SANTIAGO DÍAZ GARCÍA, “EL SANTI” o “EL MORTA”
Vallecas, Madrid, 1964-Vallecas, Madrid, 2022
El hijo de Úrsula y Mario fue el
último de tres hermanos. Llegó tarde, cuando nadie lo esperaba. Su madre había
cumplido los cuarenta años. La relación entre los padres ya se había
deteriorado por entonces. Mario no dejaba de humillar a su mujer; en cuanto
salía del trabajo –un taller mecánico- se marchaba con los amigos, se
emborrachaba o se iba de putas. Y ni siquiera necesitaba justificarse.
Lo haré por él. Era un hombre que
se sentía encerrado, agobiado; no veía escapatoria. Hubiera preferido no tener
hijos. Sus padres lo abandonaron nada más nacer. Traer hijos al mundo era
inútil, un desperdicio. Dejó embarazada a Úrsula, al mes de conocerse, y,
obligado por las circunstancias o, quizá porque tuvo un momento de compasión o
debilidad, se casó con ella. A los cinco meses, no podía soportarla, ni a ella,
ni a sí mismo. La humillaba, la insultaba, la trataba con condescendencia. No
había más que desprecio. Ella pasó de la obediencia debida –la educación marca
y mucho- al asco y a la rabia. Las explosiones de furia eran cada vez más
continuas. Una segunda hija no sirvió para calmar los ánimos.
Sorprendió
que Úrsula tuviera un tercer hijo y, además varón, a edad tan tardía, dada la
situación del matrimonio. Algunos se preguntaron si el padre era Mario. Sin
embargo, sorprendentemente, él no tuvo dudas. Le dio su apellido. Tal vez,
Santiago, -recibió además el nombre de su abuelo materno-, hubiera preferido no
llevarlo.
Desde
pequeño Úrsula se refugió en su hijo. Y él creció muy rápido. Sus hermanas
escaparon enseguida de casa con el primer noviete que tuvieron. Podría haber
salido “enmadrado”, pero Santiago se buscó las castañas en un tris tras. Hizo
amigos –no eran buenas compañías-; las referencias que no tenía en casa las
encontró en la calle. Comenzó a sobrevivir.
Las
borracheras de Mario continuaban, pero, a los catorce años, Santiago defendió a
su madre. Lo había hecho muchas veces, recibiendo alguna paliza a cambio, pero
esta vez, su padre salió peor parado. No volvió a hacerlo. Tampoco tuvo muchas
oportunidades; un año después, diagnosticaron a su padre un cáncer de páncreas.
En dos meses, ya estaba muerto. La familia no lo lloró, pero quedaron en una situación
complicada. La pensión de viudedad no proporcionaba suficientes ingresos; las
hermanas no quisieron ayudarlos. Santiago, aunque consiguió algún trabajo, como
camarero o caddy en los campos de
golf de La Moraleja, se dio cuenta enseguida de que obtendría más dinero
haciendo trapicheos, robando coches, atracando bancos.
Formó una
banda con dos hermanos, unos vecinos a los que conocía desde siempre: el Carlos
y el Xavi. Perros callejeros, quinquis. La realidad imitaba a la ficción. El Xavi
una noche de parranda le puso un mote: “El Morta”. Sería para todos los del
barrio el Mortadelo; siempre tuvo una constitución delgada y fina. A la que se
añadían unas gafas, que llevaba desde los nueve años. Tenía su encanto, mucha
labia y algunas chicas se sentían atraídas por su verborrea y esa seguridad en
sí mismo que ocultaba otras taras. Se enrolló con una chica, Sara, un par de
meses antes de cumplir los diecisiete. Ella se quedó embarazada de una niña, a
la que llamarían Clara.
Por
entonces la banda ya había adquirido suficiente experiencia. El modus operandi
era siempre el mismo. El Xavi los esperaba con el coche robado y el motor en
marcha. Santiago se ocupaba del guardia y, a continuación, junto al Carlos,
sacaban el dinero de las cajas de seguridad. Evitaba hacer daño tanto a los
clientes como a los empleados. No los obligaba a echarse al suelo; prefería
llevarlos a una esquina o que se sentaran tranquilamente en los bancos de la
sala de espera. Llevaban pistola, pero sólo en un par de ocasiones tuvo que
utilizarla, disparando al aire. Al principio, se ponían gafas de sol para
ocultar su identidad; pronto, acabarían por colocarse pasamontañas.
Ganaban
mucho dinero y lo gastaban. Gran parte de lo que robaban acababa en los tipos
que les proporcionaban cocaína o “chocolate” en las Vistillas, el Pozo o Santa
Eugenia. Otra parte se la daban a sus madres. La de Carlos y Xavi era
insaciable; los obligaba a salir una y otra vez. La de Santiago, más
inteligente, justificaba a su hijo, pero tampoco lo alentaba.
