jueves, 26 de abril de 2018

UN CABALLERO


ERIK MICHAEL BLAKE WOOLF:
Nueva York (NY), 1972-San Francisco, 2018

            Me crucé con él, poco antes de llegar al Museo de Arte Asiático de San Francisco, museo que recomiendo vivamente a todo aquel que viaje a esta ciudad. A unos metros de la esquina entre las calles Larkin y McAllister. Era un hombre de raza negra, alto, porte elegante, afeitado, que cuidaba su apariencia, aunque no dejara de ser un indigente. Destacaba en un grupo donde la mayor parte se encontraban descuidados y desaliñados, tirados en el suelo, abandonados a su suerte. Él, sin embargo, mantenía la dignidad. Sí, fue eso lo que me hizo fijarme en él.

            No es una zona muy recomendable, sobre todo, por las noches. Al norte de la calle Market, entre el ayuntamiento y la plaza Union, teniendo la calle California como frontera, camino a la bahía, entras en un mundo paralelo que convive con la riqueza y el turismo. Te sorprende encontrarte junto a los que trapichean con droga, las prostitutas y los indigentes. En pleno centro de San Francisco, a dos pasos de la zona histórica, hay otra realidad que te golpea con crudeza.

            Recuerdo las primeras palabras que pronunció, como si volviera a estar otra vez, allí mismo.

            -¡Good morning, sir!

            La educación de un semejante -sea hombre o mujer- siempre me atrapa. En algunos casos, me hace concebir falsas esperanzas -¡cuantas veces interpreté un simple gesto de cortesía de una muchacha con posibilidades infinitas en el campo sexual!-, pero, en general, es un primer paso en cualquier relación humana. La grosería, la tosquedad, la brutalidad me provocan rechazo; me parecen un reflejo de la soberbia y la altanería. Y no hay nada que más deteste.

Lo saludé. Intercambiamos unas pocas palabras. Le pregunté por la dirección del museo; me encontraba a unos cien metros. Me lo señaló con el brazo extendido, cuidando su acento, para hacerse entender por un extranjero. Se lo agradecí. No me pidió nada a cambio.

Volví a verlo esa misma tarde, al otro lado de la calle Market, al sur, en un parque, enfrente del Museo de Arte Moderno. Eran los jardines de Yerba Buena. Se encontraba sentado en un banco, protegido por la sombra de un plátano. Me reconoció, nada más verme. Se dirigió a mí. Acabé sentándome junto a él.

            Le invité a un botellín de cerveza; aceptó. Estuvimos más de hora y media hablando. Me dijo su nombre: Erik. Sobre todo, me contó su vida. Las líneas que siguen son un resumen de esa conversación.

           
            Erik nació en el Bronx el mismo año en que yo vine al mundo. Los espacios y los entornos sociales en los que creces marcan una parte de los acontecimientos de una vida. Sin duda, fueron decisivos en la suya. Familia pobre y desestructurada; pérdida del padre a temprana edad. Apoyo en la madre que le enseñó a “respetar a sus semejantes”. Los estudios formales le aburrieron; en cuanto tuvo dinero y edad, se marchó con un par de amigos en un coche de segunda mano y se fueron al Oeste.

            Vivieron con muy poco dinero; conocieron las calles de Washington, Detroit, Chicago, Kansas City, Denver, Las Vegas, Phoenix. A esas alturas, el grupo se había disgregado y el coche hacía mucho que se malvendió. Erik estaba solo; no se vio con fuerzas para volver a Nueva York. Decidió llegar hasta el Pacífico y allí tomaría una decisión.

            El día que llegó a San Francisco saltaba a los titulares el caso de Monika Levinsky. “Sí, -le dije-, lo recuerdo”. Buscó trabajo en una fábrica, en Oakland, a las afueras de la ciudad. No fueron malos tiempos. Recuperó el contacto con su madre; conoció a una chica, Margaret. “Una mujer con carácter, sí, señor, con mucho carácter”. No lo decía con desdén. Intuía una pizca de orgullo, como si quisiera presumir de haberla tenido entre sus brazos.

