martes, 10 de abril de 2018

UN SUPERVIVIENTE


SANTIAGO DÍAZ GARCÍA, “EL SANTI” o “EL MORTA”
Vallecas, Madrid, 1964-Vallecas, Madrid, 2022

            El hijo de Úrsula y Mario fue el último de tres hermanos. Llegó tarde, cuando nadie lo esperaba. Su madre había cumplido los cuarenta años. La relación entre los padres ya se había deteriorado por entonces. Mario no dejaba de humillar a su mujer; en cuanto salía del trabajo –un taller mecánico- se marchaba con los amigos, se emborrachaba o se iba de putas. Y ni siquiera necesitaba justificarse.

Lo haré por él. Era un hombre que se sentía encerrado, agobiado; no veía escapatoria. Hubiera preferido no tener hijos. Sus padres lo abandonaron nada más nacer. Traer hijos al mundo era inútil, un desperdicio. Dejó embarazada a Úrsula, al mes de conocerse, y, obligado por las circunstancias o, quizá porque tuvo un momento de compasión o debilidad, se casó con ella. A los cinco meses, no podía soportarla, ni a ella, ni a sí mismo. La humillaba, la insultaba, la trataba con condescendencia. No había más que desprecio. Ella pasó de la obediencia debida –la educación marca y mucho- al asco y a la rabia. Las explosiones de furia eran cada vez más continuas. Una segunda hija no sirvió para calmar los ánimos.

            Sorprendió que Úrsula tuviera un tercer hijo y, además varón, a edad tan tardía, dada la situación del matrimonio. Algunos se preguntaron si el padre era Mario. Sin embargo, sorprendentemente, él no tuvo dudas. Le dio su apellido. Tal vez, Santiago, -recibió además el nombre de su abuelo materno-, hubiera preferido no llevarlo.

            Desde pequeño Úrsula se refugió en su hijo. Y él creció muy rápido. Sus hermanas escaparon enseguida de casa con el primer noviete que tuvieron. Podría haber salido “enmadrado”, pero Santiago se buscó las castañas en un tris tras. Hizo amigos –no eran buenas compañías-; las referencias que no tenía en casa las encontró en la calle. Comenzó a sobrevivir.

            Las borracheras de Mario continuaban, pero, a los catorce años, Santiago defendió a su madre. Lo había hecho muchas veces, recibiendo alguna paliza a cambio, pero esta vez, su padre salió peor parado. No volvió a hacerlo. Tampoco tuvo muchas oportunidades; un año después, diagnosticaron a su padre un cáncer de páncreas. En dos meses, ya estaba muerto. La familia no lo lloró, pero quedaron en una situación complicada. La pensión de viudedad no proporcionaba suficientes ingresos; las hermanas no quisieron ayudarlos. Santiago, aunque consiguió algún trabajo, como camarero o caddy en los campos de golf de La Moraleja, se dio cuenta enseguida de que obtendría más dinero haciendo trapicheos, robando coches, atracando bancos.

            Formó una banda con dos hermanos, unos vecinos a los que conocía desde siempre: el Carlos y el Xavi. Perros callejeros, quinquis. La realidad imitaba a la ficción. El Xavi una noche de parranda le puso un mote: “El Morta”. Sería para todos los del barrio el Mortadelo; siempre tuvo una constitución delgada y fina. A la que se añadían unas gafas, que llevaba desde los nueve años. Tenía su encanto, mucha labia y algunas chicas se sentían atraídas por su verborrea y esa seguridad en sí mismo que ocultaba otras taras. Se enrolló con una chica, Sara, un par de meses antes de cumplir los diecisiete. Ella se quedó embarazada de una niña, a la que llamarían Clara.

            Por entonces la banda ya había adquirido suficiente experiencia. El modus operandi era siempre el mismo. El Xavi los esperaba con el coche robado y el motor en marcha. Santiago se ocupaba del guardia y, a continuación, junto al Carlos, sacaban el dinero de las cajas de seguridad. Evitaba hacer daño tanto a los clientes como a los empleados. No los obligaba a echarse al suelo; prefería llevarlos a una esquina o que se sentaran tranquilamente en los bancos de la sala de espera. Llevaban pistola, pero sólo en un par de ocasiones tuvo que utilizarla, disparando al aire. Al principio, se ponían gafas de sol para ocultar su identidad; pronto, acabarían por colocarse pasamontañas.

            Ganaban mucho dinero y lo gastaban. Gran parte de lo que robaban acababa en los tipos que les proporcionaban cocaína o “chocolate” en las Vistillas, el Pozo o Santa Eugenia. Otra parte se la daban a sus madres. La de Carlos y Xavi era insaciable; los obligaba a salir una y otra vez. La de Santiago, más inteligente, justificaba a su hijo, pero tampoco lo alentaba.