A los
dieciocho, lo llamaron a filas. No tuvo más remedio que integrarse en el
ejército. Fue allí cuando supo que habían matado al Carlos. La madre de los dos
hermanos no dejaba de decirles que necesitaba dinero, cada vez más. Comenzaron
a arriesgar. Encontraron a un sustituto de Santiago, Pablo, que no estuvo a la
altura. En uno de los robos, el guardia de seguridad sacó la pistola y disparó
a Carlos. La bala le entró por la femoral. Llegó muerto al hospital.
Aunque no
participara en este robo, la confesión de Pablo –Xavi nunca le delató, a pesar
de los golpes y las palizas que recibió en la comisaría- facilitó que
encerraran a Santiago en una cárcel militar. Fue su primera experiencia entre
rejas. Recordaba las visitas de Sara y Clara y las de su madre. Y el trato que
recibía –mucho más estricto que el de otras cárceles por las que pasaría a lo
largo de su vida-. Terminó el servicio militar, cumpliendo su condena.
Ya sin
Carlos, volvió con Xavi a las andadas. Se profesionalizó. A veces, si pensaban
que no era muy complicado, lo hacían solos. Así se quedaban con más y repartían
menos. Si el golpe lo requería, entonces sí, se buscaban a otro, que fuera de
confianza. Llegaron en esos años a robar tres bancos por semana. Y la misma
sucursal, tres veces al mes. Un golpe, al comenzar; otro, a mediados de mes y
el último, antes de que se acabara. Conocían todos los bancos de la zona –el
Atlántico, El Vizcaya, El Bilbao, Caja Madrid, el Santander-.
En
ocasiones, acumuló en sus manos varios millones de pesetas, que gastaba en
drogas, comprándose coches –tuvo tres- y en diversiones de todo tipo. Otra
parte se lo daba a su familia –tuvo un segundo hijo, Pedro- y, sobre todo, a su
madre. Ella no derrochaba tanto; se daba cuenta de que no pasaría mucho tiempo hasta
que lo detuvieran. Lo guardaba en maletas o debajo de la cama. Las hermanas,
cuando la visitaban, se llevaban, sin que lo supiera Santiago, una parte del
botín. Cuando Santiago se enteró, le dijo a su madre que no volviera a
permitirlo.
Habían logrado hasta el año
noventa y uno evitar penas graves. Los habían trincado por hurtos menores –el
robo de un coche- o trapicheos sin importancia, pero nada que tuviera que ver con
los atracos. El Xavi conducía muy bien y en las persecuciones sabía desembarazarse
de los coches de policía y, con más dificultad, del helicóptero. En un robo,
coincidieron a la salida con un general del ejército y sus guardaespaldas. Se
miraron. Santiago sabía que si se ponían a disparar, era hombre muerto. Se
apartó del general y evitó tocarlo; los guardaespaldas comprendieron el gesto.
No se buscaron complicaciones; le dejaron marchar.
Santiago debió pensar que nada le
podría ocurrir, que era intocable, que tenía una flor en el culo, vamos. Hasta
que un día, se les acabó la suerte. Una persecución acabó en la nacional II.
Habían dejado atrás a los coches, pero no al helicóptero, que los continuaba
persiguiendo. Al salir, en una rotonda, el Xavi perdió el control del vehículo
y chocaron contra un muro. No sufrieron daños físicos de importancia –aparte de
algún arañazo-, pero fueron detenidos.
Se les incomunicó en la Dirección
General, en la puerta del Sol. El Santi recuerda las torturas. Sobre todo, se
ensañaba con él una mujer, que le retorcía los testículos. Le ataban a una silla
y dos policías se encargaban de apretarle por la espalda y de frente. Le
colocaban un casco o una bolsa y le golpeaban en la cabeza con una vara. Las
confesiones vinieron solas; recuerda que coincidió con un par de terroristas de
ETA. Por lo que supo, lo que le hicieron a él no fue nada comparado con lo que
sufrieron los otros. Lo denunciaron ante el juez, pero este, como hacía siempre
de manera sistemática, no los escuchó.
No saldría de la cárcel en
diecisiete años. Conoció muchas: Puerto, Aranjuez, Burgos, Meco, Alicante,
Picassent. “La cárcel –siempre lo
decía- te enseña a ser duro”. O te
haces fuerte o mueres. No hay opciones intermedias. Muchos de sus antiguos
amigos durante esos años habían acabado mal: con una jeringuilla en el brazo o
una puñalada en el estómago. A él no le pasaría lo mismo. Buscaba en los
módulos que le asignaban –siempre los más complicados, del uno al cinco, donde
metían a los presos más peligrosos- a los que pudieran protegerlo. Respetaba a
los narcotraficantes y a los de ETA y evitaba mezclarse con ellos o tener
enfrentamientos. Podía salir mal parado. En una ocasión, uno de los
terroristas, un tipo con boina, fortachón, le mandó de un puñetazo, a cinco
metros de distancia. Aprendió la lección; a partir de
ese día, mantuvo las distancias.