            Se casó con ella; tuvieron dos hijos: chico y chica. Tim y Lisa. Compraron un apartamento en el pueblo de Oakland. Trajo a su madre, que, en contra de lo que podía esperarse, no sólo fue una abuela sacrificada –hizo todo lo pudo para que Margaret y Erik pudieran trabajar y, además, tuvieran más tiempo para ellos mismos-, sino que, incluso, se llevó muy bien con su nuera. Todo parecía ir de seda, pero las cosas se torcieron. Erik no tuvo suerte.

            Una tarde, cuando Tim jugaba, se subió a un árbol del barrio. La rama, donde se apoyaba, se partió. Cayó al suelo, ante la mirada impotente de su hermana Lisa. Podía haber sido un simple rasguño o un brazo o una pierna escayolados, pero la mala fortuna quiso que se rompiera el cuello. Seis meses después, la abuela falleció, en esta ocasión, de manera natural. Los médicos diagnosticaron una pulmonía, complicada por algún problema cardíaco, aunque muchos pensaron que simplemente no pudo superar la muerte de su nieto.

            ¿Qué hizo Erik, entonces? Se sintió culpable. La relación con Margaret se fue deteriorando. Ella también lo acusaba de no haberlo evitado. Llegaba borracho a casa. Perdió el trabajo en una reestructuración de la empresa después de la crisis bursátil del 2008. Margaret inició los trámites del divorcio. Le fue sencillo. Tenía un trabajo y una hija a la que cuidar. Y Erik había perdido el rumbo. Ella se compró otra casa, más sencilla, al sur de San Francisco, en Bayview Park. A partir de ese momento Erik entró en ese grupo tan numeroso de personas que Estados Unidos ha abandonado y a los que considera desechos. Sin derechos sociales ni laborales. Intentando sobrevivir, como podía.

            Estaba orgulloso de su hija, aunque sólo la podía ver, de pascuas a ramos. El año anterior Lisa acababa de terminar la educación secundaria. Se quería dedicar al diseño y la arquitectura; al menos, ese era su objetivo. Le apetecía quedarse allí y estudiar cerca de su madre y de su padre, aunque hubiera podido marcharse al Este.

            Erik había conocido a muchos como él, hombres sin suerte que acabaron con una manta en la calle y algo de ropa. Otros, destrozados por la droga –fuera el crack o los “tripis”- parecían muñecos que gritaban consignas sin sentido, a quien quisiera escucharlos. No todos eran de buena ley; había quien golpeaba y robaba a otros por un mísero dólar o un jersey, tirado en el contenedor.

            Recibía ayudas de organizaciones religiosas, pero no encontraba trabajo. Salir del hoyo, cuando estás en el fondo, es muy difícil. Lo estaba intentando; quería que su hija se sintiera orgullosa de él. Así me lo contó, en esa tarde primaveral, sentados en un banco de madera, a diez minutos del centro financiero de San Francisco. Le pregunté por qué estaba aquí, tan lejos de donde le había visto por primera vez.

            -Espero a mi hija Lisa. Sale de un curso, aquí cerca, en una empresa. Hoy me he vestido con propiedad. Quiero que me vea así. Con dignidad. ¿Le parece que estoy bien?

            Asentí. Se levantó; tenía que irse. Le deseé suerte. Nos dimos la mano. Se alejó en dirección al museo de Arte Contemporáneo. No pude evitarlo; sentía curiosidad por ver a su hija. Le seguí con cuidado, manteniéndome a varios metros de distancia. En la puerta del museo, una chica de color, que tendría unos dieciocho años, delgada, seria, algo tímida, esperaba a Erik. Le dio un beso en la mejilla. Me pareció que Erik en ese momento era un hombre feliz.


