"En la vida como en la literatura solo callarse es sincero. Cuando hablamos, representamos un papel..."
Sandor Márai, Confesiones de un burgués.
Tal vez excepto Juventud no hay película de Sorrentino que no despierte el aplauso de la crítica. Su estética nada tiene que ver con lo que espero de una película, pero, al menos, no me aburre como Almodóvar. Sin embargo, hay varios aspectos que sí comparten.
Ambos construyen un mundo artificial; tal vez la diferencia -y eso salva a Sorrentino- es que parte de una realidad barroca, exagerada, excesiva y esta siempre permanecerá, es una presencia constante en el arte y, mucho más importante, en la vida; Almodóvar, en cambio, prefiere mirar al espejo del cine y la literatura para levantar su teatro de marionetas.
Por otro lado, tenemos a personajes excéntricos, que nada tienen de convencionales. Sorrentino los construye a partir de esa realidad que cualquiera que visite Italia puede encontrar en sus iglesias o en sus palacios, en sus barrios y calles. En Almodóvar es un preciosismo que nace de la imaginación, del teatro y la representación.
Pero mi intención no era hablar de Almodóvar, un director muy sobrevalorado, a pesar de su talento, y que ya está, a su manera, despidiéndose del cine. Prefiero hablar de Sorrentino. Aunque haya partes de sus películas que me alejen como los movimientos de cámara laterales o circulares que se convierten en rimas -en esta Parthenope son metáforas del deseo o del amor- o esa cámara lenta preciosista e irónica, -un guiño o parodia de la estética del videoclip- nadie puede negar que las imágenes delirantes entre el surrealismo y lo estrambótico, fellinianas en estado puro -un lecho a la manera de un baldaquino que abre la película, un camión cisterna delante de un funeral con coche de caballos decimonónico y que vuelve a aparecer al final transformado en un autobús con banderolas del Nápoles- siempre te atrapan y logran mantener la atención.
Me parece que todas las películas de Sorrentino viven de esas imágenes e ideas brillantes -a veces condensadas en una frase genial "cuando llegué a los 65 años descubrí que no puedo perder el tiempo en cosas que no me apetece hacer" (a mí me gustaría haberlo descubierto antes), "la belleza como la guerra: abre puertas" - y que son el punto de partida de todo; más tarde, se estructuran en un guion coherente o una historia.
Como en La gran belleza, donde las palabras son huecas y vacías y los silencios esenciales y primordiales, donde el arte se eleva sobre la mediocridad y banalidad de las fiestas nocturnas, donde las jirafas aparecen y desaparecen mágicamente entre las ruinas antiguas, las aves zancudas descansan de su migración en una terraza y las fotografías diarias de una vida entera detienen el tiempo,
reconoces su estilo y también sus temas: la soledad, la juventud y el paso del tiempo, el dolor, la nostalgia o la saudade -aunque en el sur de Italia se lleve al extremo, al límite, y en Portugal o Galicia se acepte, aparentemente, con más calma-; la melancolía, los trampantojos, -metáforas de la simulación y la falsificación que nuestra mirada construye en la relación con el mundo que nos rodea-, la superficie barroca que se amalgama con el escenario natural o la ciudad milenaria, sea Roma, en La gran belleza, o Nápoles, en Parthenope: las termas de Caracalla y la bahía de Nápoles, el Vesubio y los palacios decadentes, transformados en un escenario teatral y, al mismo tiempo, espejos del Tiempo. También el recuerdo, donde se encuentran emociones vividas con otras, imaginadas y soñadas. Y la belleza, por supuesto. Una percepción de la belleza -que no excluye el sexo, aunque no sea su fundamento, porque como en el mundo de las Ideas platónico aspira a llegar más allá de lo sensible, de la piel y la primera mirada a un cuerpo desnudo de mujer; desea alcanzar las "raíces"-, una belleza que solo puede entenderse desde el Mediterráneo, porque nació aquí hace miles de años, en las costas de Grecia o de Italia o de Turquía, de Argelia, España o Egipto y, que, a pesar de la capa de cristianismo -representación y ritual teatralizado, milagro o misterio interpretado y representado, espectáculo de formas y colores- o del Islam -represión y ceremonial solemne y uniforme-, se mantiene pagana, vital, excesiva.
Y Sorrentino nos la muestra; aún más, nos la revela como un misterio, como lo era hace miles de años. Y es ese misterio el que deja poso en nosotros cuando Sorrentino nos cuenta una historia. Sí, es el misterio de los mitos, el de lo eterno que sobrevive a la superficie de las cosas y a las modas, el de los profundos y circulares ciclos del Tiempo.
"Los escuálidos e inconstantes destellos de belleza... en el fondo es solo un truco".
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