sábado, 21 de abril de 2018

UNA VIDA NUEVA


ALEJANDRO SOLERA MATEO
Tarancón, 1956-Tokyo, 2028

            Descubro estos apuntes en una libreta de color rojo. Debí escribirlos en el 2015.

            “…Recuperé el contacto con Loly, una prima de mi madre, hace unos meses. Me descubrió historias de mi familia que yo había olvidado y otras de las que ni siquiera tenía constancia. Una de ellas fue la de este familiar lejano, Alejandro Solera Mateo…

-Conocí a Alejandro, claro... Era uno de los primos con los que tenía más contacto de pequeña. En nuestra familia hemos tenido muchos Alejandros... Ya lo sabes, Santi… Tu bisabuelo, mi abuelo, el que fue peón caminero… ¿Qué que es peón caminero? Te explico. Antes para hacer carreteras se utilizaba piedra y arenisca. Y del mantenimiento se ocupaban hombres con pico y pala, y que físicamente tenían que ser fuertes. Era una profesión dura y exigente. El abuelo era uno de estos. Entró a trabajar como peón el día antes del estallido del motín de la patata… Por cierto, a una de mis tías-abuelas por parte paterna la mataron por entonces. Lucía se llamaba. No condenaron a nadie. Salieron de rositas… Siempre salen de rositas… En fin, como te iba diciendo, Alejandro entró en Obras Públicas y le destinaron enseguida a un tramo cercano a Huelves. Allí se llevó a toda la familia; vivieron en una casilla al borde de la carretera unos cuatro años hasta que la abuela Fernanda, le convenció para pedir el traslado a otro tramo más cercano a Tarancón. Echaba de menos a su familia…

Antes de proseguir, Loly da de comer a sus animales de compañía: una gata mayor, lenta de reflejos, algo distante y un perro terrier, más joven y activo. Me ofrece un refresco. Hace calor y acepto encantado. Se vuelve a sentar y continúa recordando…

-¿Por dónde iba?... Sí, estábamos en Huelves. Bueno, pues allí vivieron en una casilla. Era una de esas casas sencillas, en medio del campo. No tenían agua corriente; debían caminar unos kilómetros para recogerla de un pozo. A Alejandro no le veían hasta última hora de la tarde. Comían todos juntos. Como no podían ir al colegio, Alejandro les enseñaba a leer y a escribir. Había sido el primero de la familia en aprender y no quería que sus hijos fueran iletrados. Conservo -no sé dónde- una especie de calendario o agenda donde el abuelo apuntó las fechas de nacimiento de todos sus hijos. Y aquí tengo una carta, escrita de su puño y letra…

Me la enseña. La leo; Alejandro pide unos días en el trabajo por asuntos propios. Su letra es firme, cuidada, tensa, la que se espera de alguien que ha aprendido a escribir, siendo adulto. Loly guarda la carta en una cajita.

-Era de mucho carácter, aunque no más que la abuela. Un poco seco de trato; eso me han dicho. Cuando nací, él había muerto quince años atrás. El otro Alejandro fue uno de sus hijos, mi tío. El tercero de los hermanos, después de Críspula y Víctor. Antes de la guerra trabajó de jornalero y, luego, con un camión traía anís y vino de Valdepeñas. Cuando pasaba por Tarancón, siempre nos dejaba alguna caja. Se pasaba horas y horas en la carretera. Cuando dejó el trabajo y se jubiló, empecé a verle menos... Y ya llego al Alejandro del que querías saber… Era, como ya te he dicho, mi primo, el hijo mayor de Saturnino… Tuvo cinco. Era dos años mayor que yo. Yo soy del 58; él del 56…

Loly hace una pausa. Me ofrece un aperitivo: queso y jamón. Se lo agradezco.

-Tengo muchos recuerdos de cuando éramos niños… Jugábamos en la era, a unos metros de aquí. Ellos vivían en la casa, la que había sido de los abuelos, en Marqués de Remisa. Riansares estaba al lado, en la del callejón. Íbamos al mismo colegio y muchas veces, antes de volver a casa, me iba con mis primos y comía con los tíos. O ellos venían aquí y mi madre les hacía la comida. No estudiábamos mucho, la verdad. En cuanto podíamos, salíamos a la calle y nos poníamos a jugar. Espera, tengo unas fotografías suyas de esa época o de unos años más tarde…

Coloca otra caja, más grande, sobre la mesa. La abre; no las tiene ordenadas en álbumes, sino mezcladas, descolocadas. Las va extendiendo en la mesa sobre el mantel de hule.

