CAROL STEVENSON CULLEY PILAR LÓPEZ SÁNCHEZ
Año 2030. Nos encontramos en la cocina de un
restaurante de Los Ángeles, L.A., en el barrio de Echo Park, al norte de la
ciudad, a medio camino entre Hollywood Boulevard y la zona de Chinatown y
Downtown. El nombre del restaurante es Delicias.
Un hombre –hispano, por sus rasgos,- y una mujer –anglosajona, morena, de tez
pálida-, están tendidos sobre una mesa de madera, desnudos. Jadean, gimen. La
ropa se halla desperdigada en el suelo. Varias botellas de vino y botellines de
cerveza, en una mesa contigua. Hace unos momentos, ella se situaba sobre él, le
montaba; ahora, él la ha colocado de espaldas, en la posición clásica del
misionero.
¿Cómo han acabado sobre esta mesa,
la misma en la que hace unas horas él, junto a dos de sus empleados, preparaba
una comida para veinte comensales, entre los que ella se encontraba? ¿Por qué
no se marchó a casa, sino que regresó al restaurante, cuando sus compañeros de
trabajo se desperdigaron y buscaron un taxi –los que decidieron terminar la
noche- o un bar –los que querían alargarla-? ¿Por qué él la recibió y no la
rechazó?
Imagino que podría explicarse, si
supiéramos de dónde vienen y qué ocurrió después. Intentaré hacerlo, con lo que
me contaron sobre esta pareja, si es posible llamarla así.
Él se llama Juan López Millares.
Nació cuando empezaba el siglo XXI, en Monterrey, una población costera situada
entre San Francisco y Los Ángeles. Sus padres llevaban más de una década en
Estados Unidos.
Carlos López, el padre, a finales de los ochenta del siglo pasado,
atravesó el desierto que separa México del país de Lincoln y Kennedy, el de Trump y Nixon, una
noche, una larga noche, en la que pensó que no saldría vivo. No sólo
sobrevivió; llegó a California, el paraíso soñado. En Monterrey conocía a un
familiar, su tío paterno, Francisco López, y éste, enseguida, le proporcionó un
trabajo en su restaurante, al que había puesto como nombre el apellido familiar.
Carlos no tardaría ni cinco años en poder traerse a su mujer, a la que había
prometido, cuando se casaron, una vida más digna de la que tenían en la capital
de México. En los años siguientes nacieron dos hijos. A la mayor, una niña, la
llamaron Amparo. El menor era Juan.
Para entonces Carlos había
conseguido un puesto como conductor de autobuses de la línea local entre
Monterrey y Carmel by the Sea, que le aportaba más dinero e independencia con
respecto a su tío. Ella, María Millares, cuando sus hijos ya tuvieron ocho y
cuatro años, aceptó el trabajo que le ofrecía Francisco en ese restaurante de
comida mexicana, como cocinera, en la calle Cass, muy cerca de una de las
arterias principales, Munras.
Desde pequeño Juan se sintió atraído
por la cocina y todos sus misterios. Al contrario que su hermana no era buen
estudiante, le faltaba concentración e interés por los libros, pero se
transformaba cuando entraba en la cocina de Francisco. Su madre era una buena
cocinera, pero su tío-abuelo poseía uno de esos talentos que convierten unos
ingredientes de calidad en un plato inolvidable. Nadie en Monterrey ignoraba
ese talento. Y Juan aprendió de Francisco en este campo, el culinario, gran
parte de lo que sería, cuando se hizo adulto.
La relación que Juan tuvo con su
padre nunca fue tan buena. Carlos no era un hombre amable; sino hosco, serio,
adusto. Le costaba mostrar sus sentimientos. Le querían; se portaba bien con
sus hijos, pero todos notaban una herida interior que ni siquiera su propia
mujer podía curar. Francisco, por el contrario, era de un carácter abierto y
campechano. Comprendía a Carlos, su sobrino, porque lo vio de pequeño, criado
por su hermano, Daniel, un hombre atormentado, que maltrató a su hijo de
palabra y acción, hasta su muerte temprana de cirrosis. No le culpaba, ya que la
vida de los dos había sido dura; al contrario que Francisco, más optimista, su
hermano no había sabido levantar cabeza. Por eso, trataba a la familia de
Carlos, como si fuera la suya.
Francisco tenía un defecto; era un tarambana,
y nunca había sabido conservar a una mujer más de dos años a su vera. Bueno,
cada uno es como es y él no podía evitarlo. Y a esas alturas ya no esperaba
formar una familia; por eso, cuando pudo proteger a Carlos, a María y a sus hijos, no lo dudó.
