jueves, 26 de abril de 2018

DOS AMIGAS


CAROL STEVENSON CULLEY             PILAR LÓPEZ SÁNCHEZ
Monterrey, 2000-NY, 2075                     Monterrey, 2002-Monterrey, 2088

            Año 2030. Nos encontramos en la cocina de un restaurante de Los Ángeles, L.A., en el barrio de Echo Park, al norte de la ciudad, a medio camino entre Hollywood Boulevard y la zona de Chinatown y Downtown. El nombre del restaurante es Delicias. Un hombre –hispano, por sus rasgos,- y una mujer –anglosajona, morena, de tez pálida-, están tendidos sobre una mesa de madera, desnudos. Jadean, gimen. La ropa se halla desperdigada en el suelo. Varias botellas de vino y botellines de cerveza, en una mesa contigua. Hace unos momentos, ella se situaba sobre él, le montaba; ahora, él la ha colocado de espaldas, en la posición clásica del misionero.

            ¿Cómo han acabado sobre esta mesa, la misma en la que hace unas horas él, junto a dos de sus empleados, preparaba una comida para veinte comensales, entre los que ella se encontraba? ¿Por qué no se marchó a casa, sino que regresó al restaurante, cuando sus compañeros de trabajo se desperdigaron y buscaron un taxi –los que decidieron terminar la noche- o un bar –los que querían alargarla-? ¿Por qué él la recibió y no la rechazó?

            Imagino que podría explicarse, si supiéramos de dónde vienen y qué ocurrió después. Intentaré hacerlo, con lo que me contaron sobre esta pareja, si es posible llamarla así.


            Él se llama Juan López Millares. Nació cuando empezaba el siglo XXI, en Monterrey, una población costera situada entre San Francisco y Los Ángeles. Sus padres llevaban más de una década en Estados Unidos.

Carlos López, el padre, a finales de los ochenta del siglo pasado, atravesó el desierto que separa México del país de Lincoln y Kennedy, el de Trump y Nixon, una noche, una larga noche, en la que pensó que no saldría vivo. No sólo sobrevivió; llegó a California, el paraíso soñado. En Monterrey conocía a un familiar, su tío paterno, Francisco López, y éste, enseguida, le proporcionó un trabajo en su restaurante, al que había puesto como nombre el apellido familiar. Carlos no tardaría ni cinco años en poder traerse a su mujer, a la que había prometido, cuando se casaron, una vida más digna de la que tenían en la capital de México. En los años siguientes nacieron dos hijos. A la mayor, una niña, la llamaron Amparo. El menor era Juan.

            Para entonces Carlos había conseguido un puesto como conductor de autobuses de la línea local entre Monterrey y Carmel by the Sea, que le aportaba más dinero e independencia con respecto a su tío. Ella, María Millares, cuando sus hijos ya tuvieron ocho y cuatro años, aceptó el trabajo que le ofrecía Francisco en ese restaurante de comida mexicana, como cocinera, en la calle Cass, muy cerca de una de las arterias principales, Munras.

            Desde pequeño Juan se sintió atraído por la cocina y todos sus misterios. Al contrario que su hermana no era buen estudiante, le faltaba concentración e interés por los libros, pero se transformaba cuando entraba en la cocina de Francisco. Su madre era una buena cocinera, pero su tío-abuelo poseía uno de esos talentos que convierten unos ingredientes de calidad en un plato inolvidable. Nadie en Monterrey ignoraba ese talento. Y Juan aprendió de Francisco en este campo, el culinario, gran parte de lo que sería, cuando se hizo adulto.

            La relación que Juan tuvo con su padre nunca fue tan buena. Carlos no era un hombre amable; sino hosco, serio, adusto. Le costaba mostrar sus sentimientos. Le querían; se portaba bien con sus hijos, pero todos notaban una herida interior que ni siquiera su propia mujer podía curar. Francisco, por el contrario, era de un carácter abierto y campechano. Comprendía a Carlos, su sobrino, porque lo vio de pequeño, criado por su hermano, Daniel, un hombre atormentado, que maltrató a su hijo de palabra y acción, hasta su muerte temprana de cirrosis. No le culpaba, ya que la vida de los dos había sido dura; al contrario que Francisco, más optimista, su hermano no había sabido levantar cabeza. Por eso, trataba a la familia de Carlos, como si fuera la suya.

            Francisco tenía un defecto; era un tarambana, y nunca había sabido conservar a una mujer más de dos años a su vera. Bueno, cada uno es como es y él no podía evitarlo. Y a esas alturas ya no esperaba formar una familia; por eso, cuando pudo proteger a Carlos, a María y a sus hijos, no lo dudó.

