viernes, 27 de abril de 2018

TESTIMONIOS


MARCO TULIO TIRÓN Y ASPASIA DE PAESTUM.

            Basándome en la documentación consultada en la Biblioteca Nacional, el Monasterio del Escorial, la Biblioteca Vaticana, la Biblioteca de San Marcos de Florencia y la de París, he logrado reconstruir los acontecimientos más importantes de las vidas de estos dos personajes, desconocidos para la mayor parte de los estudiosos.

            Se trata de los siguientes documentos y obras:

Codex Laurentinus 122, 2, Florencia; el Codex Gallicus, Bibliotheque Nationale, Lat, 4532, 21; Escorial, Biblioteca Real, 435, Q, 3, 21; Magnus, Biblioteca Nacional, 23, 2. y el Vaticanus, Vat, 23, 456.  Y, sobre todo, la Vida de Cicerón, obra de Marco Tulio Tirón, descubierta en el 2020, por el filólogo italiano, Pietro Macrì, encargado de la editio princeps, Florencia, mayo 2027, al que agradezco su ayuda y amabilidad a lo largo de esta investigación.

Cito además a los autores latinos y griegos que mencionan tanto a Tirón como a Aspasia de Paestum. Son los siguientes:

            Aetio de Amida, que nombra a Aspasia, y añade en su opúsculo algunos de los pocos fragmentos conservados de la magna obra de esta gran médica, De las enfermedades de la mujer o De la higiene femenina.

Las Vitae ignotae del autor griego del siglo IV, Dionisio Laertes, obra compuesta de diez libros; en ella, narra vidas de personajes desconocidos o ya olvidados en la época en que fue escrito. Las de Tirón y Aspasia se encuentran en los libros segundo y octavo, respectivamente.

Y, finalmente, las referencias en la Historia Romana de Dion Casio y en las cartas privadas que se conservan de Cicerón y del propio Tirón.

Estoy en la obligación de rescatarlos del olvido. No puedo dejar de hacerlo…



MARCO TULIO TIRÓN
Arpino, 103 a.C.-Puteoli, 4 a.C.

            La vida de Marco Tulio Tirón está ligada a la de Cicerón. No se podría entender la una sin la otra. Sin embargo, mientras el talento y el genio del escritor, orador y político arpiniano son bien conocidos por la inmensa mayoría de los lectores, no ocurre lo mismo con la labor callada de su secretario personal.

            Era un verna, un esclavo nacido en el hogar familiar. Tanto su padre como su abuelo sirvieron a la familia Tulia con abnegación. Su abuelo, apodado “el viejo” para distinguirlo de nuestro Tirón, colaboró con el mismo Cicerón, y eso permitió a que ambos ya estuvieran juntos, en Roma y Atenas, durante sus primeros años de aprendizaje.

Allí los dos trabaron amistad y, mientras Cicerón recibía una educación de calidad entre los mejores profesores y en las más respetadas escuelas, Tirón, inteligente y observador, acumulaba los conocimientos necesarios para convertirse años después en su “mano derecha”.

            El padre de Tirón murió joven, antes de que su hijo cumpliera la mayoría de edad. Casi al mismo tiempo que la madre de Cicerón. Eso los unió aún mucho más. Ya desde el principio, el esclavo y su señor compartieron sentimientos y afectos. Desde aquel momento, Tirón asumió el papel que debía corresponderle y aceptó tareas de responsabilidad, contraídas por él, a su manera particular, es decir, con destreza y discreción. Tras la muerte de su padre, poco a poco, y gracias a la mediación de su abuelo, se hizo indispensable para el famoso orador. Cuando la familia de Marco Tulio Cicerón se trasladó a Roma, no sólo era imprescindible en las tareas que acometía, sino que había profundizado en el estrecho vínculo con su señor.

            Cicerón como “homo novus” sólo podía destacar como orador; era la única manera que tendría de medrar en el escalafón político. Lo consiguió en el año 70 a. C; sus discursos contra Verres son los que le proporcionaron fama entre sus contemporáneos. Cicerón los pronunció, sin duda, pero su difusión y conservación se la debemos a Tirón.