La infancia de Juan fue feliz,
acostumbrándose a la hosquedad de su padre, el cariño de su madre y la bonhomía de su
tío-abuelo. No se podía quejar. A veces hacían alguna visita a la familia materna, la
que se había quedado en México, porque algunos, los más jóvenes, también habían
conseguido pasar la frontera y buscarse trabajo en diferentes lugares de
California; sobre todo, en Los Ángeles y poblaciones limítrofes.
Y fue, entonces, en un colegio de
primaria de Monterrey, cuando se conocieron Juan y Carol.
Carol Stevenson era hija de Marion
Culley y John Stevenson. Su padre, profesor universitario en la facultad de
Económicas de San Francisco. Marion, profesora de instituto de Biología. Los
dos se conocieron en la visita a un museo. Los presentaron amigos comunes. No
tardaron ni un año en casarse. Ni tres, en tener a su única hija, Carol. Y ni
seis, en divorciarse.
No es difícil de explicar;
simplemente Marion era muy joven, cuando conoció a John. Y John estaba más
interesado en su carrera que en preocuparse por convivir con una mujer a la que llegó a detestar. Se
separaron de manera civilizada. Marion y su hija se trasladaron a Monterrey.
Vivirían en un dúplex, en la calle Houston, enfrente de una casa solariega,
donde -dicen las crónicas- se alojó, durante unos tres meses en el invierno del
año 1887 el escritor Robert Luis Stevenson, esperando poder casarse con Fanny,
su primer amor.
El que vivieran tan cerca de la casa de este otro Stevenson, más famoso,
sin duda, no fue más que una casualidad, que Marion explicaría a sus amistades
con cierta ironía. John, a partir de entonces, vería a su hija los fines de
semana y la tendría un mes al año en su caserón, a unos metros de Ocean Beach
con vistas al Golden Gate Park.
Carol, sobre todo, cuando fue creciendo, siendo ya una adolescente, disfrutaba
de esos días con su padre; San Francisco, en comparación con Monterrey, era un
lugar lleno de oportunidades y aventuras, amistades, conciertos de jazz y rock,
películas europeas y orientales, salas de museos abarrotados de objetos,
cuadros y tesoros. Sin embargo, la infancia de Carol, los recuerdos que
conservó toda su vida, serían los de Monterrey.
Entre esos recuerdos, Carol guardaba
uno, especialmente. Le gustaba, cuando venía del colegio y, al salir del
instituto, descansar unos minutos en el jardín que había en la parte trasera de
la casa del escritor. Era un jardín muy sencillo, pequeño, cuidado por
diferentes hombres –todos, hispanos-; allí se relajaba. Era poco frecuentado,
así que, si quería estar sola, lo conseguía sin mucha dificultad. Si había
tenido algún problema en clase, suspendido una asignatura o con una nota más
baja de la que esperaba, una riña con una compañera o una discusión con su
madre –la típica de la adolescente rebelde en que se fue convirtiendo-, ese era
el lugar en el que recuperaba la tranquilidad. Se sentaba en el centro de una
plazoleta, en un banco, frente a una fuente coronada por una gárgola en forma
de pez, cerraba los ojos y dejaba que toda la tensión acumulada fuera
disolviéndose y desapareciera por completo.
No llevaba a nadie allí. Ni a sus
mejores amigas, ni a los pocos novios que tuvo durante su etapa de
adolescencia. Ese lugar era un espacio privado, que sólo le pertenecía a ella.
A nadie más. Cuando estudió en San
Francisco y, luego, trabajó en los Ángeles, buscó un lugar así. Nunca lo
encontró. Tuvo que esperar a vivir en Nueva York para descubrir algo parecido.
Muchos años después…
Juan y Carol congeniaron enseguida.
Compartían una forma de ser y un carácter muy independiente. Juan era más
tranquilo y algo tímido. Se sentía más a gusto entre fogones que en la escuela.
Carol, en cambio, se movía como pez en agua en ese terreno. Lograron hacer muy
buenas migas. Sus madres se llevaban bien.
Muchos de sus compañeros pensaron
que acabarían siendo pareja. Hubo un beso entre ellos. Alguna cita. No mucho
más. No se acostaron, entonces. Sus intereses comenzaron pronto a tomar caminos
divergentes. Juan dejó los estudios superiores en cuanto tuvo oportunidad y se
dedicó a ampliar sus conocimientos en el mundo de la cocina. Carol terminó la
secundaria y dejó Monterrey para estudiar museología y administración en San
Francisco. Su objetivo era ser gerente y directora de un museo importante. Sus
miras eran altas. Las de Juan, mucho más humildes.
Eso explica también que las
relaciones personales que mantuvieran desde entonces fueran tan diferentes.
