miércoles, 11 de abril de 2018

UN ASESINO


ALEXIS IVANOV FOMÍN
Moscú, 1983-Nueva York, 2039
           
            Frío por fuera, apasionado por dentro, como el paisaje nevado de Polonia o Rusia. Asesino al servicio del Estado. Hombre de negocios brutal. Algunos dicen que mató más como empresario que ejerciendo de asesino. Es difícil asegurarlo.

            Se podría decir que no conoció el comunismo ni el post-capitalismo. Fue, sin duda, un hombre de su tiempo, reflejo de una época en el que el capitalismo fue voraz y despiadado, sutil y manipulador.

            Hijo de Vladimir y Samsa. Detestó a su padre, al que consideraba un tipo débil, incapaz de sacar a su familia de la pobreza, en la que se encontraba desde la caída del muro y la Perestroika. Su infancia fue dura; se forjó en las calles de un barrio humilde en Moscú. Formó parte de una banda de criminales de baja estofa –ya muy joven, a los quince años-, convirtiéndose enseguida en su líder. Su padre murió muy joven, cuando Alexis no había cumplido los catorce. Nuestro Alexis hubiera sido un vulgar criminal, apuñalado en una pelea a navajazos, dentro de la trena o en las calles del extrarradio moscovita. Sin embargo, su decisión de entrar en el ejército en 1999 –convencido por su madre- y el traslado a la provincia separatista de Chechenia –donde acababa de empezar la segunda guerra chechena-, cambió su vida.

            Conoció allí al que siempre consideró su maestro, Ramzan Kadyrov. Se integró en su grupo paramilitar y allí se formó en técnicas que le resultarían útiles en muchas de sus acciones posteriores. Pronto destacó en el trato inhumano: violaciones, saqueos, torturas. Aprendió como el mejor alumno las técnicas de tortura más sofisticadas. No era un cabeza cuadrada; tenía inteligencia y sabía aprovecharla.

            Kadyrov ­–que llegó a ser el brazo derecho de Putin en la provincia, convirtiéndose en su presidente en el 2007- presentó las credenciales de Alexis a uno de los altos cargos del régimen de Putin. Se llamaba Ivan Bortnikov, jefe del servicio de seguridad nacional ruso. Era un hombre cercano a Putin y Kadyrov intuyó en Alexis un potencial, digno de mejor causa. Fue trasladado de Chechenia a Rusia, pero su misión no iba a cambiar; seguiría siendo un asesino frío y despiadado.

            Su primer crimen –sería su prueba de fuego- fue eliminar a un disidente de escasa importancia, Yegor Mazrov. Midió todos sus pasos, lo preparó concienzudamente; no cometió ningún error. Dos disparos limpios en la cabeza. Fue una noche, cuando Yegor salía de la casa de un amigo opositor.

A excepción de algún medio afín, nadie se interesó mucho por la muerte de este hombre. Los jueces, comprados, archivaron el caso enseguida. De todas formas, no se encontraron pruebas que pudieran incriminar a nadie. Alexis había cometido casi un crimen perfecto. Los resultados fueron tan elegantes y el trabajo tan fino que desde ese momento se convirtió en uno de los puntales de la guerra sucia contra la oposición que llevó a cabo Putin durante las dos primeras décadas del siglo XXI.

            Participó en el grupo que tiroteó a Anna Politkóvskaya en el ascensor de su casa, el siete de octubre del 2006. Nunca lograron implicarle en ninguno de los juicios que intentaron dilucidar la identidad de sus asesinos. Ni siquiera fue mencionado su nombre, a no ser en un anexo, olvidado, incluso por los abogados opositores, aunque se supo tras la desclasificación de documentos oficiales, una década después de su muerte, que había sido el hombre que había planificado el asesinato en todos sus detalles.

            Se cruzó conmigo en tres ocasiones. Nuestras vidas difícilmente hubieran podido encontrarse; vivíamos en mundos paralelos, pero a veces esos mundos coinciden en los lugares más insospechados.

