MARCO TULIO TIRÓN Y ASPASIA DE PAESTUM.
Basándome
en la documentación consultada en la Biblioteca Nacional, el Monasterio del
Escorial, la Biblioteca Vaticana, la Biblioteca de San Marcos de Florencia y la
de París, he logrado reconstruir los acontecimientos más importantes de las
vidas de estos dos personajes, desconocidos para la mayor parte de los
estudiosos.
Se trata de
los siguientes documentos y obras:
Codex Laurentinus 122, 2,
Florencia; el Codex Gallicus, Bibliotheque Nationale, Lat, 4532, 21; Escorial,
Biblioteca Real, 435, Q, 3, 21; Magnus, Biblioteca Nacional, 23, 2. y el
Vaticanus, Vat, 23, 456. Y, sobre todo,
la Vida de Cicerón, obra de Marco Tulio
Tirón, descubierta en el 2020, por el filólogo italiano, Pietro Macrì,
encargado de la editio princeps, Florencia, mayo 2027, al que agradezco su
ayuda y amabilidad a lo largo de esta investigación.
Cito además a los autores latinos
y griegos que mencionan tanto a Tirón como a Aspasia de Paestum. Son los
siguientes:
Aetio de
Amida, que nombra a Aspasia, y añade en su opúsculo algunos de los pocos
fragmentos conservados de la magna obra de esta gran médica, De las enfermedades de la mujer o De la
higiene femenina.
Las Vitae ignotae del autor griego del siglo IV, Dionisio Laertes, obra
compuesta de diez libros; en ella, narra vidas de personajes desconocidos o ya
olvidados en la época en que fue escrito. Las de Tirón y Aspasia se encuentran
en los libros segundo y octavo, respectivamente.
Y, finalmente, las referencias en
la Historia Romana de Dion Casio y en
las cartas privadas que se conservan de Cicerón y del propio Tirón.
Estoy en la obligación de
rescatarlos del olvido. No puedo dejar de hacerlo…
MARCO TULIO TIRÓN
Arpino, 103 a.C.-Puteoli, 4 a.C.
La vida de
Marco Tulio Tirón está ligada a la de Cicerón. No se podría entender la una sin
la otra. Sin embargo, mientras el talento y el genio del escritor, orador y
político arpiniano son bien conocidos por la inmensa mayoría de los lectores,
no ocurre lo mismo con la labor callada de su secretario personal.
Era un
verna, un esclavo nacido en el hogar familiar. Tanto su padre como su abuelo
sirvieron a la familia Tulia con abnegación. Su abuelo, apodado “el viejo” para
distinguirlo de nuestro Tirón, colaboró con el mismo Cicerón, y eso permitió a
que ambos ya estuvieran juntos, en Roma y Atenas, durante sus primeros años de
aprendizaje.
Allí los dos trabaron amistad y,
mientras Cicerón recibía una educación de calidad entre los mejores profesores
y en las más respetadas escuelas, Tirón, inteligente y observador, acumulaba
los conocimientos necesarios para convertirse años después en su “mano
derecha”.
El padre de
Tirón murió joven, antes de que su hijo cumpliera la mayoría de edad. Casi al
mismo tiempo que la madre de Cicerón. Eso los unió aún mucho más. Ya desde el
principio, el esclavo y su señor compartieron sentimientos y afectos. Desde
aquel momento, Tirón asumió el papel que debía corresponderle y aceptó tareas
de responsabilidad, contraídas por él, a su manera particular, es decir, con
destreza y discreción. Tras la muerte de su padre, poco a poco, y gracias a la
mediación de su abuelo, se hizo indispensable para el famoso orador. Cuando la
familia de Marco Tulio Cicerón se trasladó a Roma, no sólo era imprescindible
en las tareas que acometía, sino que había profundizado en el estrecho vínculo
con su señor.
Cicerón como “homo
novus” sólo podía destacar como orador; era la única manera que tendría de
medrar en el escalafón político. Lo consiguió en el año 70 a. C; sus discursos
contra Verres son los que le proporcionaron fama entre sus contemporáneos.
Cicerón los pronunció, sin duda, pero su difusión y conservación se la debemos
a Tirón.