            La infancia de Juan fue feliz, acostumbrándose a la hosquedad de su padre, el cariño de su madre y la bonhomía de su tío-abuelo. No se podía quejar. A veces hacían alguna visita a la familia materna, la que se había quedado en México, porque algunos, los más jóvenes, también habían conseguido pasar la frontera y buscarse trabajo en diferentes lugares de California; sobre todo, en Los Ángeles y poblaciones limítrofes.

            Y fue, entonces, en un colegio de primaria de Monterrey, cuando se conocieron Juan y Carol.

            Carol Stevenson era hija de Marion Culley y John Stevenson. Su padre, profesor universitario en la facultad de Económicas de San Francisco. Marion, profesora de instituto de Biología. Los dos se conocieron en la visita a un museo. Los presentaron amigos comunes. No tardaron ni un año en casarse. Ni tres, en tener a su única hija, Carol. Y ni seis, en divorciarse.

            No es difícil de explicar; simplemente Marion era muy joven, cuando conoció a John. Y John estaba más interesado en su carrera que en preocuparse por convivir con una mujer a la que llegó a detestar. Se separaron de manera civilizada. Marion y su hija se trasladaron a Monterrey. Vivirían en un dúplex, en la calle Houston, enfrente de una casa solariega, donde -dicen las crónicas- se alojó, durante unos tres meses en el invierno del año 1887 el escritor Robert Luis Stevenson, esperando poder casarse con Fanny, su primer amor.

El que vivieran tan cerca de la casa de este otro Stevenson, más famoso, sin duda, no fue más que una casualidad, que Marion explicaría a sus amistades con cierta ironía. John, a partir de entonces, vería a su hija los fines de semana y la tendría un mes al año en su caserón, a unos metros de Ocean Beach con vistas al Golden Gate Park.

Carol, sobre todo, cuando fue creciendo, siendo ya una adolescente, disfrutaba de esos días con su padre; San Francisco, en comparación con Monterrey, era un lugar lleno de oportunidades y aventuras, amistades, conciertos de jazz y rock, películas europeas y orientales, salas de museos abarrotados de objetos, cuadros y tesoros. Sin embargo, la infancia de Carol, los recuerdos que conservó toda su vida, serían los de Monterrey.

            Entre esos recuerdos, Carol guardaba uno, especialmente. Le gustaba, cuando venía del colegio y, al salir del instituto, descansar unos minutos en el jardín que había en la parte trasera de la casa del escritor. Era un jardín muy sencillo, pequeño, cuidado por diferentes hombres –todos, hispanos-; allí se relajaba. Era poco frecuentado, así que, si quería estar sola, lo conseguía sin mucha dificultad. Si había tenido algún problema en clase, suspendido una asignatura o con una nota más baja de la que esperaba, una riña con una compañera o una discusión con su madre –la típica de la adolescente rebelde en que se fue convirtiendo-, ese era el lugar en el que recuperaba la tranquilidad. Se sentaba en el centro de una plazoleta, en un banco, frente a una fuente coronada por una gárgola en forma de pez, cerraba los ojos y dejaba que toda la tensión acumulada fuera disolviéndose y desapareciera por completo.

            No llevaba a nadie allí. Ni a sus mejores amigas, ni a los pocos novios que tuvo durante su etapa de adolescencia. Ese lugar era un espacio privado, que sólo le pertenecía a ella. A nadie más.  Cuando estudió en San Francisco y, luego, trabajó en los Ángeles, buscó un lugar así. Nunca lo encontró. Tuvo que esperar a vivir en Nueva York para descubrir algo parecido. Muchos años después…

            Juan y Carol congeniaron enseguida. Compartían una forma de ser y un carácter muy independiente. Juan era más tranquilo y algo tímido. Se sentía más a gusto entre fogones que en la escuela. Carol, en cambio, se movía como pez en agua en ese terreno. Lograron hacer muy buenas migas. Sus madres se llevaban bien.

            Muchos de sus compañeros pensaron que acabarían siendo pareja. Hubo un beso entre ellos. Alguna cita. No mucho más. No se acostaron, entonces. Sus intereses comenzaron pronto a tomar caminos divergentes. Juan dejó los estudios superiores en cuanto tuvo oportunidad y se dedicó a ampliar sus conocimientos en el mundo de la cocina. Carol terminó la secundaria y dejó Monterrey para estudiar museología y administración en San Francisco. Su objetivo era ser gerente y directora de un museo importante. Sus miras eran altas. Las de Juan, mucho más humildes.