            Pasaron dos o tres años. No lo recuerdo exactamente. Volví a San Francisco. Unos amigos me habían invitado a una conferencia y no pude rechazar su oferta. Esta vez fue en otoño. Una de esas tardes me quedé solo y empecé a vagar por las peligrosas calles del centro. No encontré a Erik.

            Llegué al parque donde tuvimos esa extraña y larga conversación y, entonces, la reconocí. Sí, era ella, sin duda: Lisa, la hija de Erik. Estaba sentada en el mismo banco que su padre hace tres años. Comía un emparedado –uno de esos bocadillos comprados en las máquinas, que sólo sirven para engañar al estómago- y con la otra mano sostenía una lata de coca-cola. Me acerqué a ella; tenía que preguntarle por Erik. Me presenté. Le dije que había conocido a su padre, que me pareció un hombre valiente, a pesar de la situación en la que se hallaba, y le pregunté cómo le iba.

            Lisa me escuchó con atención. Pensé, durante un momento, que se marcharía de allí, sin dirigirme la palabra, porque me miraba de una manera extraña. Parecía sorprendida por este encuentro inesperado, por supuesto, pero, al mismo tiempo, notabas en sus ojos –me di cuenta después- una pizca de dolor, como si tuviera una herida que deseara compartir, incluso, con un desconocido. Al final, guardó el emparedado y empezó a contarme lo que yo no sabía de Erik, su trágico final.

            Aunque él estaba convencido y repetía una y otra vez que tarde o temprano algo saldría y encontraría un trabajo, eso no ocurrió. Una mañana de verano, el del mismo año en el que lo vi, muy temprano, -no serían más de las seis de la mañana- se topó con una mujer y dos tipejos. La mujer era una de las pocas indigentes que pululaban por la zona; había otras dos más, ancianas y ya medio lunáticas.

Ella aún era joven; su rostro había perdido parte de su encanto por culpa de las drogas y los meses en la calle, pero aún había esperanzas. Siempre había buscado el abrigo de otro hombre, su novio, y un par de amigos, ya que una indigente sola y joven tiene muchas posibilidades de ser violada, pero esa mañana, se encontraba desprotegida. El novio estaba en la cárcel por consumo de estupefacientes y los amigos habían puesto pies en polvorosa. Otros dos indigentes se enteraron de la situación, la buscaron y quisieron aprovecharse.

            Erik la había visto alguna vez, acompañada de un perro grande y amable; lo encontró a unos metros, mareado, con un golpe en la cabeza. Sangraba. Se quejaba. No podía moverse; era fácil adivinar que se habían librado, en primer lugar, del perro para luego violar a la muchacha. La tenían acorralada en un callejón; acababan de arrancarle la ropa interior. Gritaba y pedía ayuda.

            Erik no dudó. Se fue a por los dos hombres y los golpeó con furia. A uno de ellos lo dejó sin sentido. El otro tuvo tiempo para sacar una navaja y se la clavó en el cuello, seccionándole la yugular. Erik se desangró sin que la chica pudiera hacer nada por ayudarle. El tipo huyó, pero una semana después la policía lo acribilló a balazos al oeste de San Francisco, cerca de Forest Hill.

            Curiosamente la chica escapó de esas calles, consiguió salir de ese infierno. Erik nunca supo que Anne, así se llamaba, también había nacido en Nueva York. La acogieron en un centro social y pudo empezar una nueva vida. Volvió a casa de sus padres, en Brooklyn. El perro, aunque le acabaría quedando una cojera para el resto de su vida, también sobrevivió. Erik apareció en algunos periódicos de tirada local; fue alabado por su valor y coraje. Lisa pudo sentirse orgullosa de su padre. Al día siguiente, se le olvidó.

            Le agradecí a Lisa que me lo contara; ella me agradeció que la escuchara. Se levantó y se despidió de mí. 

            La vi alejarse en dirección al museo, como a su padre, tres años antes. A lo lejos, se ponía el sol. Su figura formaba un contraluz perfecto. Era una mujer muy bella.
           

                       









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