Consciente
de que era necesario mantener el estilo fluido y elegante de su señor, perfeccionista
y preciso –rasgos que mantendrá a lo largo de toda su vida-, inventa a la edad
de treinta años un sistema taquigráfico que permitirá la transcripción casi exacta
de los discursos de su señor. Se le llamaría “notación tironiana” y sería
imitado a partir de ese momento por todos aquellos que quisieran conservar con
la mayor exactitud las sesiones del Senado o cualquier otra joya oratoria. La
idea llegó tras observar Cicerón las dificultades que encontraba Tirón en la
transcripción. Le mencionó un sistema de escritura confeccionado por Jenofonte
en el siglo V, mientras escuchaba a Sócrates. ¿Y si pudiera crear un modelo
parecido? Tirón se puso manos a la obra y concibió en pocos meses un método en
el que a través de abreviaturas, llamadas “anotationes
tironianae”, con signos diferentes para las raíces de las palabras y sus
desinencias, se conseguía reducir palabras enteras a muy pocos signos. Algunos
llegarían hasta el Renacimiento o la ilustración como el más conocido, el
&, que sustituye al “et” latino.
Los
triunfos y cargos de Cicerón obligaron a Tirón a rodearse de un ejército de
escribas en el que él mismo asumía el papel de organizador y máximo responsable
de la transcripción y difusión de los discursos. No sólo eso; colaboró en
muchas ocasiones en su redacción, anotó las improvisaciones a las que era
proclive Cicerón, -conservando parte de esos aciertos en la versión que más
tarde se publicaría- y perseguía, -a veces con saña- cualquier error que los
copistas cometieran durante el proceso de edición.
Se puede
afirmar, sin miedo a equivocarse, que mientras Cicerón salvaba a la República
de las “malas artes” de Catilina,
apoyaba a Pompeyo o a Catón, se enfrentaba a César o sufría el exilio, Tirón
conservaba lo más precioso del legado de su señor, lo que le haría inmortal.
Acabó por
asumir otras tareas: se encargaba de los dictados –fueran cartas o
discursos- descifraba la escritura
enrevesada de Cicerón –tarea ímproba, tal vez la más sufrida-, atendía su mesa,
el jardín –era tan estricto con los jardineros, que le temían cuando comenzaba
a revisar su trabajo-, y se ocupaba de las finanzas –ningún banquero se atrevía
a sisarle ni un sestercio; podía suponer perder como cliente al gran Cicerón-.
También era amigo, confidente y compañero. A él el gran orador le confiaba sus
decepciones tanto en el plano político –la campaña de desprestigio que sufrió
tras su año de consulado, el desengaño hacia la figura de Pompeyo, la
desconfianza y el enfrentamiento con César o Marco Antonio- como en el terreno
afectivo –el divorcio de su mujer, la muerte de su hija-.
No se puede
decir de Tirón que tuviera una vida propia. Se había consagrado en cuerpo y
alma a su señor. Lo demás no importaba. No se le conoce una pareja estable
hasta el año 45 a C., cuando ya frisaba casi los sesenta años. Cicerón le
concedió la libertad –aunque, en realidad, ya lo fuera en la práctica- en el
año 53 a C. Tomó el nombre y el praenomen de su antiguo dueño: Marco Tulio. No
varió su relación. Siguió siendo su secretario personal, incluso en los viajes
que llevaba a cabo. En uno de ellos, en el año 52 a.C. enfermó de malaria.
Consiguió sobrevivir, pero su salud se resintió y decidió evitar cualquier
viaje que fuera largo y penoso. Cicerón le echaba de menos, cuando Tirón se
quedaba en Roma o Puteoli.
Sería por
esas fechas cuando conoció a Tulia. No sería, por entonces, más que una niña de
catorce años, pero debió despertar el interés de Tirón. Es posible que su madre
o su hermana mayor, esclavas de la familia, le cuidaran, mientras estaba
enfermo, y a partir de este contacto, trabara relación con ella. Por extraño
que parezca, no la obligó a casarse con él. La respetó y estuvo atento a su
evolución. No creo que viera con buenos ojos la elección del primer marido. Se
casó con un tipo, otro esclavo, encargado de la vigilancia de Cicerón,
guardaespaldas que acostumbraba a perder dinero en las apuestas o peleaba en
riñas de taberna. Tuvieron un niño a mediados del 45 a.C.