En Atenas, en el verano del 2011, -mientras yo disfrutaba de los museos de la ciudad- Alexis se encontraba con su esposa –de una familia cercana a los Medvédev-, Alejandra Medvédev, en el viaje de novios. Varias veces tanto yo como Alexis coincidimos en la plaza Syntagma, aunque, por supuesto, no nos dirigimos la palabra.

En cuanto al matrimonio de Alejandra y Alexis, fue lo que llamaríamos, vulgarmente, un “braguetazo”. Se casó para medrar y, en parte, obligado por las circunstancias –la había dejado embarazada-. Matrimonio condenado al desastre, pero que le sirvió para conseguir múltiples contactos en las esferas del poder. Los dos, marido y mujer, se odiaron hasta el último día de sus vidas, pero, en el fondo, se necesitaban. Alejandra reconocía que su marido era un hombre despiadado, que no se pararía en barras para hacerla rica. Los dos tuvieron amantes, pero mantenían su matrimonio, porque sus intereses eran comunes.

            No era un derrochador, aunque disfrutaba, si tenía ocasión, de los placeres de la vida, fueran sexuales o culinarios. Se cuenta que en alguna ocasión, en una fiesta de cumpleaños, gastó millones de rublos para agasajar a sus invitados. Las mayores exquisiteces pasaron por las manos de sus comensales: ostras, carne de iguana, armadillo o aleta de tiburón, traídas de todas las partes del mundo. Bebidas desconocidas por esos lares, aunque, por supuesto, no faltó el vodka. Ni siquiera el mismo Trimalción, creación literaria de Petronio, hubiera imaginado nada parecido.

Sin embargo, una parte de su dinero lo dedicó a cuidar a su madre; le compró una finca en una de las zonas más ricas de San Petersburgo. Tampoco su mujer y sus dos hijos tuvieron razones para quejarse. Ellos le odiaban, pero, en el fondo, admiraban su talento para eliminar todos los obstáculos –sobre todo, los seres humanos- que se le pudieran interponer en su camino hacia el éxito. Se le conocen decenas de amantes. Muchas de ellas no estaban con él más de dos semanas. Se olvidaba de ellas, enseguida. Sobre su talento sexual hay opiniones encontradas. Algunas le consideraban un gran amante, brutal, violento, un hombre que atraía a cierto tipo de mujer. Cuentan que nunca se acostó con alguna prostituta, al menos, que profesionalmente se dedicara a ello. Otras confesaban que era como abrir una botella de champán: la fuerza se le iba enseguida. ¿Envidia por no recibir suficiente atención, sinceridad al no tener nada que perder?

            La segunda vez que me crucé con Alexis fue en San Petersburgo a principios de julio del 2014. Le pregunté en inglés por una calle céntrica. Alexis, que cuando estaba de buen humor, era un hombre encantador, me lo indicó en un mapa. Estaba esperando allí, en la esquina de la avenida Nevski con la calle Sadovaya, a un viejo conocido, Borkikov. Entre julio y noviembre del 2014, Alexis mantuvo importantes reuniones con él o sus lugartenientes. Comían en un famoso restaurante, a dos pasos del Ermitage.

Dos meses después de la última reunión, en febrero del 2015, asesinaron a un importante opositor a Putin, Boris Nemtsov, con cuatro disparos en la espalda. Tanto Putin como sus ministros lamentaron la muerte y prometieron mano dura contra los criminales. Por supuesto, nadie fue juzgado y condenado por estos hechos. Los papeles desclasificados demuestran que la planificación corrió a cargo de Alexis.

También se le acusó del envenenamiento de varios opositores, -entre ellos, Litvinenko-, incluso más allá de las fronteras, -en el asesinato de Arafat es poco probable que él mismo participara, aunque no es descartable que alguien cercano, conocedor de sus métodos, lo llevara a cabo- con lo que se denominaba eufemísticamente, “sustancias tóxicas desconocidas”, o polonio 210, aunque en este caso, no hay pruebas concluyentes. Tal vez las eliminara sin dejar huella visible.

