VIDAS DE AL FAYUM
Siglo I a.C.-siglo III d.C.
El Fayum es una de las regiones
del país del Nilo, situada en el Alto Egipto, a más de cien kilómetros al
sudoeste del Cairo, en la orilla izquierda del río. Parece un oasis en medio
del desierto. Es uno de los lugares más fértiles de la comarca; proporciona
cáñamo, lino, arroz, algodón, caña de azúcar, rosas, naranjas, higos,
aceitunas, uvas, melocotones, granadas. Significa en copto, “lago, mar o tierra pantanosa”.
Y son esas condiciones naturales
–un clima cálido y seco- las que han permitido la conservación de casi mil
retratos de momias. Son naturalistas, reflejan en cada uno de sus detalles los
rasgos de las personas que fueron enterradas hace veinte siglos. Se explica
porque la religión egipcia pensaba que para poder llegar al otro mundo, era
necesario que los dioses los identificaran. ¡Y qué manera mejor que un retrato
realista! Influye también seguramente el talante del romano, poco proclive a
idealizaciones.
Los retratos cubrían la momia, se
colocaban sobre el rostro del difunto, entre las telas y el cartonaje. Sólo
aparecen sus caras, que, en su mayor parte, son de hombres y mujeres de origen
greco-romano. El formato es el de pintura en tabla, sea encaústica –con cera-,
o al temple.
En la actualidad, separados de
sus momias, los retratos han viajado por el mundo. Las he visto en casi todos
los lugares que he visitado, sea en exposiciones temporales o entre sus fondos,
en grupos de cuatro u ocho retratos. En Londres, en el British Museum, en el Metropolitan
de Nueva York, en el Louvre de París, en el Museo Egipcio de Berlín, en los
Museos Vaticanos, en el Museo Nacional y Karlova de Praga, en el Museo
Arqueológico de Atenas, en Florencia, en el Hermitage de San Petersburgo,
Cracovia, Lisboa, la Glyptoteca de Copenhague, en el De Young en San Francisco,
en Los Ángeles, Kyoto, Tokyo, México D.F., Madrid…
En ningún otro caso, he sentido
como en estos retratos, una impresión tan profunda de universalidad, esa intensa
evocación de inmortalidad. Aunque no de la manera en que ellos creían, sí han
alcanzado un más allá, sin proponérselo.
Dedicaba varios minutos, desde la
primera vez que los vi en un museo –tal vez el de Londres, no lo puedo
asegurar-, en contemplarlos, mirarlos cara a cara, descubrir sus historias,
pasiones, desgracias, mezquindades, sueños. Me gustaba imaginar cómo había sido
su vida hasta el momento en que fueron pintados, tal como los recordaban sus
familiares o amigos.
A finales del XIX y hasta bien
entrado el siglo XX, muchas familias que acababan de perder a un ser querido y
que no disponían de cámaras fotográficas, pedían al fotógrafo del pueblo o del
barrio que hiciera una fotografía, fotografía que les serviría para recordarlo
“tal como era”, sin las deformaciones, alteraciones o distorsiones que la
memoria provoca con el paso del tiempo en todos nosotros. Normalmente solían
ser niños, aunque también adultos o jóvenes que nunca hubieran podido hacerse
una fotografía de estudio.
Incluso yo mismo hice un retrato
de mi madre, nada más morir. Y otro, dos semanas después, con la intención de
denunciar el estado en que se encontraba su cuerpo. No son retratos que quiera
volver a ver, aunque sé que están aquí, en este ordenador, en lo más profundo
de una carpeta, en un archivo de imagen.
Al hermano de mi padre también se
lo hicieron. Murió a los diecisiete años de una enfermedad pulmonar y los
padres se la pidieron a un fotógrafo profesional. Mi abuelo, tal vez arrepentido de haber
insultado a su hijo, pensando que no iba al trabajo porque era un vago
redomado; la abuela, destrozada, incapaz de entender y asimilar su muerte. Se
hizo la fotografía: posición cenital, ojos semicerrados, mirada perdida.