            Eso explica también que las relaciones personales que mantuvieran desde entonces fueran tan diferentes. Juan se casó enseguida con una amiga de Amparo, su hermana. Se llamaba Pilar López. No era una mujer complicada; quería tener una familia y sentirse protegida. Juan, en ese aspecto, no se diferenciaba mucho de ella. Se casaron cuando Juan cumplió los veinte años. Tuvieron dos hijos, Pedro y Carlos.

            Mientras tanto, Carol estudiaba en San Francisco. Mantenía contacto con Amparo, que se dedicó a la abogacía. Durante un año, incluso, compartieron piso en el centro de la ciudad, muy cerca de Union Square. No volvió a ver a Juan más que en un par de ocasiones, cuando se cruzaron en Monterrey –Juan iba de la mano con uno de sus hijos pequeños- o aprovechando que Juan visitaba a su hermana en San Francisco. No sabían muy bien qué decirse; eran saludos cordiales, pero algo fríos. Juan intentaba mantener las distancias, porque no quería admitir que cuando la veía, sentía algo por ella. Carol tenía otras cosas en la cabeza y ni siquiera se planteaba algo así.

            Carol, consiguió tener una pareja más o menos estable en el 2026. Su nombre era Marc Ridley y era abogado. Para entonces ella acababa de conseguir un puesto de gestora en un museo de Los Ángeles. Era pequeño, pero le parecía un buen lugar para comenzar. Su relación con Marc no duró más de cuatro años. En el último período discutían todos los días. Un mes antes de la escena en el restaurante Delicias que he descrito, pilló a Marc, acostándose con una de sus compañeras de bufete, en la cama que compartían los dos, en el barrio donde vivían, en Montecito. Al día siguiente, Marc buscaba otro piso. Carol se quedaría allí, por el momento. El trabajo no sirvió para curar la humillación que había sufrido. Se sentía herida y frustrada. Situación parecida a la que tenía Juan, con un matrimonio convencional, diez años felices, pero que, como suele ocurrir, pueden conducir a la monotonía.

            El encuentro en el restaurante llegó en el momento en que ambos necesitaban un giro en sus vidas. Carol, cuando sus compañeros le dijeron que iban a hacer una cena en un restaurante de moda, el Delicias, no recordó que Amparo le había comentado que ese era el restaurante de Juan. Cuando lo reconoció, recibiéndoles en la puerta, se quedó sorprendida. Él tampoco esperaba verla. Ese día, además, su mujer tenía un trancazo y no estaba con él en el restaurante, como era habitual.

Carol y Juan no dejaron de mirarse durante toda la cena. Cuando ella salió con el resto de compañeros, los dos sabían que Carol volvería. Dijo que tomaría un taxi, pero en vez de eso, cuando se quedó sola, regresó al local y llamó a la puerta. Le abrió Juan, que aún estaba limpiando. No había nadie más.

            Se recluyeron en la cocina; empezaron a hablar de los viejos tiempos. Ambos se sinceraron. Carol, con la ayuda de unas copas de vino, buscó consuelo en Juan. Se abrazaron. Los besos, al principio, tímidos, dieron paso enseguida, en unos minutos, a una apasionada relación sexual sobre la mesa de madera. Tras hacerlo, se vistieron. No estaban arrepentidos. Es más, deseaban volver a verse. Juan tendría que ocultarlo a su familia. Y así lo hizo. Carol no le iba a pedir más. Ella tampoco tenía muy claro qué camino tomar.

            Esta situación se alargó durante cinco meses. Carol sabía que iba a dejar Los Ángeles. Buscaba otro museo en el que trabajar y había enviado currículums y hecho entrevistas no sólo en California, sino también en el Este, en Washington o Nueva York. Buscaba a Juan, cuando notaba que iba a estallar. Alquilaban una habitación en un motel o se acostaban en la casa de Carol, en la misma cama que había compartido con Marc. Había olvidado a Marc, pero Carol no encontraba el equilibrio. Juan era pasajero; los dos lo sabían.

Carol dejó el trabajo, sin tener otro a la vista. Necesitaba descansar. Había pensado en volver a Monterrey, pasar unos días con su madre. El azar aceleró los acontecimientos; el padre de Juan enfermó gravemente. Sufrió un ataque al corazón. Perdió la conciencia, al entrar en el hospital de Monterrey. Juan lo dejó todo; pidió a su mujer que se encargara del restaurante y volvió a casa. A los dos días, Carol también regresó al espacio de su infancia.