-¡Mira! En esta, nos encontramos en la campa de la ermita de Riansares. ¿Te acuerdas? Alguna vez estuviste allí con tus padres…

Asiento de manera mecánica. En realidad, no recuerdo mucho de esa época. Sí, retazos sueltos: visitas al patio de Riansares con Regina y mis padres, alguna salida al campo, un bautizo o una primera comunión. Muy poco.

-Estos son algunos de mis primos; ahí tendría unos quince años. Tiene que ser a finales de los sesenta… Mira, aquí en el cine en el que trabajaba mi padre de encargado…Se llamaba Cinema Avenida. Se encontraba a la altura del actual Centro Cultural, en la calle Cervantes. La fachada era muy típica de esa época; la taquilla estaba a la derecha, aprovechando la esquina, en forma de triángulo. Mira, este es el bar. Lo tenían en la parte interior, después de atravesar el pasillo de entrada, con los afiches de las películas que estaban clavados en un tablón de madera. Lo derribaron a finales de los setenta y construyeron ese edificio feo de seis plantas, que ves al pasar la segunda rotonda, viniendo de Madrid, a mano derecha… Allí vi cientos de películas. Mi madre y dos de los hermanos de mi padre trabajaban en la taquilla y de acomodadores. Por supuesto, mis primos y yo entrábamos gratis. En verano, cuando empezaba a hacer menos calor, allí nos reuníamos, por lo menos, medio Tarancón. No había muchos sitios donde divertirse por aquel entonces. Cuando tuvimos más años, poníamos esas sillas de madera, ¡qué incómodas eran! ¿Te acuerdas?...

Sí, las recuerdo. En los años ochenta, en Gandía, en otro cine de verano, las sufrí. Me viene a la memoria el olor de las palomitas, los siseos y los murmullos, las risas espontáneas de una parte del público y el cielo negro, las estrellas, retazos de nubes, el ruido de los abanicos, el olor penetrante del perfume que se ponía mi madre…

-Vi casi todas las de Manolo Escobar, Lola Flores, Antonio Molina, Sara Montiel o seriales como los de Fumanchú, Alí y el camello, Simbad y el Marino…

Las mías fueron E.T., la Guerra de las Galaxias, Parchís, Indiana Jones…

-Le empecé a perder la pista cuando Alejandro se fue a estudiar a Madrid: Idiomas y Económicas. En la universidad conoció a un chico de Santander, un tal Viota, de apellido; no me viene a la cabeza su nombre. Se hicieron muy amigos. Se dedicaba al cine y Alejandro le echó algún cable como ayudante de dirección o script en alguno de sus proyectos… Fue durante la transición, en los primeros años de la democracia… ¿Que qué hizo? Me parece que primero fue algo en súper 8 y, luego, una película de 16mm. Cuando se pasó a los 35 mm., Alejandro ya trabajaba en la empresa de compraventa y tenía poco tiempo. En los ochenta ya ni se hablaban. Alejandro había cambiado mucho…

-¿Cambiado? ¿En qué sentido?

-No sé. Se alejó de todos; de nosotros también. Estuvo en Londres, casi cinco años, como encargado de la empresa. No me pidas que te diga en qué exactamente, porque no me acuerdo. Ropa interior femenina, me parece, pero no te lo puedo asegurar… Cuando volvía, lo hacía con desgana. No sé. Ganaba mucho dinero fuera y aquí se encontraba a los viejos amigos y a la familia que no hacían más que pedirle dinero o favores o querían aprovecharse de sus contactos. Imagino que se hartó. Le debíamos parecer unos pueblerinos; él tratando con gente de postín y nosotros éramos lo que más despreciaba…

-¿Sólo eso?

-Hubo algo más. Discutía con sus padres. Le decían una y otra vez que si se iba a casar, que cuándo tendría novia. Y él, al principio, echaba balones fuera. Al final, con los años, se irritaba en cuanto le sacaban el tema. Los padres nunca lo supieron o prefirieron ignorarlo, pero Alejandro, desde que se fue a Madrid, salía con hombres. Eso siempre lo tuvo claro…Tampoco es que nos contara mucho. Lo intuíamos por algunos de sus amigos, un comentario malicioso del vecino, que le habían dicho esto o lo otro, sus reacciones, cuando tocábamos el tema… Cosas así, ya sabes… A mí, con quien te acuestes, chico, me da igual.