            A los dieciocho, lo llamaron a filas. No tuvo más remedio que integrarse en el ejército. Fue allí cuando supo que habían matado al Carlos. La madre de los dos hermanos no dejaba de decirles que necesitaba dinero, cada vez más. Comenzaron a arriesgar. Encontraron a un sustituto de Santiago, Pablo, que no estuvo a la altura. En uno de los robos, el guardia de seguridad sacó la pistola y disparó a Carlos. La bala le entró por la femoral. Llegó muerto al hospital.

            Aunque no participara en este robo, la confesión de Pablo –Xavi nunca le delató, a pesar de los golpes y las palizas que recibió en la comisaría- facilitó que encerraran a Santiago en una cárcel militar. Fue su primera experiencia entre rejas. Recordaba las visitas de Sara y Clara y las de su madre. Y el trato que recibía –mucho más estricto que el de otras cárceles por las que pasaría a lo largo de su vida-. Terminó el servicio militar, cumpliendo su condena.

            Ya sin Carlos, volvió con Xavi a las andadas. Se profesionalizó. A veces, si pensaban que no era muy complicado, lo hacían solos. Así se quedaban con más y repartían menos. Si el golpe lo requería, entonces sí, se buscaban a otro, que fuera de confianza. Llegaron en esos años a robar tres bancos por semana. Y la misma sucursal, tres veces al mes. Un golpe, al comenzar; otro, a mediados de mes y el último, antes de que se acabara. Conocían todos los bancos de la zona –el Atlántico, El Vizcaya, El Bilbao, Caja Madrid, el Santander-.

            En ocasiones, acumuló en sus manos varios millones de pesetas, que gastaba en drogas, comprándose coches –tuvo tres- y en diversiones de todo tipo. Otra parte se lo daba a su familia –tuvo un segundo hijo, Pedro- y, sobre todo, a su madre. Ella no derrochaba tanto; se daba cuenta de que no pasaría mucho tiempo hasta que lo detuvieran. Lo guardaba en maletas o debajo de la cama. Las hermanas, cuando la visitaban, se llevaban, sin que lo supiera Santiago, una parte del botín. Cuando Santiago se enteró, le dijo a su madre que no volviera a permitirlo.

Habían logrado hasta el año noventa y uno evitar penas graves. Los habían trincado por hurtos menores –el robo de un coche- o trapicheos sin importancia, pero nada que tuviera que ver con los atracos. El Xavi conducía muy bien y en las persecuciones sabía desembarazarse de los coches de policía y, con más dificultad, del helicóptero. En un robo, coincidieron a la salida con un general del ejército y sus guardaespaldas. Se miraron. Santiago sabía que si se ponían a disparar, era hombre muerto. Se apartó del general y evitó tocarlo; los guardaespaldas comprendieron el gesto. No se buscaron complicaciones; le dejaron marchar.

Santiago debió pensar que nada le podría ocurrir, que era intocable, que tenía una flor en el culo, vamos. Hasta que un día, se les acabó la suerte. Una persecución acabó en la nacional II. Habían dejado atrás a los coches, pero no al helicóptero, que los continuaba persiguiendo. Al salir, en una rotonda, el Xavi perdió el control del vehículo y chocaron contra un muro. No sufrieron daños físicos de importancia –aparte de algún arañazo-, pero fueron detenidos.

Se les incomunicó en la Dirección General, en la puerta del Sol. El Santi recuerda las torturas. Sobre todo, se ensañaba con él una mujer, que le retorcía los testículos. Le ataban a una silla y dos policías se encargaban de apretarle por la espalda y de frente. Le colocaban un casco o una bolsa y le golpeaban en la cabeza con una vara. Las confesiones vinieron solas; recuerda que coincidió con un par de terroristas de ETA. Por lo que supo, lo que le hicieron a él no fue nada comparado con lo que sufrieron los otros. Lo denunciaron ante el juez, pero este, como hacía siempre de manera sistemática, no los escuchó.

No saldría de la cárcel en diecisiete años. Conoció muchas: Puerto, Aranjuez, Burgos, Meco, Alicante, Picassent. “La cárcel –siempre lo decía- te enseña a ser duro”. O te haces fuerte o mueres. No hay opciones intermedias. Muchos de sus antiguos amigos durante esos años habían acabado mal: con una jeringuilla en el brazo o una puñalada en el estómago. A él no le pasaría lo mismo. Buscaba en los módulos que le asignaban –siempre los más complicados, del uno al cinco, donde metían a los presos más peligrosos- a los que pudieran protegerlo. Respetaba a los narcotraficantes y a los de ETA y evitaba mezclarse con ellos o tener enfrentamientos. Podía salir mal parado. En una ocasión, uno de los terroristas, un tipo con boina, fortachón, le mandó de un puñetazo, a cinco metros de distancia. Aprendió la lección; a partir de ese día, mantuvo las distancias.