Él también sabía defenderse. Lo
llamaban “el loquillo”. Trapicheaba con droga y sabía moverla entre los
compañeros. Se la traían su pareja y, en alguna ocasión, su propia madre. Y con
la colaboración de algún funcionario, montaba el negocio. A cambio, conseguía
protección. Si había que marcar el territorio, lo hacía: con puños, golpes –a
uno lo remató, partiéndole los dientes en la taza de un váter- o, incluso, si
las cosas se complicaban, con puñales. En un asunto de drogas, mal resuelto, terminó
peleando con tres tipos –“mala gente,
peligrosa”, según sus palabras-. Los apuñaló en el tórax y el estómago.
Sobrevivieron, pero casi no lo cuentan.
Por supuesto, todos estos
conflictos le convirtieron en uno de esos presos que nunca disfrutaba de salidas.
No conoció el tercer grado; casi siempre estuvo en primer grado, incomunicado o
con el régimen FIES. En la cárcel llegó a ser responsable de limpieza –en la de
Meco- o en el economato –Burgos o Puerto-. En las horas que no podían salir al
patio, leyó muchos libros y pintó bastantes cuadros. Dejó de hacer ambas
tareas, cuando salió de la cárcel. Se sacó la educación básica, mientras estuvo
en el talego.
Su mujer acabó divorciándose.
Había encontrado otra pareja. Sus hijos le visitaban, pero en escasas
ocasiones. Fue su madre, la que a pesar de su avanzada edad y las enfermedades,
nunca le abandonó. Si no iba a visitarle, lo llamaba.
La condena concluyó en el 2007.
Adaptarse a la vida fuera de la cárcel, reintegrarse no es fácil. Sus
enfermedades –tenía el SIDA; su cuerpo se había debilitado por las drogas-, le
impedían cualquier tipo de trabajo que supusiera esfuerzo físico prolongado.
Consiguió con el tiempo una jubilación anticipada.
La pensión era escasa; así que
trapicheó con hachís y marihuana en el barrio. Llegó a ser muy conocido entre
los jóvenes. Tenía a unos doscientos, como clientes habituales. Les pasaba cien
gramos a la semana. Los policías lo vigilaban; cuando tuvo choques con uno de
ellos, supo que había llegado el momento de dejarlo. Si seguía, acabaría de
nuevo en la cárcel. Además, su madre tenía ya, por entonces, ochenta y cinco
años. No podía hacerle eso; tenía que estar con ella y cuidarla. No la
abandonaría, como habían hecho sus hermanas. Era el año 2012.
Para ocupar el tiempo libre que
tenía, adoptó a una perrita terrier, a la que llamó Xena. Muy inteligente,
tranquila, marcó el ritmo diario de Santiago. Cuidar de la perrita y de su
madre fueron sus prioridades. Al bajarla al parque, que tenía enfrente de casa,
entabló amistad con un grupo de mujeres de clase media que también paseaban a
sus perros. Una de ellas se llamaba Silvia. Se daba la circunstancia de que había sido
cajera de uno de los bancos que Santiago atracó en los años noventa; después, consiguió un puesto en la sede del PP de la calle Génova, en los tiempos de
mayor corrupción, e incluso, acabó casándose con uno de los Marichalar. Hastiada del mundo, como una monja, se había
recluido en Vallecas e intentaba sobrevivir como secretaria, en una oficina de
abogados, especializados en herencias. Congeniaron. Santiago intentó ligar con
ella, pero Silvia le puso firme. El Morta aceptó que sólo serían amigos. Las
diferencias de clase, a veces, son insalvables.
Se llevaba bien con Sara, su hija
mayor. A sus hermanas hace mucho que no las trataba. Con Pedro, su segundo
hijo, tuvo una pelea, por culpa de una mujer. Se dejaron de hablar durante más de
cinco años, hasta la muerte de la abuela. A los noventa y seis años, en
diciembre de 2020, Úrsula falleció.
Esa muerte lo dejó solo. Estuvo
muchas veces, a punto de aceptar una oferta –de las muchas que le hicieron
desde su salida de la cárcel- para dar un golpe en un chalet o en un banco.
Desconfiaba de los rumanos o los del Este –eran muy violentos y se manchaban
las manos de sangre-; finalmente,
aceptaría la de un grupo, formado por tres vecinos a los que conocía de los
años ochenta y un par de jovencitos que no llegarían a los veinte años.
Facilitó su decisión el que su cuerpo dijera: basta. Primero, fueron
operaciones –de piel, hernia-; luego, una dolencia cardiaca. Finalmente, los
riñones.
Todo estaba perdido. Aceptó el
golpe. Sabía que si las cosas salían mal, no sobreviviría, porque no estaba
dispuesto a acabar de nuevo en la cárcel. Y así fue. El atraco no fue limpio;
más de treinta disparos en el enfrentamiento con la policía. Uno de ellos le
atravesó la garganta. Murió a las pocas horas de ser ingresado en el hospital
Leonor de Vallecas el 24 de abril de 2022.
Una semana antes, había preparado
su testamento. No tenía mucho que legar. El piso de su madre se lo repartieron
sus hijos. Quiso que su perra Xena se quedara con Silvia.
Dicen que sus hijos no lo echaron
mucho de menos. Silvia, en cambio, le lloró.
PUFF,QUE TRISTEZA!!
ResponderEliminarSí, a veces pasa...
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