Juan se casó enseguida con una amiga de Amparo, su hermana. Se llamaba Pilar López.
No era una mujer complicada; quería tener una familia y sentirse protegida.
Juan, en ese aspecto, no se diferenciaba mucho de ella. Se casaron cuando Juan
cumplió los veinte años. Tuvieron dos hijos, Pedro y Carlos.
Mientras tanto, Carol estudiaba en
San Francisco. Mantenía contacto con Amparo, que se dedicó a la abogacía.
Durante un año, incluso, compartieron piso en el centro de la ciudad, muy cerca
de Union Square. No volvió a ver a Juan más que en un par de ocasiones, cuando
se cruzaron en Monterrey –Juan iba de la mano con uno de sus hijos pequeños- o
aprovechando que Juan visitaba a su hermana en San Francisco. No sabían muy
bien qué decirse; eran saludos cordiales, pero algo fríos. Juan intentaba
mantener las distancias, porque no quería admitir que cuando la veía, sentía
algo por ella. Carol tenía otras cosas en la cabeza y ni siquiera se planteaba
algo así.
Carol, consiguió tener una pareja
más o menos estable en el 2026. Su nombre era Marc Ridley y era abogado. Para entonces ella acababa
de conseguir un puesto de gestora en un museo de Los Ángeles. Era pequeño, pero
le parecía un buen lugar para comenzar. Su relación con Marc no duró más de cuatro años.
En el último período discutían todos los días. Un mes antes de la escena en el
restaurante Delicias que he descrito, pilló a Marc, acostándose con una de sus
compañeras de bufete, en la cama que compartían los dos, en el barrio donde vivían, en
Montecito. Al día siguiente, Marc buscaba otro piso. Carol se quedaría allí,
por el momento. El trabajo no sirvió para curar la humillación que había
sufrido. Se sentía herida y frustrada. Situación parecida a la que tenía Juan,
con un matrimonio convencional, diez años felices, pero que, como suele
ocurrir, pueden conducir a la monotonía.
El encuentro en el restaurante llegó
en el momento en que ambos necesitaban un giro en sus vidas. Carol, cuando sus
compañeros le dijeron que iban a hacer una cena en un restaurante de moda, el Delicias,
no recordó que Amparo le había comentado que ese era el restaurante de Juan.
Cuando lo reconoció, recibiéndoles en la puerta, se quedó sorprendida. Él tampoco
esperaba verla. Ese día, además, su mujer tenía un trancazo y no estaba con él
en el restaurante, como era habitual.
Carol y Juan no dejaron de mirarse durante toda la cena. Cuando ella salió con
el resto de compañeros, los dos sabían que Carol volvería. Dijo que tomaría un
taxi, pero en vez de eso, cuando se quedó sola, regresó al local y llamó a la puerta.
Le abrió Juan, que aún estaba limpiando. No había nadie más.
Se recluyeron en la cocina;
empezaron a hablar de los viejos tiempos. Ambos se sinceraron. Carol, con la
ayuda de unas copas de vino, buscó consuelo en Juan. Se abrazaron. Los besos, al
principio, tímidos, dieron paso enseguida, en unos minutos, a una apasionada
relación sexual sobre la mesa de madera. Tras hacerlo, se vistieron. No estaban
arrepentidos. Es más, deseaban volver a verse. Juan tendría que ocultarlo a su
familia. Y así lo hizo. Carol no le iba a pedir más. Ella tampoco tenía muy
claro qué camino tomar.
Esta situación se alargó durante
cinco meses. Carol sabía que iba a dejar Los Ángeles. Buscaba
otro museo en el que trabajar y había enviado currículums y hecho entrevistas
no sólo en California, sino también en el Este, en Washington o Nueva York.
Buscaba a Juan, cuando notaba que iba a estallar. Alquilaban una habitación en
un motel o se acostaban en la casa de Carol, en la misma cama que había
compartido con Marc. Había olvidado a Marc, pero Carol no encontraba el
equilibrio. Juan era pasajero; los dos lo sabían.
Carol dejó el trabajo, sin tener otro a la vista. Necesitaba descansar.
Había pensado en volver a Monterrey, pasar unos días con su madre. El azar
aceleró los acontecimientos; el padre de Juan enfermó gravemente. Sufrió un
ataque al corazón. Perdió la conciencia, al entrar en el hospital de Monterrey.
Juan lo dejó todo; pidió a su mujer que se encargara del restaurante y volvió a
casa. A los dos días, Carol también regresó al espacio de su infancia.