            Consciente de que era necesario mantener el estilo fluido y elegante de su señor, perfeccionista y preciso –rasgos que mantendrá a lo largo de toda su vida-, inventa a la edad de treinta años un sistema taquigráfico que permitirá la transcripción casi exacta de los discursos de su señor. Se le llamaría “notación tironiana” y sería imitado a partir de ese momento por todos aquellos que quisieran conservar con la mayor exactitud las sesiones del Senado o cualquier otra joya oratoria. La idea llegó tras observar Cicerón las dificultades que encontraba Tirón en la transcripción. Le mencionó un sistema de escritura confeccionado por Jenofonte en el siglo V, mientras escuchaba a Sócrates. ¿Y si pudiera crear un modelo parecido? Tirón se puso manos a la obra y concibió en pocos meses un método en el que a través de abreviaturas, llamadas “anotationes tironianae”, con signos diferentes para las raíces de las palabras y sus desinencias, se conseguía reducir palabras enteras a muy pocos signos. Algunos llegarían hasta el Renacimiento o la ilustración como el más conocido, el &, que sustituye al “et” latino.

            Los triunfos y cargos de Cicerón obligaron a Tirón a rodearse de un ejército de escribas en el que él mismo asumía el papel de organizador y máximo responsable de la transcripción y difusión de los discursos. No sólo eso; colaboró en muchas ocasiones en su redacción, anotó las improvisaciones a las que era proclive Cicerón, -conservando parte de esos aciertos en la versión que más tarde se publicaría- y perseguía, -a veces con saña- cualquier error que los copistas cometieran durante el proceso de edición.

            Se puede afirmar, sin miedo a equivocarse, que mientras Cicerón salvaba a la República de las “malas artes” de Catilina, apoyaba a Pompeyo o a Catón, se enfrentaba a César o sufría el exilio, Tirón conservaba lo más precioso del legado de su señor, lo que le haría inmortal.

            Acabó por asumir otras tareas: se encargaba de los dictados –fueran cartas o discursos-  descifraba la escritura enrevesada de Cicerón –tarea ímproba, tal vez la más sufrida-, atendía su mesa, el jardín –era tan estricto con los jardineros, que le temían cuando comenzaba a revisar su trabajo-, y se ocupaba de las finanzas –ningún banquero se atrevía a sisarle ni un sestercio; podía suponer perder como cliente al gran Cicerón-. También era amigo, confidente y compañero. A él el gran orador le confiaba sus decepciones tanto en el plano político –la campaña de desprestigio que sufrió tras su año de consulado, el desengaño hacia la figura de Pompeyo, la desconfianza y el enfrentamiento con César o Marco Antonio- como en el terreno afectivo –el divorcio de su mujer, la muerte de su hija-.

            No se puede decir de Tirón que tuviera una vida propia. Se había consagrado en cuerpo y alma a su señor. Lo demás no importaba. No se le conoce una pareja estable hasta el año 45 a C., cuando ya frisaba casi los sesenta años. Cicerón le concedió la libertad –aunque, en realidad, ya lo fuera en la práctica- en el año 53 a C. Tomó el nombre y el praenomen de su antiguo dueño: Marco Tulio. No varió su relación. Siguió siendo su secretario personal, incluso en los viajes que llevaba a cabo. En uno de ellos, en el año 52 a.C. enfermó de malaria. Consiguió sobrevivir, pero su salud se resintió y decidió evitar cualquier viaje que fuera largo y penoso. Cicerón le echaba de menos, cuando Tirón se quedaba en Roma o Puteoli.

            Sería por esas fechas cuando conoció a Tulia. No sería, por entonces, más que una niña de catorce años, pero debió despertar el interés de Tirón. Es posible que su madre o su hermana mayor, esclavas de la familia, le cuidaran, mientras estaba enfermo, y a partir de este contacto, trabara relación con ella. Por extraño que parezca, no la obligó a casarse con él. La respetó y estuvo atento a su evolución. No creo que viera con buenos ojos la elección del primer marido. Se casó con un tipo, otro esclavo, encargado de la vigilancia de Cicerón, guardaespaldas que acostumbraba a perder dinero en las apuestas o peleaba en riñas de taberna. Tuvieron un niño a mediados del 45 a.C.