Él también sabía defenderse. Lo llamaban “el loquillo”. Trapicheaba con droga y sabía moverla entre los compañeros. Se la traían su pareja y, en alguna ocasión, su propia madre. Y con la colaboración de algún funcionario, montaba el negocio. A cambio, conseguía protección. Si había que marcar el territorio, lo hacía: con puños, golpes –a uno lo remató, partiéndole los dientes en la taza de un váter- o, incluso, si las cosas se complicaban, con puñales. En un asunto de drogas, mal resuelto, terminó peleando con tres tipos –“mala gente, peligrosa”, según sus palabras-. Los apuñaló en el tórax y el estómago. Sobrevivieron, pero casi no lo cuentan.

Por supuesto, todos estos conflictos le convirtieron en uno de esos presos que nunca disfrutaba de salidas. No conoció el tercer grado; casi siempre estuvo en primer grado, incomunicado o con el régimen FIES. En la cárcel llegó a ser responsable de limpieza –en la de Meco- o en el economato –Burgos o Puerto-. En las horas que no podían salir al patio, leyó muchos libros y pintó bastantes cuadros. Dejó de hacer ambas tareas, cuando salió de la cárcel. Se sacó la educación básica, mientras estuvo en el talego.

Su mujer acabó divorciándose. Había encontrado otra pareja. Sus hijos le visitaban, pero en escasas ocasiones. Fue su madre, la que a pesar de su avanzada edad y las enfermedades, nunca le abandonó. Si no iba a visitarle, lo llamaba.

La condena concluyó en el 2007. Adaptarse a la vida fuera de la cárcel, reintegrarse no es fácil. Sus enfermedades –tenía el SIDA; su cuerpo se había debilitado por las drogas-, le impedían cualquier tipo de trabajo que supusiera esfuerzo físico prolongado. Consiguió con el tiempo una jubilación anticipada.

La pensión era escasa; así que trapicheó con hachís y marihuana en el barrio. Llegó a ser muy conocido entre los jóvenes. Tenía a unos doscientos, como clientes habituales. Les pasaba cien gramos a la semana. Los policías lo vigilaban; cuando tuvo choques con uno de ellos, supo que había llegado el momento de dejarlo. Si seguía, acabaría de nuevo en la cárcel. Además, su madre tenía ya, por entonces, ochenta y cinco años. No podía hacerle eso; tenía que estar con ella y cuidarla. No la abandonaría, como habían hecho sus hermanas. Era el año 2012.

Para ocupar el tiempo libre que tenía, adoptó a una perrita terrier, a la que llamó Xena. Muy inteligente, tranquila, marcó el ritmo diario de Santiago. Cuidar de la perrita y de su madre fueron sus prioridades. Al bajarla al parque, que tenía enfrente de casa, entabló amistad con un grupo de mujeres de clase media que también paseaban a sus perros. Una de ellas se llamaba Silvia. Se daba la circunstancia de que había sido cajera de uno de los bancos que Santiago atracó en los años noventa; después, consiguió un puesto en la sede del PP de la calle Génova, en los tiempos de mayor corrupción, e incluso, acabó casándose con uno de los Marichalar. Hastiada del mundo, como una monja, se había recluido en Vallecas e intentaba sobrevivir como secretaria, en una oficina de abogados, especializados en herencias. Congeniaron. Santiago intentó ligar con ella, pero Silvia le puso firme. El Morta aceptó que sólo serían amigos. Las diferencias de clase, a veces, son insalvables.

Se llevaba bien con Sara, su hija mayor. A sus hermanas hace mucho que no las trataba. Con Pedro, su segundo hijo, tuvo una pelea, por culpa de una mujer. Se dejaron de hablar durante más de cinco años, hasta la muerte de la abuela. A los noventa y seis años, en diciembre de 2020, Úrsula falleció.

Esa muerte lo dejó solo. Estuvo muchas veces, a punto de aceptar una oferta –de las muchas que le hicieron desde su salida de la cárcel- para dar un golpe en un chalet o en un banco. Desconfiaba de los rumanos o los del Este –eran muy violentos y se manchaban las manos de sangre-;  finalmente, aceptaría la de un grupo, formado por tres vecinos a los que conocía de los años ochenta y un par de jovencitos que no llegarían a los veinte años. Facilitó su decisión el que su cuerpo dijera: basta. Primero, fueron operaciones –de piel, hernia-; luego, una dolencia cardiaca. Finalmente, los riñones.

Todo estaba perdido. Aceptó el golpe. Sabía que si las cosas salían mal, no sobreviviría, porque no estaba dispuesto a acabar de nuevo en la cárcel. Y así fue. El atraco no fue limpio; más de treinta disparos en el enfrentamiento con la policía. Uno de ellos le atravesó la garganta. Murió a las pocas horas de ser ingresado en el hospital Leonor de Vallecas el 24 de abril de 2022.

Una semana antes, había preparado su testamento. No tenía mucho que legar. El piso de su madre se lo repartieron sus hijos. Quiso que su perra Xena se quedara con Silvia.


Dicen que sus hijos no lo echaron mucho de menos. Silvia, en cambio, le lloró.

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