Parecía un fantasma…
He
recorrido los rostros de los hombres y mujeres de El Fayum, como si sus miradas,
sus gestos, los ojos abiertos, los objetos que llevaban con ellos, pudieran
contarme los secretos que todos guardamos en cajas cerradas y que serán
enterrados con nosotros o quemados, cuando llegue ese último momento.
Collares,
pendientes, coronas, peinados, ropas, barbas, cejas, mejillas hundidas, nariz
angulada o apretada, bocas sensuales o secas, la belleza de una joven o la
decrepitud de una anciana, la ingenuidad de una niña o la rudeza de un hombre.
Todos son
diferentes, aunque respondan al mismo patrón. ¿No es acaso esa la mejor
descripción de cualquier ser humano en cualquier época? El tiempo y el espacio
han dejado de existir, dejaban de existir, cuando contemplaba estos retratos,
estuviera donde estuviese...
Ella se llama Antínoe. Pelo
corto, peinado hacia atrás, orejas grandes de las que cuelgan unos pendientes,
en la que se combinan dos piedras blancas y una negra, central; cejas tupidas,
nariz fina, boca pequeña que esboza una leve sonrisa. Lleva una diadema muy
sencilla, alrededor del pelo, coronada por una media luna dorada, y un broche
circular. Tiene un pequeño hoyuelo entre la nariz y la boca, hoyuelo que
volvería loco a los jóvenes que la amaron. Es una mujer muy joven; ni siquiera
habrá cumplido los veinte años.
Imaginé su
vida. Infancia feliz en una familia de clase alta. Su padre, bien situado en
los puestos de gobierno del Egipto de Trajano o Adriano. ¡Quién sabe si no
llegaría a conocer al emperador viajero en una de sus visitas a la provincia o
al mismo Antinoo, antes de que muriera en extrañas circunstancias! Su madre
pertenecía a una familia noble; sus antepasados fueron griegos llegados a estas
tierras cuatro siglos antes, junto a Alejandro Magno.
La prometieron con un hombre de mediana edad, un
terrateniente de la zona. Su primogénito –fruto de un primer matrimonio-,
tendría la misma edad que nuestra Antínoe. Barba incipiente, pelo enmarañado.
Es posible que se prendara de ella; ¿por qué no? Los dos eran jóvenes; la
naturaleza los llama. El marido la trató bien; no era un mal hombre, aunque,
como veremos, estaba condenado a perder a sus mujeres demasiado pronto. La
primera murió en el parto; Antínoe sufriría el mismo destino.
Se quedó
embarazada enseguida. Mientras el marido se ocupaba de sus asuntos, los jóvenes
entablaron una estrecha relación. Se prometieron amor eterno. Pensaron que
harían después del parto de Antínoe.
El parto se
complicó. Antínoe perdió mucha sangre. El niño nació sano, pero la fiebre de su
madre no bajaba. Un proceso infeccioso que la llevó a la muerte.
Los dos,
padre e hijo, la lloraron. Colocaron sobre su momia el retrato. La diadema, el
broche, los pendientes eran regalos de su marido. El hijo insistió en que
llevara, además, un chal o bufanda sobre la ropa. Se la había regalado meses
antes el día de su cumpleaños. No tardaría en acompañarla al otro mundo..
Cario,
duumviro de la ciudad de Alejandría, alcanzó los honores, después de una larga
trayectoria en el gobierno de su ciudad. De origen egipcio, supo moverse en los
intrincados mecanismos de la política local.
Sin embargo, la fortuna que tanto
le ayudó en su carrera política, le fue esquiva en su vida familiar. Se casó
con una mujer de familia romana, asentada desde hacía treinta años en Egipto.
Se llamaba Julia. Tenía lejanos vínculos con la famosa dinastía de emperadores,
aunque su familia carecía de las riquezas y el poder que habían adquirido sus
homólogos.
Tuvieron dos hijos, Demetrio y
Alejandra. Demetrio heredó tanto la pasión política de su padre, como sus
amistades. Se supo desenvolver, pero nunca tuvo una relación muy estrecha con
él; su infancia coincidió con el periodo en el que Cario se alejó de su
familia, y esa sensación de haber sido desatendido nunca le abandonó.