            Para entonces la relación entre Tulia y este hombre se había deteriorado. Se comenta –son sólo rumores, no hay nada confirmado- que la pegaba. Unas semanas antes de que muriera su marido, Tulia recibió varios golpes con un látigo. Es posible que estas noticias llegaran a oídos de Tirón. En octubre del 45 a.C. un desconocido asestó al marido de Tulia dos puñaladas. Se desangró en la calle. Nadie supo la identidad de su asesino. Unos aseguraban que Tirón lo había contratado, pero una fuente más cercana al entorno de Tirón, que he podido consultar, no lo cree factible. No encajaba con el carácter de nuestro hombre y, además, el tipo se había ganado suficientes enemigos que lo hubieran hecho gratis. Alguna fuente insinúa que pudo ser la hermana de Tulia quien pagara al asesino. Nada se probó; todo son especulaciones.

            El hecho que nos importa es que Tulia quedaba expuesta con un niño recién nacido, sola. ¿Qué podría hacer? Tirón le ofreció un pacto. Cuidaría y adoptaría a su hijo. No le pediría más que ser su esposa. No la obligaría a nada que ella no quisiera. Tulia aceptó. Era su mejor opción. Con el paso del tiempo, logró sentir afecto por un hombre al que consideraba bueno y responsable.

            La muerte de Julio César aceleró los acontecimientos políticos. Cicerón se enfrentó a Marco Antonio en las famosas Filípicas. Tirón le aconsejó que fuera más discreto, pero Cicerón, en esta ocasión, no le hizo caso.

            Tirón conoció la muerte de su señor en Puteoli. Le había acompañado hasta allí, pero Cicerón, sabiendo que unos asesinos, contratados por Marco Antonio, se dirigían a su encuentro, decidió huir por barco. Tirón recordó siempre, hasta el final de su vida, el último abrazo que dio al hombre, al amigo que había acompañado y aconsejado durante más de cincuenta años.

            No vio su cadáver, ni su cabeza ensangrentada, colgada en las Rostras, ni las manos aplastadas, esas a las que había visto escribir tantos discursos y escritos filosóficos o retóricos. Se lo contaron con todo lujo de detalles –unos, para disfrutar de su dolor; otros, para lamentar su pérdida-. Guardó sus pensamientos para él mismo o, como mucho, para confesárselos a Tulia, en la intimidad. Había aprendido con Cicerón el estoicismo y la discreción y sabía expresarlos y vivirlos, mucho mejor que su señor. A partir de ese momento dedicó toda su vida a recopilar, publicar y difundir los escritos de Cicerón. Escribió varias obras que se han perdido –Expresiones de Cicerón, en tres volúmenes; El uso y razón de la lengua latina, en varios volúmenes; Pandectas, miscelánea de cuestiones variadas y, finalmente, una selección de cartas de carácter literario y personal-. Tradujo algunas tragedias griegas, sobre todo, las de Esquilo y Sófocles, al latín. Su obra, Vida de Cicerón, de la que sólo quedaban menciones dispersas en otros escritos, ha sido descubierta recientemente; se había conservado en cuatro volúmenes, en un palimpsesto.

            Consiguió el beneplácito de Augusto y su –ahora lo llamaríamos “responsable cultural”- querido y amado Mecenas, que, a su vez, admiraba a Tirón. Mecenas respetó su independencia y le facilitó en todo lo posible el trabajo. No por casualidad, el secretario y esclavo de Mecenas, Aquila, imitó el estilo taquigráfico de Tirón.

            Al principio puso sólo una objeción en la publicación de las obras de Cicerón: sus cartas. Consideró una ignominia –repetía esa palabra, cada vez que le hablaban de este asunto-, una bajeza, que el gran amigo de Cicerón, Ático, publicara cartas privadas para ganarse la aprobación de Octavio y su camarilla. Sin embargo cambió de opinión y decidió transcribir y publicar el resto de su correspondencia –de las que tenía copias- por dos razones. En primer lugar, sólo él, que lo conocía mejor, podría editar esas cartas, como el mismo Cicerón hubiera deseado. En segundo lugar, aceptó el éxito entre los nuevos lectores de un estilo nuevo y libre, alejado del ritmo cadencioso de sus discursos. Tirón era consciente de que el público, aunque él pensara de manera diferente, es quien tiene la última palabra.

