ALEXIS IVANOV FOMÍN
Moscú, 1983-Nueva York, 2039
Frío por
fuera, apasionado por dentro, como el paisaje nevado de Polonia o Rusia.
Asesino al servicio del Estado. Hombre de negocios brutal. Algunos dicen que
mató más como empresario que ejerciendo de asesino. Es difícil asegurarlo.
Se podría
decir que no conoció el comunismo ni el post-capitalismo. Fue, sin duda, un
hombre de su tiempo, reflejo de una época en el que el capitalismo fue voraz y
despiadado, sutil y manipulador.
Hijo de
Vladimir y Samsa. Detestó a su padre, al que consideraba un tipo débil, incapaz
de sacar a su familia de la pobreza, en la que se encontraba desde la caída del
muro y la Perestroika. Su infancia fue dura; se forjó en las calles de un
barrio humilde en Moscú. Formó parte de una banda de criminales de baja estofa
–ya muy joven, a los quince años-, convirtiéndose enseguida en su líder. Su
padre murió muy joven, cuando Alexis no había cumplido los catorce. Nuestro
Alexis hubiera sido un vulgar criminal, apuñalado en una pelea a
navajazos, dentro de la trena o en las calles del extrarradio moscovita. Sin embargo, su
decisión de entrar en el ejército en 1999 –convencido por su madre- y el
traslado a la provincia separatista de Chechenia –donde acababa de empezar la
segunda guerra chechena-, cambió su vida.
Conoció
allí al que siempre consideró su maestro, Ramzan Kadyrov. Se integró en su
grupo paramilitar y allí se formó en técnicas que le resultarían útiles en
muchas de sus acciones posteriores. Pronto destacó en el trato inhumano: violaciones,
saqueos, torturas. Aprendió como el mejor alumno las técnicas de tortura más
sofisticadas. No era un cabeza cuadrada; tenía inteligencia y sabía
aprovecharla.
Kadyrov –que llegó a ser el brazo derecho de Putin en la
provincia, convirtiéndose en su presidente en el 2007- presentó las
credenciales de Alexis a uno de los altos cargos del régimen de Putin. Se
llamaba Ivan Bortnikov, jefe del servicio de seguridad nacional ruso. Era un
hombre cercano a Putin y Kadyrov intuyó en Alexis un potencial, digno de mejor
causa. Fue trasladado de Chechenia a Rusia, pero su misión no iba a cambiar;
seguiría siendo un asesino frío y despiadado.
Su primer
crimen –sería su prueba de fuego- fue eliminar a un disidente de escasa
importancia, Yegor Mazrov. Midió todos sus pasos, lo preparó concienzudamente;
no cometió ningún error. Dos disparos limpios en la cabeza. Fue una noche,
cuando Yegor salía de la casa de un amigo opositor.
A excepción de algún medio afín,
nadie se interesó mucho por la muerte de este hombre. Los jueces, comprados,
archivaron el caso enseguida. De todas formas, no se encontraron pruebas que
pudieran incriminar a nadie. Alexis había cometido casi un crimen perfecto. Los
resultados fueron tan elegantes y el trabajo tan fino que desde ese momento se
convirtió en uno de los puntales de la guerra sucia contra la oposición que
llevó a cabo Putin durante las dos primeras décadas del siglo XXI.
Participó
en el grupo que tiroteó a Anna Politkóvskaya en el ascensor de su casa, el
siete de octubre del 2006. Nunca lograron implicarle en ninguno de los juicios
que intentaron dilucidar la identidad de sus asesinos. Ni siquiera fue
mencionado su nombre, a no ser en un anexo, olvidado, incluso por los abogados
opositores, aunque se supo tras la desclasificación de documentos
oficiales, una década después de su muerte, que había sido el hombre que había
planificado el asesinato en todos sus detalles.
Se cruzó
conmigo en tres ocasiones. Nuestras vidas difícilmente hubieran podido
encontrarse; vivíamos en mundos paralelos, pero a veces esos mundos coinciden
en los lugares más insospechados.