Para
entonces la relación entre Tulia y este hombre se había deteriorado. Se comenta
–son sólo rumores, no hay nada confirmado- que la pegaba. Unas semanas antes de
que muriera su marido, Tulia recibió varios golpes con un látigo. Es posible
que estas noticias llegaran a oídos de Tirón. En octubre del 45 a.C. un desconocido
asestó al marido de Tulia dos puñaladas. Se desangró en la calle. Nadie supo la
identidad de su asesino. Unos aseguraban que Tirón lo había contratado, pero
una fuente más cercana al entorno de Tirón, que he podido consultar, no lo cree
factible. No encajaba con el carácter de nuestro hombre y, además, el tipo se
había ganado suficientes enemigos que lo hubieran hecho gratis. Alguna fuente
insinúa que pudo ser la hermana de Tulia quien pagara al asesino. Nada se
probó; todo son especulaciones.
El hecho
que nos importa es que Tulia quedaba expuesta con un niño recién nacido, sola.
¿Qué podría hacer? Tirón le ofreció un pacto. Cuidaría y adoptaría a su hijo.
No le pediría más que ser su esposa. No la obligaría a nada que ella no
quisiera. Tulia aceptó. Era su mejor opción. Con el paso del tiempo, logró
sentir afecto por un hombre al que consideraba bueno y responsable.
La muerte
de Julio César aceleró los acontecimientos políticos. Cicerón se enfrentó a
Marco Antonio en las famosas Filípicas. Tirón le aconsejó que fuera más
discreto, pero Cicerón, en esta ocasión, no le hizo caso.
Tirón
conoció la muerte de su señor en Puteoli. Le había acompañado hasta allí, pero
Cicerón, sabiendo que unos asesinos, contratados por Marco Antonio, se dirigían
a su encuentro, decidió huir por barco. Tirón recordó siempre, hasta el final
de su vida, el último abrazo que dio al hombre, al amigo que había acompañado y
aconsejado durante más de cincuenta años.
No vio su
cadáver, ni su cabeza ensangrentada, colgada en las Rostras, ni las manos
aplastadas, esas a las que había visto escribir tantos discursos y escritos
filosóficos o retóricos. Se lo contaron con todo lujo de detalles –unos, para
disfrutar de su dolor; otros, para lamentar su pérdida-. Guardó sus pensamientos
para él mismo o, como mucho, para confesárselos a Tulia, en la intimidad. Había
aprendido con Cicerón el estoicismo y la discreción y sabía expresarlos y
vivirlos, mucho mejor que su señor. A partir de ese momento dedicó toda su vida
a recopilar, publicar y difundir los escritos de Cicerón. Escribió varias obras
que se han perdido –Expresiones de
Cicerón, en tres volúmenes; El uso y
razón de la lengua latina, en varios volúmenes; Pandectas, miscelánea de cuestiones variadas y, finalmente, una
selección de cartas de carácter literario y personal-. Tradujo algunas
tragedias griegas, sobre todo, las de Esquilo y Sófocles, al latín. Su obra, Vida de Cicerón, de la que sólo quedaban menciones dispersas en
otros escritos, ha sido descubierta recientemente; se había conservado en
cuatro volúmenes, en un palimpsesto.
Consiguió
el beneplácito de Augusto y su –ahora lo llamaríamos “responsable cultural”- querido y amado Mecenas, que, a su vez,
admiraba a Tirón. Mecenas respetó su independencia y le facilitó en todo lo
posible el trabajo. No por casualidad, el secretario y esclavo de Mecenas,
Aquila, imitó el estilo taquigráfico de Tirón.
Al
principio puso sólo una objeción en la publicación de las obras de Cicerón: sus
cartas. Consideró una ignominia –repetía esa palabra, cada vez que le hablaban
de este asunto-, una bajeza, que el gran amigo de Cicerón, Ático, publicara
cartas privadas para ganarse la aprobación de Octavio y su camarilla. Sin
embargo cambió de opinión y decidió transcribir y publicar el resto de su
correspondencia –de las que tenía copias- por dos razones. En primer lugar,
sólo él, que lo conocía mejor, podría editar esas cartas, como el mismo Cicerón
hubiera deseado. En segundo lugar, aceptó el éxito entre los nuevos lectores de
un estilo nuevo y libre, alejado del ritmo cadencioso de sus discursos. Tirón
era consciente de que el público, aunque él pensara de manera diferente, es
quien tiene la última palabra.