Loly prefiere no seguir; tampoco tiene más información. Le pregunto cuándo supo de él por última vez.

-¿Lo último? Que a finales de los noventa lo enviaron a Tokyo. Y ahí le perdimos la pista. También sus padres. Dejó de escribir; no llamó por teléfono. Se enteró por una de sus hermanas de la muerte del tío, pero no vino al entierro. Envió a un abogado para ocuparse de la herencia. Mi tía se recluyó en una residencia y allí ha estado hasta que murió, hace unos meses. Hemos estado buscándole para avisarle de la muerte de su madre, pero no ha habido manera. Es como si se hubiera volatilizado. Tal vez tú tengas más suerte…

Hasta aquí llega el testimonio de Loly. Acepté el reto. Busqué rastros o huellas que hubiera dejado Alejandro desde su partida en Tokyo. No encontré muchas. Intenté conocer las razones que llevaron a este hombre a romper todos los vínculos con su familia.

Descubrí –como ya imaginaba- que, a mediados de los setenta, Alejandro era un chico abierto a cualquier tipo de experiencias, fueran sexuales o políticas. Estuvo muy metido en lo que podríamos llamar los albores de la movida madrileña; conoció a mucha gente, descubrió su sexualidad. En ese periodo no tuvo una pareja estable. Lejos de Tarancón, vivió una juventud alocada. Con su amigo Paulino Viota colaboró en un par de proyectos cinematográficos que intentaban reflejar los conflictos sociales del momento en películas experimentales, muy valientes, que dejaron de hacerse cuando se asentó la democracia. No participó en muchas manifestaciones de carácter político, aunque sí asistía a conferencias y debates acalorados en la universidad. Y, aún así, no se implicó tanto, como sí lo hicieron algunos de sus compañeros, en el partido comunista o en asociaciones sindicales. Incluso entonces, mantuvo las distancias. De manera discreta, con pequeños gestos, evitando a sus primeros amigos, se fue alejando de ellos.

Todo eso terminó, de manera brusca, cuando al finalizar sus estudios, le ofrecieron un trabajo en Londres. Reuniones de empresa, comidas y cenas, jornadas de diez horas. Descubrió que para ganar dinero y trepar en la escala social no hacía falta ser muy inteligente; sólo necesitaba mantener contactos con las personas adecuadas. La realidad que había vivido en Madrid durante la transición o la que recuperaba en Tarancón, cuando visitaba a su familia, le parecía un juego de marionetas ridículo, indigno de sus dotes y cualidades. Odiaba a su país, lo despreciaba; cuando volvía, sólo veía a farsantes, corruptos y payasos. Le incomodaba el contacto con su familia. Sus padres habían envejecido mal; sus hermanos no le entendían. Los viejos amigos le consideraban, a veces, una fuente de ingresos y, en otras ocasiones, liberaban en charlas de bar sus frustraciones y decepciones generacionales. Alejandro no los soportaba.

Viota, a principios de los ochenta, le pidió dinero para su nuevo proyecto. No conseguía financiación. Los tiempos pedían productos y obras menos politizados y Viota no supo adaptarse. Alejandro le echó en cara su falta de seriedad; le llamó cantamañanas. Viota lo tildó de explotador y egocéntrico. En resumen, en el fondo, todos sus viejos amigos lo veían como un estirado, en el mejor de los casos, o como un burgués capitalista. En Londres se sentía, sin duda, mucho más a gusto.

