ERIK MICHAEL BLAKE WOOLF:
Nueva York (NY), 1972-San Francisco, 2018
Me crucé
con él, poco antes de llegar al Museo de Arte Asiático de San Francisco, museo
que recomiendo vivamente a todo aquel que viaje a esta ciudad. A unos metros de
la esquina entre las calles Larkin y McAllister. Era un hombre de raza negra,
alto, porte elegante, afeitado, que cuidaba su apariencia, aunque no dejara de
ser un indigente. Destacaba en un grupo donde la mayor parte se encontraban
descuidados y desaliñados, tirados en el suelo, abandonados a su suerte. Él,
sin embargo, mantenía la dignidad. Sí, fue eso lo que me hizo fijarme en él.
No es una
zona muy recomendable, sobre todo, por las noches. Al norte de la calle Market,
entre el ayuntamiento y la plaza Union, teniendo la calle California como
frontera, camino a la bahía, entras en un mundo paralelo que convive con la
riqueza y el turismo. Te sorprende encontrarte junto a los que trapichean con
droga, las prostitutas y los indigentes. En pleno centro de San Francisco, a dos
pasos de la zona histórica, hay otra realidad que te golpea con crudeza.
Recuerdo
las primeras palabras que pronunció, como si volviera a estar otra vez, allí
mismo.
-¡Good
morning, sir!
La
educación de un semejante -sea hombre o mujer- siempre me atrapa. En algunos
casos, me hace concebir falsas esperanzas -¡cuantas veces interpreté un simple
gesto de cortesía de una muchacha con posibilidades infinitas en el campo
sexual!-, pero, en general, es un primer paso en cualquier relación humana. La
grosería, la tosquedad, la brutalidad me provocan rechazo; me parecen un reflejo de la soberbia y la altanería. Y no hay nada que más deteste.
Lo saludé. Intercambiamos unas
pocas palabras. Le pregunté por la dirección del museo;
me encontraba a unos cien metros. Me lo señaló con el brazo extendido,
cuidando su acento, para hacerse entender por un extranjero. Se lo agradecí. No
me pidió nada a cambio.
Volví a verlo esa misma tarde, al
otro lado de la calle Market, al sur, en un parque, enfrente del Museo de Arte
Moderno. Eran los jardines de Yerba Buena. Se encontraba sentado en un banco,
protegido por la sombra de un plátano. Me reconoció, nada más verme. Se dirigió
a mí. Acabé sentándome junto a él.
Le invité a
un botellín de cerveza; aceptó. Estuvimos más de hora y media hablando. Me dijo
su nombre: Erik. Sobre todo, me contó su vida. Las líneas que siguen son un
resumen de esa conversación.
Erik nació
en el Bronx el mismo año en que yo vine al mundo. Los espacios y los entornos
sociales en los que creces marcan una parte de los acontecimientos de una
vida. Sin duda, fueron decisivos en la suya. Familia pobre y desestructurada;
pérdida del padre a temprana edad. Apoyo en la madre que le enseñó a “respetar a sus semejantes”. Los
estudios formales le aburrieron; en cuanto tuvo dinero y edad, se marchó con un
par de amigos en un coche de segunda mano y se fueron al Oeste.
Vivieron
con muy poco dinero; conocieron las calles de Washington, Detroit, Chicago,
Kansas City, Denver, Las Vegas, Phoenix. A esas alturas, el grupo se había
disgregado y el coche hacía mucho que se malvendió. Erik estaba solo; no se vio
con fuerzas para volver a Nueva York. Decidió llegar hasta el Pacífico y allí
tomaría una decisión.
El día que
llegó a San Francisco saltaba a los titulares el caso de Monika Levinsky. “Sí, -le dije-, lo recuerdo”. Buscó trabajo en una fábrica, en Oakland, a las
afueras de la ciudad. No fueron malos tiempos. Recuperó el contacto con su
madre; conoció a una chica, Margaret. “Una
mujer con carácter, sí, señor, con mucho carácter”. No lo decía con desdén.