En Atenas, en el verano del 2011,
-mientras yo disfrutaba de los museos de la ciudad- Alexis se encontraba con su
esposa –de una familia cercana a los Medvédev-, Alejandra Medvédev, en el viaje
de novios. Varias veces tanto yo como Alexis coincidimos en la plaza Syntagma,
aunque, por supuesto, no nos dirigimos la palabra.
En cuanto al matrimonio de
Alejandra y Alexis, fue lo que llamaríamos, vulgarmente, un “braguetazo”. Se
casó para medrar y, en parte, obligado por las circunstancias –la había dejado
embarazada-. Matrimonio condenado al desastre, pero que le sirvió para
conseguir múltiples contactos en las esferas del poder. Los dos, marido y
mujer, se odiaron hasta el último día de sus vidas, pero, en el fondo, se
necesitaban. Alejandra reconocía que su marido era un hombre despiadado, que no
se pararía en barras para hacerla rica. Los dos tuvieron amantes, pero
mantenían su matrimonio, porque sus intereses eran comunes.
No era un
derrochador, aunque disfrutaba, si tenía ocasión, de los placeres de la vida,
fueran sexuales o culinarios. Se cuenta que en alguna ocasión, en una fiesta de
cumpleaños, gastó millones de rublos para agasajar a sus invitados. Las mayores
exquisiteces pasaron por las manos de sus comensales: ostras, carne de iguana,
armadillo o aleta de tiburón, traídas de todas las partes del mundo. Bebidas
desconocidas por esos lares, aunque, por supuesto, no faltó el vodka. Ni
siquiera el mismo Trimalción, creación literaria de Petronio, hubiera imaginado
nada parecido.
Sin embargo, una parte de su
dinero lo dedicó a cuidar a su madre; le compró una finca en una de las zonas
más ricas de San Petersburgo. Tampoco su mujer y sus dos hijos tuvieron razones
para quejarse. Ellos le odiaban, pero, en el fondo, admiraban su talento para
eliminar todos los obstáculos –sobre todo, los seres humanos- que se le
pudieran interponer en su camino hacia el éxito. Se le conocen decenas de
amantes. Muchas de ellas no estaban con él más de dos semanas. Se olvidaba de
ellas, enseguida. Sobre su talento sexual hay opiniones encontradas. Algunas le
consideraban un gran amante, brutal, violento, un hombre que atraía a cierto
tipo de mujer. Cuentan que nunca se acostó con alguna prostituta, al menos, que profesionalmente se dedicara a ello. Otras confesaban que era como abrir
una botella de champán: la fuerza se le iba enseguida. ¿Envidia por no recibir
suficiente atención, sinceridad al no tener nada que perder?
La segunda
vez que me crucé con Alexis fue en San Petersburgo a principios de julio del
2014. Le pregunté en inglés por una calle céntrica. Alexis, que cuando estaba
de buen humor, era un hombre encantador, me lo indicó en un mapa. Estaba
esperando allí, en la esquina de la avenida Nevski con la calle Sadovaya, a un
viejo conocido, Borkikov. Entre julio y noviembre del 2014, Alexis mantuvo
importantes reuniones con él o sus lugartenientes. Comían en un famoso
restaurante, a dos pasos del Ermitage.
Dos meses después de la última
reunión, en febrero del 2015, asesinaron a un importante opositor a Putin,
Boris Nemtsov, con cuatro disparos en la espalda. Tanto Putin como sus
ministros lamentaron la muerte y prometieron mano dura contra los criminales. Por
supuesto, nadie fue juzgado y condenado por estos hechos. Los papeles
desclasificados demuestran que la planificación corrió a cargo de Alexis.
También se le acusó del
envenenamiento de varios opositores, -entre ellos, Litvinenko-, incluso más
allá de las fronteras, -en el asesinato de Arafat es poco probable que él mismo
participara, aunque no es descartable que alguien cercano, conocedor de sus
métodos, lo llevara a cabo- con lo que se denominaba eufemísticamente, “sustancias tóxicas desconocidas”, o polonio
210, aunque en este caso, no hay pruebas concluyentes. Tal vez las eliminara
sin dejar huella visible.