Fue allí donde conoció al que sería su pareja más estable. Se llamaba Hachiro. Era más joven que él. Alejandro rondaría los cuarenta años; Hachiro tenía veintiocho. Compartían muchas cosas. Y eso fortaleció su relación. Hachiro, al contrario que Alejandro, sí quería volver a Japón. Su madre y su hermana le tenían mucho cariño, y aunque su padre era un hombre estricto, incapaz de comprender la elección sexual de su hijo, Hachiro los echaba de menos. Cuando falleció el padre de Hachiro, propuso a Alejandro trasladarse a la sede de Tokyo. Y Alejandro no dudó. Se marchó con él. La aclimatación en los dos primeros años fue difícil. Tuvo en Hachiro y en su madre y hermana a grandes aliados. De alguna manera y sin que fuera algo premeditado, empezó a olvidar a su propia familia y a sentirse adoptado por la de Hachiro…”

No obtuve más información; no pude entrevistarme con Alejandro. Perdí su pista en un barrio de Tokyo. Y, con el paso del tiempo, me olvidé de él, hasta que en otro viaje que hice a Japón conseguí atar los cabos que había dejado sueltos…

Alejandro cambió de familia. Hubo un hecho clave que influyó en que los acontecimientos evolucionaran en esa dirección. Una tarde de mayo Alejandro se mareó. Lo llevaron al hospital. ¿Anemia? No, era más grave. Tenía una dolencia cardíaca. Y fue entonces, cuando Alejandro encontró en Hachiro no sólo a una pareja, sino a un compañero. No le abandonó ni un solo momento durante el proceso de recuperación. Crearon unos vínculos tan fuertes que nadie pudo romperlos en dos décadas, excepto la muerte. Coincidió esta crisis de salud con el fallecimiento de su padre. Por supuesto, no dijo a nadie de su familia lo que le ocurría. Contrató abogados para que se ocuparan de los asuntos de la herencia. Y poco a poco se dio cuenta de que ya no le importaba lo que ocurriera en España. Su vida era la que tenía con Hachiro y los suyos.

Logró sobrevivir, aunque su salud quedó maltrecha. Pidió una reducción de jornada que años después se convirtió en una jubilación con la que podría vivir relativamente bien, a la que se añadía la venta de algún inmueble de Tarancón, que le había correspondido en el reparto de la herencia familiar. Buscó ocupar su tiempo en otras tareas más livianas. Tenía un don y talento para los idiomas. Dominaba el inglés, el francés, el alemán y el japonés. Se dedicó a traducir obras de autores occidentales al japonés para una editorial de prestigio. Le gustaban, sobre todo, las autoras francesas del tipo Anni Ernaux, De Vigan o Nothomb, aunque le pagaban más por escritores ingleses, fueran best sellers –era el traductor de Rowling en Japón o el mismísimo Ken Follet-, o de obras más experimentales como las de Zsalay o McGowan o Pietro Lendanowski. Lo hacía, sobre todo, con un pseudónimo: Alex Martin. Aunque a veces utilizaba otros nombres orientales que dieran confianza al lector japonés: Yasujiro, Akira, Kenji. No creía que se interesaran en España por sus traducciones, pero prefería que nadie supiera dónde se encontraba. Era un hombre nuevo, sin pasado.

Nunca tuvo conocimiento de la muerte de su madre. La había olvidado.

En la primavera del año 2028, una mañana de abril, como todos los días, salió a primera hora de la mañana, a dar un paseo por el parque más cercano a su domicilio, en el barrio de Asakura. Los almendros estaban en flor. Miles y miles de pétalos blancos giraban, mecidos por el viento. Se sintió algo cansado. Decidió recuperarse en un banco, situado frente al museo de Arte Occidental. Algunos turistas entraban a ver en esa primavera una exposición de Rubens. Cerró los ojos. Escuchó en un templo cercano el sonido de los rituales tradicionales, los que purifican al creyente: el fluir del agua, un golpe seco en el madero, el gong. Olor a incienso, a hierba recién cortada. 

Una imagen de repente volvió a su memoria. Era joven. No tendría más de doce años. Sería verano, muy de mañana; estaba en Tarancón, y descansaba, tendido sobre la tierra, refrescada por el rocío. Escuchaba las voces de sus hermanos que gritaban a unos metros, y el canto de un jilguero, lejano, distante. Dejó que esas sensaciones lo llevaran suavemente, lentamente hacia un sueño profundo.

No volvió a despertar. Sufrió un derrame cerebral.

Hachiro lo lloró. Fue enterrado en el cementerio de Hakone, el pueblo de la madre de Hachiro, en la tumba familiar, con vistas al monte Fuji.


Allí estuve en el otoño del 2030. Las hojas de los cerezos, caídas en los días anteriores, cubrían el suelo y las tumbas. Sentí un ligero estremecimiento. De repente una suave brisa se había levantado, buscando las colinas y el cielo. Dejé una piedrecita sobre su lápida y me marché.


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