            Evitó Roma desde entonces. Sólo la frecuentaba para revisar los textos de los copistas. Se encerró en Puteoli –en la villa que heredó de su amado Cicerón- y disfrutaba de una vida espartana –no gastaba mucho, comía y bebía lo necesario- y feliz, en compañía de su hijo adoptivo y de Tulia, su esposa. Administró junto a Tulia los dividendos que le proporcionaba un viñedo cercano a la villa e importaba el vino a tabernas conocidas de Roma y sus aledaños. Un vino, según dicen los contemporáneos, de muy buena calidad, a la altura de un Falerno de añada. Su hijo adoptivo, continuó la herencia familiar, manteniendo la calidad de estos vinos.

            Sus cenizas fueron enterradas, tras morir, casi a los cien años –si hemos de creer en el testimonio de San Jerónimo- en la villa de Puteoli. Su mujer, Tulia, le acompañó cinco años más tarde. Dicen que en el mismo lugar donde más de cien años después estarían –sólo durante un año- los restos del emperador Adriano y en el que su sucesor Antonino Pío levantaría un circo durante los juegos en su honor, construcción de la que aún se conservan algunos restos.


ASPASIA DE PAESTUM
Roma, 120 d.C.-Paestum, 202 d.C.

            Aspasia de Paestum nació en una familia de clase media-alta. Su madre, Ortigia, era hija de unos tenderos. Su padre, Timón, fue un médico afamado y respetado por los de su profesión. Desgraciadamente, su madre murió al nacer Aspasia. Este fue un hecho que marcó toda su vida. Nunca lo olvidaría.

            En sus primeros seis años conoció la corte imperial de Adriano. Estuvo en su villa de Tivoli o en la de Cumas o Puteoli. No tenía muchos recuerdos de ese emperador extravagante; sólo lo que le contaba su padre. De entre los médicos era su favorito, porque, al contrario que el resto, le decía a Adriano no lo que quería oír, sino la verdad, aunque fuera cruel. Eso, curiosamente, gustaba a Adriano. Por eso, tal vez, se hicieron amigos.

            Timón decidió, cuando acumuló suficiente dinero, abandonar la corte y regresar a su villa de Paestum, herencia paterna. Además, echaba de menos esa ciudad medio griega, fuente, a su vez, de recuerdos tristes y felices –fue allí donde conoció a su mujer y donde no pudo salvarla, al tener a su única hija-. Sería un lugar tranquilo en el que ejercer su profesión sin la presión ni la condescendencia de las clases altas del imperio. Allí creció Aspasia, aprovechando no sólo la tranquilidad de una vida en el campo, sin la asfixia o el imprescindible instinto de supervivencia que se requería en Roma, sino, sobre todo, una extensa biblioteca que Aspasia devoró desde pequeña con fruición.

            Leyó a todos los clásicos que recomendaban, por entonces, pedagogos de la talla de Quintiliano –y como él mismo aconsejaba, desde los primeros años-, asesorado por su propio padre, que hizo una selección cuidadosa y ateniéndose a su edad y madurez. Cicerón, Catón, Virgilio, Horacio, Ovidio, Lucrecio. No despreció a autores más modernos como Séneca o Tácito. Sin embargo, no dejó de aumentar su interés, al crecer, por los escritos médicos –que mayoritariamente poblaban la nutrida biblioteca personal de su padre-; entre ellos, sintió curiosidad o pasión por dos autoras con las que Timón había tratado años atrás de manera tangencial: Antioquía y Eugeresia. Antioquía era una especialista en artritis; Eugeresia, en los problemas de riñón. No sólo habían escrito opúsculos sobre estos temas, acreditados entre sus compañeros, sino que daban clases en una Academia de medicina, a unos metros del Panteón, en el campo de Marte.

            Aspasia no tuvo ninguna duda; en cuanto tuviera edad suficiente, iría a Roma y aprendería con ellas. Mientras tanto, encontró en su padre a un gran maestro, que le enseñó aspectos básicos de su profesión y dos rasgos que nunca olvidó y a los que siempre se atuvo: la humildad y el trabajo constante y diario.

            Poco antes de marchar a Roma, su padre recibió la visita de Adriano. Sólo estuvo en su villa un par de días. Aspasia vio a un hombre viejo, agotado, atormentado. Una semana después moriría en Cumas.