A la semana siguiente, el padre de Juan murió, sin despertarse. Juan no pudo decirle muchas cosas, que se quedaron en el tintero entre los dos. Siempre tuvo ese vacío. Marion y Carol asistieron al entierro. Se encontraron, al salir, con una discusión muy subida de tono entre Pilar y Juan. Carol no conocía a Pilar; esa fue la primera vez que la vio. 

Pilar regresó a Los Ángeles, refugiándose junto a sus hijos y sus padres. Juan necesitaba pensar, con tranquilidad, ocuparse del papeleo, ayudar a su madre. También aprovechó para ver a Carol; estuvieron juntos toda una noche. Carol le consoló, pero ambos sabían, esa misma mañana, cuando se despidieron, que habían llegado a un callejón sin salida.

Carol, como hacía de pequeña, no volvió a casa de su madre directamente; entró en el jardín, se sentó en el banco y respiró profundamente. Cerró los ojos. Sonó el móvil. Contestó. Era un museo de Nueva York; nada menos que el Metropolitan. Le ofrecían un puesto de gerencia en uno de los departamentos: el de arte Oriental. Aceptó sin dudarlo. En una semana, estaría allí.

Juan y Carol sólo volvieron a verse en una ocasión más. Fue en los Ángeles, un día antes de que Carol se subiera al avión, destino Nueva York. En un motel, cerca del aeropuerto. Fue una despedida tierna. Los dos la recordarían así. Sabían que ya nunca más volverían a estar juntos.

Juan aceptó su papel de marido fiel. Nunca más volvió a traicionar a Pilar. Fue un buen padre y sus hijos le quisieron. Lo lloraron cuando perdió la vida en un accidente de tráfico.

Carol se dedicó en cuerpo y alma a su trabajo como gerente. Sus exposiciones fueron alabadas en todo el mundo. Se convirtió en una de las mejores profesionales del ramo y llegó a tener un nivel de vida bastante alto. Salió con varias parejas, pero ninguna llegó a cuajar del todo.

Encontró su jardín en Nueva York. A un par de minutos de la estación Central, en una calle cortada al tráfico, en un pasaje. Como ocurrió con el jardín de la casa de Stevenson, fue un secreto que no compartió con nadie.

Estuvo en el entierro de Juan. Supo entonces que Pilar conocía desde hacía años la relación que tuvieron; le entregó las cartas que Carol había escrito a Juan durante dos décadas, separados por kilómetros, cartas escritas a mano, en un tiempo en el que la gente sólo enviaba “e-mails”. Pilar había pensado en quemarlas, pero se arrepintió: que Carol decidiera qué es lo que quería hacer con ellas.

Cuando las volvió a leer –tanto las que escribió ella, como las que le envió él- Carol se dio cuenta de que había un material de gran valor, intenso, sincero, triste. Se lo enseñó a un amigo editor; este le dijo que estaba dispuesto a publicarlas. Había reconocido un filón. Carol pidió permiso a Pilar; no esperaba que aceptara, pero Pilar no puso ninguna pega.

-Esas cartas me parecen escritas por otra persona. Es una parte de Carlos que sólo te pertenece a ti.  

Fueron un gran éxito editorial. Millones de personas se emocionaron con esas cartas. Carol sintió que tal vez su vida personal no había sido tan mala. Un trabajo perfecto, buenos amigos y un amor imposible. Sin hijos, pero eso no la preocupaba.

Carol, tras jubilarse, viajó por el mundo, muchas veces, sola o en compañía. Conoció África, Japón y Latinoamérica. Se dedicó a la fotografía. Organizó exposiciones propias que fueron bien acogidas por los críticos de arte. No perdió el contacto con Pilar; llegaron a ser muy buenas amigas. 

Pilar, después de dejar el negocio del restaurante a sus hijos, se dedicó a sus nietos y a organizar actividades lúdicas y políticas en Monterrey, pero todos los años, siempre en la misma fecha, el cumpleaños de Carlos, compraba un billete de avión y se iba sola a Nueva York. Carol y Pilar pasaban esos días juntas.

Carol fue una mujer independiente hasta el día de su muerte, ocurrida tras un infarto. Pilar asistió a su incineración. Eso me dijo una tarde en la que me invitó a tomar unas pastas, en la que dedicamos varias horas a pasar las hojas de sus álbumes de fotografías que guardaba en el cajón de un armario de ébano y en la que me contó todos los detalles de sus vidas. 

El funeral de Carol se celebró en una mañana de invierno muy fría, en la isla de Manhattan. Cuando Pilar salió del tanatorio, se enjugó las lágrimas con un pañuelo y, a continuación, observó el cielo. Empezaban a caer los primeros copos de nieve.



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