Elegí Viajes con Heródoto de Kapuscinski; necesitas un libro para que el tiempo se te pase más rápido en las largas esperas de los aeropuertos o en los trayectos, cuando, lejos de la ventanilla, no puedes contemplar las nubes o las altas montañas o las llanuras, punteadas de ciudades y pueblos, y atravesadas por carreteras, autopistas o caminos.
Heródoto y Kapuscinski son excelentes guías, descubridores de mundos, amantes del conocimiento, del viaje; saben cómo contar una historia y nos conservan la memoria, que se perdería, si ellos no hubieran estado allí para contárnoslo o no hubieran decidido recopilar todas esas historias y escribirlas.
Para Kapuscinki Heródoto fue un maestro porque, cuando leemos al autor polaco, nos damos cuenta de que gracias al griego se pertrechó de los recursos necesarios para mantener la atención de sus lectores. Me agrada ese primer contacto con el Mediterráneo, el que tuvo en Argel en los años cincuenta; descubre su aroma, su olor, su luz: inconfundibles sensaciones para cualquiera que ame este mar. No había olvidado de mi primera lectura el encuentro con los dos africanos, armados hasta los dientes; teme que le van a matar y, cuando se acercan, amablemente, solo le piden tabaco. Pero, sobre todo, para Kapuscinski Heródoto es una forma de superar el tiempo, alejarse del presente, observar el mundo, como si fuera reciente, fresco, nuevo.
Y las historias de Kapuscinski y Heródoto se mezclan; no parece que más de veinticinco siglos separen a Jerjes y Louis Armstrong, a Masistes, Zósipo, Ciro, Abdou, Artabanes, Creso, Negusi, Lícidas, el Dr. Ranke... Atraen nuestra atención, sean personajes reales o míticos, inventados o transformados, porque la memoria y la Historia, la nuestra, la de otros, recrea imágenes, las reconstruye, y nunca sabrás con seguridad, si han sido vividas, soñadas o imaginadas.
¿Qué imágenes recordaré de esta última visita a Annecy?
Si has estado tantas veces en un lugar, los tiempos se confunden. ¿Eres el niño, el adolescente, el joven veinteañero o treintañero, el cuarentón o el de hoy, el que se recupera con dificultad de los achaques?
Los espacios te devuelven imágenes.
Mi tío Víctor me echó en cara -en voz alta para que todos lo supieran, durante uno de esos viajes, en el baño de su casa-, que no apretaba la pasta de dientes como se debía hacer; desaprovechaba la mitad y era increíble que mis padres no me lo hubieran enseñado. No he olvidado esas palabras, la vergüenza que me produjeron. Y todavía, cuando me dice que no encienda la luz del pasillo o no me deja cambiar de canal, recuerdo ese momento, aunque ese hombre camine ahora, apoyado en un bastón, frágil, inseguro, tan cerca de la muerte...
Observo las montañas que se alzan alrededor del lago de Annecy y me parece, si la memoria no me falla, que algunas las he recorrido e, incluso, he hollado su cima; allí estuve, me gustaría decir, cuando las observo, sentado en el banco, al borde del agua, rizada por el viento otoñal.
Escucho el sonido persistente de una alarma antiaerea un miércoles de septiembre; no, no nos bombardean. Solo es un aviso del pasado, de una guerra que ya nadie recuerda.
Quedan inscripciones; aquí, los españoles que lucharon contra el fascismo; allí, los niños que murieron en campos de concentración; los fusilados de la Resistencia... Tuve hace unos años una idea: entrevistar a tres generaciones de españoles; los que lucharon contra los nazis, los que emigraron y a sus hijos y nietos. La historia de unos españoles que trabajaron y vivieron y murieron, que trabajan, viven y morirán en Annecy. Me faltó energía para hacerlo real.
Una mujer se apoya en la barandilla del puente de los Amores: "¡Jérôme! ¡Jérôme!".
Es el comienzo de La rodilla de Clara de Rohmer.
Es la Annecy que conocí por el cine. Allí mismo, sobre el puente, grabó mi madre unas palabras mucho tiempo después; sus voces, las de la actriz, las de mi madre, se fusionan, se combinan irreconocibles.
Confusa e infinita asociación de imágenes; los tiempos y los lugares se entrelazan, se entretejen en una madeja interminable.
Infinitos son los mundos por conocer; limitado el tiempo que nos queda.

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