Evitó Roma
desde entonces. Sólo la frecuentaba para revisar los textos de los copistas. Se
encerró en Puteoli –en la villa que heredó de su amado Cicerón- y disfrutaba de
una vida espartana –no gastaba mucho, comía y bebía lo necesario- y feliz, en
compañía de su hijo adoptivo y de Tulia, su esposa. Administró junto a Tulia
los dividendos que le proporcionaba un viñedo cercano a la villa e importaba el
vino a tabernas conocidas de Roma y sus aledaños. Un vino, según dicen los
contemporáneos, de muy buena calidad, a la altura de un Falerno de añada. Su
hijo adoptivo, continuó la herencia familiar, manteniendo la calidad de estos
vinos.
Sus cenizas
fueron enterradas, tras morir, casi a los cien años –si hemos de creer en el
testimonio de San Jerónimo- en la villa de Puteoli. Su mujer, Tulia, le
acompañó cinco años más tarde. Dicen que en el mismo lugar donde más de cien
años después estarían –sólo durante un año- los restos del emperador Adriano y
en el que su sucesor Antonino Pío levantaría un circo durante los juegos en su
honor, construcción de la que aún se conservan algunos restos.
ASPASIA DE PAESTUM
Roma, 120 d.C.-Paestum, 202 d.C.
Aspasia de
Paestum nació en una familia de clase media-alta. Su madre, Ortigia, era hija
de unos tenderos. Su padre, Timón, fue un médico afamado y respetado por los de
su profesión. Desgraciadamente, su madre murió al nacer Aspasia. Este fue un
hecho que marcó toda su vida. Nunca lo olvidaría.
En sus
primeros seis años conoció la corte imperial de Adriano. Estuvo en su villa de
Tivoli o en la de Cumas o Puteoli. No tenía muchos recuerdos de ese emperador
extravagante; sólo lo que le contaba su padre. De entre los médicos era su
favorito, porque, al contrario que el resto, le decía a Adriano no lo que
quería oír, sino la verdad, aunque fuera cruel. Eso, curiosamente, gustaba a
Adriano. Por eso, tal vez, se hicieron amigos.
Timón
decidió, cuando acumuló suficiente dinero, abandonar la corte y regresar a su
villa de Paestum, herencia paterna. Además, echaba de menos esa ciudad medio
griega, fuente, a su vez, de recuerdos tristes y felices –fue allí donde conoció
a su mujer y donde no pudo salvarla, al tener a su única hija-. Sería un lugar
tranquilo en el que ejercer su profesión sin la presión ni la condescendencia
de las clases altas del imperio. Allí creció Aspasia, aprovechando no sólo la
tranquilidad de una vida en el campo, sin la asfixia o el imprescindible
instinto de supervivencia que se requería en Roma, sino, sobre todo, una
extensa biblioteca que Aspasia devoró desde pequeña con fruición.
Leyó a
todos los clásicos que recomendaban, por entonces, pedagogos de la talla de
Quintiliano –y como él mismo aconsejaba, desde los primeros años-, asesorado
por su propio padre, que hizo una selección cuidadosa y ateniéndose a su edad y
madurez. Cicerón, Catón, Virgilio, Horacio, Ovidio, Lucrecio. No despreció a
autores más modernos como Séneca o Tácito. Sin embargo, no dejó de aumentar su
interés, al crecer, por los escritos médicos –que mayoritariamente poblaban la
nutrida biblioteca personal de su padre-; entre ellos, sintió curiosidad o
pasión por dos autoras con las que Timón había tratado años atrás de manera
tangencial: Antioquía y Eugeresia. Antioquía era una especialista en artritis;
Eugeresia, en los problemas de riñón. No sólo habían escrito opúsculos sobre
estos temas, acreditados entre sus compañeros, sino que daban clases en una
Academia de medicina, a unos metros del Panteón, en el campo de Marte.
Aspasia no
tuvo ninguna duda; en cuanto tuviera edad suficiente, iría a Roma y aprendería
con ellas. Mientras tanto, encontró en su padre a un gran maestro, que le
enseñó aspectos básicos de su profesión y dos rasgos que nunca olvidó y a los
que siempre se atuvo: la humildad y el trabajo constante y diario.
Poco antes
de marchar a Roma, su padre recibió la visita de Adriano. Sólo estuvo en su
villa un par de días. Aspasia vio a un hombre viejo, agotado, atormentado. Una
semana después moriría en Cumas.
En
septiembre de ese mismo año, el 135 d. C. marchó a Roma en compañía de Mario,
un ex gladiador, protector inseparable de todos sus pasos durante gran parte de
su juventud. Su padre le había curado tras un combate a muerte, en un
anfiteatro de una ciudad de provincias, y desde entonces, había sido un fiel
ayudante de Timón. Le confió, sobre todo, lo más preciado: su hija. Y Mario
cumplió su cometido con creces.