A la semana siguiente, el padre de Juan murió, sin despertarse. Juan no
pudo decirle muchas cosas, que se quedaron en el tintero entre los dos. Siempre
tuvo ese vacío. Marion y Carol asistieron al entierro. Se encontraron, al salir, con una
discusión muy subida de tono entre Pilar y Juan. Carol no conocía a Pilar; esa fue la primera vez que la vio.
Pilar regresó a Los Ángeles, refugiándose junto a sus hijos y sus padres. Juan necesitaba
pensar, con tranquilidad, ocuparse del papeleo, ayudar a su madre. También
aprovechó para ver a Carol; estuvieron juntos toda una noche. Carol le consoló,
pero ambos sabían, esa misma mañana, cuando se despidieron, que habían llegado
a un callejón sin salida.
Carol, como hacía de pequeña, no volvió a casa de su madre directamente;
entró en el jardín, se sentó en el banco y respiró profundamente. Cerró los
ojos. Sonó el móvil. Contestó. Era un museo de Nueva York; nada menos que el
Metropolitan. Le ofrecían un puesto de gerencia en uno de los departamentos: el
de arte Oriental. Aceptó sin dudarlo. En una semana, estaría allí.
Juan y Carol sólo volvieron a verse en una ocasión más. Fue en los
Ángeles, un día antes de que Carol se subiera al avión, destino Nueva York. En
un motel, cerca del aeropuerto. Fue una despedida tierna. Los dos la
recordarían así. Sabían que ya nunca más volverían a estar juntos.
Juan aceptó su papel de marido fiel. Nunca más volvió a traicionar a
Pilar. Fue un buen padre y sus hijos le quisieron. Lo lloraron cuando perdió la
vida en un accidente de tráfico.
Carol se dedicó en cuerpo y alma a su trabajo como gerente. Sus exposiciones
fueron alabadas en todo el mundo. Se convirtió en una de las mejores
profesionales del ramo y llegó a tener un nivel de vida bastante alto. Salió
con varias parejas, pero ninguna llegó a cuajar del todo.
Encontró su jardín en Nueva York. A un par de minutos de la estación
Central, en una calle cortada al tráfico, en un pasaje. Como ocurrió con el
jardín de la casa de Stevenson, fue un secreto que no compartió con nadie.
Estuvo en el entierro de Juan. Supo entonces que Pilar conocía desde
hacía años la relación que tuvieron; le entregó las cartas que Carol había
escrito a Juan durante dos décadas, separados por kilómetros, cartas escritas a
mano, en un tiempo en el que la gente sólo enviaba “e-mails”. Pilar había pensado en quemarlas, pero se arrepintió: que
Carol decidiera qué es lo que quería hacer con ellas.
Cuando las volvió a leer –tanto las que escribió ella, como las que le
envió él- Carol se dio cuenta de que había un material de gran valor, intenso,
sincero, triste. Se lo enseñó a un amigo editor; este le dijo que estaba
dispuesto a publicarlas. Había reconocido un filón. Carol pidió permiso a
Pilar; no esperaba que aceptara, pero Pilar no puso ninguna pega.
-Esas cartas me parecen escritas por otra persona. Es una parte de Carlos
que sólo te pertenece a ti.
Fueron un gran éxito editorial. Millones de personas se emocionaron con
esas cartas. Carol sintió que tal vez su vida personal no había sido tan mala.
Un trabajo perfecto, buenos amigos y un amor imposible. Sin hijos, pero eso no
la preocupaba.
Carol, tras jubilarse, viajó por el mundo, muchas veces, sola o en
compañía. Conoció África, Japón y Latinoamérica. Se dedicó a la fotografía. Organizó
exposiciones propias que fueron bien acogidas por los críticos de arte. No
perdió el contacto con Pilar; llegaron a ser muy buenas amigas.
Pilar, después de dejar el negocio del restaurante a sus hijos, se dedicó a sus nietos y a organizar actividades lúdicas y políticas en Monterrey, pero todos los años, siempre en la misma fecha, el cumpleaños de Carlos, compraba un billete de avión y se iba sola a Nueva York. Carol y Pilar pasaban esos días juntas.
Carol fue una mujer independiente hasta el día de su muerte, ocurrida tras un infarto. Pilar asistió a su incineración. Eso me dijo una tarde en la que me invitó a tomar unas pastas, en la que dedicamos varias horas a pasar las hojas de sus álbumes de fotografías que guardaba en el cajón de un armario de ébano y en la que me contó todos los detalles de sus vidas.
El funeral de Carol se celebró en una mañana de invierno muy fría,
en la isla de Manhattan. Cuando Pilar salió del tanatorio, se enjugó las lágrimas
con un pañuelo y, a continuación, observó el cielo. Empezaban a caer los
primeros copos de nieve.
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