, en condiciones como las de aquel diciembre bonaerense –temperaturas que superaban los treinta o cuarenta grados- a los siete días el cuerpo empezaría a descomponerse, pero nadie era enterrado con tanto retraso. En este caso, ocurrió.

            Abel Romero era un hombre serio. Despidió al encargado. Por incompetencia. Por no saber distinguir entre un cliente al que engañar y otro que merecía más atención y que desconfiaría, si hacían lo de siempre. No pensó en cambiar la norma de la empresa –seguirían utilizando menos líquido del necesario; en eso no transigiría. Los tiempos no estaban para derroches y, además, todo el mundo lo hacía-; pero necesitaba a alguien que supiera adelantarse a los problemas o, al menos, que le consultara a él, en caso de duda. Colocó a su nieto, que acababa de salir de la universidad, en el puesto y, a continuación, preparó las maletas. Ese fin de semana tenía que asistir al Congreso de Funerarias que se celebraba en Montevideo.


            Abel era un kirchnerista convencido: de ella, no de él. Siempre pensó que Cristina era más inteligente que su marido y la apoyó en todos las aventuras políticas que emprendió, proporcionando dinero a sus campañas. La llegada de Macri coincidió con el principio de su jubilación; así que, Abel, un hombre pragmático como pocos, se retiró, dejando a su hija la responsabilidad de un inmenso imperio funerario.

            Como la Kirchner volvió a la política, Abel volvió a apoyarla, aunque en este caso, lo hizo más moviendo hilos entre las bambalinas del poder, desprestigiando a sus rivales, sacando a la luz los negocios oscuros del partido de Macri.

            Decidió escribir una biografía en la que revelaba sus secretos, incluso hasta los más turbios, proporcionando nombres y apellidos de personajes influyentes que, en otro tiempo, habían sido sus clientes. Se decía que entre ellos había presidentes, ministros y funcionarios de la judicatura de varios países de Latinoamérica y alguno europeo. Insinuaba en esa biografía que gran parte de las ganancias de sus últimos años las había adquirido teniéndolos bajo cuerda. Bastaba con una ligera amenaza de que saldrían a la luz papeles comprometedores y en unos días conseguía una contrata donde otros necesitaban meses.

            A su muerte, se publicó una edición espurgada, corregida. Sus hijos recibieron presiones y decidieron sacar a la luz sólo aquello que no les hubiera costado pérdidas millonarias en los juzgados o que pudieran afectar a su salud personal. Aún así, en internet se filtró la versión original, muy leída y comentada en las redes.

            Fue un tipo peculiar hasta en su muerte. Cuando enfermó de cáncer y le confirmaron que no viviría más de un par de meses, cerró todos sus asuntos, se despidió de su familia –con una cena opípara, vino y un postre exquisito bañado en dulce de leche-, se encerró en el baño, disfrutó de un mate, y, mientras leía un opúsculo de Séneca, se cortó las venas. Fue una muerte dulce…


            A principios de este siglo en un pueblo de la Pampa una empresa petrolífera –o eso decía ser- comenzó unas prospecciones. Decían que estaba detrás un chavo de Buenos Aires o de Montevideo; hay división de opiniones sobre este particular. Muchos creían que lo que buscaba en realidad era “el tesoro”. A los cuatro meses la empresa se evaporó…

            Hay quienes piensan que encontró los lingotes y que con ese dinero se construyeron hospitales públicos, centros sociales y se dieron miles de becas durante los gobiernos de los Kirchner en Argentina y de José Mújica en Uruguay. Se dice… Tal vez sólo sea eso: otra leyenda.

           

           

           

           
           

















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