El viaje y
su primer año de estancia en Roma fueron decisivos para entender el desarrollo
posterior de la carrera de Aspasia. Durante el viaje conoció de primera mano
una realidad a la que había sido ajena hasta entonces. La gente, la mayoría de
los ciudadanos de Roma, no vivían en una villa lujosa. Eran pobres y tenían
menos oportunidades para sobrevivir, si su salud empeoraba.
En la escuela pronto se ganó el
aprecio de las dos maestras. Antioquía sintió desde el primer momento respeto
por Aspasia, porque admiraba los valores que su padre había sabido
transmitirle. Eugeresia la trató como una hija. Las dos maestras, doctoras
respetadas, habían construido a lo largo de su vida una amistad intensa y
profunda. Antioquía sufrió malos tratos por parte de un marido cruel, que murió
en extrañas circunstancias. Hay quien dice que la misma Antioquía lo asesinó. Eugeresia,
por su parte, nunca pudo tener hijos. Algunos aseguraban –eso se rumoreaba- que
su relación iba más allá de la amistad, pero Eugeresia y Antioquía tenían mucho
cuidado en hacerlo público. Lo mantuvieron en secreto hasta el final de sus
vidas.
Ese año,
antes de la celebración del entierro oficial de Adriano en Roma y la
inauguración del monumento funerario en su honor, Aspasia perdió a una
paciente. Una abortera había hecho un estropicio y, cuando llegó Aspasia, fue
demasiado tarde para poder salvarla. Le afectó personalmente. Recordó a su
propia madre y a las cientos, miles de mujeres que morían por razones
parecidas, desangradas o por culpa de infecciones, tras el parto o un mal
aborto. Se prometió a sí misma que haría todo lo posible para no volver a vivir
esa experiencia, que nadie la sufriera. Empezó a escribir ese mismo año una
obra en la que trataba de temas tan variados como la anticoncepción, el aborto
y el parto con un estilo sencillo, claro, divulgativo y científico. Elaboró su
proyecto, investigando en todas las fuentes de las que dispuso –primero, en la
biblioteca privada de su padre; posteriormente, en las públicas de Roma y,
finalmente, recopilando testimonios de primera mano que acumuló en su extensa
actividad como doctora-.
Asumió, a
los cuarenta años, el puesto de directora de la Academia de medicina y allí
supo desenvolverse con gran acierto, consolidando la institución y abriéndose a
nuevas experiencias, sin desechar las adquiridas por sus predecesoras. Publicó
su libro, obra que llegó hasta el Medievo y sirvió de referencia en este ámbito
de la medicina, hasta que lamentablemente, alrededor del siglo XI, se perdió.
Contrajo nupcias con un médico de
prestigio, un hispano, al que conoció en una de sus visitas, fuera de Italia.
Marco, que así se llamaba, aceptó irse a vivir a Roma con ella. Tuvieron una
hija a la que llamaron Sofía, educada como lo fue la misma Aspasia.
La muerte
del marido y de su padre –casi al mismo tiempo, con una diferencia de tres
meses-, al cumplir Aspasia los cincuenta años, la hundió en una fuerte
depresión. Tuvo la misma necesidad que vemos en su padre, cuando perdió a su
mujer: se retiró a la villa de sus antepasados y se dedicó sólo a la
investigación. Recuperó el ambiente del campo, la tranquilidad, esa que ella
desechó en su juventud. Fue allí donde vivió sus últimos años, aunque no dejó
de organizar y llevar a cabo actividades y proyectos. Construyó un refugio, en
un edificio anexo a su villa, para mujeres abandonadas con sus hijos, difundió
todo lo que pudo los conocimientos adquiridos en materia de higiene y salud
femenina. No dejó de cartearse con médicos de su tiempo que la visitaban para
compartir sus experiencias y conocimientos.
Dicen que
murió de un ictus cerebral, mientras escribía una carta a la nueva emperatriz,
la esposa de Septimio Severo, Julia Domna, pidiéndole financiación para otro de
sus proyectos sociales. Tras ser enterrada junto a su marido y sus padres, en
la villa de Paestum, su hija, Sofía, se encargó de mantener el refugio
económicamente viable durante más de tres décadas.
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