En Cracovia, en 2017, se produjo nuestro último encuentro. Coincidimos en el mismo hotel. Me hallaba en la habitación 231. Alexis, en la contigua, la 232. El 3 de febrero folló varias veces con su amante. Escuché cada una de sus embestidas; me costó dormir esa noche. Al día siguiente, como su amante se puso enferma, aprovechó para follarse en las cocinas, a medianoche, a una de las camareras del restaurante –era delgada, sus pechos tenían una forma de pera que le encantaban; al menos debo reconocer su buen gusto-.

Para entonces era un hombre de negocios favorecido por Putin y su camarilla. Aún sabía, al mismo tiempo, elegir a aquellos que asesinaran a un político ucraniano o georgiano o a líderes de la oposición y, por otro lado, les aconsejaba que permitieran e hicieran la vista gorda para que terroristas separatistas o musulmanes atentaran con cierta impunidad en estaciones de metro o lugares turísticos y, a continuación, intensificaran la represión contra unos y otros, sistema  que -él mismo aseguraba entre sus íntimos-, también llevaban a cabo en Estados Unidos y los países europeos, aunque, como respetaban más los derechos humanos, los resultados no eran tan exitosos como en Rusia.

Según insinuó con pruebas consistentes -en unos papeles secretos que pocos han visto- la metodología era sencilla. En primer lugar, se creaba un grupo fanático –Al Quaeda, ISIS-; a continuación, se incrementaba el gasto militar. Se permitía que algunas células durmientes –dirigidas convenientemente- atentaran en Europa, Rusia y Estados Unidos. La muerte de occidentales permitía que los gobiernos, después de condenas, manifestaciones y minutos de silencio, fortalecieran a la élite política y económica, recortaran derechos fundamentales y vendieran armas a los países aliados o a otros grupos insurgentes, que sustituirían a los terroristas, en décadas posteriores. El control de la información era clave. Los medios de comunicación se manipulaban sin ningún pudor. Fue un modus operandi que funcionó como un engranaje bien engrasado durante las primeras décadas del siglo XXI.

Con todo, Alexis fue distanciándose de estos crímenes, sin dejar de aprovechar sus ganancias. Creó una empresa que blanqueaba el dinero negro obtenido de sus actividades secretas. Sus productos eran, en apariencia, ecológicos, y fue uno de los primeros en Rusia, en ver las posibilidades que ofrecía un negocio de estas características. Explotaba a sus trabajadores con sueldos miserables, eso sí, ateniéndose a la ley. Hundió a muchas empresas, dejando en la calle a cientos de trabajadores. 

Fue nombrado empresario del año en el 2022 junto a Florentino Pérez y Donald Trump Junior. Siguió recibiendo los parabienes de Putin y sus sucesores, sin que pareciera que su estrella fuera a apagarse nunca. Le temían y le odiaban. Le propusieron en una ocasión formar parte del parlamento. Su respuesta fue contundente.

-No me gusta ser un títere. Prefiero mover los hilos.

Y los siguió moviendo hasta la crisis bursátil de octubre del 2039. Se encontraba en Nueva York, apostando fuerte por un producto que le llevó a la bancarrota.

            Las circunstancias de su muerte no quedaron aclaradas. Nadie esperaba un suicidio. Cayó –alguno consideró esta palabra un eufemismo- desde un vigésimo piso de una de sus oficinas en Manhattan. Es cierto que la puerta estaba cerrada, pero había detalles extraños que no encajaban con un suicidio y hacían pensar más bien en un asesinato. Algunos aseguran que amenazó con difundir secretos, si no le ayudaban a recuperar sus grandes pérdidas. Otros, que descubrió en el último momento una forma extraña de redención.

            Pocos le lloraron. Se encontraron algunos papeles que más tarde sirvieron para publicar una biografía que hizo aún más ricos a sus hijos y esposa. Sin embargo, en esa biografía no aparecían nombres muy comprometedores. Muchos afirmaron que otros papeles habían desaparecido, curiosamente, la misma noche en la que Alexis voló sobre Manhattan.

            Lo único seguro –se tirara o le tiraran- es que Alexis cayó por la misma ventana por la que ciento diez años antes, en 1929, se lanzó un corredor de bolsa americano. Nadie comentó este curioso detalle en su funeral.

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