Intuía una pizca de orgullo, como si quisiera presumir de haberla tenido entre
sus brazos.
Se casó con
ella; tuvieron dos hijos: chico y chica. Tim y Lisa. Compraron un apartamento
en el pueblo de Oakland. Trajo a su madre, que, en contra de lo que podía
esperarse, no sólo fue una abuela sacrificada –hizo todo lo pudo para que
Margaret y Erik pudieran trabajar y, además, tuvieran más tiempo para ellos
mismos-, sino que, incluso, se llevó muy bien con su nuera. Todo parecía ir de
seda, pero las cosas se torcieron. Erik no tuvo suerte.
Una tarde,
cuando Tim jugaba, se subió a un árbol del barrio. La rama, donde se apoyaba,
se partió. Cayó al suelo, ante la mirada impotente de su hermana Lisa. Podía
haber sido un simple rasguño o un brazo o una pierna escayolados, pero la mala
fortuna quiso que se rompiera el cuello. Seis meses después, la abuela
falleció, en esta ocasión, de manera natural. Los médicos diagnosticaron una
pulmonía, complicada por algún problema cardíaco, aunque muchos pensaron que
simplemente no pudo superar la muerte de su nieto.
¿Qué hizo
Erik, entonces? Se sintió culpable. La relación con Margaret se fue
deteriorando. Ella también lo acusaba de no haberlo evitado. Llegaba borracho a
casa. Perdió el trabajo en una reestructuración de la empresa después de la
crisis bursátil del 2008. Margaret inició los trámites del divorcio. Le fue
sencillo. Tenía un trabajo y una hija a la que cuidar. Y Erik había perdido el
rumbo. Ella se compró otra casa, más sencilla, al sur de San Francisco, en
Bayview Park. A partir de ese momento Erik entró en ese grupo tan numeroso de
personas que Estados Unidos ha abandonado y a los que considera desechos. Sin
derechos sociales ni laborales. Intentando sobrevivir, como podía.
Estaba
orgulloso de su hija, aunque sólo la podía ver, de pascuas a ramos. El año anterior Lisa acababa de terminar la educación secundaria. Se quería dedicar al diseño
y la arquitectura; al menos, ese era su objetivo. Le apetecía quedarse allí y
estudiar cerca de su madre y de su padre, aunque hubiera podido marcharse al
Este.
Erik había
conocido a muchos como él, hombres sin suerte que acabaron con una manta en la
calle y algo de ropa. Otros, destrozados por la droga –fuera el crack o los “tripis”- parecían muñecos que gritaban
consignas sin sentido, a quien quisiera escucharlos. No todos eran de buena
ley; había quien golpeaba y robaba a otros por un mísero dólar o un jersey,
tirado en el contenedor.
Recibía
ayudas de organizaciones religiosas, pero no encontraba trabajo. Salir del
hoyo, cuando estás en el fondo, es muy difícil. Lo estaba intentando; quería
que su hija se sintiera orgullosa de él. Así me lo contó, en esa tarde
primaveral, sentados en un banco de madera, a diez minutos del centro financiero
de San Francisco. Le pregunté por qué estaba aquí, tan lejos de donde le había
visto por primera vez.
-Espero a
mi hija Lisa. Sale de un curso, aquí cerca, en una empresa. Hoy me he vestido
con propiedad. Quiero que me vea así. Con dignidad. ¿Le parece que estoy bien?
Asentí. Se
levantó; tenía que irse. Le deseé suerte. Nos dimos la mano. Se alejó en
dirección al museo de Arte Contemporáneo. No pude evitarlo; sentía curiosidad
por ver a su hija. Le seguí con cuidado, manteniéndome a varios metros de distancia.
En la puerta del museo, una chica de color, que tendría unos dieciocho años,
delgada, seria, algo tímida, esperaba a Erik. Le dio un beso en la mejilla. Me
pareció que Erik en ese momento era un hombre feliz.