            En septiembre de ese mismo año, el 135 d. C. marchó a Roma en compañía de Mario, un ex gladiador, protector inseparable de todos sus pasos durante gran parte de su juventud. Su padre le había curado tras un combate a muerte, en un anfiteatro de una ciudad de provincias, y desde entonces, había sido un fiel ayudante de Timón. Le confió, sobre todo, lo más preciado: su hija. Y Mario cumplió su cometido con creces.
            El viaje y su primer año de estancia en Roma fueron decisivos para entender el desarrollo posterior de la carrera de Aspasia. Durante el viaje conoció de primera mano una realidad a la que había sido ajena hasta entonces. La gente, la mayoría de los ciudadanos de Roma, no vivían en una villa lujosa. Eran pobres y tenían menos oportunidades para sobrevivir, si su salud empeoraba.

En la escuela pronto se ganó el aprecio de las dos maestras. Antioquía sintió desde el primer momento respeto por Aspasia, porque admiraba los valores que su padre había sabido transmitirle. Eugeresia la trató como una hija. Las dos maestras, doctoras respetadas, habían construido a lo largo de su vida una amistad intensa y profunda. Antioquía sufrió malos tratos por parte de un marido cruel, que murió en extrañas circunstancias. Hay quien dice que la misma Antioquía lo asesinó. Eugeresia, por su parte, nunca pudo tener hijos. Algunos aseguraban –eso se rumoreaba- que su relación iba más allá de la amistad, pero Eugeresia y Antioquía tenían mucho cuidado en hacerlo público. Lo mantuvieron en secreto hasta el final de sus vidas.

            Ese año, antes de la celebración del entierro oficial de Adriano en Roma y la inauguración del monumento funerario en su honor, Aspasia perdió a una paciente. Una abortera había hecho un estropicio y, cuando llegó Aspasia, fue demasiado tarde para poder salvarla. Le afectó personalmente. Recordó a su propia madre y a las cientos, miles de mujeres que morían por razones parecidas, desangradas o por culpa de infecciones, tras el parto o un mal aborto. Se prometió a sí misma que haría todo lo posible para no volver a vivir esa experiencia, que nadie la sufriera. Empezó a escribir ese mismo año una obra en la que trataba de temas tan variados como la anticoncepción, el aborto y el parto con un estilo sencillo, claro, divulgativo y científico. Elaboró su proyecto, investigando en todas las fuentes de las que dispuso –primero, en la biblioteca privada de su padre; posteriormente, en las públicas de Roma y, finalmente, recopilando testimonios de primera mano que acumuló en su extensa actividad como doctora-.

            Asumió, a los cuarenta años, el puesto de directora de la Academia de medicina y allí supo desenvolverse con gran acierto, consolidando la institución y abriéndose a nuevas experiencias, sin desechar las adquiridas por sus predecesoras. Publicó su libro, obra que llegó hasta el Medievo y sirvió de referencia en este ámbito de la medicina, hasta que lamentablemente, alrededor del siglo XI, se perdió.

Contrajo nupcias con un médico de prestigio, un hispano, al que conoció en una de sus visitas, fuera de Italia. Marco, que así se llamaba, aceptó irse a vivir a Roma con ella. Tuvieron una hija a la que llamaron Sofía, educada como lo fue la misma Aspasia.

            La muerte del marido y de su padre –casi al mismo tiempo, con una diferencia de tres meses-, al cumplir Aspasia los cincuenta años, la hundió en una fuerte depresión. Tuvo la misma necesidad que vemos en su padre, cuando perdió a su mujer: se retiró a la villa de sus antepasados y se dedicó sólo a la investigación. Recuperó el ambiente del campo, la tranquilidad, esa que ella desechó en su juventud. Fue allí donde vivió sus últimos años, aunque no dejó de organizar y llevar a cabo actividades y proyectos. Construyó un refugio, en un edificio anexo a su villa, para mujeres abandonadas con sus hijos, difundió todo lo que pudo los conocimientos adquiridos en materia de higiene y salud femenina. No dejó de cartearse con médicos de su tiempo que la visitaban para compartir sus experiencias y conocimientos.

            Dicen que murió de un ictus cerebral, mientras escribía una carta a la nueva emperatriz, la esposa de Septimio Severo, Julia Domna, pidiéndole financiación para otro de sus proyectos sociales. Tras ser enterrada junto a su marido y sus padres, en la villa de Paestum, su hija, Sofía, se encargó de mantener el refugio económicamente viable durante más de tres décadas. 



















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