Al año del nacimiento de
Alejandra, su esposa murió de unas fiebres. Cario se arrepintió de no haber
dedicado más tiempo a su esposa y a su hijo mayor. Con Demetrio ya era tarde;
se esforzó en enmendar sus errores con Alejandra. La cuidó con todo el cariño
del que fue capaz. Disfrutaba de todos sus avances y esperaba de ella grandes
éxitos en su vida adulta: un feliz matrimonio, si así lo deseaban los dioses.
Todo se torció, cuando Alejandra
cayó desde una terraza, mientras jugaba con unos primos. Se rompió la columna;
no sobrevivió más que unas horas. Lo único que pudo hacer Cario fue estar con
Alejandra, cuando su hija dejaba de respirar.
Sus dos retratos nos miran
directamente a los ojos. La tez aceitunada de él; la tez blanca de su hija, tan
parecida a la de su madre. La vida breve de la niña; las arrugas del cuello del
padre. Miradas que se cruzan con la nuestra...
Demetria y Taoutem eran dos primas
maternas. Las madres, de origen griego y romano, a partes iguales, pertenecían
a la clase alta senatorial. Se casaron con hombres bien situados en la élite
dirigente de Egipto.
Desde pequeñas las dos primas
fueron muy diferentes. Demetria era hermosa, tenía el encanto de una mujer
sensual y atrevida. Taoutem, en cambio, tímida, insegura, se sentía incómoda en
el cuerpo que le había tocado en suerte. Aún así, eran amigas, o tal vez,
precisamente por eso mismo.
Parecía que el matrimonio sería
el único objetivo para ambas y, es cierto, pronto se casaron. Aunque su camino
tomó rumbos distintos. Demetria se dedicó más a disfrutar de las ventajas de su
posición social. Participaba en eventos, fiestas, actividades lúdicas,
asistencia a teatros o juegos circenses.
En cambio, Taoutem, que perdió a
su marido, al año de casarse, y sin tener hijos, heredó una cuantiosa fortuna
que le sirvió para recluirse en su espacio privado –nunca más se casó-, aunque,
al mismo tiempo, proporcionara ayudas económicas a escritores, artistas,
creadores y comprara y adquiriera ingentes cantidades de libros que formaron
parte de su biblioteca privada y que, más tarde, donaría a la gran biblioteca
de Alejandría.
Su relación no se rompió, a pesar
de tener vidas tan diferentes. Se llevaban muy bien y Demetria se sentía a
gusto, cuando, agotada, buscaba en Taoutem un refugio a una vida tan activa.
Por otro lado, la prima, gustaba de escuchar a Demetria, cuando hablaba de sus
escarceos amorosos –muchos de ellos, idealizados-.
Demetria se quedó embarazada a
los cuatro años de casada. Tuvo a su hijo, un niño. Quedó muy débil. Enfermó.
Murió. A partir de ese momento Taoutem se dedicó a su sobrino y quiso hacer de
él un hombre culto. Su esfuerzo no fue inútil. Llegó a dirigir la biblioteca de
Alejandría.
Taoutem, cuando falleció, pidió
que su cuerpo y su retrato estuvieran junto al de su prima, a la que llamaba
“su hermana”...
Cuando
murió mi abuela paterna, se repartieron entre las hermanas y mi padre las pocas
pertenencias que aún conservaba. Él sólo se quedó con la fotografía de su
hermano. La llevó con él, junto a la de sus hijos, hasta que en una de sus
mudanzas, la perdió, poco antes de morir…
Me aparto.
Comienzo a imaginar una historia, la de Antínoe, en París que concluyó en el
Vaticano, a unos metros del Laoconte. La siguiente fue concebida en una sala
del Metropolitan de Nueva York. La última, surgió en Kyoto, a unos metros del
templo, el santuario sintoísta de Heian Shrine, y de su jardín, en un día
otoñal, con la luz, reflejada en el lago sereno y plácido.
Una de las
miradas aún me acompaña, mientras me alejo de allí y abandono la sala.
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