Pasaron dos
o tres años. No lo recuerdo exactamente. Volví a San Francisco. Unos amigos me
habían invitado a una conferencia y no pude rechazar su oferta. Esta vez fue en
otoño. Una de esas tardes me quedé solo y empecé a vagar por las peligrosas
calles del centro. No encontré a Erik.
Llegué al parque donde tuvimos esa extraña y larga
conversación y, entonces, la reconocí. Sí, era ella, sin duda: Lisa, la hija de
Erik. Estaba sentada en el mismo banco que su padre hace tres años. Comía un
emparedado –uno de esos bocadillos comprados en las máquinas, que sólo sirven
para engañar al estómago- y con la otra mano sostenía una lata de coca-cola. Me acerqué a
ella; tenía que preguntarle por Erik. Me presenté. Le dije que había conocido a
su padre, que me pareció un hombre valiente, a pesar
de la situación en la que se hallaba, y le pregunté cómo le iba.
Lisa me escuchó con atención. Pensé, durante un momento, que se marcharía de allí,
sin dirigirme la palabra, porque me miraba de una manera extraña. Parecía
sorprendida por este encuentro inesperado, por supuesto, pero, al mismo tiempo,
notabas en sus ojos –me di cuenta después- una pizca de dolor, como si tuviera
una herida que deseara compartir, incluso, con un desconocido. Al final, guardó
el emparedado y empezó a contarme lo que yo no sabía de Erik, su trágico final.
Aunque él estaba convencido y repetía una y otra vez que
tarde o temprano algo saldría y encontraría un trabajo, eso no ocurrió. Una
mañana de verano, el del mismo año en el que lo vi, muy temprano, -no serían
más de las seis de la mañana- se topó con una mujer y dos tipejos. La mujer era
una de las pocas indigentes que pululaban por la zona; había otras dos más,
ancianas y ya medio lunáticas.
Ella aún era
joven; su rostro había perdido parte de su encanto por culpa de las drogas y
los meses en la calle, pero aún había esperanzas. Siempre había buscado
el abrigo de otro hombre, su novio, y un par de amigos, ya que una indigente sola
y joven tiene muchas posibilidades de ser violada, pero esa mañana, se
encontraba desprotegida. El novio estaba en la cárcel por consumo de
estupefacientes y los amigos habían puesto pies en polvorosa. Otros dos
indigentes se enteraron de la situación, la buscaron y quisieron aprovecharse.
Erik la
había visto alguna vez, acompañada de un perro grande y amable; lo encontró a
unos metros, mareado, con un golpe en la cabeza. Sangraba. Se quejaba. No podía
moverse; era fácil adivinar que se habían librado, en primer lugar, del perro
para luego violar a la muchacha. La tenían acorralada en un callejón; acababan de
arrancarle la ropa interior. Gritaba y pedía ayuda.
Erik no
dudó. Se fue a por los dos hombres y los golpeó con furia. A uno de ellos lo
dejó sin sentido. El otro tuvo tiempo para sacar una navaja y se la clavó en el
cuello, seccionándole la yugular. Erik se desangró sin que la chica pudiera hacer nada por
ayudarle. El tipo huyó, pero una semana después la policía lo acribilló a
balazos al oeste de San Francisco, cerca de Forest Hill.
Curiosamente
la chica escapó de esas calles, consiguió salir de ese infierno. Erik nunca supo que Anne,
así se llamaba, también había nacido en Nueva York. La acogieron en un centro social
y pudo empezar una nueva vida. Volvió a casa de sus padres, en Brooklyn. El
perro, aunque le acabaría quedando una cojera para el resto de su vida, también
sobrevivió. Erik apareció en algunos periódicos de tirada local; fue alabado
por su valor y coraje. Lisa pudo sentirse orgullosa de su padre. Al día siguiente, se le
olvidó.
Le agradecí
a Lisa que me lo contara; ella me agradeció que la escuchara. Se levantó y se
despidió de mí.
La vi alejarse en dirección al museo, como a su padre, tres
años antes. A lo lejos, se ponía el sol. Su figura formaba un contraluz
perfecto. Era una mujer muy bella.
No hay comentarios:
Publicar un comentario