En Cracovia, en 2017, se produjo nuestro
último encuentro. Coincidimos en el mismo hotel. Me hallaba en la habitación
231. Alexis, en la contigua, la 232. El 3 de febrero folló varias veces con su
amante. Escuché cada una de sus embestidas; me costó dormir esa noche. Al día
siguiente, como su amante se puso enferma, aprovechó para follarse en las
cocinas, a medianoche, a una de las camareras del restaurante –era delgada, sus
pechos tenían una forma de pera que le encantaban; al menos debo reconocer su
buen gusto-.
Para entonces era un hombre de
negocios favorecido por Putin y su camarilla. Aún sabía, al mismo tiempo,
elegir a aquellos que asesinaran a un político ucraniano o georgiano o a
líderes de la oposición y, por otro lado, les aconsejaba que permitieran e
hicieran la vista gorda para que terroristas separatistas o musulmanes atentaran
con cierta impunidad en estaciones de metro o lugares turísticos y, a
continuación, intensificaran la represión contra unos y otros, sistema que -él mismo aseguraba entre sus íntimos-,
también llevaban a cabo en Estados Unidos y los países europeos, aunque, como
respetaban más los derechos humanos, los resultados no eran tan exitosos como
en Rusia.
Según insinuó con pruebas
consistentes -en unos papeles secretos que pocos han visto- la metodología era
sencilla. En primer lugar, se creaba un grupo fanático –Al Quaeda, ISIS-; a
continuación, se incrementaba el gasto militar. Se permitía que algunas células
durmientes –dirigidas convenientemente- atentaran en Europa, Rusia y Estados
Unidos. La muerte de occidentales permitía que los gobiernos, después de
condenas, manifestaciones y minutos de silencio, fortalecieran a la élite
política y económica, recortaran derechos fundamentales y vendieran armas a los
países aliados o a otros grupos insurgentes, que sustituirían a los
terroristas, en décadas posteriores. El control de la información era clave.
Los medios de comunicación se manipulaban sin ningún pudor. Fue un modus
operandi que funcionó como un engranaje bien engrasado durante las primeras
décadas del siglo XXI.
Con todo, Alexis fue
distanciándose de estos crímenes, sin dejar de aprovechar sus ganancias. Creó una
empresa que blanqueaba el dinero negro obtenido de sus actividades secretas.
Sus productos eran, en apariencia, ecológicos, y fue uno de los primeros en
Rusia, en ver las posibilidades que ofrecía un negocio de estas
características. Explotaba a sus trabajadores con sueldos miserables, eso sí, ateniéndose a la ley. Hundió a muchas empresas, dejando en la calle a cientos de trabajadores.
Fue nombrado empresario del año en el 2022 junto a Florentino Pérez y Donald Trump Junior. Siguió
recibiendo los parabienes de Putin y sus sucesores, sin que pareciera que su
estrella fuera a apagarse nunca. Le temían y le odiaban. Le propusieron en una
ocasión formar parte del parlamento. Su respuesta fue contundente.
-No me gusta ser un títere.
Prefiero mover los hilos.
Y los siguió moviendo hasta la
crisis bursátil de octubre del 2039. Se encontraba en Nueva York, apostando
fuerte por un producto que le llevó a la bancarrota.
Las
circunstancias de su muerte no quedaron aclaradas. Nadie esperaba un suicidio.
Cayó –alguno consideró esta palabra un eufemismo- desde un vigésimo piso de una
de sus oficinas en Manhattan. Es cierto que la puerta estaba cerrada, pero
había detalles extraños que no encajaban con un suicidio y hacían pensar más
bien en un asesinato. Algunos aseguran que amenazó con difundir secretos, si no
le ayudaban a recuperar sus grandes pérdidas. Otros, que descubrió en el último
momento una forma extraña de redención.
Pocos le
lloraron. Se encontraron algunos papeles que más tarde sirvieron para publicar
una biografía que hizo aún más ricos a sus hijos y esposa. Sin embargo, en esa
biografía no aparecían nombres muy comprometedores. Muchos afirmaron que otros
papeles habían desaparecido, curiosamente, la misma noche en la que Alexis voló
sobre Manhattan.
Lo único
seguro –se tirara o le tiraran- es que Alexis cayó por la misma ventana por la
que ciento diez años antes, en 1929, se lanzó un corredor de bolsa americano.
Nadie comentó este curioso detalle en su funeral.
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